Kitabı oku: «Episodios Nacionales: España sin Rey», sayfa 10
XVIII
«Vivía yo en Roma el 47 cuando allí ocurrió lo que voy a contar – dijo Eufrasia, – y pude enterarme del suceso por mi conocimiento directo con personas que en él hubieron de intervenir… Céfora es hija de don Miguel de Nanclares, esposo de Carolina. La tuvo de una hermosa muchacha judía, llamada Mesooda, de familia pobre del Gheto. Cómo se las arregló el don Miguel para enamorar y seducir a esa Mesooda, es cosa que no sé, ni hace falta este dato para la historia. Lo indudable es que, nacida la chiquilla, la dieron a criar a una buena mujer de un pueblecito cercano. Allá iba don Miguel a verla, y en una de estas visitas a la aldea, el caballero y el ama de la niña discurrieron que debían bautizarla. Les pareció que era un crimen dejar que la tierna criaturita se perdiera para Dios… Trajéronla a Roma, y en la Minerva, ya recordará usted, una hermosa iglesia próxima al Panteón, recibió la hija de Nanclares el agua bautismal el 9 de Febrero, y le dieron el nombre de Nicéfora por el santo de aquel día. Mi marido estuvo presente, y contribuyó a la solemnidad del acto… Pues no quiero decir a usted la que se armó en cuanto pudo enterarse la madre, una rubita de traza ideal, del tipo de Ruth… me parece que la estoy mirando… ¡Y que era una fierecilla la tal Mesooda!… Por milagro se salvó Subijana de que le arrojara al rostro un cantarillo de aceite hirviendo…».
– Es un caso semejante al del niño Mortara, que tanto ha dado que hablar – dijo la oyente. Aunque en verdad hay diferencia, pues aquí el padre era católico.
– Cierto… y tan furibundo católico como ferviente libertino. No ha visto usted un hombre más extremado en la devoción de las faldas… Carolina tuvo que suprimir el servicio de criadas. Don Miguel las hacía suyas de la mañana a la noche, y fuera de casa andaba en liviandades con señoras, si alguna le caía por delante, con loretas y hasta con monjas… ¡Y muy católico me soy! ¡Y ay del que en su presencia dijese alguna herejía leve! Había usted de oírle ensalzando la moral cristiana, y refiriéndonos milagritos de santos y vírgenes. Era una risa… Pues, señor, el Gheto se alborotó con escándalo… Pero Pío IX, Rey absoluto de Roma, dijo que la niña Céfora había entrado en la grey cristiana, y punto final. Mesooda no volvió a ver a su hija; no le quedó más derecho que el del pataleo y las maldiciones: en el maldecir son terribles los judíos.
»Viene ahora otra faz del asunto, y es el furor de Carolina, que también maldecía, aunque en estilo cristiano: acudió a la Rota, quería divorcio, separación de cuerpos. En todos aquellos líos intervinimos mi marido y yo, queriendo poner paz en el matrimonio… Al fin logramos echarle un zurcido; pero de aquellas luchas quedamos la Subijana y yo enemistadas. Aquí en Madrid, hace cuatro días, hemos hecho las paces… La historia que refiero se iba volviendo cómica, ferozmente cómica. A los dos días de reconciliarse Carolina y su esposo, ¿sabe usted lo que hizo el arrepentido don Miguel? Pues después de pasar la noche velando al Santísimo Sacramento, por la mañanita, con la fresca, se escapó a Frascati con una bailarina del teatro de Apolo.
– ¿Y Céfora?
