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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: El Grande Oriente», sayfa 6

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XI

Seguía viviendo Solita en casa de Doña Fermina Monsalud, adonde trasladó el pequeño mueblaje matrimonial; y su bondad y sencillez nativas, así como la gran desgracia que padecía, abriéronle pronto el corazón de la madre y el hijo. Otras personas necesitan largo tiempo y trato para ganarse una amistad profunda; pero Solita, a los ocho días ya era de la familia. Durante las largas ausencias de Salvador, que estaba fuera casi todo el día y parte de la noche, la señora mayor y la señorita, sin dejar de la mano una y otra labor de utilidad y entretenimiento, no cesaban de discurrir sobre las probabilidades de que el Sr. Gil de la Cuadra fuese puesto en libertad; y como el tema llevaba al áspero terreno de la política, concluían siempre diciendo mil desatinos, que en su buena fe y candor les parecían discretas observaciones o grandiosos descubrimientos.

– Dicen que va a caer el Gobierno – indicaba Doña Fermina. – Si entran después los que quieren que todo sea libertad y más libertad, no habrá presos.

– Lo que yo creo más probable – respondía Soledad, – es que el Rey se levante de mal humor cualquier mañanita, y mande a su caballerizo mayor a las Cortes. Desengáñese usted: de ahí viene todo el mal.

Algunos días veían los sucesos con alegres ojos; otros, sombríamente y con tristeza.

– Tengo el corazón traspasado – decía Solita, dejando caer sus lágrimas sobre la costura. – He cerrado un momento los ojos para rezar, y he visto a mi padre expirando en el calabozo.

– No pienses tonterías – contestaba la Monsalud. – Yo he cerrado también los ojos para rezar, y he visto al señor Gil poniéndose la capa para salir de la cárcel. El mejor día le ves entrar por esa puerta… Mi buen hijo ha tomado con empeño este negocio.

Entraba entonces Salvador, fatigado y sombrío, y al punto las dos mujeres clavaban en él la vista para adivinarle los pensamientos antes que los manifestase. Solita se lo comía con los ojos, y había adquirido tal arte para leer en la expresiva fisonomía del joven, que al verle entrar decía para si: «Hoy tenemos malas noticias», o: «Hay esperanzas».

Soledad creía deber suyo pagar con pequeños trabajos y servicios los favores sin cuento que en aquella casa recibía. En un par de días enterose minuciosamente de los hábitos de la familia y procuraba que su presencia en la humilde vivienda fuera de lo más útil posible. Aguzaba su ingenio para introducir en el cuarto de Salvador refinadas comodidades, previendo cuanto el buen muchacho necesitar pudiera; se le conocía en la cara y en el modo de mirar que no abandonaba un punto la observación cariñosa y vigilante de todo cuanto a su hermano postizo se refiriese.

Separada de su padre y de los parientes maternos, la persona a quien tenía mayor respeto era aquel protector advenedizo en cuyos brazos había caído. Con la madre tenía confianza; con el hijo, no. Además de que no osaba entablar conversación con él, fuera de las preguntas propias de las circunstancias, manteníase siempre distante y respetuosa. Salvador, a los pocos días de vida común, la tuteaba. Como pasasen muchos sin que ella correspondiese a esta familiaridad, él le dijo:

– Cuando el pobre Gil se separó de nosotros, quiso que fuéramos hermanos. Trátame como se tratan los hermanos, y llámame Salvador a secas y tú.

– Me parece que no podré acostumbrarme a eso – respondió la niña, ruborizándose.

A pesar de su propia opinión, se acostumbró muy pronto.

Cuando el joven dormía, avanzada la mañana, una como divinidad del silencio cuidaba de evitar los más ligeros ruidos de la casa. Cuando volvía muy tarde, las más veces en el último confín de la noche, Solita velaba sin fatiga ni sueño para que no esperase ni un minuto en la puerta ni le faltara nada al entrar. Nunca se había permitido la más ligera broma con él, ni dejó de emplear, para decirle algo, el tono más comedido y serio. Una noche, sin embargo, le salieron las palabras a la boca con tal ímpetu, que se extralimitó a hablarle así:

– ¡Qué tarde has venido esta noche, hermano! Se conoce que tú y tu novia habéis tenido muchas cosas que deciros.

Soledad no comprendía que un hombre trasnochase por otra razón que por estar hablando con su novia.

