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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV», sayfa 3

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IV

El del Príncipe estaba ya reconstruido en 1807 por Villanueva, y la compañía de Máiquez trabajaba en él, alternando con la de ópera, dirigida por el célebre Manuel García; mi ama y la de Prado eran las dos damas principales de la compañía de Máiquez. Los galanes secundarios valían poco, porque el gran Isidoro, en quien el orgullo era igual al talento, no consentía que nadie despuntara en la escena, donde tenía el pedestal de su inmensa gloria y no se tomó el trabajo de instruir a los demás en los secretos de su arte, temiendo que pudieran llegar a aventajarle. Así es que alrededor del célebre histrión todo era mediano. La Prado, mujer de Máiquez, y mi ama alternaban en los papeles de primera dama, desempeñando aquélla el de Clitemnestra, en el Orestes, el de Estrella en Sancho Ortiz de las Roelas y otros. La segunda se distinguía en el de doña Blanca, de García del Castañar, y en el de Edelmira (Desdémona), del Otello.

La compañía de ópera era muy buena. Además de Manuel García, que era un gran maestro, cantaban su mujer Manuela Morales, un italiano llamado Cristiani, y la Briones. De esta mujer, que era concubina de Manuel García, nació el año siguiente el portento de las virtuosas, la reina de las cantantes de ópera, Mariquita Felicidad García, conocida en su tiempo por la Malibrán.

Figúrense ustedes, señores míos, si estaría yo divertido con representación o música por tarde y noche, asistiendo gratis, aunque por dentro y en sitios donde se pierde parte de la ilusión, a las funciones más bonitas y más aplaudidas que se celebraban en Madrid; rozándome con guapísimas actrices, y familiarizado con los hombres que hacían reír o llorar a la corte entera.

Y no piensen ustedes que sólo alternaba con los cómicos; gente que entonces no era considerada como la nata de la sociedad; también me veía frecuentemente en medio de personajes muy ilustres, de los que menudeaban en los vestuarios; no faltando en tales sitios alguna dama tan hermosa como linajuda de las que no desdeñaban de ensuciar su guardapiés con el polvo de los escenarios.

Precisamente voy a contar ahora cómo mi ama tenía relaciones de íntima amistad con dos señoras de la corte, cuyos títulos nobiliarios, de los más ilustres y sonoros que desde remoto tiempo han exornado nuestra historia, me propongo callar por temor a que pudieran enojarse las familias que todavía los llevan. Estos títulos, que recuerdo muy bien, no serán escritos en este papel; y para designar a las dos hermosas mujeres emplearé nombres convencionales.

Recuerdo haber visto por aquel tiempo en la fábrica de Santa Bárbara un hermoso tapiz en que estaban representadas dos lindas pastoras. Habiendo preguntado quiénes eran aquellas simpáticas chicas, me dijeron: «Estas son las dos hijas de Artemidoro: Lesbia y Amaranta». He aquí dos nombres que vienen de molde para mi objeto, amado lector. Haz cuenta que siempre que diga Lesbia, quiero significar a la duquesa de X, y cuando ponga Amaranta, a la condesa de X. Con este sistema quedan a salvo todos los títulos nobiliarios de aquellas dos diosas de mi tiempo.

En cuanto a su hermosura, todo lo que mi descolorida pluma pueda expresar será poco para describirlas, porque eran encantadoras, especialmente la condesa de… digo, Amaranta. Ambas tenían gusto muy refinado por las artes, protegían a los pintores, aplaudían y obsequiaban a los cómicos, ponían bajo su patrocinio las primeras representaciones de la obra de algún poeta desvalido, coleccionaban tapices, vasos y cajas de tabaco, introducían y propagaban las más vistosas modas de la despótica París, se hacían llevar en litera a la Florida, merendaban con Goya en el Canal, y recordaban con tristeza la trágica muerte de Pepe Hillo, acontecida en 1803.

