Kitabı oku: «Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto», sayfa 13
XXII
Como mi pobre cabeza tardó horas y horas en recobrarse de aquel vértigo, no me es fácil determinar el lugar y momento en que cambiamos el coche por el ferrocarril. Sí recuerdo que al anochecer íbamos en un tren mixto, de cuya dirección no pude enterarme hasta que Silvestra dijo que estábamos cerca de Las Casetas. Poco antes de esto, tras penosa lucha entre mi razón y mi fantasía, llegué al convencimiento de que no llevaba traje sacerdotal aquel don José, que en boca de Silvestra era el padre Carapucheta y en la mía el señor Ido del Sagrario.
En la estación que empalmaba la línea de Castejón con la de Madrid a Zaragoza, bajamos a restaurar nuestras fuerzas con el comistraje que dan las fondas ferroviarias, y entre una sopa aguanosa y un pollo más duro que la pata de un santo deliberamos sobre la ruta que nos convenía seguir. Opinó Chilivistra que debíamos continuar en tren hasta Calatayud, y de allí internarnos por Daroca hacia la provincia de Teruel. El don José, cuya delgadez era ya transparente, sostuvo la conveniencia de llegarnos por el ferrocarril hasta Guadalajara, donde él tenía que tomar lenguas acerca del asunto que a tales trotes le llevaba. Yo, Proteo Liviano, mensajero de los Dioses, envolviéndome en una serenidad majestuosa les dije que mi opinión era no tener ninguna, y que me dejaría llevar a donde la dama gordita y el caballero flaco determinasen, ora fuese a las delicias del Paraíso Terrenal, ora fuese al mismísimo Infierno.
De la deliberación de mis dos compañeros de viaje resultó que haríamos una paradita en Calatayud. Paradita fue que en la ciudad aragonesa que los antiguos llamaron Bílbilis, patria del poeta latino Marcial, estuvimos tres días. Ello sucedió porque nos metimos en una fonda con ánimo de pasar la noche, y apenas viose Silvestra bajo techo se puso tierna, indolente, mimosa, aquejada de esa insana languidez que sólo se cura con los melindres afectivos. Estábamos en la faceta de los arrumacos pasionales. Ya vendría la contraria. ¡Dios!
Respondí a los arrullos de mi amiga por mantener la paz en nuestra errante comunidad; yo no tenía prisa en cerrar aquel paréntesis de descanso, ni el bueno de don José mostrábase impaciente: pasaba todo el día recorriendo calles y visitando conventos… Al tercer día de nuestra parada le cogí a solas en su estancia y así le dije: «Ya mi cabeza está despejada y no le vale a usted su disfraz de capellán ni toda esa monserga que se trae. Usted es mi patrón, el gran filósofo Ido del Sagrario, sujeto que con ninguna otra criatura humana puede confundirse».
– Sí, señor: soy el que Vuecencia dice y no puedo ser otro – me contestó Ido un tanto lacrimoso. – Pero, francamente, naturalmente, ¿qué he de hacer yo si esa doña Silvestra se ha empeñado en que soy el padre capellán don José Carapucheta?… Veréis, Ilustrísimo Señor: fui a Vitoria buscándole las vueltas a la pobre hija que me robaron, y me encontré a doña Chilivistra. Esta señora… ya sabe usted que está loca perdida… me metió en el enredo de vestirme de cura para poder penetrar con seguridad en el riñón de Navarra… En el riñón entramos y del riñón salimos. Luego se nos apareció esa madama Clío, sabedora de todo lo que ha pasado en el mundo y de lo que ha de pasar, y gracias a la supradicha madama, que mil años viva, me veo junto al hombre del gran poder, quien seguramente me llevará a donde encuentre lo que busco.
– Sí, sí, no tenga usted duda: rescataremos a Rosita – dije yo pavoneándome al recobrar mi papel de consolador de todos los afligidos.