Salvador acogió la observación con amable sonrisa. Arrojándose en una silla con muestras de gran cansancio, contempló a su improvisada hermana, que estaba ante él sosteniendo una luz, y se fijó más que nunca en las graves imperfecciones de su rostro, no tantas, sin embargo, que disminuyese el fuerte atractivo simpático que existía en ella, a manera de reflejo o anuncio del alma.

– Solita – le dijo Monsalud riendo, – con esa luz en la mano te pareces a la Fe iluminando el mundo. Yo he visto en alguna parte una estatua, cuadro o estampita igual a ti en este momento… Dime, hermana, y perdona mi curiosidad: y tú, ¿no tienes novio?

Solita volvió rápidamente la espalda para retirarse; pero arrepentida sin duda, tornó a mirar a su hermano.

– Bien sabes que lo tengo. Mi primo Anatolio…

– ¡Ah, ya recuerdo! Tu papá me habló de un primo tuyo, que también será ahora primo mío… Ya recuerdo, sí, el primo Anatolio, que va a ser mi cuñado.

– Justamente. ¿Quieres algo?

– Aguárdate y respóndeme. ¿Quieres mucho a nuestro primo?

– Ya sabes que mi padre ha dispuesto que sea mi marido.

– ¿Le has visto alguna vez?

– Cuando éramos niños. Yo no me acuerdo bien cómo es. Mi padre hace poco me solía decir: «Tu primo Anatolio ha de ser a esta fecha un arrogante hombrazo, como Salvador, el de Doña Fermina».

– Pero no me has dicho si quieres mucho a ese Anatolio.

– Eso no se pregunta. ¿No he de quererle si mi padre me ha mandado que le quiera y me case con él?

– A eso no hay nada que decir, hermana. Cuando te cases y vayas a Asturias, te prometo hacerte una visita. ¿Qué te parece?

– Me parece muy bien.

– Y seré padrino de tu boda… y seré padrino de tus niños, de mis sobrinillos.

– Buenas noches, compadre.

Pero esta clase de diálogos eran una excepción. Generalmente, cuando Salvador entraba, Soledad le hacía preguntas referentes a la deseada libertad de su padre.

– Hermano – le dijo una noche, – tu cara me anuncia malas noticias. ¿Qué hay?

– ¿Malas noticias? – repuso el joven dando un suspiro y meditando breve rato. – La verdad, este asunto es difícil. Se sacan piedras del fondo del mar; pero ¿quién saca la pobre víctima que cae en el inmenso fondo de barbarie del populacho?

Solita dio un suspiro y elevó sus expresivos ojos al cielo.

– Pero no hay que desesperar, hermanita – añadió Salvador consolándola. – Cuando yo llegue al último extremo en mis fatigas y empeños por salvar la vida al pobre reo; cuando yo no pueda más, vendrá lo imprevisto, vendrá Dios y lo salvará.

– Según eso, traes malas noticias – dijo Soledad con abatimiento.

– Malas no, regulares. He adelantado algo. Mañana veremos. Con que buenas noches, comadre.

Solita dio otro suspiro y se alejó; pero retrocediendo al instante, hizo esta pregunta:

– ¿Y le has visto?

– Todavía no he podido verle. Ponen mil dificultades; pero me voy a hacer amigo de los comuneros, a ver si por este medio…

– Los comuneros… es decir, D. Patricio. Dime, hermano, ¿son todos tan tontos y tan crueles como nuestro vecino?

– Allá se le van… Creo que me será fácil ver a tu padre. Descuida, que si no podemos conseguir su absolución, trataremos de arreglarle la escapatoria.

– ¡Qué bueno eres, pero qué bueno! – exclamó Sola – Siempre que te oigo hablar se me llena el corazón de esperanza y veo a mi pobre padre libre y feliz. Lo que haces por nosotros Salvador, es más que cuanto pueden hacer los hombres más generosos. Mucho ha de darte Dios en esta vida o en la otra para poderte premiar.

– Dios no tiene que darme nada, tonta. Esto es una deuda, mejor dicho, aquí hay varias deudas que pesan sobre mi alma. Si salvo a tu padre de la muerte primero, de la cárcel después, sentiré un alivio…

– Ya sé… Cuando mis padres marcharon a Francia hace ocho años, ocurrieron cosas terribles.

– Sí, muy terribles. Algunas de ellas no las puedes comprender. Por fortuna tú no estabas allí; te dejaron en La Bañeza.