Nada tiene de extraño, pues, que su misma vida, la tumultuosa ansiedad de novedades y fuertes impresiones que las dominaba, fuesen parte a lanzarlas en un dédalo de aventuras, tales como las que voy a contar. Las pobrecillas no sabían otra cosa, y puesto que habían perdido cuanto la rancia educación española pudo haberlas dado, sin adquirir nada que llenase este vacío, no debemos culparlas acerbamente. Alguno quizás las culpe, y con razón aunque por otras cosas; pero ¡ay!, eran… lindísimas.

Una tarde mi ama salió de muy mal humor del teatro. Isidoro la había reprendido no sé por qué, y aquí debo advertir que el sublime actor trataba a sus subalternos como si fueran chiquillos de escuela. Al llegar Pepita a su casa me dijo:

– Prepara todo, que vendrán a cenar las señoras Lesbia y Amaranta.

El preparar todo, consistía en azotar un poco los muebles de la sala para limpiar el polvo, o mejor dicho, para que el polvo variara de sitio; en echar aceite en los velones; en comprar la prima para la guitarra si le faltaba; en llamar a D. Higinio para que afinase el clave; limpiar las cornucopias; ir por nueva remesa de pomada a la Marechala, etc., etcétera. En cuanto a la cena, venía hecha de una repostería. Di cumplimiento a estos encargos, y pedí nuevas órdenes; pero mi ama estaba de muy mal humor, y sin hacer caso de lo que le decía, me preguntó:

– ¿No te dijo si venía esta noche?

– ¿Quién? – pregunté.

– Isidoro.

– No, señora, no me ha dicho nada.

– Como hablaba contigo al concluir la representación…

– Fue para decirme, que si volvía a enredar entre bastidores, mientras él representaba, me mandaría desollar vivo.

– ¡Qué genio! Le convidé para venir y no me contestó.

Después de esto no dijo más, y con ademán triste y sombrío se encerró en su cuarto con la criada para cambiar de vestido. Seguí preparando todo, y al poco rato apareció mi ama.

– ¿Qué hora es? – preguntó.

– Las nueve acaban de dar en el reloj de la Trinidad.

– Me parece que siento ruido en el portal – dijo con mucha ansiedad.

La señora se equivoca.

– ¿De modo, que él no te dijo terminantemente si venía o no venía?

– ¿Quién, Isidoro? No señora; nada me dijo.

– Como tiene ese genio tan… ya ves que incomodado estaba esta tarde. Sin embargo, yo creo que vendrá. Le convidé ayer, y aunque no me dijo una palabra… él es así.

Al decir esto, mostraba en su semblante una inquietud, una agitación, una zozobra, que eran señales de las más vivas emociones de su alma. ¿A qué tanto interés por la asistencia de Isidoro, persona a quien diariamente veía en el teatro?

Después examinó la sala, por ver si faltaba algo, y se sentó aguardando la llegada de sus convidados. Al fin sentimos abrir la puerta de la calle, y pasos de hombre sonaron en la escalera.

– Es él – dijo mi ama, levantándose de un salto y andando con cierto atolondramiento por la habitación.

Yo corrí a abrir, y un instante después el gran actor entró en la sala.

Isidoro era un hombre de treinta y ocho años, de alta estatura, actitud indolente, semblante pálido, y con tal expresión en éste y en la mirada, que observado una vez, su imagen no se borraba nunca de la memoria. Aquella noche traía un traje verde oscuro, con pantalón de ante y botas polonesas, prendas todas de irreprensible elegancia que usaba con más propiedad que ninguno. Su vestir era un modo de ser propio y personal; él constituía por sí una especie de moda, y no se podía decir que se sometiera; cual dócil lechuguino, al uso común. En otros infringir las reglas habría sido ridículo; pero en él infringirlas era lo mismo que modificarlas o crearlas de nuevo.

Ya os lo daré a conocer más adelante como actor. Por ahora podréis conocer algunos rasgos de su carácter como hombre. Al entrar se arrojó sobre un sillón sin saludar a mi ama más que con una de esas fórmulas familiares e indiferentes que se emplean entre personas acostumbradas a verse con frecuencia. Por un buen ato permaneció sin decir nada, tarareando un aria con la vista fija en las paredes y el techo, y sin dejar de golpearse la bota con el bastón.