– A ella voy. Ya grandecita la pusieron en un convento de Ursulinas… De esto hablo por referencia, pues ya no estaba yo en Roma. Sé que murió el Marqués de Subijana, y que su mujer, dando pruebas de excelente corazón, cuidó de la desgraciada niña. Sé que ambas vivieron algún tiempo en Pau, y que al volver a España la presentaba como sobrina… Mucho tiempo estuve sin saber de ella, hasta que un día, no hace de esto dos semanas, me anuncian la visita de una joven, y sola… Una joven que viene sin compañía es siempre sospechosa. «Pues que pase…». Entra aquí y hace su presentación con encantadora sencillez: «Soy Céfora». La verdad, me fue muy simpática. Su figura delicada, su ademán humilde hablaban en su favor. Las primeras palabras que pronunció fueron para excusarse de venir sola. Por impulso propio imitaba a las señoritas extranjeras, que no necesitan rodrigón para andar por la calle… Esta gallardía me agradaba; pero empecé a recelar cuando con cierto temblor de voz me suplicó que a Carolina no hablase de su visita, rematando el ruego con esta frase: «Vengo sin que mi tía sepa que doy este paso». El paso, no tardó en decirlo, era que sentía vocación religiosa muy viva y ardiente; que, anhelando ser monja, me pedía mi protección para encontrar convento en que meterse; deseaba una Orden muy estrecha. Acabó soltándome a boca de jarro un texto de San Agustín: «Mucho me cansa, Señor, esta vida, y me angustia esta prolija y triste peregrinación».
– Estas que a los veinte años se cansan de la prolija peregrinación – dijo María Erro, – me dan a mí muy mala espina.
– Y a mí… Siguió hablando la joven… Yo encantada de oírla. Tiene talento, mejor dicho, imaginación viva… ha leído… Pero, con todo su ingenio, no acabó de convencerme. Me pareció el primer día una cabeza dislocada, y en su segunda visita confirmé esta opinión… Yo sabía que ese loquinario de Urríes le hace el amor. De esto le hablé, y ella, sin perder su serenidad, respondió que Urríes la persigue; pero que no logrará cogerla en sus garras. A propósito de esto, me disparó otro párrafo de San Agustín de que ahora no me acuerdo, santas palabras que venían muy a pelo… La verdad, he sacado en limpio que esta criatura, híbrida de judaísmo y cristianismo, es un ser bastante complejo. No hay claridad en ella. En sus ojos azules noto un estremecimiento de luces que marea… Yo me entretengo a veces en estudiar la mirada humana, y en la de Céfora he visto algo del suicida que mide la hondura del despeñadero en el momento de arrojarse… Esta es de las que se precipitan en el monjío como quien se arroja a una sima cuyo fondo apenas se ve… Pero ya hemos de poner punto a nuestra conversación… Ya están ahí: oigo la voz de Cánovas… Después vendrán Urríes y Juanito Valera.
La presencia de los tres convidados trajo a los salones de Eufrasia la dulce amenidad, el parloteo festivo con toques irónicos, que son la orgía de las personas formales. ¡A comer se ha dicho, y a referir, comiendo, anécdotas y sucesos del mundo vigente, cosas amables, gustosas y picantes! Allí se realizaba lo que expresó Cánovas en un dicho ingenioso, como todos los suyos: «¿Qué hacen usted y sus tres amigos en las Constituyentes?…». Y él respondió: «Esperamos, y esperando hacemos la Historia de España». Pues la mesa de Eufrasia fue aquella noche un taller de Historia con sólo las referencias que allí se hicieron de sucesos privados. En algunos de estos se veía pronto la relación con la vida pública; en otros, la misteriosa tangencia de lo individual y lo sintético no aparecía bien clara, y sólo era visible para las mujeres, que saben encontrar el parentesco de la Gaceta con las costumbres.
Don Juan Antonio Iranzo llevó su lote de anecdotismo particular a la general leyenda hispánica. En él todo era extraño, incongruente. Hombre de origen humildísimo, formaba en el grupo conservador y aristocrático de Cánovas, y precisamente por esto resultaba tan española su figura. En España es un hecho constante la realidad de lo contrario, o que cosas y personas actúen al revés de sí mismas. El diputado por Teruel era un sesentón, alto y enjuto, de rostro huesudo, cenceño y totalmente afeitado. Creyérase que días antes había cambiado el calzón corto ceñido, el chaleco de pana y el pañizuelo en la cabeza, empaque muy noble ciertamente, por la levita y demás prendas, que no caracterizan a nadie y a todos nivelan en la desairada vulgaridad… Lo que realmente a don Juan Antonio caracterizaba era que, en su alta posición de hombre político adinerado, no sentía vergüenza ni resquemor de su origen plebeyo; antes bien siempre fue su mayor gusto referir cómo subió la cuesta social desde la humildad pobre a la cumbre en que a la sazón se veía. Deseaba Eufrasia que sus amigos los Gaunas oyesen de boca del propio caballero la historia de su vida portentosa. No se hizo de rogar Iranzo. La sorpresa de sus oyentes le hacía feliz; refiriendo la verdad escueta, gozaba tanto como los histriones que declaman el ingenioso embuste.
