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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Gerona», sayfa 3

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VI

A los dos días de acontecido esto, se rindió Monjuich. ¿Qué podían hacer aquellos cuatrocientos hombres que habían sido novecientos y que caminaban a no ser ninguno? El 12 de Agosto la guarnición del castillo se componía de unos trescientos o cuatrocientos hombres, sin piernas los unos, sin brazos los otros. Monjuich era un montón de muertos, y lo más raro del caso es que Álvarez se empeñaba en que aún podía defenderse. Quería que todos fuesen como él, es decir, un hombre para atacar y una estatua para sufrir; mas no podía ser así, porque de la pasta de D. Mariano Dios había hecho a D. Mariano, y después dijo: «basta, ya no haremos más».

Se rindió el castillo, después de clavar los pocos cañones que quedaron útiles, y por la tarde de aquel día vimos desfilar a la que había sido guarnición, marchando la mayor parte al hospital. Todos quisimos ver a Luciano Aució, el tambor que después de haber perdido una pierna entera y verdadera, siguió mucho tiempo señalando con redobles la salida de las bombas; pero Luciano Aució había muerto sacudiendo el parche mientras tuvo los brazos pegados al cuerpo. Daba lástima ver a aquella gente, y yo le dije a Siseta que había ido con los tres chicos a la plaza de San Pedro: – Como estos medios hombres estaré yo dentro de poco, Siseta, porque ya que acabaron con Monjuich, ahora la van a emprender con la torre Gironella, cuyas murallas no se han caído ya… por punto.

Los franceses no esperaron al día siguiente para combatir la ciudad, que se les venía a la mano, una vez que tenían la gran fortaleza, y desde la misma noche empezaron a levantar baterías por todos lados. Tanta prisa se dieron que en pocos días alcanzamos a ver muchísimas bocas de fuego por arriba, por abajo, por la montaña y por el llano, contra la muralla de San Cristóbal y puerta de Francia. El gobernador, que harto conocía la flaqueza de aquellas murallas de mazapán, dispuso que se ejecutaran obras como las de Zaragoza, cortaduras por todos lados, parapetos, zanjas y espaldones de tierra en los puntos más débiles.

Las mujeres y los ancianos trabajaron en esto, y yo me llevé a la plaza de San Pedro a mis tres chiquillos, que metían mucho ruido sin hacer nada. Por la noche regresaron a su casa, completamente perdidos de suciedad y con los vestidos hechos jirones.

– Aquí te traigo estos tres caballeros – dije a Siseta – para que los repases.

Ella se enojó, viéndoles tan derrotados, y quiso pegarles; pero yo la contuve diciendo:

– Si han ido al trabajo, fue porque así lo ordenó el gobernador D. Mariano Álvarez de Castro. Son los tres muy buenos patriotas, y si no es por ellos, creo que no se hubiera acabado hoy la cortadura que cierra el paso de la calle de la Barca. ¿Ves? Esa arroba de fango que tiene Gasparó en la cabeza, es porque quiso meter también sus manos en harina, y subiendo al parapeto, rodó después hasta el fondo de la zanja, de donde le sacaron con una azada.

Siseta al oír esto, empezó a solfearle en cierta parte, encareciéndole con enérgicas palabras la conveniencia de que no tomase parte en las obras de fortificación.

– ¿Ves este verdugón que tiene Manalet en el carrillo y en la sien derecha? – proseguí librando a Gasparó de las justicias de su hermana. – Pues fue porque se acercó demasiado al gobernador cuando este iba con el intendente y toda la plana mayor a examinar las obras. Estas criaturitas, no contentas con verle de cerca, se metían en el corrillo, enredándose entre las piernas de D. Mariano en términos que no le dejaban andar. Un ayudante las espantaba; pero volvían como las moscas de San Narciso, hasta que al fin, cansados del juego, los oficiales empezaron a repartir bofetones, y uno de ellos le cayó en la cara a tu hermano Manalet.

– ¡Ay, qué chicos estos! – exclamó Siseta. – Todos desean que se acabe el sitio para poder vivir, y yo quiero que se acabe para que haya escuela.