Salí de la sala a traer no sé qué cosa, y al volver oí a Isidoro que decía:

– ¡Qué mal has representado esta tarde, Pepilla!

Observé que mi ama, turbada como una chicuela ante el fiero maestro de escuela, no supo contestar más que con trémulas frases a aquella brusca reprensión.

– Sí – continuó Isidoro; – de algún tiempo a esta parte estás desconocida. Esta tarde todos los amigos se han quejado de ti y te han llamado fría, torpe… Te equivocabas a cada instante, y parecías tan distraída que era preciso que yo te llamara la atención para que salieras de tu embobamiento.

Efectivamente, según oí entre bastidores aquella tarde, mi ama había estado muy infeliz en su papel de Blanca, en García del Castañar. Todos los amigos estaban admirados, considerando la perfección con que la actriz había desempeñado en otras ocasiones papel tan difícil.

– Pues no sé – respondió mi ama con voz conmovida. – Yo creo que he representado esta tarde lo mismo que las demás.

– En algunas escenas sí; pero en las que dijiste conmigo, estuviste deplorable. Parece que habías olvidado el papel, o que trabajabas de mala gana. En la escena de nuestra salida recitaste tu soneto como una cómica de la legua que representa en Barajas o en Cacabelos. Al decirme:

 
No quieren más las flores al rocío
que en los fragantes vasos el sol bebe…
 

tu voz temblaba como la de quien sale por primera vez a las tablas… me diste la mano y la tenías ardiendo, como si estuvieras con calentura… te equivocabas a cada momento, y parecías no hacer maldito caso de que yo estaba en la escena.

– ¡Oh, no… pero te diré! El mismo miedo de hacerlo mal. Temía que te enfadaras, y como nos reprendes con tanta violencia cuando nos equivocamos…

– Pues es preciso que te enmiendes, si quieres seguir en mi compañía. ¿Estás enferma?

– No.

– ¿Estás enamorada?

– ¡Oh, no, tampoco! – contestó la actriz con turbación.

– Apuesto a que por atender demasiado a alguna persona de las lunetas, no acertabas con los versos de la comedia.

– No, Isidoro; te equivocas – dijo mi ama afectando buen humor.

– Lo raro es que en las escenas que siguieron, sobre todo en la de D. Mendo, hiciste perfectamente tu papel; pero luego en el tercer acto cuando te tocó otra vez declamar conmigo, vuelta a las andadas.

– ¿Dije mal el parlamento del bosque?

– No: al contrario; recitaste con buena entonación los versos

 
¿Dónde voy sin aliento,
cansada, sin amparo, sin intento,
entre aquesta espesura?
Llorad, ojos, llorad mi desventura.
 

En la escena con la reina también estuviste muy feliz, lo mismo que en el diálogo con D. Mendo. Con qué elocuente tono exclamaste «¡tengo esposo!», y después aquello de

 
Sí harán,
porque bien o mal nacido,
el más indigno marido
excede al mejor galán;
pero desde que salí yo y me viste…
 

– Es lo que digo. El temor de hacerlo mal y disgustarte…

– Pues me has disgustado de veras. Cuando decías: «Esposo mío, García», te hubiera dado un pescozón en medio de la escena y delante del público. Marmota, ¿no te he dicho mil veces cómo deben pronunciarse esas palabras? ¿No has comprendido todavía la situación? Blanca teme que su marido sospecha una falta. El contento que experimenta al verle, y el temor de que García dude de su inocencia, deben mezclarse en aquella frase. Tú, en vez de expresar estos sentimientos, te dirigiste a mí como una modistilla enamorada, que se encuentra de manos a boca con su querido hortera. Luego cuando me suplicabas que te matara, lo hiciste sin lo que llamamos nosotros decoro trágico. Parecía que realmente deseabas recibir la muerte de mi mano, y hasta te pusiste de hinojos ante mí, cuando te tengo dicho terminantemente que no hagas tal cosa, sino en los pasajes en que te lo ordene. En las décimas

 
García, guárdete el cielo,
te equivocaste más de veinte veces, y cuando yo dije:
¡ay, querida esposa mía,
qué dos contrarios extremos!
 

te arrojaste en mis brazos, cuando aún no era llegada la ocasión, y yo, preocupado por el agravio recibido, no podía entregarme a halagos amorosos. Echaste a perder el final, Pepilla, desluciste la comedia y me desluciste a mí.

