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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: El Grande Oriente», sayfa 9

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– ¿Salir?

– A buscarte; y se nos escapará, porque la niña es sutil. Por eso quiero estar seguro de ti. Querido Aristogitón, si tú no me ayudas, todo se pierde. No puedes tener idea de cómo está esa criatura. En mi casa no se oyen más que suspiros, y con las lágrimas que unos ojitos negros han derramado estos días se podía haber hecho otro estanque del Retiro. Sorprendila ayer desenvainando el puñal que conserva como recuerdo de su padre. ¡Ay! qué susto. Te aseguro que si no llego a tiempo, tenemos en casa una degollina, un suicidio, una de esas gracias que mi sobrina ha leído en las historias de griegos y romanos, y que ahora las novelas sentimentales tratan de poner en moda. ¿Has leído el Werther? Es un Dido macho que se mata por amor.

Salvador estaba pálido y no acertaba a decir nada.

– Por esta causa he querido prevenirte, asegurarme de tu formal renuncia, que espero cumplirás con honradez. Es posible que recibas alguna esquelita, aunque la hemos privado de tinta y papel; es también muy probable que la mariposa tienda sus alas y se eche a volar poéticamente por las calles de Madrid, y te busque y te encuentre… Veo que suspiras… mira, no vengas tú también con suspiros. En una mujer, pase; pero un hombre es un hombre, Salvador, y, sobre todo, un hombre que tiene a su padre en la cárcel a punto de ser ahorcado, debe tener corazón de bronce, portarse caballerosamente y cumplir su palabra.

– Yo la cumpliré – murmuró Salvador.

– Bueno, señor Caballero Kadossch. ¿Tú repites las ofertas que hace poco me has hecho?

– Las repito.

– ¿Acabaste para mi sobrina? – preguntó Cicerón en un tono que indicaba la idea de las resoluciones categóricas.

– Acabé – respondió Salvador en el propio tono del suicida que dice adiós a la vida.

– ¿De modo que no harás caso de esquelitas, ni de recados, ni de visitas?

– No.

Se frotó los ojos con la mano derecha, cual si quisiera reducírselos a polvo.

En aquel momento arrojaba su corazón al perro.

XVII

– Pues lo pasado, pasado – dijo Campos. – Amigos otra vez. Olvidemos las ofensas que mutuamente nos hayamos hecho.

– Pasemos la trulla.

Trulla era la cuchara de albañil, y la idea de pasarla indicaba olvidar y perdonar las injurias, idea que bien podía expresarse hablando como la gente.

– Ahora me toca a mí – dijo Salvador.

– Ahora te toca a ti – añadió Campos sacando dos cigarros habanos y ofreciendo uno a su amigo. – Ahí va esa pólvora del Líbano. Fumemos.

– ¿Usted me promete que Gil de la Cuadra no será condenado a muerte?

– Eso no.

– ¿Usted me promete que se sobreseerá su causa?

– Tampoco.

– Entonces…

– Lo que prometo es que tu padre, tu tío, tu pariente o lo que sea, saldrá de la cárcel.

– ¿Cómo?

– Escapándose de ella, lo cual no es fácil, pero sí posible, sobre todo si tú y yo nos proponemos hacerlo. No hay que pensar en que el Gobierno suelte la presa absolutista que tiene entre las garras. Es preciso ofrecer un par de víctimas al pueblo, y como no se le puede dar un león, se le da un conejo. Ya sabes que el cura Merino ha aparecido en Castilla; el Abuelo ha levantado también una partida cerca de Aranjuez y Aizquíbil recorre con su gente el país de Álava. El Pastor entra también en campaña, y a varios de su partida que han sido pescados, se les encontraron muchos ochentines de los que acuñó el Gobierno hace poco. Estos ochentines se dieron todos a la Casa Real, de modo que no hay duda alguna respecto a la mano que está moviendo esta vil máquina de las partidas.

– El Rey.

– Sí, y cuando los Ministros le hicieron notar la coincidencia, respondió tranquilamente: «Es muy extraño eso», y no dijo más. La Corte trabaja con desesperación por encender la guerra civil, y los curas y los guerrilleros, amparados por ella y por las juntas extranjeras, harán un esfuerzo terrible para restablecer el absolutismo. Nos aguarda un porvenir de rosas. Ya sabes lo que significan en nuestro amado país estas dos fuerzas: curas, guerrilleros.