«Es cierto lo que Eufrasia dice. No me avergüenzo de mirar desde arriba la llaneza de donde vine… y bien puede uno alegrarse de haber subido cuesta tan empinada… Pero si me alegro, no me alabo de ello, porque, mirándome bien, veo que no he llegado por mi propio esfuerzo a donde estoy… Claro que mi constante trabajo ha tenido alguna parte en los bienes que disfruto; pero la parte mayor pertenece a la suerte… Debo lo que soy a un milagro… no se asombren, a un verdadero milagro, como van a ver… Yo fui criado de los Duques de San Lorenzo… criado… doy a las cosas su nombre… no vale disfrazar el nombre de las cosas. Criado fui, y a mucha honra… Los señores Duques me querían, porque yo era fiel y puntual en el servicio, y muy afecto a la casa. Doncella de la señora Duquesa era una joven de quien me enamoré… Juntos servíamos… entramos en relaciones, resolvimos casarnos. Los amos veían con buenos ojos nuestros amores honestísimos… Pero aunque mi novia y yo teníamos algunos ahorrillos, el casorio nos lanzaba a los azares de la vida con pocos elementos para la lucha. ¿Cómo se remediaba esto? Pues la solución más sencilla era que los señores Duques, al salir yo de su casa, me consiguieran un destino. En mis ratos de descanso, entreteníame en pensar qué empleo, arreglado a mis cortos conocimientos, me convendría más… ¿Portero en algún Ministerio, en el Congreso, en Palacio, guarda en Sitios Reales?… A fuerza de cavilar, me decidí al fin por algo que halagaba mis gustos; yo veía con admiración a los cobradores que andan por Madrid llevando al hombro un saco de plata o calderilla… Aquel empleo colmaba mis ambiciones. Cobrador te vean mis ojos, que capitalista como tenerlo en la mano».
Con ojos y oídos atendían todos al buen Iranzo, y en cada pausa celebraban la ingenuidad y gracia del autobiógrafo. Este prosiguió: «Escogida la ocupación que había de sustentarnos, dije a mi novia que a la señora Duquesa manifestara mis cortas ambiciones, y ya descansamos de todo afán, pensando en apresurar la boda, pues la Duquesa pronunció el estad tranquilos: corre de mi cuenta… Y así fue: la ilustre señora no se anduvo en chiquitas, y acudió, no al Director ni al Ministro, sino a la propia Reina Gobernadora doña María Cristina, con quien tenía entrañable amistad. No sé si llevó de memoria la petición, o en el mismo papelito en que yo la escribí para mayor claridad. Ello fue que Su Majestad repitió el sacramental estate tranquila, etc… y deseosa de servir, tiró de pluma y pidió al Ministro la plaza para mí…».
– ¿Y el milagro?