– Yo no puedo deslucirte nunca.

– Pues ya ves cómo no fui aplaudido esta tarde como las anteriores; y de esto tienes tú la culpa, sí, tú misma, por tus torpezas y tus tonterías. No haces caso de mis lecciones, no te esfuerzas por complacerme, y por último, me pondrás en el caso de quitarte el partido en mi compañía, poniéndote de parte de por medio o racionera, si no me obligas con tus descuidos a echarte del teatro.

– ¡Ay Isidoro! – dijo mi ama. – Yo procuro siempre hacerlo lo mejor posible para que no te enfades ni me riñas; pero tanto miedo tengo a que me reprendas que en la escena tiemblo desde que te veo aparecer. ¿Querrás creer una cosa? Pues cuando estamos representando juntos, hasta temo hacerlo demasiado bien porque si me aplauden mucho, me parece que tomo para mí una parte del triunfo que a ti sólo corresponde, y creo que has de enfadarte si no te aplauden a ti solo. Este temor, unido al que me causas cuando me amenazas por señas o me corriges con enojo me hace temblar y balbucir, y a veces no sé lo que me digo. Pero descuida que ya me enmendaré: no tendrás que echarme de tu teatro.

No oí lo que siguió a estas palabras, porque salí con un velón que exhalaba mal olor; al volver noté que la conversación había variado. Isidoro permanecía en el sillón con indolencia y mostrando un gran aburrimiento.

– ¿Pero no vienen tus convidados? – preguntó.

– Es temprano. Veo que te fastidias en mi compañía – contestó mi ama.

– No; pero la reunión hasta ahora no tiene nada de divertida.

Isidoro sacó un cigarro y fumó. Debo advertir que el ilustre actor no gastaba tabaco por las narices, como todos los grandes hombres de su tiempo, Talleyrand, Metternich, Rossini, Moratín y el mismo Napoleón, que si no miente la historia por abreviar la operación de sacar y destapar la tabaquera, llevaba derramado el aromático polvo en el bolsillo del chaleco, forrado interiormente de hules; y mientras disponía los escuadrones de Jena, o durante las conferencias de Tilsitt, no cesaba de meter en el susodicho bolsillo los dedos pulgar e índice para llevarlos a la nariz cada minuto. Por esta singular costumbre dicen que el chaleco amarillo y las solapas que cubrían el primer corazón del siglo, eran una de las cosas más sucias que se han señoreado de la Europa entera.

Farinelli también se atarugaba las narices entre un aria y un oratorio, y de ciertos papeles viejos que hemos visto, se desprende que el mejor regalo que podía hacer una dama enamorada, o un noble entusiasta, a cualquier músico, pintor o virtuoso italiano, era un par de arrobas de tabaco.

El abate Pico de la Mirandola, Rafael Mengs, [58] el tenor Montagnana, la soprano Pariggi, el violinista Alaí y otras notabilidades del teatro del Buen Retiro, consumieron lo mejor que venía de América en los regios galeones.

Perdóneseme la digresión, y conste que Isidoro no usaba tabaco en polvo.

V

Las diez serían cuando solemnemente entraron las dos damas de que antes hice mención. ¡Lesbia, Amaranta! ¿Quién podrá olvidaros si alguna vez os vio? Excusado es decir que iban de incógnito, y en coche, no en litera donde fácil hubiera sido conocerlas al indiscreto vulgo. Las pobrecillas gustaban mucho de aquellas reuniones de confianza, donde hallaban desahogo sus almas comprimidas por la etiqueta.