– No tengo ilusiones en ese particular. La estupidez de los liberales, su corrupción y falta de sentido, anuncian a voces que volverá el absolutismo.

– Pues bien; cuando por todas partes no se ven mas que peligros; cuando el Gobierno se mira amenazado y provocado por los absolutistas, ¿no es natural que si logra poner la mano encima de alguno, apriete firme hasta ahogarle?

– Es natural. Los pobres gazapos que se han dejado coger, pagarán las culpas de los lobos y de la Corte que los azuza.

– Evidentísimo. Por consiguiente, amigo Monsalud, no hay que pensar en que el Gobierno perdone a ninguno de los que hoy están presos por conspiraciones realistas.

– Serán condenados…

– A muerte. El juez, Sr. Arias, confiesa privadamente que no halla motivo para tanto; pero la presión popular y la necesidad de hacer un escarmiento, la conveniencia de amedrentar a la Corte, levantará el cadalso. Aquí tienes la libertad en tales trances que no puede pasarse sin el verdugo.

– ¿De modo que no hay que soñar con un sobreseimiento?

– Locura. Vinuesa no se escapa de la horca. Los demás serán condenados a presidio… Puesto que no podemos evitar la sentencia, tratemos ahora de salvar a tu hombre. Yo estoy tan comprometido a ello moralmente como tú. Planteemos la cuestión. Primer punto. Todo el personal de la cárcel está en poder de gentuza comunera o milicianos nacionales de los más majaderos.

– Lo sé, y he resuelto hacerme comunero.

– Admirable idea – dijo Campos en tono de lisonja. – Y si procuras retener en la memoria todos los disparates y gansadas de los hijos de Padilla para contármelos, tu idea será sublime.

– Yo iré allá tan sólo con el fin de contraer amistades que me sirvan para nuestro objeto.

– Excelente plan. En tanto el Grande Oriente se encarga de hacer en el personal de cárceles alguna variación.

– Cosa facilísima.

– No tanto, joven, no tanto. Tú no sabes cuánto se ha alambicado ya en la cuestión de destinos. No se puede estar trasegando la gente todos los días. Lo peor de todo es que hacemos una variación, y al punto nos conquistan los comuneros el nuevo personal. Se varía otra vez, y la defección se repite. Hacemos tercera hornada; pero llega un momento en que no se puede más, porque se acaban los carniceros, panaderos y pasteleros que quieren ser funcionarios públicos en las porterías de los ministerios, en cárceles, en correos… Por este camino va a desaparecer en Madrid toda la clase menestral.

– Pero los cambios traen numerosas cesantías.

– Pero los cesantes, esos insignes patricios desairados, no quieren volver a las panaderías, carnicerías y molinos de chocolate de donde salieron. Encuentran más fácil encastillarse en las fortalezas de Padilla, donde, haciendo comedias, se van adiestrando en la oratoria y en el arte de conspirar.

– ¿Y cómo viven?

– Ese es el misterio. Lo evidente es que tienen dinero. ¿Ves esa turbamulta de vagos que aúllan en los cafés, que alborotan en la plaza de Palacio, que apedrean las casas de los Ministros, que van a cantar coplas indecentes junto a las rejas de la prisión de Vinuesa?… Pues todos ellos viven, y viven bien.

– Los ochentines del Pastor harán ese milagro.

– Eso creo yo. Los ochentines…

– Pero contra los ochentines, el Gobierno tiene los empleos públicos. Póngame usted en la cárcel de la Corona a un empleado que se preste a favorecer nuestro plan.

– Precisamente hay una vacante. Me he informado hoy.

– Mejor que mejor.

– Bueno; pues elige tú el candidato.

Salvador meditó breves instantes.

– Lo mejor será un hombre de bien, pues no se trata de salvar a ladrones y asesinos; se trata de hacer una buena obra, librando a un pobre anciano inocente, inocente, sí… porque Gil de la Cuadra, aun conspirando con todas sus fuerzas, no es capaz de hacer daño a un semejante ni a la sociedad.