– Pero todo me lo contó mi madrastra-manifestó Solita con emoción. – La pobre te estimaba mucho, y constantemente hablaba de ti. Hasta en el día de su muerte te nombró varias veces…

Salvador callaba, fijando la vista en el suelo.

– No digas que soy generoso si saco a tu padre de este mal paso – manifestó después de una pausa. – Di más bien que soy un malvado si no le salvo.

– ¿Y si es imposible?

– No hay nada imposible – repuso el joven con brío. – Soledad, tendrás padre, tendrás marido… ¿Sabes que conviene escribir a tu primo Anatolio, refiriéndole la situación en que te hallas?

– Como tú quieras – respondió la joven con indiferencia.

– Le escribiré, vendrá, te casarás. Para entonces, vive Dios, o soy digno del desprecio de todos, o estará tu padre libre. Viviréis felices y tranquilos… ¡Oh, qué hermosa familia vamos a tener aquí!… Porque supongo que el Sr. Gil se verá rodeado de nietos dentro de algunos años… ¡Pobre anciano, cómo gozará, jugando con los pequeñuelos!… ¿Y ese Anatolio será un buenazo, un corazón de oro?… Lo dicho: seré padrino de tus muñecos.

– Buenas noches, compadre. Que duermas bien.

– Buenas noches.

Y al acostarse se decía a sí mismo:

– ¿La ves tan desgraciada, tan pobre, tan sola? Pues con su sencillez, su ignorancia y su Anatolio, será más feliz que tú.

XII

El personaje a quien los de la Acacia daban el nombre de Cicerón, vivía en una hermosa casa a la extremidad de la calle de D. Pedro, junto a las Vistillas. La Dirección de Correos, que hoy constituye una posición decente, era en aquellas calendas una verdadera mina, y ahondando en ella, el señor Campos, a pesar de su oscuridad política, había conseguido manejando cartas, y no de baraja, allegar un capitalejo que en lo sucesivo sirvió de tema de maledicencia al envidioso vulgo. Entró con pie derecho este insigne personaje en la burocracia revolucionaria por reunir los tres requisitos indispensables para medrar durante aquel período, los cuales eran: haber padecido durante el régimen absoluto, haber intervenido en la mudanza del 20 y estar afiliado en las sociedades secretas.

Vivía, pues, pacífica y cómodamente con su familia, que no era por cierto muy numerosa, pues constaba tan sólo de dos personas: su hermana doña Romualda (señora de muy poco seso en su juventud, al decir de la gente, pero que en la época de nuestra historia parecía querer apaciguar su conciencia dándose a la devoción con ardiente celo) y su sobrina Andrea, hija de Mauricio Campos, que volvió de Indias el año 12 con una regular fortuna de que no pudo disfrutar porque le sobrevino la muerte. Huérfana de padre y madre a los once años de edad, la hermosa niña quedó bajo la tutela de su tío, que no tuvo reparo en empezar su administración disipando en conspiraciones una parte de la fortuna de la pobre indianilla; y para mayor perjuicio de ésta, los frecuentes viajes de Campos la ponían bajo la inmediata protección de doña Romualda, que por aquellos días no había salido aún de la etapa de las calaveradas amorosas.

Andrea, cuya crianza en América no había sido ejemplar a causa de la temprana muerte de su madre, tuvo una escuela lamentable en la peligrosa edad del cambio de juguetes, es decir, cuando se decreta la jubilación definitiva de las muñecas y el planteamiento de los novios. Mal atendida por su tío y peor tratada por doña Romualda, a quien aborrecía cordialmente, la joven vivía ensimismada, cultivando con ardor su propia imaginación. Contrajo amistades que una madre prudente hubiera prohibido; intimó excesivamente con las criadas; paseaba en compañía de éstas más de lo conveniente, y en cambio del cariño y el agasajo que le negaran dentro de casa, disfrutaba de una libertad que no conocían las señoritas de aquella época y rara vez las de ésta. Por esto Andrea se parecía tan poco a las niñas españolas de su tiempo. Era una criolla voluntariosa, una extranjera intrusa que habrían repudiado Moratín y Cruz. Su familia favorecía más cada vez aquella libertad. Doña Romualda, que empezaba a sufrir la transformación de la edad paleolítica de los amores a la edad neolítica de las devociones, tenía mucho que hacer: estaba en la iglesia. El buen Campos también era hombre ocupadísimo por aquellos días: estaba conspirando.