Ha de saberse que en las reuniones clásicas de familia o de palacio, en las reuniones donde reinaba con despótico imperio la ley castiza, no ocurría cosa alguna que no fuese encaminada a producir entre los asistentes un decoroso aburrimiento. No se hablaba, ni mucho menos se reía. Las damas ocupaban el estrado, los caballeros el resto de la sala, y las conversaciones eran tan sosas como los refrescos. Si alguien tocaba el clave o la guitarra, la tertulia se animaba un poco; pero pronto volvía a reinar el más soporífero decoro. Se bailaba un minueto; entonces los amantes podían saborear las platónicas e ideales delicias que resultaban de tocarse las yemas de los dedos, y después de muchas cortesías hechas con música, volvía a reinar el decoro, que era una deidad parecida al silencio.

Nada tiene de particular que algunas damas de imaginación buscaran en reuniones menos austeras pasatiempos más acordes con su naturaleza, y aquí traigo a la memoria El sí de las niñas, que censurando la hipocresía en la educación, es una general censura de la hipocresía en todas las fases de nuestras antiguas costumbres. Todo anunciaba en aquellos días una fuerte tendencia a adoptar usos un poco más libres, relaciones más francas entre ambos sexos, sin dejar de ser honradas, vida en fin, que se fundara antes en la confianza del bien, que en el recelo del mal, y que no pusiera por fundamentos de la sociedad la suspicacia y la probabilidad del pecado. La verdad es que había mucha hipocresía entonces: porque las cosas no se hicieran en público, no dejaban de hacerse, y siendo menos libres las costumbres, no por eso eran mejores.

Lesbia y Amaranta entraron haciendo cortesías y gestos encantadores, que revelaban la alegría de sus corazones. Las acompañaba el tío de Amaranta, viejo marqués diplomático: pero antes de decir quién era éste, voy a referiros cómo eran ellas.

La duquesa de X (Lesbia), era una hermosura delicada y casi infantil, de esas que, semejantes a ciertas flores con que poéticamente son comparadas, parece que han de ajarse al impulso del viento, al influjo de un fuerte sol, o perecer deshechas si una débil tempestad las agita. Las que se desataron en el corazón de Lesbia no hicieron estrago alguno, al menos hasta entonces, en su belleza.

Parecía haber salido el día antes del poder de las buenas madres de Chamartín de la Rosa y que aún no sabía hablar sino de los bollos del convento, de las hormigas de la regla de San Benito y de los cariños de la madre Circuncisión. ¡Pero cómo desmentía esta creencia en cuanto comenzaba a hablar la muy picarona! En su lenguaje tomaba mucha parte la risa, con tanta franqueza y tan discreta desenvoltura, que nadie estaba triste en su presencia. Era rubia, y no muy alta, aunque sí esbelta y ligera como un pajarito. Todo en ella respiraba felicidad y satisfacción de sí misma; era una naturaleza tan voluntariosa como alegre, a quien ningún extraño albedrío podía sujetar. Los que tal intentaron principiarían por enojarla, y enojarla era echarla a perder destruyendo la mitad de sus encantos.

Entre las cualidades que hacían agradable el trato de Lesbia descollaba su habilidad en el arte de la declamación. Era una cómica consumada, y según conocí después, su talento sin igual para la escena no se reducía a los estrechos lienzos pintados de los teatros caseros, sino que tomaba más ancho vuelo, desplegándose en todos los actos de la vida. Siempre que se daba alguna función extraordinaria en cualquiera de las principales casas de la corte, ella hacía la mejor parte, y a la sazón Máiquez le enseñaba el papel de Edelmira en la tragedia Otello, que debía ponerse en escena en el teatro doméstico de cierta marquesa. Isidoro y mi ama estaban también designados para cooperar en aquella representación, anunciada como muy espléndida.

