Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Gerona»
Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: GERONA
I
Yo entré en Gerona a principios de Febrero, y me alojé en casa de un cerrajero de la calle de Cort-Real. A fines de Abril salí con la expedición que fue en busca de víveres a Santa Coloma de Farnés, y a los pocos días de mi regreso, murió a consecuencia de las heridas recibidas en el segundo sitio aquel buen hombre que me había dado asilo. Creo que fue el 6 de Mayo, es decir, el mismo día en que aparecieron los franceses, cuando al volver de la guardia en el fuerte de la Reina Ana, encontré muerto al Sr. Mongat, rodeado de sus cuatro hijos que lloraban amargamente.
Hablaré de los cuatro huérfanos, que ya lo eran completamente por haber perdido a su madre algunos meses antes. Siseta, o como si dijéramos, Narcisita, la mayor en edad, tenía poco más de los veinte, y los tres varoncillos no sumaban entre todos igual número de años, pues Badoret apenas llegaba a los diez, Manalet no tenía más de seis, y Gasparó empezaba a vivir, hallándose en el crepúsculo del discernimiento y de la palabra.
Cuando penetré en la casa y vi cuadro tan lastimoso, no pude contener las lágrimas y me puse a llorar con ellos. El Sr. Cristòful Mongat era una excelente persona, buen padre y patriota ardiente; pero aun más que el recuerdo de las buenas prendas del difunto me contristaba la soledad de las cuatro criaturas. Yo les amaba mucho, y como mi buen humor y franca condición propendían a enlazar el alma de aquellos inocentes con la mía, en algunos meses de trato, Badoret, Manalet y Gasparó, se desvivían por mí. No hablo aquí de Siseta, porque para esta tenía yo un sentimiento extraño, de piedad y admiración compuesto, como se verá más adelante. Mi ocupación en la casa mientras vivió el Sr. Mongat era en primer término hablar con este de las cosas de la guerra, y en segundo término divertir a los chicos con toda clase de juegos, enseñándoles el ejercicio y representando con ellos detrás de un cofre las escenas del ataque, defensa y conquista de una trinchera. Cuando yo iba de guardia, bien a Monjuich, bien a los reductos del Condestable o del Cabildo, los tres, incluso Gasparó, me seguían con sendas cañas al hombro remedando con la boca el son de cajas y trompetas o relinchando al modo de caballos.
Asociado cordialmente a su desgracia, les consolé como pude, y al día siguiente, después que echamos tierra al buen cerrajero, y luego que se retiraron los vecinos fastidiosos que habían ido a hacer pucheros condoliéndose ruidosamente de los huérfanos, pero sin darles auxilio alguno, tomé por la mano a Siseta, y llevándola a la cocina, le dije:
– Siseta, ya tú sabes…
Pero antes quiero decir que Siseta era una muchacha gordita y fresca, que sin tener una hermosura deslumbradora, cautivaba mi alma de un modo extraño, haciéndome olvidar a todas las demás mujeres y principalmente a la que había sido mi novia en la Almunia de Doña Godina. Rosada y redondita, Siseta parecía una manzana. No era esbelta, pero tampoco rechoncha. Tenía mucha gracia en su andar, y poseyendo bastante soltura e ingenio en la conversación, sabía sin embargo acomodarse a las situaciones, distinguiéndose por una gran disposición para no estar nunca fuera de su lugar, de cuyas prendas puede colegirse que Siseta tenía talento.
Pues bien, como antes indiqué, tomándole una mano, le dije:
– Siseta…
No sé qué me pasó en la lengua, pues callé un buen rato, hasta que al fin pude continuar así:
– Siseta, ya tú sabes que va para cuatro meses que estoy alojado en tu casa…
La muchacha hizo un signo afirmativo, demostrando estar convencida de mi permanencia en la casa durante cuatro meses.
– Quiero decir – proseguí – que durante tanto tiempo he estado comiendo de tu pan, aunque también os he dado el mío. Ahora con la muerte del Sr. Cristòful, os habéis quedado huérfanos. ¿Tienen ustedes tierras, alguna casa, alguna renta?…
– No tenemos nada – me contestó Siseta dirigiendo tristes miradas a los cacharros de la cocina. – No tenemos nada más que lo que hay en casa.