Entre tanto los tres patriotas volvían a todas partes sus ardientes ojos, en cuya pupila resplandecía el rayo de una vigorosa y exigente vida; miraban a su hermana y me miraban a mí, atendiendo principalmente a los movimientos de mis manos, por ver si me las llevaba a los bolsillos.

– Siseta – dije – ¿no hay nada que comer? Mira que estos tres capitanes generales me quieren tragar con los ojos. Y verdaderamente, cómo han de servir a la patria, si no se les pone algún peso en el cuerpo.

– No hay nada – dijo la muchacha suspirando tristemente. – Se ha concluido lo que tú trajiste la semana pasada, y hace dos días que la señora Sumta no me da la más mínima hora, porque parece que arriba faltan también las provisiones. ¿Nos traes algo esta noche?

Por única respuesta, fijé la vista en el suelo, y durante largo rato guardamos todos profundo silencio, sin atrevernos a mirarnos. Yo no llevaba nada.

– Siseta – dije al fin. – La verdad, hoy no he traído cosa alguna. Sabes que no nos dan más que media ración, y yo había tomado adelantadas dos o tres diciendo que eran para un enfermo. Esta mañana me dio un compañero un pedazo de pan y… ¿para qué negártelo?… tenía tanta hambre que me lo comí.

Felizmente para todos, bajó la señora Sumta trayendo algunos mendrugos de pan y otros restos de comida.

VII

Así pasaban muchos días, y a los males ocasionados por el sitio, se unió el rigor de la calorosa estación para hacernos más penosa la vida. Ocupados todos en la defensa, nadie se cuidaba de los inmundos albañales que se formaban en las calles, ni de los escombros, entre cuyas piedras yacían olvidados cadáveres de hombres y animales; ni por lo general, la creciente escasez de víveres preocupaba los ánimos más que en el momento presente. Todos los días se esperaba el anhelado socorro y el socorro no venía. Llegaban, sí, algunos hombres, que de noche y con grandes dificultades se escurrían dentro de la plaza; pero ningún convoy de vituallas apareció en todo el mes de agosto. ¡Qué mes, Santo Dios! Nuestra vida giraba sobre un eje cuyos dos polos eran batirse y no comer. En las murallas era preciso estar constantemente haciendo fuego, porque siendo escasa la guarnición, no había lugar a relevos, además de que el gobernador, como enemigo del descanso, no nos dejaba descabezar un mal sueño. Allí no dormían sino los muertos.

Este continuado trabajo hizo que durante aquel mes aciago estuviese hasta ocho días sin ver a mis queridos niños y a Siseta, los cuales me juzgaron muerto. Cuando al fin los vi, casi les fue difícil reconocerme en el primer instante; tal era mi extenuación y decaimiento a causa de las grandes vigilias, del hambre y el continuo bregar.

– Siseta – le dije abrazándola – todavía estoy vivo aunque no lo parezca. Cuando recuerdo el enorme número de compañeros míos que han caído para no volverse a levantar, me parece que mi pobre cuerpo está también entre los suyos, y que esto que va conmigo es una fantasma que dará miedo a la gente. ¿Cómo va por aquí de alimentos?

– Con el dinero que me quedaba de lo que tú me diste hemos comprado alguna carne de caballo. De arriba nos envían algo, porque la señorita enferma no quiere comer de estos platos que ahora se usan. El Sr. Nomdedeu parará en loco, según yo veo, y ayer estuvo aquí todo el día rellenando de paja dos pieles de gallina, con lo cual hace creer a su hija que ha recibido aves frescas de la plaza. Después le da carne de caballo, y echándole discursos escritos le hace comer unas tajaditas. La señora Sumta salió ayer con su fusil y volvió diciendo que había matado no sé cuántos franceses. Los tres chicos no me han dejado respirar en estos ocho días. ¿Querrás creer que ayer se subieron al tejado de la catedral, donde están los dos cañones que mandó poner el gobernador? Yo no sé por dónde subieron, mas creo que fue por los techos del claustro. Lo que no creerás es que Manalet vino ayer muy orgulloso porque le había rozado una bala el brazo derecho, haciéndole una regular herida, por lo cual traía un papel pegado con saliva encima de la rozadura. Badoret cojea de un pie. Yo quiero detener al pequeño; pero siempre se escapa, marchándose con sus hermanos, y ayer trajo un pedazo de bomba como media taza, llena de granos de arroz que recogió en medio del arroyo… Y tú ¿qué has oído? ¿Es cierto que vienen socorros por la parte de Olot? El señor Nomdedeu no piensa más que en esto, y por las noches cuando siente algún ruido en las calles, se levanta y asomándose por el ventanillo del patio, dice: «Vecinita, esa gente que pasa me parece que ha hablado de socorro».