– El milagro fue que al escribir… ¡cómo tendría su cabeza la buena señora!… se equivocó, y en vez de poner Cobrador colegiado, fue y puso Agente colegiado… (exclamaciones alegres de los oyentes) que es destino de fianza, destino de rendimientos grandes, como que los agentes autorizan las operaciones de Bolsa… Total: que me casé, y a los dos días de ser marido de mi mujer, me dio la Duquesa el nombramiento. Lo leí… quedé aterrado… El primer impulso fue devolver la credencial, diciendo que aquello no era para mí, ni yo para cosa tan grande. Después me vino la idea de no precipitar los acontecimientos. Guardé mi papel… Ocho días lo tuve en mi bolsillo, sin mostrarlo a nadie; ocho días de meditación sobre aquel caso inaudito… Concluí diciéndome que cuando a Dios le da la gana de hacer un milagro, no debe el hombre meterse a corregirlo… Dios me había hecho Agente de Bolsa y Cambios, colegiado… Pues cúmplase su santa voluntad… A los ocho días de dar vueltas en mi caletre al bendito milagro, me fui a ver a un amigo muy estimado, que en Bolsa operaba sin título: era listo, de riñón bien cubierto; yo le dije, mostrándole mi credencial: «Don Anselmo, mire lo que me han dado y no se encandile. De usted depende que yo me quede con este papel o lo devuelva». Y el hombre, abriendo el ojo, y dando un puñetazo en la mesa, me respondió: «¿Devolver? Eso es cobardía. Los valientes saben morir antes que devolver las armas que la patria les entrega». Nos arreglamos. Él cobraría la mitad de mis ganancias hasta reintegrarse con intereses la suma que adelantó para la fianza… Trabajábamos juntos: operaba él; yo firmaba… hasta que llegó un día en que pude soltar los andadores… Para no cansar: a los cinco años de esto, ya tenía yo un capitalito ganado a pulso… a los diez, el capitalito era capital… a los veinte…
– No siga, don Juan Antonio – dijo Eufrasia riendo-; nos da usted una dentera horrible contándonos cómo crecían sus cosechas de dinero.
Iranzo terminó así su cuento de hadas: «Ya saben todos los presentes que es más fácil hinchar cincuenta mil duros que cincuenta mil reales… El primer milagro, el verdadero, fue obra divina… Yo hice después los míos, milagritos pequeños, de los que hace cualquiera con un poco de suerte, buen ojo para los números y buen olfato para las ocasiones».
– Lo que llamamos suerte – dijo Gauna – no es más que la proyección de nuestras cualidades y defectos. En lo que hemos oído, veo yo la acción de una voluntad poderosa. Don Juan Antonio, es usted un hombre extraordinario.
– ¡Ah… eso no!, un hombre de los más comunes, honrado y trabajador, un obrero que sabe hacerse su propia casa… No me quejo de la vida, y bendigo mi estrella. A mayor abundamiento, también en mis dos matrimonios he sido afortunado. Mi mujer y yo vivimos en la mejor armonía. Disfrutamos de todo, y nos permitimos un poquito de vanidad. El Papa nos ha hecho Condes… Ps… esto gusta a las mujeres. En tiempo de la pobre doña Isabel, era moda ponerse un título para dorar la plata, y a veces la calderilla. Nosotros no habíamos de ser menos.
En el giro de los comentarios, Cánovas expresó esta idea tan ingeniosa como profunda: «Vea usted confirmado, Eufrasia, con el ejemplo de Iranzo, lo que dije ayer hablando con Manzanedo. No esperemos que de la antigua aristocracia salga la fuerza conservadora, inteligente y eficaz, que ha de salvar a esta sociedad. O no sale esta fuerza de ninguna parte y la Nación española se pierde sin remedio, o vendrá de estos hombres nacidos del pueblo y elevados a las altas posiciones por su agudeza y laboriosidad. Estos, estos son los fabricantes de fuerza. Vengan muchos Iranzos; vengan a robustecer el sentido conservador de la sociedad, que hoy vemos harto flaco y miserable».
Con sagaz criterio afirmó después don Antonio que España había de pasar fatalmente por graves disturbios, delirios y ensayos sangrientos. La política de los últimos años había producido, por errores de todos, una gran fuerza expansiva o revolucionaria. No era prudente ni práctico oponerse al empuje de esa enorme fuerza desencadenada. No había más remedio que dejarla correr hasta que por el continuo roce se gastara. «La fuerza nuestra es aún débil. Esperemos su crecimiento, que ha de venir por ley de Naturaleza… Ya tenemos en nuestras catacumbas milicia, nobleza, damas elegantes, capitalistas… Pero aún vendrán en número incalculable… Nuestras catacumbas son doradas y cómodas: se está muy bien en ellas… Podemos esperar».