– Pues bien, Ilustrísimo Señor. Si ahora vamos Vuecencia y yo a doña Chilivistrilla, y le decimos que yo no soy el padre Carapucheta sino el marido de Nicanora, verá Vuecencia cómo le tiembla el labio y nos pega a los dos.
– No le diremos nada; descuide don José. Y si para mantenerla en su engaño fuese menester que dijera usted misa en cualquiera de los pueblos por donde hemos de pasar, la dice usted, yo le ayudo, ella la oye, y pax Christi.
– Amén… Ahora hablemos de otra cosa. Si esa señora se obstina en ir al Maestrazgo, no cuenten conmigo. He pasado estos días enterándome de las cosas de la guerra, y sé que toda esa parte de Teruel y Albarracín es un volcán. Francamente,naturalmente, no he venido yo al mundo para que me fusile un Cucala, un Bonet, u otro de esos bárbaros matarifes.
– Estamos conformes. ¿A dónde quiere usted que vayamos?
– A donde dije en la estación de Las Casetas. A Guadalajara, Ilustrísimo Señor.
– Pues allá iremos. Yo convenceré a doña Silvestra.
Al día siguiente habríamos llegado a la ciudad que goza fama de ser el emporio de los bizcochos borrachos, si a mi Silvestra no se le hubiera metido en la chola hacer otra paradita en Alhama. Seguía la racha voluptuosa. Ya me iba yo cansando de paraditas, mimos y empalagos de sentimentalismo dulzón. Y gracias que en todas las estaciones siguientes no propuso más que otras dos paradas, una en Medinaceli para ver el sepulcro de Almanzor, otra en Sigüenza porque había hecho promesa de ofrecer sus pías devociones a la gloriosa mártir Santa Librada… Con estas lentitudes, ya corrían los primeros días del mes de Julio cuando entramos en la capital de la Alcarria.
Apenas instalados en la posada de donde parten las diligencias para Brihuega y Pastrana, olvidó Chilivistra su terca obstinación de visitar el Maestrazgo, país entonces erizado de peligros que en su magín enfermo se revestían de formas románticas. Ilusionada por nuevas ideas imaginó que sería muy divertido dar un vistazo al país donde se cría la exquisita miel y a los verdes oteros poblados de aromáticas hierbas… A todas éstas, el pobre Ido andaba desatinado por la población, donde no le faltaban amistades y conocimientos. Díjome una tarde que había tenido noticias desconsoladoras; mas para confirmarlas era preciso que fuéramos a Huete.
A Chilivistra no le pareció bien abandonar la región melífera. Antojósele además tomar las aguas de La Isabela, en Sacedón, que según decían eran excelentes para conservar la tersura del cutis. En estas disputas acerca del punto a donde debíamos ir pasaron dos días más. Por fin determiné yo alquilar un buen coche para irnos por el camino de Pastrana hacia la provincia de Cuenca, después de asegurar a Silvestra que cuando despachásemos un asunto particular del señor Capellán la llevaríamos a zambullirse en las aguas de La Isabela.
De mala gana emprendió la vizcaína el viaje, y por el camino nos daba la tabarra volviendo su enojo contra el padre Carapucheta, de quien decía que iba siempre huroneando los conventos de monjas, con las cuales a hurtadillas se refocilaba. Oía con resignada humildad estas cosas el bueno de Ido, cuya inquietud y zozobra se mostraban en lo escuálido del rostro y en el crecimiento de la nuez.
Rodando por desiguales caminos llegamos a Huete avanzada la mañana de un luminoso día de Julio, y don José, apenas nos quitamos el polvo en el parador de Santa Clara, encaminose al monasterio del mismo nombre, situado a corta distancia de nuestro alojamiento. Más de dos horas permaneció el manso filósofo en la casa monjil, conferenciando con una tal Sor Inés de la Transverberación, prima carnal de Nicanora.
En el largo tiempo que pasamos esperando a Ido, noté que a Chilivistra le tembliqueaba el labio. Ya venía la racha de la impertinencia borrascosa. «Bonito papel estamos haciendo – me dijo – tapándole los vicios a este capellán que parece una mosquita muerta y es un tenorio de monjas. Opino que debemos dejarle aquí, marchándonos nosotros hacia La Isabela, donde encontraré el remedio para estos granitos que me han salido en las piernas. Míralos, Tito, y te convencerás de que me son precisas aquellas aguas, que instaló Fernando VII para pulimentar la epidermis de su segunda mujer, la Reina doña Isabel de Braganza».
Hice cuanto pude para contener y amansar a Silvestra con blandas razones. Llegó por fin el buen Ido, consternado, y llevándome aparte discretamente me dijo: «Ilustrísimo Señor; ya sé a ciencia cierta que mi adorada Rosita está en Cuenca, en una casa de esas que llaman… con perdón… mancebías públicas, y yo llamo templos del escándalo».
– Pues vámonos allá, don José – repuse yo, – y salvaremos de la infamia a esa sacerdotisa de Venus.
No necesito decir los artificios amorosos que puse en juego, halagos que prodigué y patrañas que discurrí, para convencer a Chilivistrade que debíamos ir a Cuenca. Con todo, momentos hubo, a poco de arrancar el coche, en que don José y yo estuvimos a dos dedos de ser abofeteados por el basilisco; poco faltó para que sus blancas y afiladas uñas se clavaran en mi rostro. La lucha duró hasta que el sueño y la fatiga rindieron a la fierecilla, andados ya dos tercios del camino. Nocturno fue aquel viaje y fecundo en molestias de todo género. Ya era más de media noche cuando entramos en Cuenca. Nuestros pobres huesos y nuestros desmayados espíritus tuvieron descanso en la mejor fonda de la Carretería, parte llana de la ciudad.
Al siguiente día, 12 de Julio, fecha que no se me olvidará mientras viva, el molimiento de nuestros cuerpos nos retuvo en las ociosas lanas más tiempo de lo que acostumbrábamos. Levantose Silvestra de mal talante, que manifestaba con agrias y descomedidas voces, y agarrando sus libros de rezos y su rosario requirió mi compañía para ir inmediatamente a la Catedral, pues quería prosternarse ante el sepulcro del bendito San Julián, Obispo de Cuenca.
Salimos los tres y nos dirigimos por la Carretería hasta una vetusta puente sobre el río llamado Huécar, la cual une la ciudad vieja con los arrabales. Como poseo un gran sentido topográfico, andando me enteraba de la estructura de aquella ciudad celtíbera, visigoda, arábiga o no sé qué, asentada en varios montículos rocosos. El conjunto del viejo caserío escalonado en diferentes anfiteatros, donde al parecer los cimientos de unas casas pisaban las techumbres de las otras, era de lo más pintoresco que yo había visto en mi vida. Pasado el puente entramos en una calle que, según me dijo Ido, se nombraba de Las Cocheras. Allí nos separamos; el filósofo torció a la derecha en busca de las casas públicas y pecaminosas, donde creía encontrar a su desdichada hija. Chilivistray yo, por la empinada y tortuosa ruta que nos señaló don José, subimos hasta la Catedral.
Aquel día estaba mi basilisco en la plenitud de sus vesánicas impertinencias. Por la menor cosa reñíamos. Si tropezaba yo en un pedrusco (y hay que ver, señores, lo que eran aquellos empedrados, los partidos losetones y los peldaños puntiagudos), se ponía furiosa y me increpaba de esta manera: «Hoy estás cargantísimo. No se puede ir contigo a ninguna parte… Claro, ¡como no te dejo ir con el bigardo del Capellán Carapucheta a jugar con las monjitas!… A mí no me toques, no me des la mano, que yo sola sé andar muy bien. No tengo las piernas de trapo como tú».