– Lo que yo te puedo decir, Siseta, es que esta noche a la madrugada sale alguna tropa de aquí por la ermita de los Ángeles, y se dice que va a entretener a los franceses por un lado mientras el convoy entra por otro.

– Dios quiera que salga bien.

Esto decíamos, cuanto se sintió fuerte ruido de voces en la calle. Abrí al punto la puerta, y no tardé en encontrar algunos compañeros, que alojados en las casas inmediatas salieron al oír el estruendo de carreras y voces. La señora Sumta se presentó también a mi vista, fusil al hombro, y con rostro tan placentero cual si viniese de una fiesta.

– Ya tenemos ahí los socorros – dijo la matrona, descansando en tierra el fusil con marcial abandono.

Al punto apareció en la ventana alta el busto del Sr. Nomdedeu, quien sin poder contener su alegría gritaba:

– ¡Ya ha llegado el socorro! ¡Albricias, pueblo gerundense! Señora Sumta, suba usted a informarme de todo. ¿Pero ha entrado ya el convoy? Traiga usted inmediatamente todo lo que encuentre a cualquier precio que lo vendan.

Un soldado, amigo y compañero mío, nos dijo:

– Todavía no ha entrado el convoy en la plaza, ni sabemos cuándo ni por dónde entrará.

– Lo cierto es que hacia el lado de Bruñolas se siente un vivo fuego, y es que por allí don Enrique O’Donnell se está batiendo con los franceses.

– También se oye tiroteo por los Ángeles, donde dicen que está Llauder. El convoy entrará por el Mercadal, si no me engaño.

– Señora Sumta – dijo D. Pablo desde la ventana – suba usted a acompañar a mi hija mientras yo voy a enterarme de lo que ocurre; pero deje usted fuera esos arreos militares y póngase el delantal y la escofieta. Entre tanto, encienda el fuego, ponga agua en los pucheros, que si usted va por los víveres yo mondaré luego las seis patatas que compré hoy y haré todo lo demás que sea preciso en la cocina.

Estas conferencias no se prolongaron mucho tiempo, porque tocaron llamada y corrimos a la muralla, donde tuvimos la indecible satisfacción de oír el vivo fuego de los franceses, atacados de improviso a retaguardia por las tropas de O’Donnell y de Llauder. Para ayudar a los que venían a socorrernos se dispararon todas las piezas, se hizo un vivo fuego de fusilería desde todas las murallas, y por diversos puntos salimos a hostigar a los sitiadores, facilitando así la entrada del convoy. Por último, mientras hacia Bruñolas se empeñaba un recio combate en que los franceses llevaron la peor parte, por Salt penetraron rápidamente dos mil acémilas, custodiadas por cuatro mil hombres a las órdenes del general don Jaime García Conde.

¡Qué inmensa alegría! ¡Qué frenesí produjo en los habitantes de Gerona la llegada del socorro! Todo el pueblo salió a la calle al rayar el día para ver las mulas, y si hubieran sido seres inteligentes aquellos cuadrúpedos, no se les habría recibido con más cariñosas demostraciones, ni con tan generosa salva de aplausos y vítores. Al pasar por la calle de Cort-Real, ya entrado el día, encontré a Siseta, a los tres chicos y a D. Pablo Nomdedeu, y todos nos abrazamos, comunicándonos nuestro gozo más con gestos que con palabras.

– Gerona se ha salvado – decíamos.

– Ahora que aprieten los cerdos el cerco – exclamó D. Pablo. – ¡Dos mil acémilas! Tenemos víveres para un año.

– Bien decía yo – añadió Siseta – que por alguna parte había de venir.