Ya se ha dicho que las conversaciones de la calle y de las salas y comedores, con las anécdotas privadas y las vidas de hombres obscuros, colaboraban en la Historia de España. La vida de Iranzo era en esa Historia uno de los pasajes de mayor potencia documental. Los fabricantes de fuerza iban quitando el puesto a los guerreros y conquistadores. El pueblo, desnudo unas veces, vestido otras, hacía lo que antes hicieron reyes y tribunos. La plebe, transformada por la adquisición del dinero, escalaba las alturas y modelaba los ídolos monárquicos con un yeso que no había de fraguar ídolos para largo tiempo, pues ya no hay calor que endurezca la blanda masa de que están compuestos… Y ahora seguiremos presentando anécdotas y sucedidos particulares que son fundamento de la Historia fraguada para medio siglo de Idolatría nacional; un remiendo, más bien chapuza, para tirar hasta 1919.
XIX
Hablan ahora las damas. Eufrasia dijo: «Sólo en el carlismo veo yo un peligro imponente».
Y María Erro, que hasta entonces había permanecido taciturna, anunció un nuevo pasaje histórico: «Que cuente Luis lo que sabe acerca del carlismo, y ustedes dirán si debemos mirarlo como un serio peligro, o como un estorbo pasajero. Yo soy legitimista: mis apellidos traen acá los ecos de Oñate, de Estella, de Vergara. Pero no vive uno por vivir, sino por aprender. Seguiremos siendo carlistas platónicos mientras no se nos traiga una cosa mejor, o algo que sea nuestro ser trasplantado a la vida real. Así lo dice Luis; así lo digo yo, que ante todo soy católica, apostólica, romana».
La curiosidad de lo que el Marqués de Gauna había de contar no admitía espera. Apremiado por todos, don Luis cogió la palabra: «No es cuento, aunque lo parezca. Es, no diremos un hecho, pero sí un propósito que ha de traducirse en hechos reales. Me han traído noticias de Cabrera, y las tengo por tan verídicas como si yo las recogiera del propio don Ramón, mi querido amigo. Cabrera, sépanlo ustedes, acepta al fin la dirección del partido, que es como decir la dirección de la guerra. Cabrera se pone al frente de las muchedumbres carlistas, llevando a su lado al Rey hasta traerle a ocupar el Trono. Pero… Aquí viene lo bueno. Cabrera será la espada de don Carlos, con la condición de que este acepte un programa liberal, franca y abiertamente liberal. Aquí tengo copia de las bases (saca un papelito que pasa a las manos de Cánovas). Míralo, Antonio, y te convencerás: es copia exacta de las condiciones enviadas a Carlos VII… programa liberal a la europea, pues de otro modo, la Causa sería recusada por el mundo entero: Constitución, Parlamento y libertad de imprenta; tolerancia religiosa, vivir a la moderna, dar de lado a frailes y clérigos, sujetando a la beatería con un Concordato inspirado en las ideas regalistas…».
– Basta, basta – dijo Cánovas con expresión victoriosa. Si esto es verdad, y verdad será cuando tú lo dices, pon una losa sobre el carlismo, que ha muerto para siempre. ¿Rechaza don Carlos las condiciones de Cabrera y se lanza a la lucha con los elementos que ahora tiene? Pues será vencido, irremisiblemente vencido y destrozado. ¿Acepta el liberalismo que le ofrece el Conde de Morella? Pues pronto le abandonarán los elementos clericales, que son su fuerza, son el alambre que mantiene derecha esa estatua de barro… Don Carlos, antes de disparar el primer tiro, tendrá que irse a su casa, porque el carlismo dejará de ser tal, y cambiando de ideas, ha de cambiar necesariamente de nombre: se llamará Alfonso XII.
Callaron todos, esperando más vivos comentarios. Y Cánovas siguió así: «Esto lo sabe Cabrera mejor que nadie. Me consta que lo sabe… Por lo demás, esas condiciones diríanse ideadas con el fin de desengañar a don Carlos y abrir sus ojos a la realidad. Por ese medio Cabrera se quita de encima una mosca importuna, pues ni él está para salir a campaña, ni sus ideas son las que tuvo en 1838 y 1840. Vive en Inglaterra; está casado con una protestante, que es más fiera que él, y no puede ver ya en el carlismo más que una leyenda para solaz de inválidos de las clases militar y eclesiástica».
