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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: El equipaje del rey José», sayfa 2

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III

Así pensando y discutiendo, a veces riñendo y regalándose el uno al otro palabras un poco fuertes; haciendo luego las paces para prometerse amistad invariable, dieron nuestros dos amigos la vuelta del Retiro, y cuando tornaban a Madrid por la calle de Alcalá, vieron que discurría de arriba abajo mucha gente, y que contraviniendo las disposiciones de la policía francesa, en todas partes se formaban grupos. Pedíanse las personas unas a otras las noticias arrebatándoselas de la boca y comentándolas para soltarlas luego desfiguradas. Cuál aseguraba saber mucho, cuál ignorándolo todo se hacía repetir hasta tres veces la misma noticia. Todos los madrileños parecían sorprendidos, y los más, alegres.

Al punto pararon mientes Monsalud y Bragas en aquella estupenda novedad de los corrillos y de la animación que se repetía, a pesar del gobierno, siempre que llegaban noticias de alguna batalla. Deseosos de conocer la verdad de lo que ocurría, husmearon en varios grupos, mas no viendo caras conocidas en ninguno de ellos, no se atrevieron a meter su cucharada y se contentaron con algunas palabras sueltas. Pero hacia las Baronesas, creyó Bragas oír la voz de D. Gil Carrascosa, abate antaño, y por entonces covachuelista en la misma covachuela del covachuelo mancebo. Acercáronse y vieron que el licenciado Lobo venía a su encuentro, juntamente con D. Mauro Requejo y el Sr. D. Bartolomé Canencia. Fundiéronse todos en el grupo, a punto que Carrascosa decía:

– Mañana salen de Madrid los franceses. Parece que ahora va de veras, señores patriotas, y que no volverán más. El Rey José está muy apretado y no puede pasar, según dicen, de la línea del Ebro. Aquí no quedará un solo francés, ni un solo jurado, ni un solo polizonte, ni un solo jacobino. Respira, ¡oh patria!

– La verdad – dijo D. Lino Paniagua, que también era de los presentes— es que Wellington se ha movido.

– Y como también se ha movido el cuarto ejército que manda Castaños… Parece que quieren cerrar a los franceses el paso de Burgos y Vitoria.

– ¡Admirable plan! – exclamó Lobo. – ¡Cerrar el paso! nada más claro. El cuarto ejército estaba en todas partes como perejil mal sembrado. Castaños en Extremadura con una división, Porlier y Losada en Galicia con otra, Morillo en Asturias, Mina en Vizcaya. Lord Wellington que desde Fregeneda ponía su lente en todo, les ha mandado adelantarse. Uno viene por aquí, otro por allá, con tan admirable concierto y arte como las piezas de un reloj que ordenadamente van caminando sin estorbarse una a otra. El francés que con la cholla cargada de vapores viníferos, se duerme en Valladolid, en Segovia, en Madrid y en Zaragoza, no ve el nublado, hasta que le cae encima. Se asusta, llama a Farfulla I en su ayuda, pero Farfulla I después de la campaña de Rusia no está para fiestas, y héteme al rey José en campaña. Él había dicho como los castellanos: «Vino puro y ajo crudo, hacen al hombre agudo…» pero en buena se ha metido… ¡Grandes batallas se preparan! Todo esto, amigos míos, lo barruntaba yo; se necesita no tener un solo grano de sal en la mollera para comprender que hallándose el lord en Fregeneda, Longa y Mina en el Norte, Morillo en Asturias, y Carlos España en el Bierzo, pues… yo lo veo claro como el agua.

– Y yo turbio como el cieno – dijo Canencia, con filosófico desdén. – ¡Una batalla más! Rousseau ha dicho que las verdaderas batallas son las que ganan la sabiduría contra la ignorancia de la corrompida humanidad.

No tardó en pasar el padre Salmón, que con el padre Ximénez de Azofra y el marqués de Porreño, regresaba a su convento, y pegándose al grupo hizo varias preguntas.

– Eso ya lo sabíamos… que se va toda la canalla mañana temprano… ¿Pero y de los ejércitos, qué se dice?

– A mí se me figura – dijo con gravedad el marqués de Porreño— se me figura… es idea mía… puede que me equivoque, pero juraría…

– ¿Qué?

– Que el lord se ha movido.

– Eso no tiene duda – repuso Lobo dignándose repetir el plan de campaña con que poco antes había demostrado su perspicacia estratégica.