Aquel día y los siguientes reinó en la plaza gran satisfacción, y hasta nos hostilizaron flojamente los franceses, porque detuviéronse algunos días en ocupar las posiciones que habían abandonado a causa de la jugarreta que se les hizo. En cuanto a los auxilios, pasada la impresión del primer instante, todos caímos en la cuenta de que los mismos que nos los habían traído nos los quitarían, porque reforzada la guarnición con los cuatro mil hombres de Conde, estos nos ayudaban a consumir los víveres. ¡Funesto dilema de todas las plazas sitiadas! Pocas bocas para comer dan pocos brazos para pelear. Muchos brazos traen muchas bocas, de modo que si somos pocos nos vence el arte enemigo; si muchos nos vence el hambre. Sobre esta contradicción se funda verdaderamente todo el arte militar de los sitios.

Así lo decía yo a D. Pablo pocos días después de la llegada de las dos mil acémilas, anunciándole que bien pronto nos quedaríamos otra vez en ayunas, a lo cual me contestó:

– Yo he hecho grandes provisiones. Pero si el sitio se prolonga mucho, también se me concluirán. Ahora, según dicen, Álvarez tiene proyectado hacer un gran esfuerzo para quitarnos de encima esa canalla. Ya sabes que a fuerza de cañonazos han abierto brecha en Santa Lucía, en Alemanes y en San Cristóbal. De un día a otro intentarán el asalto. ¿Se podrá resistir, Andrés? Yo iré a la brecha como todos; pero ¿qué podremos hacer nosotros, infelices paisanos, contra las embestidas de tan fiero enemigo?

Desde aquellos días hasta el 15 de Septiembre en que D. Mariano dispuso una salida atrevidísima, no se habló más que de los preparativos para el gran esfuerzo, y los frailes, las mujeres y hasta los chicos hablaban de las hazañas que pensaban realizar, peligros que soportar y dificultades que acometer, con tan febril inquietud y novelería, como si aguardasen una fiesta. Yo le dije a Siseta que era preciso se dispusiera a tomar parte con las de su sexo en la gran función; pero ella, que siempre se negó a calzar el coturno de las acciones heroicas, me contestó con risas y bromas que no servía para el caso, pero que si por fuerza la llevaban a la batalla, haría la prueba de matar algún francés con las tenazas de la herrería.

La salida del 15 no dio otro resultado que envalentonar a los señores cerdos, los cuales, deseosos de poner fin al cerco, tomando la ciudad, se nos echaron encima el día 19, asaltando la muralla por distintos puntos con cuatro fuertes columnas de a dos mil hombres. En Gerona fueron tan grandes aquella mañana el entusiasmo y la ansiedad, que hasta se olvidó aquella gente de que nuevamente nos faltaba un pedazo de pan que llevar a la boca.

Los soldados conservaban su actitud serena e imperturbable; pero en los paisanos se advertía una alucinación, una al modo de embriaguez, que no era natural antes del triunfo. Los frailes, echándose en grupos fuera de sus conventos, iban a pedir que se les señalase el puesto de mayor peligro: los señores graves de la ciudad, entre los cuales los había que databan del segundo tercio del siglo anterior, también discurrían de aquí para allí con sus escopetas de caza, y revelaban en sus animados semblantes la presuntuosa creencia de que ellos lo iban a hacer todo. Menos bulliciosos y más razonables que estos, los individuos de la Cruzada gerundense hacían todo lo posible para imitar en su reposada ecuanimidad a la tropa. Las damas del batallón de Santa Bárbara no se daban punto de reposo, anhelando probar con sus incansables idas y venidas que eran el alma de la defensa; los chicos gritaban mucho, creyendo que de este modo se parecían a los hombres, y los viejos, muy viejos, que fueran eliminados de la defensa por el gobernador, movían la cabeza con incrédula y desdeñosa expresión, dando a entender que nada podría hacerse sin ellos.

Las monjas abrían de par en par las puertas de sus conventos, rompiendo a un tiempo rejas y votos, y disponían para recoger a los heridos sus virginales celdas, jamás holladas por planta de varón, y algunas salían en falanges a la calle, presentándose al gobernador para ofrecerle sus servicios, una vez que el interés nacional había alterado pasajeramente los rigores del santo instituto. Dentro de las iglesias ardían mil velas delante de mil santos; pero no había oficios de ninguna clase, porque los sacerdotes, lo mismo que los sacristanes, estaban en la muralla. Toda la vida, en suma, desde lo religioso hasta lo doméstico, estaba alterada, y la ciudad no era la ciudad de otros días. Ninguna cocina humeaba, ningún molino molía, ningún taller funcionaba, y la interrupción de lo ordinario era completa en toda la línea social, desde lo más alto a lo más bajo.