A poco de terminar Cánovas, y cuando acababan de tomar café, fue anunciado Urríes. Pasaron los comensales al salón, donde no había más visitante que el diputado andaluz, con quien Eufrasia y sus amigos empalmaron la hebra de su charla política. «¿Qué noticias nos trae, Juanito? ¿Sigue en alza el papel Montpensier?… Díganos antes: ¿cómo es que no viene con usted esta noche Juanito Valera?».
– Está en casa del Duque de Rivas, donde habrá lectura de una colección de elegías. Juan quería llevarme; pero como esto de las elegías entiendo que es cosa triste y funeraria, he preferido brillar por mi ausencia… En cuanto al papel Montpensier, tengo el sentimiento de declarar que hay tendencias a la baja.
– ¡Ah, Juanito! Ya me lo figuré en cuanto le vi a usted. Nos trae esta noche una cara terriblemente elegíaca. Vamos a ver: ¿qué ha resultado de la reunión masónica en el Escorial? ¿Fueron los amigos de Prim y de Sagasta? ¿Consiguió este hacerles entrar por el aro? Ea, no nos venga usted ahora con reservas y tapujitos. Descúbranos el lindo pastel.
– Como el pastel se nos ha quemado, todo lo diré, sin ocultar nombres… El primero, nuestro espléndido anfitrión Abascal, Intendente, o cosa así, del Real Patrimonio; después Sagasta, que era el llamado a recomendar al Progreso el papel Montpensier; seguía la reata… Vaya usted contando: Figuerola, Llano y Persi, Moreno Benítez, Juan Manuel Martínez, Venancio González, Ricardo Muñiz, Bonifacio de Blas, Carratalá y este cura… Me parece que no se me olvida ninguno.
– Pues han sido ustedes trece. ¡Fatalidad!
– Dispénseme, Eufrasia. Mala cuenta hace usted. Éramos once. Y este número debe ser más fatídico que el trece, porque el final de la reunión hizo competencia al rosario de la aurora… Sagasta desempeñó su papel con brevedad. Su argumento fue de los que no admiten réplica: «Señores, no discuto la valía del Duque. Sólo afirmo que ha venido a ser el único candidato viable. No hay otro. Todos los intentos han fracasado. El que de ustedes crea posible mejor solución, dígalo pronto. Yo sólo añadiré que cada mes, cada día de interinidad, es un gravísimo peligro para la Patria. No patrocino a Montpensier; expongo la urgente necesidad de tener un Rey. Don Fernando de Portugal se niega en absoluto… en el Duque de Génova no hay que pensar… ¿Qué hacemos? Quiero saber la opinión de mis queridos amigos».
»Y la supo; la oyó bien clara y terminante, contraria resueltamente a la propuesta o consulta del Ministro de la Gobernación. Cada cual según su temperamento, unos con suavidad, otros con energía, alguno con fiereza, todos se interpusieron entre la Corona de España y la cabeza del cuñado de Isabel II. Antes la Interinidad indefinida; antes el desgobierno, el motín crónico, el diluvio. No sólo era cuestión política, sino cuestión moral. Yo me permití decirles que estaban obcecados, que estaban locos. Pero si de Sagasta no hicieron caso, ¿qué caso habían de hacerme a mí?
«¡Delicioso fracaso, Juanito! – dijo Eufrasia gozosa. ¡Ay, qué alegría! Siga, siga».
– Nada más diré de un asunto que recuerdo con pena. Huyo de él como los cómicos escapan del teatro en que les han arreado una silba. Pero algo más, de un orden enteramente distinto, hubo en la reunión. ¿Lo cuento? Allá va. El bueno de Abascal quiso prepararnos una sorpresa… más que grata, emocionante, patética; un espectáculo que ha dejado en los que lo presenciamos recuerdo indeleble. Fue, por decirlo así, el número más hermoso y dramático del programa, el único éxito brillante, magnífico, de la excursión, jira, o como quiera llamársela.