– Las herramientas valen alguna cosa – dije – mas en fin no hay que apurarse, que Dios aprieta, pero no ahoga. Aquí está el brazo de Andrés Marijuán. ¿Dejó tu padre algún dinero?
– Nada – respondió – no ha dejado nada. Durante su enfermedad trabajaba muy poco.
– Bien, muy bien – dije yo. – Con eso podéis recibir el plus que nos dan ahora y la ración que me toca todos los días. No hay que apurarse. Tú serás madre de tus hermanos, y yo seré su padre, porque estoy decidido a ahorcarme contigo. Ea, dejarse de lloriqueos; Siseta, yo te quiero. Tal vez creerás tú que yo no tengo tierras. ¡Qué tonta! Si vieras qué dos docenas de cepas tengo en la Almunia; si vieras qué casa… sólo le falta el techo; pero es fácil componerla, sin fabricarla toda de nuevo. Con que lo dicho, dicho. En cuanto se acabe este sitio, que será cosa de días a lo que pienso, venderás los cachivaches de la herrería, me darán mi licencia, pues también se concluirá la guerra; pondremos sobre un asno a la señora Siseta con Gasparó y Manalet, y tomando yo de la mano a Badoret, camina que caminarás, nos iremos a ese bajo Aragón, que es la mejor tierra del mundo, donde nos estableceremos.
Una vez que desembuché este discurso, volví al taller, con objeto de examinar las herramientas, y todo aquel mueblaje me pareció de poquísimo valor. La huérfana después que me oyera, sin decir cosa alguna, púsose a arreglar los trastos ordenando todo con hábil mano y a limpiar el polvo. Los chicos me rodearon al punto, corriendo precipitadamente a traer sus cañas, palos y demás aparatos de guerra, viéndome yo obligado en razón de esta diligencia a recomendarles gran celo en el servicio de la patria y del rey, pues bien pronto, si los franceses apretaban el cerco, Gerona necesitaría de todos sus hijos, aun de los más pequeñitos. Por último, después que durante media hora pusieron armas al hombro y en su lugar, cebaron, cargaron, atacaron e hicieron varias descargas imaginarias, pero que retumbaban en el angosto taller, les vi soltar las armas decaído el marcial ardor, y volver a su hermana con elocuente expresión los ojos.
– ¿Qué? – pregunté yo, comprendiendo lo que significaba aquel mudo interrogatorio. – Siseta, ¿no hay qué comer?
Siseta disimulando sus lágrimas, registraba los negros andamios de una alacena, en cuyas cavernosas profundidades la infeliz se empeñaba en ver alguna cosa.
– ¿Cómo es eso? – dije. – Siseta, no me habías dicho nada. ¿Qué me costaría ir al cuartel y pedir que me adelanten la ración de mañana?… ¿Y para qué quiero yo los siete cuartos que tengo ahorrados? Nada, hija; es preciso no sólo traer lo necesario para hoy, sino también provisiones abundantes, por si escasean los víveres dentro de la plaza. Dicen que ahora nos van a dar dos reales diarios. Ya me figuro lo que harás tú con esta riqueza. Pero no es ocasión de detenerme en habladurías, que estos valientes soldados se mueren de hambre. Toma los siete cuartos: voy al punto por la libreta.
No tardé en volver con el pan, y tuve el gusto de ver comer a mis hijos (desde entonces empecé a darles este nombre). Siseta se mantuvo en los límites de una sobriedad excesiva, y mientras duró el festín les hablé de los grandes acopios de víveres que se estaban haciendo en Gerona, conversación que parecía muy del agrado de los pequeñuelos. En esto el Sr. Nomdedeu, habitante del piso superior de la casa, pasó por delante de la tienda en dirección al portal contiguo. Saludonos afablemente a todos, y después de decir algunas palabras de desconsuelo con motivo de la pérdida del excelente señor Mongat, subió a su casa, rogándome que le acompañara. Yo tenía costumbre de ir todas las mañanas a referirle lo que se decía en los cuerpos de guardia, y estas visitas tenían para mí el doble atractivo de contar lo que sabía y de oír las agradables pláticas del Sr. Nomdedeu, hombre con quien no se hablaba una sola vez sin sacar alguna enseñanza provechosa.