Lo extraño era que no hubiera confusión en aquel desbordamiento espontáneo del civismo gerundense; pues tan grande como este era la subordinación. Verdad es que D. Mariano sabía establecerla rigurosísima, y no permitía desmanes ni atropellos de ninguna clase, siendo inexorablemente enérgico contra todo aquel que sacara el pie fuera del puesto que se le había marcado.

Las campanas tocaban a somatén, ocupándose en el servicio los chicos del pueblo, por ausencia de los campaneros, y el cañón francés empezó desde muy temprano a ensordecer el aire. Los tambores recorrían las calles, repicando su belicosa música, y los resplandores de los fuegos parabólicos comenzaron a cruzar el cielo. Todo estaba perfectamente organizado, y cada uno fue derecho a su sitio, no necesitando preguntar a nadie cuál era. Sin que sus habitantes salieran de ella, la ciudad quedó abandonada, quiero decir que ninguno se cuidaba de la casa que ardía, del techo desplomado, de los hogares a cada instante destruidos por el horrible bombardeo. Las madres llevaban consigo a los niños de pecho, dejándoles al abrigo de una tapia, o de un montón de escombros, mientras desempeñaban la comisión que el instituto de Santa Bárbara les encomendara. Menos aquellas en que había algún enfermo, todas las casas estaban desiertas, y muebles y colchones, trapos y calderos en revuelto hacinamiento obstruían las plazas del Aceite y del Vino.

VIII

Yo estaba en Santa Lucía, donde había mucha tropa y paisanos. Allí me encontré a D. Pablo Nomdedeu, que me dijo:

– Andrés, mis funciones de médico y mi deber de patriota me obligan a apartarme hoy de mi hija. Mucho he sermoneado a la señora Sumta para que se quedara en casa: pero ese marimacho me amenazó con denunciarme al gobernador como patriota tibio si persistía en apartarla de la senda de gloria por la cual la llevan los acontecimientos. Mírala; ahí está entre aquellos artilleros, y será capaz de servir sola el cañón de a 12 si la dejan. La buena Siseta se ha quedado acompañando a mi querida enfermita. Ya le he dicho que le haré un buen regalo si consigue entretener a la niña, de modo que esta no comprenda nada de lo que pasa. Es cosa difícil; pero como no oye ni los cañonazos… He clavado todas las ventanas para que no se asome, y dejando cerrada a la luz solar la habitación, he encendido el candil, haciéndole creer que hay una fuerte tempestad de truenos y rayos. Como no caiga una bomba allí mismo o en las inmediaciones, es probable que nada comprenda, engañada por el profundo y saludable silencio en que yace su cerebro. ¡Dios mío, aparta de mí las tribulaciones y libra mi hogar del fuego enemigo! ¡Si me has de quitar el único consuelo que tengo en la tierra, dale una muerte tranquila y no conturbes su último instante con la cruel agonía del espanto! ¡Si ha de ir al cielo, que vaya sin conocer el infierno, y que este ángel no vea demonios junto a sí en el momento de su muerte!

La señora Sumta, empujando a un lado y otro con sus membrudos brazos, llegó a nosotros, hablando así a su amo:

– ¿Qué hace ahí, señor mío, como un dominguillo? ¿Pero no tiene fusil, ni escopeta, ni pistolas, ni sable? Ya… no lleva más que la herramienta para cortar brazos y piernas al que lo haya menester.

– Médico soy, y no soldado – repuso don Pablo-: mis arreos son las vendas y el ungüento, mis armas el bisturí, y mi única gloria la de dejar cojos a los que debían ser cadáveres. Pero si preciso fuere, venga un fusil, que curaré españoles con una mano y mataré franceses con la otra.