Expectación ansiosa del público: «¿Qué ha sido, Juanito? ¿Qué ha visto? Dígalo pronto».
– Lo que yo he visto – afirmó Urríes pavoneándose, – ninguno de los que me oyen lo vio jamás, ni probablemente lo verá… Convengamos en que Abascal no tiene precio como empresario de espectáculos de gran novedad, ni como anfitrión que sabe obsequiar a sus convidados. Pues, señor… bajamos al Panteón, y allí nos encerramos con algunos albañiles y aparejadores. A cada uno de nosotros se dio una vela de cera encendida… Vimos al costado derecho del altar, en la primera fila de nichos, un andamio portátil, bastante sólido. Era el aparato que allí se emplea para dar sepultura a los Reyes o Reinas. Subieron los aparejadores. Sacaron la urna más alta, tirando de ella como se tira del cajón de una cómoda… Una vez la urna en el andamio, levantaron la pesada losa de mármol que la cubre, y quedó descubierto el cuerpo del emperador Carlos V… Subimos todos a verlo…
– ¡Escándalo, profanación! – exclamó Cánovas con súbito estallido de ira. Esto no puede tolerarse… Esos hombres nada respetan. ¿Qué sentimiento monárquico ha de haber en esas almas groseras y prosaicas, insensibles a la grandeza de una tumba gloriosa?… Siga, Juanito… ¿Y qué vieron?, ¿en qué estado se halla el cadáver del César?
– Está momificado, y en admirable conservación. Enormemente nos impresionó ver el rostro y cuerpo del Emperador. Quedamos todos suspensos, y en los primeros instantes no se oyó el menor murmullo. Conteníamos la respiración; nos paralizaba un respeto religioso… Creíamos ver la Historia que volvía… no sé decirlo… el pasado que se nos ponía delante… tampoco acierto a expresarlo. Tiene el César la nariz casi destruida; los ojos como huecos profundos; inalterable la quijada saliente, y en perfecta conservación el pelo entrecano de la barba. Para mí resultaba como si la cabeza del retrato de Ticiano, que está en el Museo, fuera sacada de un desván donde las cucarachas hubieran hecho algún estrago, dejando el parecido… Las piernas, de rodillas abajo, son esqueléticas… La gota en vida le trató peor que las cucarachas en muerte.
– ¿Y qué ropa viste…?
– Sólo un gran manto de tisú blanco, en que está envuelto todo el cuerpo; en la cabeza un capacete o gorro de la misma tela. La conservación de esta es admirable.
– Manteo de brocado de Cambray, tejido con seda y tirado de plata – dijo Cánovas. ¿Y no tenía alguna insignia del Toisón?
– Nada. Ni collar, ni borrego, ni cruz, ni ningún objeto de metal vimos… Después de contemplar un rato lo que queda del hombre más poderoso de su tiempo, se volvió a poner en su sitio con muchísimo respeto la losa o cobertera; los aparejadores empujaron la urna hacia el interior del nicho, y todo quedó conforme estaba.
Los comentarios y apreciaciones de la irreverente travesura fueron muchos y poco lisonjeros para los progresistas.
CÁNOVAS. – ¡Y esta gente anda buscando un Rey!… Los que no respetan la Monarquía en su representación personal más alta, quieren que venga un Príncipe extranjero a compartir con ellos la frivolidad de esta generación. Yo aseguro, desde ahora, y lo digo muy alto; yo aseguro que ningún Rey traído de fuera dormirá en las urnas del Escorial.
URRÍES. – (aparte de Gauna). Con furia lo ha tomado este señor. No he querido contar las tonterías que en presencia de la momia se dijeron. No sé quién hizo esta frase: «De mal agüero es tu exhumación, amigo Carlos V. ¿Significará que vendréis otra vez los austriacos a jeringarnos?».
EUFRASIA. – Compadezco al que venga. Deseo la ruina y el fracaso más horrible a los empresarios de la traída de Rey.