– Pues mi opinión es que elijamos un tonto. Es fácil de encontrar.

– Ya tengo mi hombre – dijo vivamente y con alegría Monsalud.

– ¿Has hallado el tonto?

– Un maestro de escuela.

– Viene a ser lo mismo. Apuesto a que has pensado en Sarmiento.

– No, lo echaríamos todo a perder – dijo Salvador arrepintiéndose. – Sarmiento es sencillo, pero su fanatismo rabioso le transfigura, haciéndole cruel. Me parece que debemos elegir un discreto.

– Bien puedes coger la linterna de Diógenes. Échate a buscar el discreto.

– Ya lo hallé – exclamó Monsalud, dándose una palmada en la frente.

– ¿Quién?

– Yo mismo.

– Hombre… la idea no es mala – repuso Campos sonriendo. – Pero la verdad… ese destino no es propio para ti. Vales tú mucho más.

– ¿Y qué me importa?

– El duque del Parque no querrá tener a su servicio a un sota-alcaide.

– Dejaré el servicio del duque del Parque.

– ¿Pero no se te ocurre otra persona?

– No me fío de nadie. Estoy decidido. Seré sota-alcaide.

– Vas a bregar con la gente más cruel, más perdida y más infame de la sociedad. El personal de cárceles allá se va con el de encarcelados.

– No me importa. He tenido una idea feliz.

– Pues adelante, y realicemos la idea feliz. Serás sota-alcaide. En tanto que te nombro… pues no creas que es cosa de un momento: lo menos hay treinta candidatos… hablaré a Copons.

– ¿El jefe político?

– ¡Ah! – exclamó Campos con gozo. – Le tengo cogido, le tengo preso en mis redes. Precisamente anda tras de mí para que le favorezca en ciertas pretensiones que trae en Gracia y Justicia. Una bicoca; tres primos que fueron beneficiados y ahora se les ha antojado ser deanes. Son de la pacotilla de los que llaman modestos… ¡pobrecitos! Copons es muy exaltado; el Gobierno, que le puso en lugar de Palarea, no está muy contento con él. Necesita todo el arrimo del Grande Oriente para no venir a tierra. Muy bien; esto va a pedir de boca. Tu padre, tu abuelo, o lo que sea, se ha salvado.

Hablaron algo más, determinando algunos detalles del plan, y se separaron. Campos tenía que revisar unas cartas detenidas por orden superior. Salvador debía consagrarse a sus ocupaciones. Cuando volvió a su casa, entregáronle un billete que acababa de llegar. Habiendo conocido en el sobre la letra de Andrea, sintió tanta ansiedad como pavor. La carta estaba trazada a prisa, con indecisos rasgos, y decía:

Arrepentida, arrepentida, arrepentida de lo que he hecho.

Ven al instante. Estoy esperándote en el Retiro, junto al Observatorio. Me he escapado de mi casa. Querido mío, mi vida y mi muerte: si no me perdonas, si no vienes al instante a mi lado, me moriré de desesperación.

Lo que he hecho contigo es una villanía, una ofuscación.

Un poco tarde lo he conocido; pero lo conozco al fin, lo confieso y te pido perdón.

Te adoro, y ni Dios podrá hacer que yo pertenezca a otro. Eres mi dueño y puedes abofetearme, puedes matarme si me porto mal.

Salvador, sácame del infierno en que estoy. Ven, no tardes ni un segundo. No vuelvo más a mi casa. Iré contigo a donde quieras: seré tu esposa, tu criada o lo que tú quieras… Sácame los ojos y dentro de ellos verás tu cara. Ya me parece que te siento venir… ¿Vendrás?… En el Retiro junto al Observatorio. Voy corriendo, no sea que llegues antes que yo. Adorado mío, te quiere con toda su alma y te ofrece el corazón y la vida, ANDREA».

Soledad, que entraba cuando Salvador concluía de leer la carta, notó su palidez y agitación.

– ¿Qué tienes, hermano? – dijo llena de pesadumbre. – ¿Ese papel te dice algo desfavorable a mi pobre padre?

– No, no – dijo el hermano con desesperación. – Es todo lo contrario. Sola, abrázame, abraza a tu hermano.

La muchacha se arrojó llorando en brazos de Salvador.