Teníamos por jefe en Santa Lucía a uno de los hombres más bravos de esta guerra, un irlandés llamado D. Rodulfo Marshall, que había venido a España sin que nadie lo trajese y sólo por gusto de defender nuestra santa causa. Aventurero o no, Marshall por lo valiente debía haber sido español. Era rozagante, corpulento, de semblante festivo y mirar encendido, algo semejante al de D. Juan Coupigny que vimos en Bailén. Hablaba mal nuestra lengua; pero aunque alguna de sus palabrotas nos causaban risa, decíalas con la suficiente claridad para ser entendidas, y nada importaba que destrozara el castellano con tal que destrozase también a los franceses, como lo hizo en varias ocasiones.

Había que ver el empuje de aquellas columnas de cerdos, señores. No parecían sino lobos hambrientos, cuyo objeto no era vencernos, sino comernos. Se arrojaban ciegos sobre la brecha, y allí de nosotros para taparla. Dos veces entraron por ella dispuestos a echarnos de la cortina; pero Dios quiso que nosotros les echásemos a ellos. ¿Por qué? ¿De qué modo? Esto es lo que no sabré contestar a ustedes si me lo preguntan. Sólo sé que a nosotros no se nos importaba nada morir, y con esto tal vez está dicho todo. D. Mariano se presentó allí, y no crean ustedes que nos arengó hablándonos de la gloria y de la causa nacional, del rey y de la religión. Nada de eso. Púsose en primera línea, descargando sablazos contra los que intentaban subir, y al mismo tiempo nos decía: «Las tropas que están detrás tienen orden de hacer fuego contra las que están delante, si estas retroceden un solo paso». Su semblante ceñudo nos causaba más terror que todo el ejército enemigo. Como algún jefe le dijera que no se acercase tanto al peligro, respondió: «Ocúpese usted de cumplir su deber, y no se cuide tanto de mí. Yo estaré donde convenga».

Marchose después a otro punto, donde creía hacer falta, y sin él nos aturdimos de nuevo. Aquel hombre traía consigo una luz milagrosa, que nos permitía ver mejor el sitio y medir nuestros movimientos y los de los franceses, para que estos no pudieran echársenos encima. Los soldados enemigos morían como moscas al pie de la brecha; pero de los nuestros caían también por docenas. Recuerdo que un compañero mío muy amado fue herido en el pecho y cayó junto a mí en uno de los momentos de mayor apuro, de más vivo fuego, de verdadera angustia y cuando un ligero esfuerzo de más o de menos por una parte u otra habría decidido si la muralla quedaba por Francia o por España. El desgraciado muchacho quiso levantarse, pero inútilmente. Dos monjas se acercaron, despreciando el fuego, y lo apartaron de allí.

Pero la pérdida más sensible fue la del jefe don Rodulfo Marshall. Tengo la gloria de haberle recogido en mis brazos en el mismo boquete de la brecha, y no se me olvidará lo que dijo poco después, tendido en la calle en el momento de expirar: «Muero contento por causa tan justa y por nación tan brava».

Cuando esto pasó, ya los franceses indicaban haber desistido de entrar en la ciudad por aquella parte. Y hacían bien, porque estábamos cada vez más decididos a no dejarles entrar. Si a tiros no lográbamos contenerlos, los acuchillábamos sin compasión; y como esto no bastara, aún teníamos a la mano las mismas piedras de la muralla para arrojarlas sobre sus cabezas. Esta era un arma que manejaban las mujeres con mucho denuedo, y desde los contornos llovían guijarros de medio quintal sobre los sitiadores. Cuando la función en la muralla de Santa Lucía terminaba, no nos veíamos unos a otros, porque el polvo y el humo formaban densa atmósfera en toda la ciudad y sus alrededores, y el ruido que producían las doscientas piezas de los franceses vomitando fuego por diversos puntos, a ningún ruido de máquinas de la tierra ni de tempestades del cielo era comparable. La muralla estaba llena de muertos que pisábamos inhumanamente al ir de un lado para otro, y entre ellos algunas mujeres heroicas expiraban confundidas con los soldados y patriotas. La señora Sumta estaba ronca de tanto gritar, y D. Pablo Nomdedeu, que había arrojado muchas piedras, tenía los dedos magullados; pero no por esto dejaba de cuidar a los heridos, ayudándole muchas señoras, algunas monjas y dos o tres frailes, que no valían para cargar un arma.

De pronto veo venir un chico que se me acerca haciendo cabriolas, saludándome desde lejos a gritos y esgrimiendo un palo en cuya punta flotaba el último jirón de su barretina. Era Manalet.

– ¿Dónde has estado? – le pregunté. – Corre a tu casa, entérate de si tu hermana ha tenido novedad, y dile que yo estoy sano y bueno.

– Yo no voy ahora a casa. Me vuelvo a San Cristóbal.

– ¿Y qué tienes tú que hacer allí, en medio del fuego?

– La barretina tiene tres balazos – me dijo con el mayor orgullo, mostrándome el gorro hecho trizas. – Cuando se quedó así la tenía puesta en la cabeza. No creas que estaba en el palo, Andrés. Después la he puesto aquí para que la gente la viera toda llena de agujeros.

– ¿Y tus hermanos?

– Badoret ha estado en Alemanes, y ahora me dijo que él solo había matado no sé cuántos miles de franceses, tirándoles piedras. Yo estaba en San Cristóbal: un soldado me dijo que se le habían acabado las balas, y que le llevara huesos de guinda, y le llevé más de veinte, Andrés.

– ¿Y Gasparó?

– Gasparó anda siempre con mi hermano Badoret. También estuvo en Alemanes, y aunque Siseta le quiso dejar encerrado en casa, él se escapó por la puerta de atrás. Ahora hemos estado juntos, buscando algo que comer en aquel montón de desperdicios que hay en la calle del Lobo; pero no encontramos nada. ¿Tienes algo, Andrés?

– Algo, ¿qué es eso? ¿Pues acaso queda algo que comer en Gerona? Aquí no se come más que humo de pólvora. ¿Has visto al gobernador?

– Ahora iba por ahí arriba. Parece como que va al Calvario. Nosotros bajábamos con otros chicos, y cuando le vimos, pusímonos en fila, gritando: «Viva Su Majestad el gobernador D. Mariano». ¡Pues querrás creer que no nos dijo tanto así! Ni siquiera nos miró.

– ¡Hombre, qué falta de cortesía! ¡No saludar a gente tan respetable!

– Después Badoret se metió en las Capuchinas, porque estaba abierta la puerta. Andrés, ¿sabes que allí hay un soldado muerto que tiene un tronco de col en la mano? Si me das licencia se lo quitaré.

– No se toca a los muertos, Manalet. Veremos si ahora que hemos destrozado a los franceses, nos dan alguna cosa.

Infinidad de mujeres ocupábanse allí en retirar a los heridos, y también repartían a los sanos algunas raciones de pan negro y muy poco vino. Nosotros veíamos a los franceses, retirándose por el llano adelante, y no podíamos reprimir un sentimiento de ardiente orgullo al ver el resultado tan colosal con tan pequeños medios. Parecía realmente un milagro que tan pocos hombres contra tantos y tan aguerridos nos defendiéramos detrás de murallas cuyas piedras se arrancaban con las manos. Nosotros nos caíamos de hambre, ellos no carecían de nada; nosotros apenas podíamos manejar la artillería, ellos disparaban contra la plaza doscientas bocas de fuego. Pero ¡ay!, no tenían ellos un D. Mariano Álvarez que les ordenara morir con mandato ineludible, y cuya sola vista infundiera en el ánimo de la tropa un sentimiento singular que no sé cómo exprese, pues en él había además del valor y la abnegación, lo que puede llamarse miedo a la cobardía, recelo de aparecer cobarde a los ojos de aquel extraordinario carácter. Nosotros decíamos que el yunque y el martillo con que Dios forjó el corazón de D. Mariano no había servido después para hacer pieza alguna.

Manalet se separó de mí, y al poco rato le vi aparecer con otros muchos chicos, todos descalzos, sucios, harapientos y tiznados, entre los cuales venía su hermano Badoret, trayendo a cuestas a Gasparó, cuyos brazos y piernas colgaban sobre los hombros y por la cintura de aquel. Todos venían muy contentos, y especialmente Badoret que repartía algunas guindas a sus compañeros.