URRÍES. – (alto). Por Dios, don Antonio, no se incomode, y sobre todo, guárdeme el secreto. Se me olvidó decir que nos juramentamos para no contar a nadie lo que hicimos. Si se sabe, que no se sepa por mí… Verdaderamente, debí callarlo; pero el afán de referir algo extraordinario ha podido más que mi discreción… Ruego a todos que no me comprometan.
Diósele promesa de secreto, y la presencia de otros amigos de la casa generalizó y desgranó la conversación. Don Manuel Orovio, apenas puso el pie en la sala, acometió fieramente a Cánovas con apreciaciones políticas, de una seriedad aterradora. Más que con su seriedad, deslumbraba el ex-Ministro de Isabel II con sus chalecos, que en el último tercio del siglo XIX suministraron a las gacetillas abundante materia pintoresca. Era un buen señor, tan probo como reaccionario, bastante sagaz en los días subsiguientes a la Revolución para ver en Cánovas el hombre del porvenir. A él se adhería mentalmente, poniendo al servicio del maestro todo lo que podía darle: su honradez, su experiencia de covachuelista y su ardiente devoción borbónica.
Las diez y media serían cuando se despidió Iranzo. Era hombre de una sociabilidad tan intensa como rutinaria, y en aquellos días no se retiraba sin pasar por el salón y tertulia de la Duquesa de la Torre. Esta fidelidad a una casa en que predominaban ideas tan contrarias a las del buen amigo de Cánovas, se explica o por la atracción de los elementos opuestos, o por la simpatía personal, que España suele relegar las ideas a un lugar secundario. Por esto, diluidas en el ambiente cortesano, acción y reacción han sido siempre tan benignas… Al ver salir a Iranzo, la de Campo Fresco, que poco antes había entrado, dijo a la moruna (viejo mote de Eufrasia): «Siempre que veo a este hombre, ¡ay!, me le represento alzando la cortina para darme paso al salón de la San Lorenzo… Créame usted: si atontado está el mundo, es de las vueltas que da».
Llegó Carriquiri, un viejo amable, viviente archivo de su siglo; poco después el Conde de Toreno, joven con aire de bebé, coloradote y con barbas rubias, el más inteligente y lucido quizás de la nueva hornada reaccionaria; comparecieron después Cárdenas, Jove y Hevia y otros. Hablando pestes del Gobierno de la Revolución y zarandeando los candidatos al Trono, pasaban dulcemente las horas. Urríes se retiró después de las doce, y se fue a la indispensable escala en la tertulia de la Duquesa de la Torre, que aún respondía en la Inspección de Milicias. Allí vio a Ortiz de Pinedo, con quien se entretuvo un rato en maldecir la Interinidad. Un General ilustre, Ros de Olano, comentando los apuros de la España sin Rey, hizo una indicación, que no comprendieron los que con risas la celebraron, viendo el chiste y no la profunda filosofía histórica que entrañaba. «No hemos caído en la cuenta – dijo – de que lo más lógico es traer un Rey árabe, y que no debemos buscarlo en las reinantes familias europeas, sino en los harenes africanos… Árabe y musulmán debe ser nuestro Rey, aunque luego, para que ande por casa con desenvoltura, tengamos que cristianizarlo. Un Rey descendiente del amigo Mahoma será el que mejor nos entienda, nos baraje y nos meta en cintura. Decidámonos, y traigamos un Abderramán, a quien llamaremos califa. Alá es grande… Con tal caudillo no tardaremos en apropiarnos toda la costa septentrional de África…». Esta idea no era para reída, sino para pensada.
Retirose Urríes a su casa, donde estuvo unos días en preparativos de viaje, lo que no era tarea liviana, por el inmenso bagaje de sus pensamientos, unos que irían con él al Norte, otros que había de dejar en Madrid, y algunos que debieran ser expedidos a la tierra de María Santísima. Provenía la confusión del caballero de su desordenado y voluble deporte amoroso, pues como quien se ejercita en la circense habilidad que llaman juegos icarios, jugaba con varios corazones como si fueran platos o palillos, tirándolos al aire para recogerlos y relanzarlos con diestra y limpia mano. El juego había de fallar alguna vez, y ello fue cuando el hermano de don Juan apareció en Madrid inopinadamente y le dijo: