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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV», sayfa 14

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XXV

Dio principio el último acto, donde ocurren las principales escenas del drama. En él Pésaro despierta poco a poco los celos en el alma del crédulo moro hasta que, engañándole con cruel y mañosa calumnia, precipita el trágico desenlace. La importancia de mi papel, me obligaba, pues, a fijar en él toda mi atención, apartándola de las impresiones recientemente recibidas. Durante mi primera escena con Otelo, advertí que Máiquez, inquieto y receloso, dirigía sus miradas al joven Mañara, sentado muy cerca del escenario: a causa de la ansiedad de su alma, el gran histrión desatendía impensadamente la representación. A veces algunas de mis frases se quedaban sin réplica; también suprimía él bastantes versos, y hasta llegó a trabarse su expedita lengua en uno de los pasajes donde acostumbraba hacerse aplaudir más. El auditorio estaba descontento, pues aunque conocía las genialidades de Isidoro, no creía natural que se permitiera tales descuidos en una representación de confianza y amistad verificada ante lo más selecto de sus admiradores. El silencio reinaba en la sala, y sólo un sordo murmullo de sorpresa o enfado acogía los versos, mal sentidos y fríamente dichos por el príncipe de nuestros actores.

Mas se esperaba verle repuesto en la segunda escena entre Otelo y Pésaro. Este, urdiendo muy bien la trama que ideó contra Edelmira su diabólica astucia, adquiere al fin las pruebas materiales que Otelo exige para creer en la infidelidad de la veneciana. Aquellas pruebas son una diadema entregada por Edelmira a Loredano, y cierta carta que su padre le obligó a firmar, amenazándola con matarse si no lo hacía. Ni la entrega de la diadema ni la carta firmada por fuerza, eran pruebas que ante la fría razón comprometerían el honor de la esposa de Otelo: pero éste, en su ciego arrebato y salvaje impetuosidad, no necesitaba más para caer en la trampa.

Antes de comenzar esta escena, y hallándome entre bastidores, oí a los concurrentes quejarse de la torpeza de Isidoro, y alguno achacó este defecto no al gran actor, sino a mí, por haberle irritado con mi detestable declamación. Esto me ofendió, y creyéndome autor del deslucimiento de la pieza, resolví hacer todos los esfuerzos de que era capaz para arrancar algún aplauso.

Mi ama, como he dicho, dirigía la escena; indicaba las entradas y salidas; cuidando de entregar a cada actor los objetos de que debía hacer uso durante la representación. Diome la diadema y la carta y salí en busca de Otelo que estaba solo en las tablas concluyendo su monólogo. Entonces empecé aquella grandiosa escena, que es patética, sublime y arrebatadora aun después de haber sido tamizada por el romo ingenio de D. Teodoro la Calle.

– ¿Sabes tú padecer?

– le dije, – y al punto Isidoro mirándome sombríamente, repuso:

 
– Me han enseñado.
– Y sin agitación – dije yo – ¿el triste aviso
de un infortunio grande escuchar puedes?
– Hombre soy.
 

– Respondió con calma.

Continuó el diálogo, y parecía que Isidoro recobraba todo su genio, pues los versos, inspirados por el recelo y la ansiedad, le salían del fondo del alma. Cuando dijo:

 
¡Infeliz!, ¡la prueba necesito!
¡Con que dámela luego!
 

Me apretó tan fuertemente la muñeca y sus rabiosos ojos me miraron con tanta furia, que perdí la serenidad, y por un instante los versos que seguían a aquella demanda, huyeron de mi memoria. Pero no tardé en reponerme: le di la diadema, y poco después la carta.

Mas en el momento en que vi en sus manos el fatal papel, un súbito estremecimiento sacudió todo mi ser, y me quedé mudo de espanto. En el color y en los dobleces del papel, en la forma de la letra, que distinguí claramente cuando él fijó en ella la vista, reconocí la carta que Lesbia me había dado en el Escorial para Mañara, y que después mi ama sustrajo de mis ropas al llegar a Madrid.

Otelo debía leer en voz alta la carta, que según el drama decía: «Padre mío: conozco la sin razón con que os he ultrajado. Vos sólo tenéis derecho de disponer de vuestra hija-Edelmira». Pero el pliego que la pícara Pepa había hecho llegar a sus manos, decía: «Amado Juan: Te perdono la ofensa y los desaires que me has hecho; pero si quieres que crea en tu arrepentimiento; pruébamelo viniendo a cenar conmigo esta noche en mi cuarto, donde acabaré de disipar tus infundados celos, haciéndote comprender que no he amado nunca, ni puedo amar a Isidoro, ese salvaje y presumido comiquillo, a quien sólo he hablado alguna vez deseando divertirme con su necia pasión. No faltes, si no quieres enfadar a tu – Lesbia.

«P.D. No temas que te prendan. Primero prenderán al Rey».

Ocurrió una cosa singular. Isidoro leyó el papel en silencio; sus labios secos y lívidos temblaron, y como si aún creyera que era ilusión lo que veía, lo leyó y releyó de nuevo mientras el público, ignorando la causa de aquel silencio, mostró su asombro en un sordo murmullo. Isidoro al fin alzó la vista, se pasó las manos por la frente; parecía despertar de un sueño; balbuceó algunas voces terribles, cerró los ojos, como tratando de serenarse y reanudar su papel; dio algunos pasos hacia el público y retrocedió luego. Los rumores aumentaron; el apuntador le llamó repitiendo con fuerza los versos, hasta que al fin Isidoro se estremeció todo, su semblante se encendió [283] vivamente, cerró los puños, agitó los brazos, golpeó el suelo, y declamó los terribles versos siguientes:

 
Mira: ves el papel, ves la diadema;
pues yo quiero empaparlos, sumergirlos,
en la sangre infeliz y detestable,
en esa sangre impura que abomino.
¿Concibes mi placer, cuando yo vea
sobre el cadáver, pálido, marchito,
de ese rival traidor, de ese tirano,
el cuerpo de su amante reunido?
 

Jamás estos versos se habían declamado en la escena española con tan fogosa elocuencia, con tan aterradora expresión. El artificio del drama había desaparecido, y el hombre mismo, el bárbaro y apasionado Otelo espantaba al auditorio con las voces de su inflamada ira. Un aplauso atronador y unánime estremeció la sala, porque nunca los concurrentes habían visto perfección semejante.

Después las facciones del moro se alteraron; su rostro palideció: oprimiose el pecho con ambas manos, y su voz, trocando el áspero tono en otro desgarrador y patético, dijo:

 
Las recias tempestades
el viento anuncia con terrible ruido;
el rayo con relámpagos avisa
su golpe destructor, y los rugidos
del león su presencia nos advierten;
mas la mujer con ánimo tranquilo
y aparentes halagos nos destroza
el corazón cual pérfido asesino.
 

Nueva explosión de entusiastas aplausos. Las mujeres lloraban, algunos hombres no podían conservar su entereza y lloraban también. La concurrencia estaba estremecida, atónita, electrizada, y cada cual, suspensa y postergada su propia naturaleza, vivía momentáneamente con la naturaleza y las pasiones de Otelo.

La representación seguía: fuese Otelo, cambió la escena, apareció la cámara de Edelmira. Entretanto, todos me preguntaban la causa de la turbación y desasosiego de Isidoro; mas yo no sabía qué responder.

Entre bastidores le buscamos con inquietud, pero no le podíamos ver por ninguna parte, ni nadie se daba razón de dónde pudiera encontrarse. Edelmira dijo los versos de su monólogo con extraordinaria sensibilidad: no cesaba de mirar a Mañara, y la vanidosa coquetería de sus ojos, parecía decir: «¡qué bien represento!», mientras el afortunado amante, embebecido en contemplarla, parecía contestarle: «¡qué guapa estás!».

Y así era. Lesbia estaba encantadora, con los cabellos sueltos sobre la espalda, y el ligero vestido blanco que le ceñía el cuerpo indolente. Entró luego Hermancia, la fiel amiga, y Edelmira le contó sus tristes presentimientos. ¡Qué tono tan melancólico y dulce tenía su voz al expresar el temor de la muerte funesta! ¡Cuán grande interés despertaba su pena! Aunque yo había visto muchas veces la misma tragedia, dentro de la escena, y había perdido toda ilusión, en aquella noche sentía un terror inexplicable, y me conmovía la suerte de la infeliz e inocente Edelmira.

La esposa de Otelo, ansiando desahogar la sofocante angustia de su pecho, toma el arpa y entona la canción de Laura al pie del sauce, cuyos lastimeros quejidos son la voz de la misma muerte. Edelmira, a quien Manuel García había enseñado la hermosa estrofa, cantó con dulce y poética expresión. Su voz parecía que nos penetraba hasta los huesos, y nos hacía estremecer con horripilante escalofrío, como el contacto de una hoja de acero.

Cesó la canción y sonó la tempestad en el interior del teatro. El público estaba tan impresionado que ni siquiera aplaudía. Acostose Edelmira y todo quedó en profundo silencio. Otelo debía aparecer, y en el breve momento en que estuvo la escena muda, profundísimo silencio reinaba en la sala. Yo creí sentir el palpitar de los corazones; pero sólo escuchaba las oscilaciones del mío. La más ardorosa inquietud se había apoderado de mí, y miré en torno buscando una persona de confianza a quien comunicar mis recelos; pero no vi sino el pálido semblante de mi ama que se esforzaba en reír diciendo:

– ¡Qué bien ha hecho Lesbia su papel! Me confieso derrotada, pues representa mil veces mejor que yo. Pero ahora verán ustedes a Isidoro. Esta noche está más inspirado que nunca.

Observé a Máiquez que ya decía los primeros versos de la escena junto al lecho de la veneciana. Su rostro aparentaba una serenidad meditabunda. Cuando alzó las cortinas del lecho y dijo con voz calmosa:

 
No… tú no morirás… ¡cuánto realzan
su hermosura estas lúgubres antorchas!
 

un rumor confuso surgió del apiñado auditorio; lloraban casi todas las mujeres, y los hombres se esforzaban en sostener el decoro de la insensibilidad. Otelo acerca su rostro al de Edelmira y dice con extasiado amor:

 
¡Con qué pureza respirar la siento!
¿Qué poderoso hechizo es el que arrastra
mi persona a la suya con tal fuerza?
 

Edelmira despierta con sobresalto. Otelo disimula al principio; mas luego no oculta el objeto que le trae, y Edelmira aterrada y confusa, jura que es inocente. Nada convence al terrible moro, que mudando de improviso la expresión de su fisonomía, exclama con ferocidad y descompuestos ademanes:

 
Mírame, ¿me conoces… me conoces?
 

El auditorio se estremeció de terror. Algunas señoras se desmayaron, y oyéronse voces acongojadas que decían: «Piedad, piedad para Edelmira… es inocente… ese infame Pésaro tiene la culpa… que traigan a Pésaro».

Isidoro sacó el papel y lo mostró con fiero ademán a Lesbia, quien lanzó un grito terrible sin decir los versos que correspondían en aquel momento. Otelo se acercó más a Edelmira, [287] y Edelmira hizo un movimiento para saltar del lecho. Se le habían olvidado los versos; pero al fin, dominando un poco su turbación, recordó algo, y el diálogo siguió así:

EDELMIRA. ¿Y qué quieres decirme?

OTELO. Preparaos.

EDELMIRA. ¿Pero a qué?

OTELO. Este acero os lo señala.

Diciendo esto, Isidoro desenvainó la daga; en lugar de la hoja de madera plateada, vimos brillar en su mano una reluciente hoja de acero. La conmoción fue general entre bastidores. Lanzose Edelmira del lecho con precipitación y azoramiento, y recorrió la escena gritando como una loca: «¡Favor, favor… que me mata! ¡Al asesino!».

No puedo pintaros lo que fue aquel momento en la escena y fuera de ella. Los espectadores de primera fila trataron de subir al escenario en el momento en que Lesbia perseguida por Isidoro, fue asida por el vigoroso brazo de éste. En el mismo instante, no pudiendo contenerme, me abalancé hacia la dama como impulsado por un resorte, y abracéme estrechamente a ella. El puñal de Isidoro se levantó sobre mí. La presencia inesperada de una víctima extraña hizo sin duda que el moro volviera en sí de su furiosa obcecación; conmoviose todo, pareció que un velo se descorría ante sus ojos, arrojó el puñal, quiso recobrar su aplomo; pronunció algún verso tremendo clavando sus manos en mí, como si yo fuera Edelmira; ésta, desprendiéndose de mis brazos, cayó al suelo desmayada, y al punto nos vimos rodeados de multitud de personas. Todo esto pasó en unos cuantos segundos.

XXVI

El escenario se llenó de gente. La condesa, alzada al instante del suelo, fue objeto de solícitos cuidados. Al poco rato desvaneciose su desmayo, abrió los ojos y dijo algunas palabras. No tenía la más ligera lesión, y todo había concluido sin más consecuencias que las del susto. Su palidez y la alteración de su semblante eran extraordinarias; pero aún había entre los circunstantes una persona más alterada y más pálida: era mi ama.

Isidoro parecía embrutecido y avergonzado. Transcurrió media hora, y cuando fue indudable que no había ocurrido ninguna desgracia que se temía, entablose una discusión muy viva sobre aquel acontecimiento, que la mayoría de los presentes consideraba bajo el punto de vista artístico; y era opinión de muchos que exaltado hasta un extremo de delirio el genio artístico de Máiquez, se identificó con su papel de un modo perfecto.

– Pues lejos de ser el camino de la perfección artística – dijo Moratín, – lleva derecho a la corrupción del gusto, y extinguirá en las ficciones el decoro y la gracia, para confundirlas con la repugnante realidad.

– Ni eso es representar, ni eso es nada – dijo Arriaza, que como es sabido, detestaba a Isidoro. – Desde que ese caballero introdujo aquí la escuela francesa, ha corrompido el arte de la declamación.

– Nunca he visto a Máiquez tan apasionado y fogoso – indicó un caballero que se unió al grupo. – Me parece que en la escena ha pasado algo extraño a la comedia.

Otro joven acercó sus labios al oído del primero, y por un rato le habló en voz muy baja. Después a los cuchicheos siguieron las risas. Pasó Mañara no lejos de allí, y todos fijaron la vista en él.

– Bien se explica la ferocidad de Isidoro – dijo uno.

– Hasta aquí – añadió Moratín, – siempre se le ha visto contenerse dentro del límite de las conveniencias escénicas.

– Me acuerdo de cuando Isidoro era un pedazo de hielo – dijo Arriaza. – En el teatro no le llamaban sino el marmolillo.

– Es verdad – repuso Moratín. – Pero cuando volvió de París vino muy corregido, y no puede negarse que es un actor de gran mérito. En lo patético no tiene igual; en lo trágico suele carecer de fuego: pero esta noche lo ha tenido con exceso.

– Le he tratado bastante – dijo un tercero. – Es hombre de pasiones enérgicas. Como actor consumado, comprende bien que el arte es una ficción, y representando no deja nunca de ser comedido y decoroso. Esta noche, sin embargo, le hemos visto tal cual es.

Otro personaje se acercó al grupo.

– ¿Qué le ha parecido a Vd., señor duque, el desenlace de la tragedia? – le preguntó Arriaza.

– ¡Magnífico! Esto se llama representar – contestó el marido de Lesbia. – Parecía aquello la misma realidad. Pero no consentiré que mi esposa salga otra vez a la escena. Representa demasiado bien y entusiasma y trastorna a los actores que la acompañan.

Un abanico tocó el hombro del señor duque; volviose éste, y Amaranta entró en el corrillo. Todos la saludaron, disputándose a porfía el honor de dirigirle la palabra. Ella habló así:

– Bien dije a Vd., señor duque, que no había nada que temer. Un exceso de inspiración dramática y nada más.

– El exceso es malo en todo: yo creí que la duquesa iba a perecer a manos de Isidoro por un exceso de inspiración.

– Además – dijo Amaranta, – quizás alguna causa que no conocemos…

Al decir esto pareció que los pies de la hermosa dama habían tocado algún objeto arrojado en el escenario. Apartose ella vivamente, apartáronse todos, y las faldas de Amaranta, al deslizarse sobre el piso, dejaron ver un papel arrugado. Como si aquel papel fuera un tesoro de inestimable precio, Amaranta bajose a cogerlo, y después de mirarlo rápidamente, lo guardó en su bolsillo. Era la carta fatal, como diría un novelista.

– ¿Alguna causa que no conocemos?… – preguntó el duque continuando la conversación interrumpida.

– Sí – contestó la dama; – y me parece que puedo sacarle a Vd. de dudas… Pero tengo que ir al cuarto de la González. Allí le aguardo a usted y hablaremos.

Quedaron solos los hombres otra vez. La marquesa atravesó la escena preguntando por Isidoro.

– ¿Será posible – decía, – que no pueda representarse La venganza del Zurdillo? ¡Pepa!… ¿Pero dónde está Pepa?

Esta pregunta se dirigió a mí, y al instante marché en busca de mi ama. No estaba en su cuarto, y sí en el de Máiquez, quien una vez pasada la excitación del terrible momento, se esforzaba en aparecer tranquilo y hasta risueño, aunque era fácil conocer que la rabia no se había extinguido en su pecho.

– ¡Qué broma tan pesada, Isidoro! – dijo la marquesa asomándose a la puerta. – Aún no me he recobrado del susto.

– Es verdad, señora – dijo el actor; – pero la señora duquesa tiene la culpa, por la perfección con que ha hecho su papel. Su incomparable talento tuvo el don, no sólo de transportarla a ella, sino de transportarme a mí mismo a la esfera de la realidad. Jamás me ha pasado cosa igual desde que piso las tablas. Un actor inglés, representando en cierta ocasión a Otelo, mató a la cómica que hacía de Desdémona. Esto me parecía inverosímil; pero ahora comprendo que puede ser verdad.

– ¿No se suspenderá La venganza del Zurdillo?

– Por ningún caso. Hace falta reír un poco, señora marquesa.

Retirose ésta y después que salieron algunos amigos de Máiquez, que le acompañaban, el actor quedó solo con mi ama y conmigo.

– Ven acá – me dijo el actor, apretándome vigorosamente el brazo. – ¿Quién te dio aquella carta?

Señalé a mi ama.

– Fui yo – dijo ésta. – Quería que conocieras el corazón de Lesbia.

– ¿Por qué no me la diste en otra parte? Me has puesto al borde del abismo; he estado a punto de cometer un crimen. Mi furor fue tan grande cuando leí aquel papel, que lo olvidé todo, y aunque en el instante que estuve fuera de la escena procuré serenarme, mi cólera se encendió más, y… ya sabes lo que pasó. Cuando la vi en la escena final quise contenerme; pero sus miradas, su acento, me irritaban cada vez más, y sentí en mí una crueldad, una ferocidad que nunca había conocido. Recordaba sus tiernas promesas, sus apasionados arrebatos de amor, su falsa sencillez, y por un momento creí que hasta era un deber castigar a aquel monstruo de falsedad e hipocresía. Cuando saqué el puñal y advertí que era una hoja de acero, experimenté un placer indecible. ¡Ay, Pepa! ¡Qué momento! No sé cómo no la maté; no sé cómo en aquel instante no me perdí y me deshonré para siempre. Si Gabriel no se hubiera abrazado a ella cubriéndola con su cuerpo, creo que a estas horas… no lo quiero pensar.

– A estas horas – dijo mi ama, – estarías llorando sobre el cadáver de tu amante, herida por tu propia mano.

– No, Pepa, no; ya no la amo. La lectura de la carta ha ahuyentado de mí todo sentimiento amoroso: ya no tengo para ella más que un desprecio, una repugnancia de que no puedes formar idea. Me espanto de haber amado a semejante mujer. Pero di: ¿fuiste tú quien trocó el puñal de teatro por la hoja de acero?

– Sí; yo fui.

– ¿Luego tú – exclamó con asombro, lo preparaste todo? ¿Qué interés, qué intención…?

– ¡La aborrezco con toda mi alma!

– ¡Y quisiste hacerme instrumento de un crimen! Hace poco hablabas de tu venganza. ¿Por qué aborreces a Lesbia?

– La aborrezco porque… la aborrezco.

– ¿Y no te remuerde la conciencia de un sentimiento que te lleva hasta el crimen?

– ¡La conciencia!… ¡Un crimen! – dijo mi ama con cierta enajenación, y después ocultando el rostro entre las manos empezó a llorar amargamente, exclamando. – ¡Oh! ¡Dios mío, qué desgraciada soy!

– Pepa, ¿qué tienes? ¿qué es eso? – dijo Isidoro sentándose junto a ella, y apartándole las manos del rostro. – Pero tú… Con que tú… De modo que tú…

Dieron golpes en la puerta, y una voz dijo: «El sainete: que va a empezar el sainete».

El aviso no distrajo a los dos actores. Pepa seguía llorando e Isidoro lleno de asombro.

XXVII

Creí prudente retirarme, no sólo porque allí no hacía falta ninguna, sino porque en mi mente bullía, inquietándome mucho, un proyecto que al fin decidí poner en ejecución sin pérdida de tiempo. Dirigime lleno de resolución al cuarto de mi ama. Amaranta estaba allí y estaba sola.

– ¡Oh Gabriel! – me dijo – ¿tienes valor para presentarte delante de mí? ¿Sabes que tienes un modo singular de despedirte? Veo que eres un farsantuelo de quien nadie debe fiarse. Di: ¿es esa la lealtad con que tú acostumbras pagar a tus favorecedores?

– Señora – repuse desafiando el rayo de sus ojos, como el marino desafía la tempestad, – el oficio a que usía me pensaba dedicar en palacio no era de mi gusto. Si no me despedí de mi ama, fue porque el temor de que me prendieran me obligó a salir del real Sitio.

– No puedo negar – dijo riendo, – que te burlaste con mucha gracia del licenciado Lobo. Bien decía yo que eras un chico de mucha disposición. Pero el talento más fecundo permanece oculto hasta que encuentra ocasión de mostrarse. Aquel rasgo de ingenio habría sido completo, habría sido sublime, si me hubieras entregado la carta.

– No me la habían dado para usía.

– Lo cierto es que no fue a poder de su dueña. Pepa te la quitó, y ha hecho de ella el uso que sabes. Tampoco ella quiso entregármela; pero al fin la casualidad la ha traído a mis manos. ¿La ves?

– Creo que usía me la entregará, porque esa carta es mía, me pertenece, tengo que devolverla a su dueño – dije con resolución.

– ¡Devolvértela! ¿Tú estás loco? – exclamó Amaranta riendo como quien oye un gran despropósito.

– Sí señora, porque el recobrarla es para mí una cuestión de honor.

– ¡Honor! – dijo la dama riendo más fuerte. ¿Acaso tienes tú honor? ¿Sabes tú lo que es eso, chiquillo?

– ¿Pues no he de saber? – respondí. – Cuando usía me propuso el oficio de espía, sentí que se me subía un calorcillo a la cara; y me pareció que me estaba viendo a mí mismo en aquel empleo y en los de engañar, fingir y mentir… y viéndome me daba espanto… y un sudor se me iba y otro se me venía, porque el Gabriel que mi madre echó al mundo, se entretiene a veces oyendo lo que él mismo se dice por dentro acerca de la manera de ser caballero decente y honrado. Cuando la señora duquesa me pidió su carta, y yo no podía dársela sentí el mismo embarazo… y también me ocurrió que no devolviendo el papel y permitiendo que otras personas sigan haciendo mal uso de él, el Sr. Gabrielillo no vale dos cuartos. Si esto no es el honor, que venga Dios y lo vea.

Amaranta pareció muy sorprendida de estas razones, y me dijo con bondad:

– Tales ideas no son propias de ti. Tiempo tienes, cuando seas mayor, de tener todo el honor que quieras. Cada vez te encuentro más propio para desempeñar a mi lado los empleos de que te hablé. Me parece que has empezado bien el curso en la universidad del mundo; y o mucho me engaño, o te bastarán pocas lecciones más, para ser maestro.