– Toma, Andrés – me dijo el chico dándome una guinda. – Ya tienes para todo el día. Toma esta otra y repártela entre tus compañeros, que tendrán un hambre… ¿Sabes cómo las he ganado? Pues te contaré. Iba yo con Gasparó a cuestas por la calle del Lobo, y vi abierta la puerta del convento de Capuchinas, que siempre está cerrada. Gasparó me pedía pan con chillidos y más chillidos, y yo le pegaba de coscorrones para que callara, diciéndole que si no callaba, se lo contaría al señor gobernador. Pero cuando vi abierta la puerta del convento, dije: «aquí ha de haber algo», y me colé dentro. Metime en el patio, entré después en la iglesia, pasé al coro; luego a un corredor largo donde había muchos cuartos chicos, y no vi a nadie. Registré todo, por si caía cualquier cosa; pero no encontré sino algunos cabos de vela y dos o tres madejas de seda, que estuve chupando a ver si daban algún jugo. Ya me volvía a la calle, cuando sentí detrás de mí, pist, pist… pues… como llamándome. Miré y no vi nada. ¡Qué miedo, Andrés, qué miedo! Allá a lo último del corredor había una lámina grande, muy grande, donde estaba pintado el diablo con un gran rabo verde. Pensé que era el diablo quien me llamaba, y eché a correr. Pero ¡ay de mí!, que no podía encontrar la salida, y todo era dar vueltas y más vueltas en aquel maldito corredor; y a todas estas pist, pist… Después oí que dijeron: – Muchacho, ven acá – y tanto miré por el techo y las paredes que alcancé a ver detrás de una reja una mano blanca, y una cara arrugada y petiseca. Ya no tuve miedo, y fui allá. La monjita me dijo: – Ven, no temas, tengo que hablarte. – Yo me acerqué a la reja y le dije: – Señora, perdóneme usía; yo creí que era usted el demonio.

– Sería una pobre monja enferma que no pudo salir con las demás.

– Eso mismo. La señora me dijo: – Muchacho, ¿cómo has entrado aquí? Dios te manda para que me hagas un gran servicio. La comunidad se ha marchado. Estoy enferma y baldada. Quisieron llevarme; pero se hizo tarde y aquí me dejaron. Tengo mucho miedo. ¿Se ha quemado ya toda la ciudad? ¿Han entrado los franceses? Ahora quedándome medio dormida soñé que todas las hermanas habían sido degolladas en el matadero, y que los franceses se las estaban comiendo. Muchacho, ¿te atreverás tú a ir ahora mismo al fuerte de Alemanes y dar esta esquela a mi sobrino don Alonso Carrillo, capitán del regimiento de Ultonia? Si lo haces, te daré este plato de guindas que ves aquí, y este medio pan.... – Aunque no me lo diera, lo habría hecho, encantimás… Cogí la esquela, ella me dijo por dónde había de salir, y corrí a los Alemanes. Gasparó chillaba más; pero yo le dije: – Si no callas te metemos dentro de un cañón como si fueras bala, disparamos, y vas a parar rodando a donde están los franceses, que te pondrán a cocer en una cacerola para comerte. – Llegué a Alemanes. ¡Qué fuego! Lo de aquí no es nada. Las balas de cañón andaban por allí como cuando pasa una bandada de pájaros. ¿Crees que yo les tenía miedo? ¡Quia! Gasparó seguía llorando y chillando; pero yo le enseñaba las luces que despedían las bombas, le enseñaba las chispas de los fogonazos, y le decía: – ¡Mira qué bonito! Ahora vamos nosotros a disparar también los cañones. – Un soldado me dio una manotada, echándome para afuera, y caí sobre un montón de muertos; pero me levanté y seguí palante. Entró el gobernador, y cogiendo una gran bandera negra que parece un paño de ánimas, la estuvo moviendo en el aire, y luego les dijo que al que no fuera valiente le mandaría ahorcar. ¿Qué tal? Yo me puse delante y grité: – Está muy bien hecho. – Unos soldados me mandaron salir, y las mujeres que curaban a los heridos se pusieron a insultarme, diciendo que por qué llevaba allí esta criatura… ¡Qué fuego! Caían como moscas; uno ahora, otro en seguida… Los franceses querían entrar, pero no los dejamos.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
210 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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