Era la indiana buena y sensible. Fácilmente comprendía la verdad por poco que se la mostraran. Fácilmente acertaba con lo justo y honrado, por simple iniciativa de su conciencia. Pero tenía ansia de afectos ardientes, y miraba sin cesar a todos lados buscándolos. Su desgracia consistía en que le era forzoso abrirse sola y sin ayuda de nadie el áspero camino de la juventud. Habría necesitado para esto tener un caudal de energía y de entereza moral que rara vez da Dios a las criaturas, pero que suplen, según admirable orden de la sociedad, las personas allegadas y mayores de la familia. Careciendo de fuerza propia y de sostén extraño, hubiera sido un prodigio que la gallarda flor se mantuviera derecha. Los prodigios son muy raros en el mundo. Bueno es hacer constar que la pobre Andrea, avisada del peligro por una intuición potente, hizo esfuerzos instintivos para sostenerse erguida y pomposa, vuelta hacia el sol la virginal corola; pero el viento soplaba con demasiada fuerza y se dobló.

Era tan guapa, que su vanidad (otra desgracia no pequeña) resultaba cada vez más lógica. Habría sido conveniente que ignorara algún tiempo la riqueza de seducciones que atesoraba en sus ojos, en su boca, en todas las partes de su cara morena y alegre, llena de inexplicables gracejos y atractivos; en su cuerpo delgado y flexible, de esos que no tienen clasificación fácil en el cuadro ginecológico, y son tales, que para buscarles semejante necesita el observador descender en busca de un ser antipático y que se arrastra: la culebra.

Pero Andrea no tuvo a nadie que le hiciera el sumo bien de engañarla durante algún tiempo respecto a su belleza, y entregose desde muy niña al fascinador deleite de los espejos. Las criadas cantaban a su oído un coro de lisonjas. En la sala de su casa había una hermosa estampa que representaba la famosa escena de Phrine entre los jueces de Atenas, y Andrea, de tanto leerla, se sabía de memoria la leyenda grabada al pie con resplandecientes letras de oro. Aunque parezca extraño, conocidos los tiempos y el lugar, no puede menos de suponerse que en aquella cabeza hervían ideas gentílicas; pero el paganismo es de todas las edades, y buscando sin cesar dónde establecerse, se mete y se acomoda allí donde no hay otra religión que haya echado raíces.

Andrea fomentó su vanidad y la adoración de sí misma, consagrando al adorno de la persona mucho tiempo, mucha atención y todo el dinero de que podía disponer. Si éste no abundó durante los ominosos tiempos en que Campos conspiraba, luego que vino la era feliz y fue restablecido en parte el patrimonio de la huérfana, el buen tío, que no era tacaño y gustaba de que su pupila se presentase bien, abrió bastante la mano en lo relativo al lujo. Ésta era la fórmula de su cariño, porque sin duda hay distintas maneras de amar a las sobrinas. Además, Campos, por razones de egoísmo, tenía empeño en no contrariarla, deseando alcanzar de ella consentimiento para un proyecto nupcial que entre manos traía después de la revolución.

No se crea que el Venerable se parecía a los grotescos tutores que son el elemento bufón de las comedias italianas del siglo XVIII y que también abundan en el repertorio de las óperas. Campos no quería que su sobrina se casase con él. Era viejo, habíase entregado al volterianismo, que en aquellos tiempos empezaba a propagar tanto las cómodas prácticas del celibato; era además un epicúreo refinado de esos que nos legó el siglo XVIII, y que ya comenzaban a desbancar a los rancios egoístas de chocolate y bollos de monjas. Otrosí: tenía Campos sus entretenimientos fuera de casa, con los cuales le iba muy bien al parecer. Su claro talento, además, no le decía nada favorable a su enlace con muchacha primaveral. Su amigo D. Leandro no escribió para él El viejo y la niña ni El sí.

El proyecto consistía en casarla con un señor de edad algo avanzada, pero entero, arrogante, fino, discreto, y que sabía ocultar sus años y aun hacerse amable, pues a tanto llega en privilegiados individuos el arte social. El marqués de Falfán de los Godos era un medio siglo bien conservado, gracias a reparaciones hábiles y a un cuidado continuo. Había sido exento de Guardias, compañero de Palafox y de Godoy, y en aquellos tiempos en que los mozos guapos desempeñaban grandes papeles en la Corte y en que se hablaba, como lo prueba el desvergonzado libro de un fraile, de serrallos a la turca, de envenenamientos proyectados, de matrimonios dobles y otras barbaridades ante las cuales la discreta historia se complace en cerrar los ojos. Así como el duque de Zaragoza fue célebre y simpático por sus hurañas resistencias, Falfán de los Godos tuvo fama por lo contrario. En 1821 era general; tenía fama no sólo de honrado y decente, sino también de gastrónomo y mujeriego, cosa natural en un solterón riquísimo y bien parecido, de ancha conciencia formada en la escuela enciclopedista del siglo pasado.

Hacia 1820 comenzó a pesarle el celibato; echó de menos algo amante, tierno y cariñoso; es decir, los hijos que debía tener y no tenía, la esposa que siempre había rechazado como una fastidiosa carga de la vida. Falfán de los Godos pensó en casarse, y supuso que sus cincuenta años, a pesar de la madurez consiguiente, podían dar aún mucho de sí. Acontece a menudo que estos hombres listos y conocedores del mundo, pierden la chaveta cuando tratan de poner algún orden en su vida, y bastardean completamente la meritoria idea de ser padres, que tan a deshora les ocurre. Falfán de los Godos, maestro en el arte de vivir, perdió el tino, como todos los de su clase, y en vez de buscar para esposa un tipo de bondad reposada, una madura belleza asegurada de peligros y que se acomodase fácilmente a los gustos e ideas del trasnochado esposo, fue a incurrir en el maldito antojo de la niña fresca y tiernecita que apenas ha empezado a vivir y tiene un porvenir ignoto delante de sus ojos chispeantes. Él no dejaba de comprender en ratos lúcidos su error; pero se engañó a sí mismo vanidosamente trayendo a la memoria su buena presencia, su gran fortuna, su fama, sus gustos artísticos, su finura, rica herencia del antiguo régimen que contrastaba con la grosería de los revolucionarios.

Si todo hubiera de resolverse entre el acartonado Marqués y Campos, la cuestión habría estado concluida en un par de semanas; pero Andrea no quería casarse con Falfán de los Godos porque amaba a otro. Esto sí que se parece a todas las comedias italianas del siglo XVIII, a las óperas del primer repertorio y a muchas novelas de aquel tiempo, principalmente a las de D’Arlincourt, Mad. Cottin, Florian y Mistress Bennet; pero no es culpa nuestra que esta vieja historia se nos venga a las manos. Acontece alguna vez que las cosas vulgares son las más dignas de ser contadas.

En los días que van corriendo para nuestra relación hacía tres años que Andrea había entablado amistades íntimas con un hombre que cierto día se metió en su casa buscando refugio contra los corchetes que le perseguían. Cómo nacieron y rápidamente tomaron vuelo a manera de incendio estos amores, es cosa que ahora no nos importa; pero la libertad de que disfrutaba Andrea explicaría muchas cosas. Pasaron días, muchos días, y con ellos sucesos buenos y malos que no merecen ser referidos. En 1821, la casualidad, o mejor dicho, la política, juntó en un círculo al amante de Andrea y a Campos: hiciéronse amigos, y cuando éste le llevó a su casa no tenía ni vagas sospechas del interés que aquella amistad inspiraba a su sobrina. De este modo, Píramo y Tisbe no tuvieron que horadar paredes para hablarse, y aunque la presencia casi constante del tío les estorbaba, viéndose a menudo aun delante de testigos, tenían medios para preparar sus conferencias reservadas, las cuales no eran ya frecuentes porque la libertad de Andrea empezaba a disminuir.

El favorecido conocía perfectamente las horas que doña Romualda consagraba a la grave faena diaria de sus devociones, las de oficina y la logia para Campos. Aplicando bien la sentencia profundísima de uno de los siete sabios de Grecia, que dijo aprovecha la ocasión, aquel hombre enamorado hasta la ceguera y el aturdimiento entraba en la casa. Estas atrevidas invasiones del templo de un exaltado amor no eran ni podían ser frecuentes, y exigían gran cautela con criados y gente menuda; pero los amantes habían discurrido mil triquiñuelas y contaban con la fiel complicidad de una criada antigua. Su ceguera, con todo, no era tanta que se ocultase a entrambos la necesidad de poner término a tal género de vida.

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12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
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