– Creo que usía no se equivoca – respondí, – y en cuanto a las lecciones que usía me ha dado, me parece que han sido de provecho.

– ¿Y no renuncias a tus proyectos de ser… como decías?… – me preguntó irónicamente.

– No señora, sigo en mis trece – contesté sin turbarme, – y a lo mejor va a tener usía el gusto de verme príncipe o tal vez de rey en cualquier reino que las damas de la corte sacarán para mí. Si no hay más que ponerse a ello, como dice Inesilla.

– Pero di, chiquillo: ¿de veras creíste tú que ya te estaban labrando la espada de general o la corona de duque?

– Como esta es noche. Y usía, que se me figuraba una divinidad bajada del cielo para favorecerme, acabó de trastornarme el juicio, enseñándome lo que debía hacer para echarme a cuestas el manto regio o cuando menos para ponerme los galones de capitán general.

– Parece que te burlas; ¿qué quieres decir?

– Digo que desde que usía me dijo que el camino de la fortuna estaba en escuchar tras de los tapices, y llevar y traer chismes de cámara [298] en cámara, se han arreglado las cosas de tal modo, que sin querer estoy descubriendo secretos, y aunque quiero taparme las orejas, las picaronas se empeñan en oír…

– ¡Ah! Tú quieres revelarme algo que has oído – dijo Amaranta con complacencia. – Siéntate y habla.

– Lo haré de buena gana, si usía me devuelve la carta de la señora duquesa.

– Eso no lo pienses.

– Pues entonces callaré como un marmolejo. En cambio contaré una historia parecida a la que usía me refirió, aunque no es tan bonita. No la he leído en ningún libro viejo, sino que la oí… Estas condenadas orejas mías…

– Pues empieza – dijo la condesa con alguna perplejidad.

– Hace quince años había en Madrid una damita muy guapa, muy guapa, que se llamaba… no me acuerdo su nombre. Esto no pasaba en ningún reino apartado ni antiguo, sino en Madrid, y no se trata de sultanes ni de grandes ni pequeños visires, sino de una damita muy linda, la cual damita se enamoró de un joven de buena familia que vino a la corte a buscar fortuna. Parece que los padres se oponían; pero la damita amaba ciegamente al joven; y como todo lo vence el amor, entre éste y el demonio proporcionaron a los dos jóvenes entrevistas secretas que…

Amaranta se puso pálida, y su mismo asombro la tenía muda.

– Pues es el caso que la damita dio a luz una criatura – continué.

– No estoy aquí para oír necedades – dijo Amaranta dominando su ira.

– Pronto concluyo. Dio a luz una criaturita: huyó el joven a Francia temiendo ser perseguido, y los padres de la damita se dieron tan buena maña para echar tierra a aquel negocio, que nada se supo en la corte. La damita se casó después con el conde de no sé cuántos… y nada más.

– Veo que eres rematadamente necio. No quiero oír más tus simplezas – dijo la dama, cuyo semblante se cubría de vivísimo carmín.

– Aún falta un poquito. Más tarde lo descubrieron algunas personas; y hablaron de esto en sitio donde yo lo oí; pero como soy tan curioso, y ahora ando amaestrándome en los chismes y enredos para ver si llego a general o a príncipe, no me contento con aquellas noticias y voy a que me dé más una mujer que vive orillas del Manzanares, junto a la casa de D. Francisco Goya.

– ¡Oh! – exclamó Amaranta furiosa. – Sal de aquí, desvergonzado mozalbete. ¿Qué me importan tus ridículas historias?

– Y como estas noticias no tienen valor hasta que no se traen de aquí para ahí, pienso comunicárselas a la señora marquesa para que me ayude en mis pesquisas. ¿No cree usía señora condesa, que esta es una excelente idea?

– Veo que sabes manejar la calumnia y las bajas y miserables intrigas. Supongo quién habrá sido tu maestro. Vete Gabriel, me repugnas.

– Me iré y callaré; pero es preciso que usía me vuelva la carta.

– Miserable rapaz: ¡quieres burlarte de mí, quieres medir conmigo tus indignas armas! – exclamó levantándose de su asiento.

Su actitud decidida me turbó un poco; pero hice esfuerzos por reponerme, y continué así:

– Para hacer fortuna no hay medio mejor que el espionaje y la intriguilla: el que posee secretos graves lo tiene todo, y ahora salimos con que voy a conseguir dos mitras, ocho canonjías, veinte bastones de coronel, cien capellanías y mil plazas de contaduría para todos mis amigos.

– Déjame, no quiero verte. ¿Has oído?

– Pero antes me dará usía la carta. Si no he de llevar un recadito a la señora marquesa, o al señor diplomático, que como hombre reservado no lo dirá a alma viviente.

– ¡Ah!, imbécil, cuánto te desprecio – dijo revolviendo en su bolsillo con febril inquietud. – Toma, toma la carta, vete con ella, y jamás vuelvas a ponerte delante de mí.

Diciendo esto, arrojó en el suelo la carta que recogió un servidor de ustedes.

Después, sentándose de nuevo, volvió hacia mí su rostro siempre bello, y me dijo:

– ¡Quién te ha enseñado esas travesuras? Eres un necio.

– De los necios se hacen los discretos – contesté. – Dando con un buen maestro… Si usía no me hubiera despabilado tanto… Oyendo y viendo se aprende mucho, señora; y yo, desde que entré al servicio de usía hasta hoy, no he desperdiciado el tiempo. Bien haya quien me ha abierto los ojitos que ven y las orejitas que oyen. Para ser discreto es preciso haber sido tonto.

Cuando pronuncié esta extraña sentencia, Amaranta echó sobre mí una mirada de orgulloso desdén, y señalome la puerta. ¡Ay!, estaba hermosa, hermosa como nunca. Su noble ademán, sus mejillas teñidas de leve púrpura, el incendio de sus ojos, la agitación de su seno encantaban la vista, y no era posible aborrecerla. Indudablemente, señores, el mal es a veces lindísimo.

Ya me marchaba, cuando entró el señor duque acompañado del diplomático.

– Aquí estoy, Amaranta – dijo el primero. – Me habló Vd. de causas que no conocemos…

– No le hagas caso, sobrina – exclamó el marqués. – ¿Pues no ha dado en la flor de estar celoso? Y dice que en el caso de Otelo él haría lo mismo.

– Sí – dijo el duque. – Si yo sospechara de mi mujer la mataría.

– No me refería a nada que no fuese algún motivo artístico – indicó secamente Amaranta.

– No consiento que mi mujer salga más a las tablas en compañía de ese bárbaro Otelo. La pobrecita debe de haber padecido mucho. Pero veo que en mi ausencia han ocurrido grandes novedades. Parece que también han querido ponerla presa. ¡Pobre cordera mía! ¿Cómo es posible que haya dado motivos para eso…? Si es la bondad, si es la dulzura en persona.

– Son tantos los que han sido incluidos en la causa… – dijo Amaranta. – Pero por mediación mía se la puso al instante en libertad.

– ¡Oh!, gracias, querida condesa. Verdad es que Lesbia es amiga de Vd. desde la infancia, y entre amigas… ¿Y no se la molestará más?

– No – dijo el diplomático. – Felizmente puede arrancarse de la causa todo lo que conviene, ¿no es verdad, sobrina?

– Sí; precisamente se ha hecho eso con todo lo que se refiere al Príncipe, porque como ha confesado y hecho acto de contrición de todas sus faltas… Los jueces tienen buena mano, y suprimirán todo lo que se quiera, dejando la causa tal como convenga presentarla al público.

– Eso está muy bien dispuesto – afirmó el diplomático, – y prueba que hay tacto en el Gobierno. ¿Y Napoleón?

– Napoleón ha exigido que no se le nombre para nada, y por esto ha sido preciso eliminar también cuanto a él se refiere. Aunque consta que el Príncipe le escribió y tuvo tratos con su embajador, los jueces se comerán todas las declaraciones y documentos en que esto se vea, para que Bonaparte quede contento.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
260 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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