II
El Sr. D. Pablo Nomdedeu era médico. No pasaba de los cuarenta y cinco años; pero los estudios o penas domésticas, para mí desconocidas, habían trabajado en tales términos su naturaleza que aparentaba mucho más del medio siglo. Era acartonado, enjuto, amarillo, con gran corva en la espina dorsal, y la cabeza salpicada de escasos pelos rubios y blancos, como yerba que nace al azar en ingrata tierra. Todo anunciaba en él debilidad y prematura vejez, excepto su mirar penetrante, imagen del alma enérgica y del entendimiento activo. Vivía en apacible medianía, sin lujo, pero también sin pobreza, muy querido de sus paisanos, consagrado fuera de casa a los enfermos del hospital, y dentro de ella al cuidado de su hija única, enferma también de doloroso e incurable mal. Para que ustedes acaben de conocer a aquel apacible sujeto, me falta decirles que Nomdedeu era un hombre de gran saber y de mucha amenidad en su sabiduría. Todo lo observaba, y no se permitía ignorar nada, de modo que jamás ha existido hombre que más preguntase. Yo no creí que los sabios preguntasen tonterías de las que no ignora un rústico; pero él me dijo varias veces que la ciencia de los libros no valdría nada, si no se cursase el doctorado de la conversación con toda clase de personas.
De su casa poco diré. Era tan humilde como decente. Muchos libros, algunas estampas francesas de anatomía, emparejadas con otras de santos, y bastantes cuadros que ostentaban detrás del vidrio innumerables yerbas secas con sendos letreros manuscritos al pie. Pero lo que principalmente impresionaba mi ánimo al subir a casa del Sr. Nomdedeu era una criatura tierna y sensible, una belleza consumida y marchita, una triste vida que junto a la pequeña ventana abierta al Mediodía quería prolongarse absorbiendo los rayos del sol. Me refiero a la desgraciada Josefina, hija del insigne hombre que he mencionado, la cual, enferma y postrada, se me representaba como las flores secas guardadas por el doctor detrás de un vidrio. Josefina había sido hermosa; pero perdidos algunos de sus encantos, otros se habían sublimado en aquel descendente crepúsculo que iba difundiendo sobre ella las sombras de la muerte. Inmóvil en un sillón, su aspecto era por lo común el de una absoluta indiferencia. Cuando su padre entró conmigo el día a que me refiero, Josefina no respondió a sus caricias con una sola palabra. Nomdedeu me dijo:
– Su existencia de plomo está pendiente de una hebra de seda.
Pronunció estas palabras en voz alta y delante de ella, porque Josefina estaba completamente sorda.
– El profundo silencio que la rodea – continuó el padre – es favorable a su salud, porque siendo su mal un desarrollo excesivo de la sensibilidad, todo lo que disminuya las impresiones exteriores, aumentará el reposo, a que debe esa lánguida y decadente vida. No espero salvarla; y todo mi afán consiste hoy en embellecer sus días, fingiendo que nos hallamos rodeados de felicidades y no de peligros. Desearía llevarla al campo, pero el deber y el patriotismo me obligan a no abandonar el cuidado del hospital, cuando nos amenaza un tercer cerco, que parece va a ser más riguroso que los dos primeros. Dios nos saque en bien. ¿Con que se murió ese pobre Sr. Mongat?
– Sí, señor – respondí – y ahí tiene usted cuatro huérfanos desvalidos que pedirían limosna por las calles de Gerona, si yo no estuviera decidido a quitarme el pan de la boca para dárselo.
– Dios te premiará tu generosidad. Yo también haré lo que pueda por esos infelices. Siseta parece una buena muchacha, y sube algunas veces a acompañar a mi hija. Dile que venga más a menudo, y hoy mismo encargaré a la señora Sumta que les dé a los hijos de Cristòful Mongat todo lo que sobre en la casa. Pero cuéntame, ¿qué has oído en el cuerpo de guardia? Antes dime lo que ha ocurrido en esa expedición a Santa Coloma de Farnés. ¿Fuiste allá?
– Sí, señor; mas no nos ocurrió nada de particular. Los franceses se nos presentaron en la tarde del 24 de Abril; pero como éramos pocos, y no llevábamos por objeto el batirnos con ellos, sino traer provisiones a Gerona, luego que cargamos los carros y las mulas, nos vinimos para acá con D. Enrique O’Donnell. Los cerdos dominan toda la Sagarra; pero los somatenes les hacen perder mucha gente, y para abastecerse pasan la pena negra. El general francés Pino mandó hace poco un batallón a San Martín en busca de víveres. Al llegar, el coronel pidió al alcalde para el día siguiente de madrugada cierto número de raciones de tocino (porque abundan en aquel pueblo los animalitos de la vista baja); y como el batallón estaba cansado, dioles boletas de alojamiento, distribuyendo a los soldados en las casas de los vecinos. El alcalde aparentó deseo de servir al señor coronel, y al anochecer el pregonero salió por las calles gritando: «Eixa nit a las dotse, cada vehí matarà son porch».
– Y cada vecino mató su francés.
– Así parece, señor, y así me lo contaron en el camino; pero no respondo de que sea verdad, aunque la gente de San Martín es capaz de eso. Luego que hicieron su matanza, escondieron armas, morriones y cuanto pudiera descubrirlos; y cuando se presentó el general Pino trataron de probarle que allí no había estado nadie.
– Sabes, Andrés – me dijo Nomdedeu – que eso parece cosa de cuento.
– Séalo o no – repuse – con estos y otros cuentos se anima la gente. Los cerdos están ya sobre Gerona, y esta mañana les hemos visto en los altos de Costa-Roja. Aquí dentro no somos más que cinco mil seiscientos hombres, que no son bastantes para defender la mitad de los fuertes. De estos el que no se ha caído ya, es porque no se le ha dado licencia. Si Zaragoza, que tenía dentro de murallas cincuenta mil hombres, ha caído al fin en poder del francés, ¿qué va a hacer Gerona con cinco mil seiscientos?
– Ya serán algunos más – dijo Nomdedeu paseándose por la habitación con la inquietud nerviosa y retozona que se apoderaba de él hablando de las cosas de la guerra. – Todos los vecinos de Gerona toman las armas, y hoy mismo se están formando en el claustro de San Félix las listas de las ocho compañías que componen la Cruzada gerundense. Yo he querido afiliarme; pero como médico, cuyos servicios no pueden reemplazarse, me han dejado fuera con sentimiento mío. También se está formando hoy el batallón de señoras, de que es coronela doña Lucía Fitz-Gerard, ¿la conoces? En verdad te digo, amigo Andrés, que en medio de la pena que causa el considerar los desastres que nos amenazan, se alegra uno al ver los belicosos preparativos que tanto enaltecen al vecindario de esta ciudad.
Mientras esto decíamos, expresándonos uno y otro con bastante exaltación, Josefina fijaba en nosotros sus ojos sorprendida y aterrada, y atendía a nuestros gestos, dando a conocer que los comprendía tan bien como la misma palabra. Advirtiolo su padre y volviéndose a ella, la tranquilizó con ademanes y sonrisas cariñosas, diciéndome:
– La pobrecita ha comprendido al instante que estamos hablando de la guerra. Esto le causa un terror extraordinario.
La enferma tenía delante de sí en una mesilla de pino un gran pliego de papel con pluma y tintero. La escritura servía a padre e hija de medio de comunicación.
Nomdedeu, tomando la pluma escribió:
– Hija mía, no tengas miedo. Hablábamos de las bandadas de palomas que vio ayer Andresillo en Pedret. Dice que mató todas las que quiso y que te traerá un par esta tarde. No, no temas, hija mía, no volverá a haber más sitios en Gerona. Si se ha concluido la guerra. Pues qué, ¿no lo sabías? Esas noticias ha traído el Sr. Andresillo. Verdad que se me había olvidado decírtelo. Estamos en paz. Veremos si mañana puedes salir a dar un paseo por Mercadal. La semana que entra iremos a Castellà. Dice nostramo Mansió que están los rosales tan cargados de rosas… ¿Pues y los cerezos? Este año habrá tanta cereza, que no sabremos qué hacer de ella. He mandado que pongan dos colmenas más, y parece que dentro de un mes la vaca tendrá su cría. A la gallina pintada se le ha puesto una buena echadura con seis o siete huevos de pata. Dentro de diez días los sacará a todos, y dará gusto ver a esa familia.
Luego que esto escribió, volviose a mí el Sr. D. Pablo, y procurando disimular su aflicción, me dijo:
– De este modo la voy engañando, para arrancar su ánimo a la tristeza. Si ella supiera que mi casa de campo con todas las plantas y los animalitos que allí tenía no existe ya… Los franceses no han dejado piedra sobre piedra. ¡Pobre de mí! Rodeado de desastres, amenazado como todos los gerundenses de los horrores de la guerra, del hambre y de la miseria, tengo que fingir junto a esta niña infeliz un bienestar y una paz que está muy lejos de nosotros, y he de ocultar la amargura de mi corazón destrozado, mintiendo como un histrión. Pero así ha de ser. Tengo la convicción de que si mi hija llegase a conocer la situación en que nos encontramos y tuviese conocimiento del bombardeo y de las escaseces que nos amagan, su muerte sería inmediata; y quiero prolongarle la vida todo el tiempo que me sea posible, porque confío en que si algún día Dios y San Narciso resuelven poner fin a las desgracias de esta ciudad, podré salir de Gerona y llevarla a disfrutar la vida del campo, única medicina que la aliviará.
Josefina al concluir de leer el papel, movió tristemente la cabeza en señal de incredulidad, y luego dijo:
– Pues marchémonos mañana a Castellà.
– Este sí que es apuro – me dijo Nomdedeu, tomando la pluma para contestar a su hija. – ¿Qué le voy a decir?
Pero sin detenerse escribió:
– Hija mía, ten un poco de paciencia. El tiempo que parece bueno, está muy malo, y mañana ha de llover. Yo lo conozco por lo que dicen mis libros. Además tengo que hacer en el hospital durante algunos días.
Entonces la enferma, que sin duda se fatigaba hablando o no tenía gusto en pronunciar palabras que no oía, tomó también la pluma, y con rapidez nerviosa trazó lo siguiente:
– Andrés estaba hablando de batallas.
– No, no, corazón mío – repuso el padre, acentuando su negativa con risas y ademanes festivos.
– ¡No, no, señorita Josefina! – exclamé yo a gritos, pues es costumbre instintiva alzar la voz delante de los sordos, aun sabiendo que estos no pueden oír.
– Precisamente – escribió D. Pablo – ahora me estaba diciendo que le van a dar licencia, porque ya no se necesitan soldados. Hija mía, esta tarde vendrán aquí algunos amigos para que bailen la sardana y te distraigan un rato. ¿Por qué no sigues tu lectura?
Y luego puso en manos de su hija un tomo, que era la primera parte del Quijote, el cual abrió ella por donde lo tenía marcado, comenzando a leer tranquilamente.
III
Nomdedeu llevándome junto a la ventana, me dijo:
– La idea de la guerra y del bombardeo le causa mucho horror. Es natural que así sea, puesto que de una fuerte y dolorosa impresión de miedo proviene su desorden nervioso y la pasión de ánimo que la tiene en tan lamentable estado. En el segundo sitio, amigo Andrés, puedo decir que perdí a mi querida niña, único consuelo mío en la tierra. Ya sabes que llego aquí el bárbaro Duhesme a mediados de Julio del año pasado, cuando dijo aquellas arrogantes palabras: El 24 llego, el 25 la ataco, la tomo el 26 y el 27 la arraso. Hombre que tales bravatas decía, igualándose a César, era forzosamente un necio. Llegó en efecto, y atacó, pero no pudo tomar ni arrasar cosa alguna, como no fuese su propia soberbia, que quedó por tierra ante esos muros. Tenía 9.000 hombres, y aquí dentro apenas pasaban de 2.000, con los paisanos que se habían armado a toda prisa. Duhesme puso cerco a la plaza, y abiertas trincheras entre Monjuich y los fuertes del Este y Mercadal, el 13 empezó a bombardearnos sin piedad. El 16 intentaron asaltar el Monjuich, pero sí… para ellos estaba. El regimiento de Ultonia lo defendía… Pero voy a mi objeto. Como te iba diciendo, mi pobre niña perdió el sosiego, y su espanto la tenía en vela de día y de noche, cuyo estado de excitación, junto con la resistencia a tomar alimento, la puso a punto de morir. Figúrate mi pena y la de mi sobrino. Porque he de advertirte que yo tenía un sobrino llamado Anselmo Quixols, hijo de mi hermana doña Mercedes, residente en La-Bisbal.