– ¿Pero te causan pena las buenas noticias?

– ¡No, no!… La carta no dice nada – exclamó él, sofocando la tempestad que bramaba en su alma. – Estoy alegre, hermana, hermana querida, abrázame otra vez. Tu padre se ha salvado.

Pasó Monsalud todo el día y toda la noche en un estado de agitación muy viva. A la mañana siguiente, cuando entró en casa del duque del Parque, un criado le dijo: «Han estado aquí dos mujeres buscándole a usted. Parecían ama y criada».

– Si vuelven – repuso, – dígales usted que he salido de Madrid.

Para evitar un encuentro que temía, salió del Palacio por una puerta de servicio que daba a otra calle. Pero más tarde, al entrar en su casa, D. Patricio Sarmiento repitió la noticia.

– Aquí han estado dos damiselas a preguntarme cuándo volvía usted. Parecen ama y criada… ¡oh, edad dichosa esta en que nos vienen a buscar dos y tres veces en el breve espacio de unas horas!… Yo también en mis juveniles años…

Sarmiento exhaló un suspiro.

– Si vuelven, dígales usted que he salido de Madrid y que no volveré hasta dentro de un mes.

– ¡Cuánta esquivez!… Pero en esa edad feliz… También uno ha tenido sus dulzuras ¿eh? No crea usted: este arrugado semblante y este flaco y débil cuerpo no han sido siempre así. Aquí, amiguito Salvador, aquí se sabe lo que es afán de amores; aquí se comprende bien eso de despreciar a una por apasionarse de la otra, volando de flor en flor cual inconstante mariposa… ¿Pues y estar penando días y días por una mirada, sólo por una mirada?… ¡ay!, ¿y aquello de estar cavilando por qué me miró así, o dejó de mirarme?… Todos hemos tenido nuestro Abril, todos hemos revoloteado y sacado la miel hiblea del cáliz de las frescas flores, Sr. Monsalud.

Cuando este se dirigió después de medio día a una tienda de la calle Mayor, donde solía hacer tertulia, un mancebo le dijo la muletilla:

– Han estado dos hembras a ver si había usted venido.

Más tarde pasó por la parte baja de la calle de Atocha. Detúvose de repente porque un objeto lejano llamó su atención: era el Observatorio astronómico. Singular trastorno debió de producir en las ideas del joven la vista del hermoso edificio, porque apresuró el paso como quien huye de un fantasma temible.

¡Cosa extraña! Al anochecer, cuando fue al local ocupado por la masonería en la calle de las Tres Cruces, con objeto de hacer unas preguntas a Sócrates, o como si dijéramos, a Canencia, un portero le cantó el atormentado estribillo de todo el día:

– Aquí han estado dos damas a preguntar si vendría usted esta noche.

Después marchó a La Cruz de Malta, café situado en la calle del Caballero de Gracia. Aguardábale allí D. José Manuel Regato.

XVIII

En la calle que hoy se llama de Isabel la Católica, y antes de la Inquisición, pasando así bruscamente del nombre más horrible al más hermoso, hay una casa que hoy lleva el número 25 y antes tenía el 2, edificio perteneciente en su juventud al conde de Revillagigedo y que después fue Conservatorio de Música y Declamación. Diversas oficinas se han sucedido en dicha casa, y hoy sirve de albergue, si no estamos equivocados, a una Dirección del ramo de guerra. Pero lo más importante de este caserón en su variada y larga historia, es que dentro de él estuvo la Asamblea de los Comuneros durante los tres llamados años. Ya se habrá comprendido quiénes eran estos bravos hijos de Padilla. Cualquiera que haya vivido en España y prestado atención a sus cosas políticas, comprenderá que en aquella época, como en todas, los descontentos y los cesantes y los atrevidos y los pretendientes y los envidiosos, que son siempre el mayor número, no podían tolerar que determinada pandilla gobernase siempre el país y las Cortes. Este afán de renovación periódica del personal político que en otras partes se hace por razón de ideas y de aspiraciones elevadas, se suele hacer aquí, y más entonces que hoy, por el turno tumultuoso de las nóminas. Esto es una vulgaridad tan manoseada, y ha trascendido de tal modo hasta llegar a las inteligencias más oscuras, que casi es de mal gusto ponerlo en un libro.

Los comuneros querían reformar la Constitución, porque no era bastante liberal todavía. Los ministeriales (nos referimos a la primera mitad de 1821) o doceañistas, o si se quiere, los masones, convencidos de que su Constitución era la mejor de las obras posibles, y que la mente no concebía nada más perfecto, querían que se conservase intacta y sin corrección ni reforma como la Naturaleza. De repente apareció un tercer partido llamado de los anilleros que quiso modificar la Constitución en sentido restrictivo, aspirando a una especie de transacción con la Corte y la Santa Alianza. Sobre estas tres voluntades giraba aquel torbellino que empezó con una sedición militar y terminó con una intervención extranjera.

Los comuneros, que nacieron del odio a los masones, como los hongos nacen del estiércol, creyendo que los ritos y prácticas de la Masonería eran una antigualla desabrida, anti-española, prosaica y árida, imaginaron que lesconvenía establecer un simbolismo caballeresco y nacional, propio para exaltar la imaginación del pueblo y aun de las mujeres, que por entonces tenían parte muy principal en estos líos. Siendo la representación primaria de los masones un templo en fábrica y los hermanos, arquitectos o albañiles, los comuneros, formaron su partido de Comunidades, divididas en Merindades y Torres y Casas-Fuertes, y a sus logias llamaron Castillos y a sus Venerables Castellanos, Alcaides a sus Vigilantes, y así sucesivamente. En los ritos y ceremonias modificaron todo lo que hay de teatral en la Masonería; pero dándole forma caballeresca, e ideando ilusorias fortalezas, puentes levadizos, barbacanas, recintos, salas de armas, cuerpos de guardia, almacenes de enseres y demás mojigangas, todo creado por sus exaltadas fantasías, de tal modo, que más que militantes caballeros parecían rematados locos.

Su color distintivo era el morado, así como los masones adoptaron el verde. La Asamblea general recibía el nombre de Alcázar de la Libertad, y el recinto donde se reunían, llamado Plaza de Armas, estaba adornado con embadurnados lienzos y telones, representando torreoncillos con banderolas, lanzas y las indispensables inscripciones patrioteras. El Presidente llamaba a los socios la guarnición y a los neófitos reclutas. Abríanse y cerrábanse las sesiones con fórmulas que harían reír a la misma seriedad, siendo de notar principalmente el parrafillo con que se despedían después de discutir largamente sobre mil innobles temas sugeridos por el egoísmo, el hambre o la envidia: «Retirémonos, compañeros, a dar descanso a nuestro espíritu y a nuestros cuerpos, para restablecer las fuerzas y volver con nuevo vigor a la defensa de las libertades patrias».

Poco después de las diez de la noche Salvador Monsalud, acompañado del Sr. Regato, penetró en el Alcázar de la Libertad de la calle de la Inquisición. Era el local grande y espacioso, consistente en una serie de salas abovedadas a las cuales se descendía por media docena de escalones. Pobres farolillos que aquí no cometían la fatuidad de llamarse estrellas las alumbraban, y un sordo rumor de gente anunciaba desde el vestíbulo que la colmena se había llenado ya de zánganos.

– El ceremonial nos manda esperar aquí – dijo Regato a su recluta, deteniéndose en la primera sala. – Voy a llamar al Alcaide.

Durante el breve rato de espera Monsalud tuvo que resignarse a oír las felicitaciones de D. Patricio Sarmiento que a la sazón entraba, y que atronó la estancia con sus gritos y encarecimientos por el feliz suceso de aquella iniciación. Todo su porvenir caballeresco comunero diera el joven por sacudírselo de encima; pero al fin sacole de tan mal paso el Alcaide apareciendo con Regato, y en seguida vendaron los ojos del recluta, mandándole que marchase apoyado en el brazo del comunero proponente.

– ¿Quién es? – preguntó una voz.

– Un ciudadano – respondió Regato con toda la seriedad posible, – que se ha presentado en las obras exteriores con bandera de parlamento a fin de ser alistado.

La misma voz gritó:

– Echad el puente levadizo.

Oyó entonces el neófito un espantable ruido que en derredor suyo sonaba, con tal estrépito que no parecía sino que todos los alcázares y torres de España caían en ruinas; mas no se turbó por esto su esforzado corazón, ni aun se le mudó la color del rostro, que para mayores trances tenía coraje y alientos el bravo recluta. Además bien sabía él, como todos, que aquel rumor provenía de una plancha de hierro semejante a las que usan en los teatros para imitar los fragorosos ecos del trueno, y que el ruido del hierro y cadenas era producido por una sarta de cacharros que tras de la puerta agitaba bestial paleto simulando de este modo con notoria perfección el acto de bajar el puente levadizo.

Quitáronle la venda; retiráronse Alcaide y proponente, y quedó solo con el centinela, que estaba enmascarado. Estaba en el Cuerpo de guardia, y allí como en la Cámara de Meditaciones, debía el candidato reflexionar sobre su situación y contestar por escrito a varias preguntas referentes a las obligaciones y derechos del comunero. Monsalud observó el local de cuyas paredes pendían varias armaduras mohosas y algunas espadas mojadas en sangre de cabrito, que para tan terrorífico uso suministraba un día sí y otro no el conserje de la Sociedad. Leyó los letreros conteniendo sentencias vulgares de la religión de honor, y se dispuso a tomar asiento junto a la mesa donde debía extender sus respuestas.

El centinela, que había permanecido tieso y grave, desempeñando su imponente papel, soltó de repente la risa y dijo al neófito:

– ¿También tenemos por aquí al Sr. Monsalud?

Monsalud miraba a su interlocutor y no veía más que una máscara horrible, una figura espantosa con casco empenachado de gallináceas plumas y un babero a guisa de celada de encaje.

– ¿Qué, no me conoce usted? Soy Pujitos – dijo el centinela quitándose la máscara.

– Cómo te había de conocer, vecino, si parecías un valiente. ¿También tú te diviertes con estas mojigangas?

– Vaya un modo de prepararse… Llamar mojigangas a una cosa tan seria, que va a derribar el Ministerio y a poner un Gobierno republicano. Sr. D. Salvador, ¿usted viene aquí a burlarse? Le aviso que los que se han burlado de esto no lo han hecho dos veces. Con que escriba el papelito y me volveré a poner la careta. Acabe usted pronto, que me sofoco y este demonche de cartón huele muy mal.

– ¿No te fatiga esta tarea? ¿No es mejor que descanses en tu casa toda la noche después de haber trabajado todo el día?

– ¡Quia!, si yo no hago más zapatos – dijo el gran patriota con expresión de hombre perspicuo. – El Sr. Regato me ha prometido darme un destino en la Contaduría de Propios. D. Patricio me enseña a echar la firma, que es lo que necesito, y salga el sol por Antequera.

– Ya sabía que eres de los que vocean en los motines, patean en La Cruz de Malta y apedrean el coche del Rey. ¿A cómo pagan esto?

Pujitos se puso serio al oír tamaña injuria.

– Vamos – dijo. – Está visto que usted viene aquí a mofarse. Pero siempre seremos amigos, o mejor dicho, compañeros de armas. Escriba el papelito y despache pronto. Me pongo la careta porque el Alcaide va a venir.

– No hay prisa. Dime, Pujitos, ¿vienes aquí todas las noches?

– Todas, desde el primer día. Soy caballero fundador, y el día lo paso en las cosas de la Milicia. Soy teniente, ¡uf!, ¡usted no sabe el trabajo que da esto! A la parada, a pasar lista, a revisar los uniformes, a hacer ejercicio de tiro, a aprender los reglamentos, a echar unas copas con los oficiales para discutir lo que ha de hacerse el día siguiente… Y luego guardias y más guardias.

– ¿Haces guardias de noche?

– Pues no. Anoche me tocó en el Principal, y mañana me toca en la cárcel de la Corona.

– ¡En la cárcel de la Corona… mañana! – dijo Monsalud con interés. – Ya sé… es donde están presos esos cleriguillos que han hecho planes horribles para quitar la libertad.

– Y algunos que no son clérigos. Pero esos tunantes morirán, o no hay justicia en España. Dicen que el Gobierno quiere condenarles a presidio nada más: esto se llama protección, ¿no es verdad?

– ¿Y me has dicho que eres teniente?