El interior de la Catedral me impresionó grandemente por la majestad y elegancia de sus líneas ojivales, diluidas en un doble misterio de silencio y obscuridad. El presbiterio y el ábside me parecieron espléndidos, las verjas magníficas. Silvestra oyó dos o tres misas en diferentes capillas, y luego estuvo arrodillada largo rato ante el altar de San Julián, un armatoste greco-romano del estilo más antipático y pedantesco. Beatas vejanconas no cesaban de llegarse a los mármoles del sepulcro para besuquearlos y llenarlos de babas. Apenas se apartó del altar mi basilisco para marcharnos, adelantose a darle agua bendita un hombre de buena estatura, vestido con decorosa modestia, de negra barba, pelo rizoso, facciones de varonil belleza y edad como de cuarenta o cuarenta y cinco años. Al acercarme yo, le oí decir: «¿No me reconoce usted, Silvestra?». Y como ella dudara observándole, él prosiguió: «Soy primo de Delfina Gay, y en su casa nos hemos visto algunas veces, ¿no se acuerda? Mi nombre es Avelino Palomeque».
– ¡Ah! ya, ya, Palomeque – dijo Silvestra agradeciéndole con su más delicada sonrisa – ¿Es usted de aquí?
– No, señora; yo nací en Toledo. Pero estoy en Cuenca desde muy niño y en ella tengo mis negocios: dos fábricas de harinas y los molinos de San Antón.
Salimos los tres. El gaznápiro de Palomeque iba junto a Silvestra, dándole conversación, y a mí ni me saludó ni me hacía caso. Le pagaba yo este desaire con la moneda de mi desprecio. Mirándole bien recordé haberle visto en la casa de Delfina y en la tienda de ataúdes. Era un carlistón rabioso, fanático, muy cerrado de mollera. Al llegar a una calle, que luego supe se llamabade Caballeros, tan pendiente que por ella había que andar a gatas, se paró el cerril carcunda y dijo estas palabras, volviendo su rostro hacia mí como para que yo me enterase bien:
«No pasarán dos días, y casi estoy por decir que no pasará ni uno, sin que entren en Cuenca las tropas del Ejército Real del Centro, mandadas por Sus Altezas los Serenísimos Infantes don Alfonso y doña María de las Nieves. Creo que no ha de hacer resistencia este pueblo donde hay pocos liberales, y esos pocos tontos de remate… Si usted teme el fuego y las balas, póngase en salvo hoy mismo, señora doña Silvestra. Puede usted refugiarse en mi casa, donde estará más segura que en ninguna parte. Soy viudo y vivo con mi madre, mi hermana y una hija mía de catorce años».
Luego seguimos bajando hasta la plaza de San Vicente. Palomeque invitó a Chilivistra a comer en su casa aquel día, anunciándole que iría a buscarla a la fonda. El basilisco, con no poca sorpresa mía, aceptó diciendo al carcunda que se arreglaría deprisa y corriendo para no faltar a la hora.
Solos otra vez Silvestra y yo, nos dirigimos a la fonda por la puerta que llaman del Postigo. Íbamos a escape, yo silencioso, ella punzándome con sus acres intemperancias. «Aprende, tonto – me dijo. – Ese caballero sí que es fino y galante. Tú, en cambio, eres un avefría y no sabes tratar con damas». Poco después de las doce llegó Palomeque a nuestro alojamiento. Silvestra, bien apañadita de ropa y pergeñada de lindos accesorios, sin omitir ninguno de los retoques de su bella faz, se fue con él, dejándome en una soledad deliciosa.
Cuando Ido no había vuelto de sus diligencias, me lancé solo por las calles de la ciudad baja, después de comer. Por un momento se me ocurrió volver a la Catedral para pedirle a San Julián que me concediera el inmenso favor de librarme para siempre de la fémina mortificante y tornadiza. Pero me detuvo el extraordinario movimiento que notaba en las calles: iban y venían hombres y mujeres en actitud de recelo y alarma. Acerqueme a un grupo y no tardé en conocer la causa de tal agitación. Del pueblo de La Cierva, distante unas cuatro leguas de Cuenca, había llegado una mujer con la noticia de que allí y en Pajarón estaban los carlistas: la mar de batallones, con unos llamados zubabos que parecían fieras, y el don Alfonso y la doña Blanca. En otro grupo oí que de Palomera, distante sólo una legua, acababan de llegar emisarios que también anunciaban la presencia de las bárbaras legiones.
Antes de amanecer caería sobre Cuenca la turba desmandada, feroz y hambrienta, y se haría dueña de la ciudad riscosa si las peñas y los corazones no le oponían una brava defensa.
XXIII
Recluido en el cuarto de la fonda, pasé la noche muy agitado por el tumultuoso ruido que de la calle venía. Además, me inquietaba que Silvestra no hubiera vuelto a mi lado, no porque me hiciera falta su presencia, sino por el temor de que le hubiera ocurrido algún desavío. Al manso filósofo le esperé hasta la madrugada; mas tampoco vino a la mansión hospederil. Pensé que había encontrado a su hija, o que las diabólicas sacerdotisas venustas le retenían en sus nefandos cubículos. Al amanecer, las cornetas tocaron diana cerca y lejos, las unas en el interior de la ciudad, las otras en el campo, ocupado ya por los carlistas. Me asomé un momento a la ventana de mi cuarto, y vi en las crestas de los cerros humazo de fusilería. Poco después empezó el tiroteo en los términos cercanos. Dijéronme que los sitiadores atacaban la Puerta del Castillo, y que ya eran dueños de un barrio del mismo nombre, situado extramuros de la ciudad.
Bajé al comedor, donde el patrón y otros que con él estaban me dieron noticias desconsoladoras. Las fuerzas que habían de defender a Cuenca eran harto débiles: cuatro compañías de la Reserva de Toledo, un escuadrón de Lanceros del Regimiento de España, otro de Carabineros, algunos Guardias civiles, y dos centenares de Voluntarios, gente por punto general poco aguerrida. Las fortificaciones se reducían a unas verjas de hierro, arrancadas de las iglesias para ponerlas en las entradas de la ciudad vieja, y a unos cuantos remiendos echados de cualquier manera en la vetusta muralla. Cuatro cañones con insuficiente servicio de artilleros eran las únicas piezas disponibles para tener a raya al enemigo.
El fuego siguió muy nutrido durante la mañana. Poco antes de las once, los vecinos de los arrabales, creyéndose poco seguros en aquella parte de la ciudad, empezaron a trasladarse a toda prisa a la ciudad alta. Mi patrón y su mujer, personas sencillas y afables, se empeñaron en llevarme consigo. «Caballero – me dijo el fondista, – aquí no puede usted quedarse, porque esto está muy malo. Véngase con nosotros. Allá, en los altos de la Plaza de San Nicolás, tenemos una casita en paraje resguardado de los zambombazos que atizan esos perros. Coja usted su ropa y los efectos de valor; nosotros salvaremos lo que podamos. Bueno que se lleve el diablo nuestros intereses, pero la vida no queremos perderla… ¡Ay, caballero: lo peor para la pobre Cuenca es que tenemos el enemigo en casa! Muchos vecinos, muchas familias de acá son carcundas hasta los tuétanos. Conque hágase cargo…».
Por el puente de la Puerta de Valencia me llevaron a un barrio de calles pinas, angostas y obscuras. Entramos en una casa de no sé cuántos pisos: la escalera no tenía fin. En un desván lleno de pobretería de ambos sexos hallé albergue que parecía seguro de las balas, mas no lo era de insectos y alimañas molestas. En aquel camaranchón traté inútilmente de conciliar el sueño. Pasada la infernal noche, decidí cambiar de alojamiento, y bajé a otros pisos donde encontré mejor compañía, personas amables que me dieron pan y vino para sostener mis fuerzas. Entre los allí refugiados había un chico de tipo gitanesco, vivaracho y más listo que el hambre, el cual salía y entraba a cada momento, trayéndome noticias de lo que ocurría.
Por aquel galopín supe que se habían apoderado los sitiadores de la Carretería y calles inmediatas, saqueando casas y tiendas con infernal estrépito. Supe también que los carlistas quisieron parlamentar junto al Instituto; pero el Brigadier don José de la Iglesia, Gobernador Militar de la Plaza, hombre tan chiquitín como bravo, les mandó a escardar cebollinos… Mientras el chiquillo andaba recorriendo los sitios donde más empeñada era la lucha, mi patrón, dolorido y suspirante, me dijo: «Caballero, nos quedamos sin agua. Esos cafres han cortado el acueducto en el caserío de la Cueva del Fraile». La patrona, llorando, agregó: «¡Ay, Virgen Santísima, mañana no habrá ya pan en Cuenca! El poco que amasaron hoy se lo arrebata la gente en la calle, y los pobres que están batiéndose no tienen qué comer».
Por la tarde, volvió despavorido el chicuelo contándonos que había un fuego horroroso en la cuesta de Tarros, Matadero, Jardín de las Carteras, Retiro, San Miguel y las Angustias, con la mar de muertos y heridos. Una vieja que vino después nos dijo que los Voluntarios, con el cañón que habían puesto en una de las ventanas del Instituto, estaban abrasando a los carcas. Otra vieja, con las sayas en la cabeza, compareció ante nosotros y nos largó un relato terrorífico del fuego que hacían los carlistas desde las casas contiguas a las puertas del Postigo, Valencia y convento de la Concepción. Los pobres carabineros, soldados y voluntarios que defendían aquellos lugares caían como moscas.
La noche fue pavorosa. Los insectos y la fetidez de las habitaciones atestadas de gente expulsáronme de la casa. Bajé a la calle, prefiriendo que me matase una bala a morir de asfixia y asco. Tirado en el suelo, entre un ciego, dos lisiados, un sin fin de mujeres, y rapaces medio desnudos, me enteré de que los caribes que llamaban Zuavos habían intentado vadear el Huécar, siendo rechazados por unos cuantos Lanceros. Las llamas de los incendios daban a la ciudad un aspecto de siniestra desolación.
El hambre, el miedo y el cansancio me obligaron a meterme en el zaguán de una casa, y arrimándome a un bulto que debía de ser un durmiente envuelto en mantas, descabecé algunos sueños. Al amanecer, noté que el tiroteo había disminuido considerablemente… Dijéronme que los carlistas desmayaban por la tenaz resistencia del pueblo en el día anterior.
A media mañana, advertí grande animación en la ciudad. Corría la noticia de que se aproximaba una columna de tropas del Gobierno mandada por un tal señor Calleja. «¡Ay, Dios mío – exclamaba todo el mundo, – que venga pronto ese Calleja!». Contagiado yo de estas públicas alegrías, y sintiendo los horrores del hambre, trepé por los empinados escalones de una calleja angosta, en busca de un alma caritativa que me diera un pedazo de pan. Torciendo a mano derecha, vi venir hacia mí un esqueleto que me estrechó en sus brazos. ¡Por San Julián bendito! El esqueleto cuyos huesos chocaron con los míos era don José Ido del Sagrario.
«¡Ay, don José de mi alma! – exclamé con grande alegría-; ¿está usted muerto?».
– Por milagro no estoy muerto – me contestó Ido. – Sepa Vuecencia que una bala me atravesó de parte a parte.
– A ver, a ver; enséñeme esa tremenda herida.
– No es de cuidado. Mire, ha sido en el chaquetón. El proyectil lo pasó de parte a parte… ¡Ay, don Tito, toda la noche buscándole! No ha sido mala suerte encontrarle ahora para poder decirle…
– Cuénteme, don José; ¿ha encontrado a la niña?
– Sí señor. Estuvo algunos días en una casa de picaronas; pero ya ¡gracias a Dios!, ha ido a parar a lugar más honesto, aunque no del todo limpio. ¡Ah, señor, déjeme usted que suspire!
– Yo también suspiro, don José, pero de hambre.
– ¿Hambre Vuecencia, Ilustrísimo Señor? Pues aquí tengo yo pedazos de pan para Usía. Cómalo, que es bastante bueno.
Vi el cielo abierto. Me abalancé a los mendrugos, y para comerlos con más comodidad me senté en un escalón, en medio del arroyo. Lo mismo hizo Ido, y en aquel momento se nos acercaron unos pobres perros que olieron el pan. No tuvimos más remedio que darles algo de lo que nos sobraba.
«Ya que este corto desayuno me aclara un poco las entendederas – dije al filósofo, – prosiga el cuento de la infeliz Rosita».
– Pues nada: que hace días está al servicio de un señor Canónigo, muy apersonado y muy galán, que la tiene en su casa en calidad de doncella para todo y con honores de sobrina. Allí he pasado yo toda la noche bien resguardado de esta horrenda trifulca, y de allí salí a buscar a Vuecencia para llevármele conmigo.
– ¿A casa del Canónigo?… ¡Sí, hombre, vamos! Allí estaremos bien seguros, porque supongo que el amo de Rosita será carcunda neto.
– Sí que lo es, pero buena persona y muy torero, con perdón. Está loco por la niña… Vamos, vamos… Pero ¡ay de mí!, buscando a Vuecencia me he perdido en el laberinto de estas rinconadas y costanillas, y no sé por dónde volver allá.
En esto, oímos que de la parte baja venía, con gran clamor de gente, estruendo de cataclismo. Unos ancianos que subían nos dijeron que, en la calle de la Moneda, los bravos defensores arrojaban petróleo con la bomba de incendios del Municipio sobre las casas de la calle de los Tintes, ocupadas por los carlistas. No pudiendo realizar su intento, lanzaban a mano el líquido inflamable contenido en botellas. Huyendo de la quema seguimos calle arriba, acelerando el paso. Don José, casi sin resuello, me dijo: «¿No sabe, don Tito, que ayer tuvieron los carlistas una gran pérdida? El cabecilla Segarra quedó muerto de un balazo junto al convento de la Concepción, al atacar la Puerta de Valencia».
– ¿Segarra? Pues en el Infierno nos espere muchos años… Vamos, vamos a ver si podemos dar con la casa del Canónigo. Preguntaremos al primero que pase para que nos oriente. ¿Cómo se llama ese señor?
Detúvose Ido perplejo, y llevándose un dedo a la frente me dijo: «¡Ay, señor don Tito!, el apellido del Canónigo es de tal manera enrevesado y estrambótico, que no sé si lo podré recordar ahora. Ayer, cuando él me lo dijo, lo apunté en un papel, y toda la noche lo estuve repitiendo, sílaba por sílaba, para ver si me lo clavaba en la memoria… Espere Vuecencia un poco… déjeme pensarlo… Ya tengo algunas sílabas, pero otras me faltan… Calma, calma…».
Mediano rato aguardé a que terminase su trabajo mental el cuitado filósofo. Luego, con semblante risueño, me dijo: «Ya, ya tengo las sílabas todas. Ahora falta el acento… Espérese otro poco, Ilustrísimo Señor… Tengo que arrimarme a la pared para poderlo decir seguido… y he de agarrarme la nuez, vea Vuecencia, la nuez, que se me quiere escapar cuando pongo el acento… Allá va. El Canónigo que ahora es tío de Rosita se llama de apellido Pagasaunturdua».