»No sé si sabrás que mi hermana y yo teníamos concertado casar a Anselmo con Josefina, enlace que era muy agradable a entrambos muchachos, porque desde algunos meses antes habían gastado algunas manos de papel en escribirse cartas, y díchose mil amorosas palabras en honesto lenguaje. Entonces vivíamos en la calle de la Neu, muy cerca de la plaza. El día 15 habíamos bajado al portal, donde nos creíamos más seguros del bombardeo, y estábamos comiendo en compañía de Anselmo, que por breve rato dejó el servicio para venir a informarse de nuestra situación. ¡Ay, amigo Andrés! ¡Qué día, qué momento! Una bomba penetró por el techo, atravesó el piso alto, y horadando las tablas cayó en el bajo, donde al estallar con horrible estruendo causó espantosos estragos. Anselmo quedó muerto en el acto atravesado el pecho por un casco, mi fámulo fue mortalmente herido, y la señora Sumta también aunque sin gravedad. Yo recibí un golpe, y sólo mi hija quedó aparentemente ilesa; pero ¡qué trastorno en su organismo!, ¡qué desquiciamiento, qué horrible perturbación en su pobre alma! La horrenda explosión, el súbito peligro, la muerte de su primo y futuro esposo, a quien recogimos del suelo en el momento de expirar, el riesgo que corríamos con el incendio de la casa hirieron con golpe tan rudo su naturaleza endeble y resentida, que desde entonces mi hija, aquella muchacha amable, graciosa y discreta dejó de existir, y en su lugar dejome el cielo esta desvalida y lastimosa criatura, cuyos padecimientos más me duelen a mí que a ella propia; esta vida que se me va aniquilando entre el dolor y la melancolía, sin que nada puede reanimarla. En el primer momento de la catástrofe, Josefina se quedó como si hubiera perdido la razón. A pesar de nuestros esfuerzos por sujetarla, salió corriendo a la calle, y sus lamentos dolorosos detenían al pasajero y contristaban al invencible soldado. Seguímosla, y llamándola sin cesar con las palabras más cariñosas, intentábamos llevarla a sitio seguro donde se tranquilizase, pero Josefina no nos oía. En su cerebro agitado por hirviente excitación reinaba el silencio absoluto.
»Yo creí que no sobreviría a aquel trastorno; pero ¡ay, Andresillo!, vive gracias a mis cuidados, a mi vigilante y previsor estudio por salvarla. Ha permanecido en cama todo el invierno. Ya ves cómo está. ¿Vivirá? ¿Alargará sus tristes días hasta el verano? ¿Podrá salir de Gerona dentro de algunos meses, si resistimos el asedio y se van los franceses? ¿Qué suerte nos destina Dios en los días que vienen? ¡Pobre niñita mía! Inocente y débil, sufrirá los horrores del sitio tal vez mejor que nosotros los fuertes. No sé qué daría porque esta situación terminara pronto, permitiéndome salir una temporada de campo con mi pobre enferma Pero figúrate lo que dirían de mí, si ahora escapase de Gerona. No lo quiero pensar. Me llamarían cobarde y mal patriota. En verdad, muchacho, que no sé cuál de estos dos calificativos me lastima más. ¡Cobarde o mal patriota! No… aquí, Sr. de Nomdedeu, señor médico del hospital, aquí, en Gerona, al pie del cañón, con la venda en una mano y el bisturí en la otra para cortar piernas, sacar balas, vendar llagas y recetar a calenturientos y apestados. Vengan granadas y bombas… Puede que se muera mi hija; puede que la débil luz de esta lamparita se apague, no sólo por falta de aceite, sino por falta de oxígeno; morirá de terror, de consunción física, de hambre; pero ¡qué vamos a hacer! Si Dios lo dispone así…
Diciendo esto, D. Pablo, vuelto hacia los cristales del balcón, se limpiaba las lágrimas con un pañuelo encarnado tan grande como una bandera.