Y al poco rato partieron en distintas direcciones. Acompañaron al señor marqués los dos reverendos, y recibidos por la interesante familia de este, Salmón exclamó:

– ¡Gran bomba, señores! El lord se ha movido.

– ¡Y mañana salen de aquí todos los franceses!

– ¡Benditos sean los designios de la divina Providencia! – dijo la hermana del marqués.

– ¡Wellington se ha movido! – repitió el mercenario, mirando a diestra y siniestra por ver si se vislumbraban en el horizonte lejanos signos de soconusco, – y juntamente con Mina y Morillo viene sobre Madrid.

– ¡Jesús! ¡Sobre Madrid!

– Así lo han dicho. Parece que da la vuelta por el Duero, que está como Vd. sabe en Tordesillas. Y como Castaños pasa de Extremadura a Asturias, con el sétimo cuerpo, digo, con el octavo o con el duodécimo… en junto unos cuatrocientos mil hombres.

Poco después la hija del marqués de Porreño iba a casa de Sanahúja, donde ya sabían la noticia, gracias a don Lino Paniagua, y decía:

– Lo menos setecientos mil hombres dicen que trae Vellinton.

Conviene advertir que casi todos los españoles pronunciaban el nombre del general inglés como acabamos de escribirlo. Algunos lo modificaban diciendo Velliztón, acentuando la última sílaba, lo mismo que decían Stapletón Cotón; pero esto no hace al caso, y siga nuestro cuento. El conde de Rumblar, que a la sazón hallábase en casa de Sanahúja, partió como un rayo, y en la Puerta del Sol topó con José Marchena, a quien dijo que José iba sobre Fregeneda y que el duque de Ciudad Rodrigo estaba en Valladolid… Poco después D. Narciso Pluma, que esto oyera y otras muchas estupendas cosas que había oído poco antes, las revolvió todas, haciendo la más chistosa ensalada que puede imaginarse, y entró en casa de Porreño, donde sostuvo que se estaba dando una batalla junto al Duero entre D. Pablo Morillo con doce mil hombres, y el rey José con setecientos mil…

Repitámoslo, sí. ¡Entonces no había periódicos!

IV

Cuando se disolvió el grupo los dos jóvenes siguieron su camino.

– Vamos a casa de mi tío – dijo Monsalud, – a ver qué piensa de estas cosas. Ya anochece; apretemos el paso… ¿No te parece que los habitantes de la villa están un poco alborotados?

– ¡Salen los franceses!… ¡Un cambio de gobierno! – murmuró Bragas intranquilo. – Ahora todos los que han sido empleados durante el gobierno intruso…

– A la calle, amigo. ¡Pues no es poca afrenta la que tienen encima. Haber servido al intruso!… ¡Oh, vilipendio!

– Pero yo soy español, muy español. Detesto a los franceses.

– Ahora que se van es muy cómodo decir eso. Yo, Sr. Juan, no les tengo rencor. Con ellos he servido, con ellos voy.

– Entonces dirás: «¡Viva Napoleón!».

– No diré ni que viva ni que muera, porque yo no he de matar ni he de resucitar a nadie. Me alegraré de que sea rey de España Fernando VII… Ya sabes por qué he servido a José: me moría de hambre y acepté sus banderas. Tal vez hice mal, pero las juré y tras ellas voy a donde me lleven. Eso de gritar hoy Bonaparte y mañana Fernando, como hacen muchos, no entra en mi sistema. Sirvo a José sin entusiasmo; pero con lealtad.

– ¡José, José – exclamó Bragas alzando la voz, – es un borracho! No se tiene lealtad con los borrachos.

– A ti y a mí nos ha dado de comer. Los dos nos encontrábamos en Madrid bastante perdidos y derrotados. Mi tío me colocó en el regimiento de jurados, lo que fue muy fácil, porque nadie quería entrar en él. Tu colocación parecía más difícil; pero tanto lloraste y gimoteaste ante el conde de Cabarrús, que el buen señor, considerando que eres hijo de su criado, diote a roer ese hueso de la covachuela. Para conseguirlo, te fingiste entusiasmado con el fraternal gobierno de Bonaparte, ¡y qué memoriales le echabas!… ¡cuántas resmas embadurnaste con lamentos y suspiros!… Para que todo no fuera música y palabrillas vanas, te aplicaste el oficio de dar vítores y palmadas en la calle siempre que el Rey pasaba, y gritar «¡Mueran los madripáparos!».

– ¡Mentira, mentira! – exclamó Juan Bragas, cuyo rubor no podía distinguirse a causa de la oscuridad de la noche. – ¿De dónde has sacado tales invenciones?

– Verdad, verdad pura, digo yo – continuó Monsalud, – como también lo es que te daban obra de tres reales por función, quiero decir por cada carrera detrás del coche de Pepe Botellas, gritando y vitoreándole. Ello es que si te desgañitaste, ganando aquella ronquera que te puso en peligro de callar para siempre en la sepultura, en cambio recibiste el destino que tienes, el cual verdaderamente no es mucho premio para tanto batir palmas y asordar a la gente con los vivas.

– Salvador, Salvador, mira que me incomodo – dijo Bragas con voz balbuciente, señal de que le ponía colérico el verídico retrato que su amigo diestramente trazaba. – Cualquiera que te oiga ¿qué pensará de mí?

– Ahora quieres pasar por hombre formal. Vas muy serio y finchado por la calle, entras en la covachuela dando taconazos, y cualquiera supondría que dentro de ese casacón que compraste en el Rastro, va un Consejero de Indias.

– Si no va todavía, irá con el tiempo, señor mío.

– Y como parece que el Rey José y los franceses y los jurados se marchan para siempre, quieres hacer olvidar que te colocó el conde Cabarrús… Ahora es preciso empecinarse, señor Juan Bragas, como se empecinó su merced durante el tiempo en que evacuaron la villa los franceses y la ocuparon los aliados después de la batalla de los Arapiles.

– Amigo Monsalud – gruñó el otro, – yo soy dueño de hacer mi santa voluntad ahora y siempre. Sé donde me aprieta el zapato, y cada uno tiene su alma en su almario. Tú mismo que ahora te la echas de hombre recto y puntilloso estás esperando a que los franceses salgan de aquí para desertar de sus filas y pasarte a los españoles, lo cual es muy meritorio y por extremo patriótico; que no hay gloria más envidiable que servir a la patria, ni deshonra que se compare a la de ayudar al enemigo contra nuestros hermanos. Y ahora que los franceses van de capa caída y parece que huyen vencidos, el heroísmo consiste en volverles la espalda.

– Eso no lo haré yo – dijo con energía Monsalud, – que cuando entré a servirles lo hice por mi voluntad.

– Pues no te podrás quitar de encima la nota de traidor – indicó con energía Bragas, – que traidores son los que sirven al enemigo de la patria. ¿No te da vergüenza de vestir ese uniforme?

Cuando esto decía, habían entrado en la calle de Toledo y tomaban por la derecha la embocadura de la Cava-Baja, donde tenía su residencia el Sr. Monsalud senior, tío de nuestro héroe. Por las noches Salvador solía hacer parada en casa de su tío, antes de encerrarse en el cuartel, y acompañábale generalmente Bragas, atraído por un olorcillo de una regular cena que allí se aderezaba y el reclamo de una animada tertulia.

– Veremos qué piensa mi tío de estas cosas – dijo Monsalud. – Él es un afrancesado rabioso, y desde que el conde de España le mandó dar de palos en Salamanca, no cesa de decir que ahorcaría a todos los empecinados si estuviere en su mano.

No había concluido Monsalud de decir lo antecedente, atravesando la plazoleta que llaman Puerta Cerrada, aunque no hay allí puerta alguna abierta ni entornada, como no sean las de las casas, cuando muchas de las gentes reunidas junto a las tiendas, y el gran número de majos, chulillos y muchachos desvergonzados que por allí discurrían, fijaron su atención en los dos jóvenes, y principalmente en el sargento de la guardia, cuyo uniforme a cien leguas le denunciara como servidor del rey entrometido.

– Parece que nos miran – dijo Monsalud, – y nos señalan. ¿Llevamos algo de particular?

– Es que la gente está alborotada… – balbució Bragas, temblando de miedo. – Llevas uniforme de la guardia jurada… Ese traje es muy aborrecido en Madrid, y con razón, con muchísima razón… No creas que te van a defender tus amigos. Ocupados de su viaje, no se cuidan de niñerías, y lo mismo les importará que te insulten o que no. Los franceses desprecian a los traidores que les sirven, como los despreciamos los españoles.

Iba a contestar Monsalud, cuando de un grupo de holgazanes que sostenía la esquina de la Cava-Baja salieron voces de a ese, a ese, y luego un murmullo de risas insolentes. Monsalud se paró en medio de la calle, y volviéndose a los del grupo les miró cara a cara, esperando que alguno pasase de las palabras a las obras. En el mismo instante, varias pelotas de lodo, arrojadas por los chiquillos, se aplastaron en su pecho, salpicándole la cara.

El populacho es algunas veces sublime, no puede negarse. Tiene horas de heroísmo, en virtud de extraordinaria y súbita inspiración que de lo alto recibe; pero fuera de estas horas, muy raras en la historia, el populacho es bajo, soez, envidioso, cruel y sobre todo cobarde. Todos los vencidos sufren más o menos la cólera de esta deidad harapienta que por lo común no sale de sus madrigueras sino cuando el tirano ha caído. Si no le supo exterminar con su iniciativa y su fuerza, casi siempre se da el gustazo de rociarle con su fango; y a todas las instituciones o personas que caen por el esfuerzo de campeones de otra esfera más alta, el populacho les pone su ignominioso sello de inmundicia. La libertad y las caenas, a quienes alternativamente aduló, han visto sobre sí en el momento terrible a la furia inmunda que les escupía. Como la hiena, es intrépida con los muertos.

Casi desguarnecida Madrid de tropas francesas, pues muchas habían ido saliendo desde mediados de Mayo; dispuesto todo para marchar las últimas en la madrugada del siguiente día 27, el enemigo, puesto un pie en el estribo, no se cuidaba ya de hacer cumplir las reglas de policía. El estado de la guerra y la comprometida situación de José junto al Ebro, confirmaban a aquel en su idea de que la ocupación de España iba a tener fin; mas si estaban indiferentes y aun alegres los franceses, los españoles comprometidos con ellos, no cabían en su pellejo de puro azorados y medrosos. A muchos de estos insultó la plebe en diversos puntos, y algunos aterrados algunos al ver el desamparo en que quedaban, desertaron para acogerse de nuevo a las banderas de la patria.

Se comprenderá, pues, que la situación de Monsalud frente a los respetables varones del populacho matritense, no era muy lisonjera. Ciego de enojo, con el rostro encendido y la voz balbuciente, echó mano a la empuñadura del sable gritando:

– Al que se me acerque, lo atravieso.

Y capaz era de hacerlo como lo decía, lo cual fue sin duda conocido por el egregio concurso de la esquina, no habiendo entre todos ellos uno solo que se destacase del grupo para hacer frente al irritado mancebo. Viendo este que con ser tantos, no pasaban a vías de hecho, siguió su camino; pero los disparos de lodo se repitieron de tal modo por la cohorte infantil, que Monsalud sin hacer uso del arma, corrió tras uno de aquellos angelitos de arroyo para castigar su desvergüenza. Antes que llegara a atraparle, lo que no osaron tantos hombres, atreviose a hacerlo una mujer, la cual cuadrándose marcialmente ante Salvador y desafiándolo del modo más varonil con ojos, gestos, manos y la cortante y ponzoñosa lengua, le dijo:

– ¡Eh! so estandarte, si toca Vd. al muchacho no tendrá tiempo de encomendarse a Dios. Si el angelito le roció, es porque puede hacerlo, y para eso y mucho más le he parido… Conque siga adelante; y punto en boca y manos quietas.

Dada la señal por la matrona, acercáronse valerosos algunos de los chulos y tomadores que antes dispararan sobre el soldado burlas y palabrotas; enracimáronse los chiquillos y mujeres en derredor suyo, y una tempestad de insultos tronó en sus oídos. Aturdido al principio el mozo, defendiose con empellones y golpes muy bien dirigidos.

– ¡Matarle! – gritó una arpía, al sentirse abofeteada por la mano vigorosa de la víctima.

Y también a su compañero el del casacón.

– A mí, señores ¿pues qué he hecho yo? – dijo Bragas, procurando echarse fuera del volcán. – Yo no conozco a ese hombre.

– ¡Mueran los jurados!

– ¿Acaso visto yo ese vergonzoso uniforme? – repitió casi llorando Braguitas. – Soy un joven honrado, español puro y neto, y jamás he servido a la basura.

Monsalud, a quien no hostigaba ningún hombre de buenos puños, sino tan sólo mujerzuelas, chicos y algún cobarde zarramplín, de esos que van a todas las pendencias a meter ruido, pudo echar mano al sable y apartar un poco de su persona al indigno enjambre. Repartió de plano con seguro puño algunos golpes, y sin ser Papa creó gran número de cardenales en menos que canta un gallo. Algunas personas graves y varios majos decentes intervinieron en el asunto, aplacando la furia de todos, y propusieron que se dejase en libertad al guardia, con tal que allí mismo se quitase el uniforme. Enfurecido y fuera de sí Monsalud, iba a arremeter contra los amigables componedores, cuando apareció su tío D. Andrés saliendo de la casa cercana que era donde vivía, y con razones y tal cual empellón, él y otros que le acompañaban cortaron la pendencia, obligando al joven a meterse en el portal que cerraron al instante.

Puesto en salvo su sobrino, a quien acabaron de aplacar las personas de ambos sexos que había en la casa, el Sr. Monsalud creyó oportuno dirigir la palabra a los del pueblo, un tanto mohíno por no haber podido vengar en el renegado las contusiones recibidas.

– No hagan Vds. caso, señores – les dijo con voz oratoria, que en su vana sonoridad gustaba de oírse a sí misma. – Ese joven es mi sobrino, un mala cabeza, un insensato que se afilió en el cuerpo de guardias jurados, sin saber lo que se hacía. Pero en el fondo de su alma, señores, mi sobrino es español por los cuatro costados y aborrece a los pérfidos enemigos de la patria. Comprendo, señores, que el pueblo se ensañe contra los afrancesados: esos viles merecen pronto y ejemplar castigo. (Señales de aprobación). Pero respetemos la desgracia, señores y señoras; que demasiado castigo tienen esos viles en su propio remordimiento y vergüenza. Esta noche es noche de gran regocijo para los buenos españoles, porque mañana se marchan los pocos borrachos que quedan en Madrid. España es libre, señoras, caballeros y niños. ¡Viva España! (Ruidosos aplausos, y tal cual rebuzno y no pocas patadas, berridos y coces). Yo respondo de que mi sobrino dejará las traidoras banderas en que ha servido; él es buen patriota, tan buen patriota como yo, que estoy dispuesto a derramar la última gota de mi sangre, sí, la última y postrera gota en defensa del Rey y de la Constitución. ¡Viva la Constitución! (Ibídem)… Y si alguna vez he vivido entre franceses, no lo hice por amistad hacia ellos, como dicen mis enemigos, sino que les seguí y me metí industriosamente entre sus filas para averiguar sus planes y espiar sus acciones e informar de todo a nuestros queridos, a nuestros queridísimos generales… ¡Ah! ¿Queréis más pruebas? Pues allá van las pruebas. Os ruego que contestéis a mis preguntas. ¿Quién soy yo, señores? Yo soy un mártir del patriotismo. Consagré mi vida al servicio de la patria, y hallándome cerca de Salamanca, en un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme, los franceses me apalearon. ¿Y por qué, señores? Porque con mi espionaje puse todos sus secretos estratégicos al servicio de lord Wellington. Pues qué, ¿creéis que sin mí se hubiera ganado la batalla de los Arapiles? (Estupor). Aún tengo sobre mi cuerpo cien cardenales que con su noble púrpura manifiestan mi heroísmo. Luego vine a Madrid a gozar del espectáculo de este gran pueblo, ebrio de gozo por su libertad, y en Agosto del año pasado juramos la Constitución en presencia del general inglés. ¡Oh día solemne! ¡Oh época feliz! Si se empañó tan diáfana claridad con el regreso de los franceses, mañana se desgarrará el velo tenebroso de la invasión, mañana se marcharán otra vez para siempre, para siempre, señores, con su séquito inmundo de traidores y jurados y afrancesados. Ved cómo tiemblan, cómo se esconden de vuestras patrióticas miradas, cómo su vergüenza les hace bajar la cabeza ante la majestad de nuestro puro españolismo sin mancha. Enorgullezcámonos, señores, de no haber servido jamás a los franceses, de no habernos contaminado jamás con viles masones y filosofastros, y digamos con el ángel: Ave María… Cada cual a su casa que es hora de acostarse. ¡Viva la Constitución y el lord y Fernando VII! (Tumulto y extraordinaria sensación, acompañada de sonoros bramidos y vocablos que no lleva en sus blancas páginas el Diccionario por miedo a ruborizarse).