Lesbia era casada. Tres años antes, y cuando apenas tenía diez y nueve, contrajo matrimonio con un señor duque que se pasaba el tiempo cazando como un Nemrod en sus vastas dehesas: venía alguna vez a Madrid hecho un zafiote para pedir perdón a su mujer por las largas ausencias, y jurarle que tenía el propósito de no disgustarla más, viviendo lejos de ella. Sin que nadie me lo diga, afirmo que Lesbia se quejaría con su dulce vocecita; pero cuidando de no esforzar su queja en términos que pudieran decidir al duque a cambiar de vida.

Amaranta era un tipo enteramente contrario al de Lesbia. Ésta agradaba; pero Amaranta entusiasmaba. La apacible y graciosa hermosura de la primera hacía pasajeramente felices a cuantos la miraban. La belleza ideal y grandiosa de la segunda causaba un sentimiento extraño, parecido a la tristeza. Pensando en esto después, he creído que la singular estupefacción que experimentamos ante uno de estos raros portentos de la hermosura humana, consiste o en creencia de nuestra inferioridad o en la poca esperanza de poseer el afecto de una persona, que a causa de sus muchas perfecciones, será solicitada por sin número de golosos.

Entre las mujeres que he visto en mi vida, no recuerdo otra que poseyera atracción tan seductora en su semblante, así es que no he podido olvidarla nunca, y siempre que pienso en las cosas acabadas y superiores, cuya existencia depende exclusivamente de la Naturaleza, veo su cara y su actitud como intachables prototipos que me sirven para mis comparaciones. Amaranta parecía tener treinta años. La gloria de haber producido a aquella mujer te pertenece en primer término a ti, Andalucía, y después a ti, Tarifa, fin de España, rincón de Europa donde se han refugiado todas las gracias del tipo español, huyendo de extranjera invasión.

Con lo dicho podrán ustedes formar idea cómo era la incomparable condesa de X, alias Amaranta, y excuso descender a pormenores que ustedes podrán representarse fácilmente, tales como su arrogante estatura, la blancura de su tez, el fino corte de todas las líneas de su cara, la expresión de sus dulces y patéticos ojos, la negrura de sus cabellos y otras muchas indefinidas perfecciones que no escribo, porque no sé cómo expresarlas; calidades que se comprenden, se sienten y se admiran por el inteligente lector, pero cuyo análisis no debe éste exigirnos, si no quiere que el encanto de esas mil sutiles maravillas se disipe entre los dedos de esta alquimia del estilo, que a veces afea cuanto toca.

No conservo cabal memoria de sus vestidos. Al acordarme de Amaranta, me parece que los encajes negros de una voluminosa mantilla, prendida entre los dientes de la más fastuosa peineta, dejan ver por entre sus mil recortes e intersticios el brillo de un raso carmesí, que en los hombros y en las bocamangas vuelve a perderse entre la negra espuma de otros encajes, bolillos y alamares. La basquiña del mismo raso carmesí y tan estrecha y ceñida como el uso del tiempo exigía, permite adivinar la hermosa estatua que cubre; y de las rodillas abajo el mismo follaje negro y la cuajada y espesa pasamanería terminan el traje, dejando ver los zapatos, cuyas respingadas puntas aparecen o se ocultan como encantadores animalitos que juegan bajo la falda. Este accidente hasta llega a ser un lenguaje cuando Amaranta, atenta a la conversación, aumenta con el encanto de su palabra los demás encantos, y añade a todas las elocuencias de su persona la elocuencia de su abanico.

Esto en cuanto a la condesa. Refiriéndome a Lesbia, si quiero acordarme de su vestido, todo me parece azul. Figúrensela Vds. con mantilla blanca y guarda-pies azul bordado de encajes negros; y si no es cierto que estuviera así, tampoco es inverosímil que pudiera estarlo.

Antes de la noche a que me refiero, había visto hasta tres veces a las dos lindas mujeres en casa de mi ama. Desde luego comprendí que una y otra eran personas muy metidas en los enredos de la corte, aunque en las clandestinas tertulias de mi casa poco dejaban traslucir. Algunas veces, sin embargo, disputaban las dos en tales términos y con tan mal disimulado ensañamiento que me pareció no existía entre ellas la mejor armonía. También mentaban de vez en cuando los negocios públicos, y a tal o cual persona de la real familia: pero en tales casos siempre daba el tema el señor marqués y tío de Amaranta, personaje que no podía estar en sosiego, si no realzaba a todas horas su personalidad, sacando a relucir a tontas y a locas los negocios diplomáticos en que se creía muy experto.

La noche a que corresponde mi narración, había asistido también el celebérrimo tío, de quien ante todo diré que parecía cosido a las faldas de su sobrina, pues la acompañaba a todas partes, sirviéndole de rodrigón en la iglesia, de caballero en el paseo y de pareja en los bailes. No sé si he dicho que Amaranta era viuda. Si antes lo dije, dese por repetido.

El marqués (callemos el título por las mismas razones que nos movieron a disfrazar el de las damas) era un viejo de mas de sesenta años, que había ejercido varios cargos diplomáticos. Elevado por Floridablanca, sostenido por Aranda, y derribado al fin por Godoy, conservó rencorosa pasión contra este ministro, y por esta causa todas sus disertaciones, que eran interminables, giraban sobre el capitalísimo tema de la caída del favorito. Su carácter era vano, aparatoso y hueco, como de hombre que habiéndose formado de sí mismo elevado concepto, se cree destinado a desempeñar los más altos papeles. Por su grandilocuencia, que no era inferior a la flojedad efectiva de su ánimo, servía como objeto de agudísimas burlas entre sus amigos, y en todos los círculos que frecuentaba, se divertían oyéndole decir: ¿Qué hará la Rusia…? ¿Secundará el Austria tan atroz proyecto? ¡Un gran desastre nos amaga…! ¡Ay de las potencias del Mediodía…! y otras igualmente misteriosas, con que se proponía darse importancia, cuidando siempre en su estudiada reserva de decir las cosas a medias, y de no dar noticias claras de nada, para que los oyentes, llenos de dudas y oscuridades, le rogasen con insistencia que fuese más explícito.

He dado estos detalles para que se comprenda qué clase de espantajos había entonces para regocijo de aquella generación. En cuanto a mí, siempre me han hecho gracia estos tipos de la vanidad humana, que son sin disputa los que más divierten y los que más enseñan.

Como hombre poco dispuesto a transigir con las novedades peligrosas, y enemigo del jacobinismo, el marqués se esforzaba en conseguir que su persona fuese espejo fiel de sus elevados pensamientos, así es que miraba con desdén los trajes de moda, y tenía gusto en sorprender al público elegante de la corte y villa con vestidos anticuados de aquellos que sólo se veía ya en la veneranda persona de algún buen consejero de Indias. Así es que si usó hasta 1798 la casaca de tontillo y la chupa mandil, en 1807 todavía no se había decidido a adoptar el frac solapado y el chaleco ombliguero, que los poetas satíricos de entonces calificaban de moda anglo-gala.

Me falta añadir que el marqués, con su anti-jacobinismo y su peluca empolvada, digna de figurar en las Juntas de Coblentza, había sido hombre de costumbres bastante disipadas. En la época de mi relación la edad le había corregido un poco, y todas sus calaveradas no pasaban de una benévola complicidad en todos los caprichos de su sobrina. No vacilaba en acompañarla a sus excursiones y meriendas en la pradera del Canal o en la Florida, con gente de categoría muy inferior a la suya. Tampoco ponía reparos en ser su pareja en las orgías celebradas en casa de la González o la Prado, pues tío y sobrina gustaban mucho de aquella familiaridad con cómicos y otra gente de parecida laya. Excusado es decir que tales excursiones eran secretas y tenían por único objeto el esparcir y alegrar el espíritu abatido por la etiqueta. ¡Pobre gente! Aquellos nobles que buscaban la compañía del pueblo para disfrutar pasajeramente de alguna libertad en las costumbres estaban consumando, sin saberlo, la revolución que tanto temían, pues antes de que vinieran los franceses y los volterianos y los doceañistas, ya ellos estaban echando las bases de la futura igualdad.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
260 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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