– Nada menos; y si no fuera por las intrigas que hay en el batallón…

– Yo también seré miliciano y me afiliaré en tu batallón, gran Pujos – dijo Monsalud riendo. – Se me figura que entre tú y yo hemos de hacer algo extraordinario.

– Me alegraría de ello.

– Nos veremos pronto, y hablaremos… quizás mañana… Pero el tiempo pasa y hay que contestar a estas endiabladas preguntas.

– Escriba usted… Me parece que vienen ya.

Salvador escribió sus respuestas que fueron llevadas a la Plaza de Armas para que las examinara la guarnición. No tardaron el Alcaide y el proponente en conducirle vendado otra vez a la puerta del salón de sesiones, que estaba cerrada. Por dentro una voz gritó: – ¿Quién es?

– Esta voz áspera y hueca como una campana rajada – dijo Monsalud para sí, – es la de Romero Alpuente.

Entre tanto el Alcaide respondía:

– Soy el Alcaide de este castillo, que acompaño a un ciudadano que se ha presentado a las avanzadas pidiendo parlamento.

– Por Dios, amigo Monsalud – indicó en voz baja Regato, – no se ría usted; le suplico encarecidamente que sofoque toda manifestación de burlas. Usted no quiere creerme y yo repito que esto es serio, pero muy serio.

Abrieron la puerta de la Plaza de Armas, que más parecía bodega que plaza, con diversas series de asientos ocupados por los caballeros, y un estradillo donde estaba el Presidente, teniendo detrás fementido torreón de lienzo embadurnado, y un harapo que llamaban estandarte de Padilla, y una urna donde se debían colocar todas las cenizas de los comuneros que se pudieran haber.

El Presidente le preguntó su nombre, edad, pueblo natal, empleo o profesión; luego le habló de las obligaciones que contraía y del valor y constancia que había de mostrar para desempeñarlas. Levantáronse en seguida los caballeros, y Monsalud vio que todos ellos tenían una banda morada en el pecho, y una como espada o asador en la mano.

– Ya estáis alistado – le dijo el Presidente. – Vuestra vida depende del cumplimiento de las obligaciones que habéis contraído, y vais a jurar. Acercaos y poned la mano sobre este escudo de nuestro jefe Padilla, y con todo el ardor patrio de que seáis capaz, pronunciad conmigo el juramento que debe quedar grabado en vuestro corazón.

Hecho lo que al neófito se le mandara, empezó este la retahíla del juramento, que abrazaba diversos puntos, y que concluía con la consabida conterilla que tanto ha hecho reír a la generación siguiente: «Juro que si algún cab. com. faltase en todo o en parte a estos juramentos, le mataré luego que la Confederación le declare traidor; y si faltase yo, me declaro yo mismo traidor y merecedor de ser muerto con infamia por disposición de la Confederación de cab. com., y para que ni memoria quede de mí después de muerto, se me queme, y las cenizas se arrojen a los vientos».

– Cubríos – le dijo el Presidente, – con el escudo de nuestro jefe Padilla.

Tomó entonces el joven un mohoso broquel que le presentaron, y cubiertos pecho y cara con tal defensa, pusieron en él todos los demás comuneros la punta de sus espadas, mientras el Presidente dijo entre otras majaderías:

– Si no lo cumplís, todas estas espadas no sólo os abandonarán, sino que os quitarán el escudo para que quedéis al descubierto y os harán pedazos en justa venganza de tan horrendo crimen.

Poseídos algunos caballeros, como gente candorosa, del papel que estaban desempeñando, hincaban con excesiva fuerza la punta de sus asadores o espadas en el escudo o sartén que resguardaba la cara y busto del joven. El Sr. Regato, temeroso de que por desmedido celo de los caballeros se agujerease el escudo y perdiera un ojo su ahijado, creyó necesario interrumpir por un momento la majestad del ceremonial, diciendo:

– Cuidado, señores, que es de hojalata.

La farándula no había terminado aún, porque tras la ceremonia del escudo, el Alcaide calzó la espuela al caballero, dándole espada y banda, con lo cual y con acompañarle a recorrer las filas para que fuera dando la mano uno por uno a todos los confederados, el novel comunero descansó a la postre de tantas fatigas.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain