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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV», sayfa 5

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VIII

Cuando regresé a la sala, la escena continuaba la misma, pero la llegada de un nuevo personaje iba a variarla por completo. Oímos ruido de alegres voces y como preludios de guitarra en el portal, y después entró un joven a quien diferentes veces había yo visto en el teatro. Acompañábanle otros; pero se despidieron en la puerta, y él subió solo, mas haciendo tanto ruido, que no parecía sino que un ejército se nos metía en la casa. Me acuerdo bien de que aquel joven vestía el traje popular; esto es, un rico marsellés, gorra peluda de forma semejante a la de los sombreros tripicos, pero mucho más pequeña, y capa de grana con forros de felpa manchada. Al verle con esta facha, no crean Vds. que era algún manolo de Lavapiés o chispero de Maravillas, pues los arreos con que le he presentado cubrían la persona de uno de los principales caballeros de la corte; sólo que éste, como otros muchos de su época, gustaba de buscar pasatiempo entre la gente de baja estofa, y concurría a los salones de Polonia la Aguardentera, Juliana la Naranjera, y otras célebres majas de que se hablaba mucho entonces. En sus nocturnas correrías usaba siempre aquel traje, que en honor de la verdad, le caía a las mil maravillas.

Pertenecía aquel joven a la guardia real, y sus conocimientos no traspasaban más allá de la ciencia heráldica, en que era muy experto, del arte del toreo y la equitación. Su constante oficio era la galantería arriba y abajo, en los estrados y en los bailes de candil. Parecían escritos expresamente para él los famosos versos:

 
¿Ves, Arnesto, aquel majo en siete varas
de pardomonte envuelto…
 

– ¡Oh, don Juan! – exclamó Amaranta al verle entrar.

– Bien venido sea el Sr. de Mañara.

Animóse la reunión como por encanto con la entrada de aquel joven, cuyo carácter jovial y bullanguero se manifestó desde el primer momento. Advertí que el rostro de Amaranta adquiría de súbito extraordinaria viveza y malicia.

– Sr. de Mañara – dijo con gran desenfado, – llega usted a tiempo. Lesbia le echaba a usted de menos.

Lesbia miró a su amiga de un modo terrible, mientras Isidoro parecía dominado por violenta cólera.

– Aquí, D. Juan, siéntese Vd. a mi lado – indicó mi ama con alegría, señalando a Mañara la silla que tenía a la izquierda.

– No creí encontrar a Vd. aquí, señora duquesa – dijo el petimetre dirigiéndose a Lesbia. – He venido, sin embargo, impulsado por la voz de mi corazón; ya veo que el corazón no se equivoca siempre.

Lesbia estaba bastante turbada, mas no era mujer a quien arredraban las situaciones críticas; así es que entre ella y Mañara hubo un verdadero tiroteo de dichos agudos, risas y epigramas. Máiquez estaba cada vez más intranquilo.

– Esta es noche de suerte para mí – dijo D. Juan sacando un bolsillo de seda. – He estado en casa de la Primorosa, y allí he ganado cerca de dos mil reales.

Diciendo esto, vació el oro sobre la mesa.

– ¿Había allí mucha gente? – preguntó Amaranta.

– Mucha; mas la marquesita no pudo ir porque estaba con dolor de muelas. ¡Ah!, nos hemos divertido.

– Para Vd. – dijo Amaranta con verdadero ensañamiento en su malicia – no hay diversión allí donde no está Lesbia.

Ésta volvió a dirigir a su amiga colérica mirada.

– Por eso he venido.

– ¿Quiere Vd. seguir probando fortuna? – dijo mi ama. – La baraja, Gabriel; trae la baraja.

Hice lo que se me mandaba, y los oros, las espadas, los bastos y las copas se entremezclaron bajo los dedos del petimetre, que barajaba con toda la rapidez que da la experiencia.

– Sea Vd. banquero.

– Bien; ahí va.

Cayeron las primeras cartas: todos los personajes sacaron su dinero; fijáronse ansiosas miradas en los terribles signos, y comenzó el juego.

Por un momento no se oyeron más que estas breves y elocuentes frases: «¡Tres duros al caballo!… Yo no abandono a mi siete de espadas… Bien por el rey… Gané…, perdí… Diez a mí… Maldita sota!».

– Mala suerte tiene Vd. esta noche, Máiquez – dijo Mañara, recogiendo el dinero del actor, que ni una vez apuntaba sin perder cuanto ponía.

– ¡Y yo, qué buena! – dijo mi ama recogiendo sus monedas, que ascendían ya a una respetable cantidad.

– ¡Oh, Pepa; para Vd. es toda la suerte! – exclamó el banquero. – Pero dice el refrán: «Afortunado en el juego, desgraciado en amores».

– En cambio Vd. – dijo Amaranta – puede decir que es afortunado en ambos juegos. ¿Verdad, Lesbia?

Y luego, dirigiéndose a Isidoro, que perdía mucho, añadió:

– Para Vd., pobre Máiquez, sí que no se ha hecho aquel refrán; porque Vd. es desgraciado en todo. ¿Verdad, Lesbia?

El rostro de ésta se encendió súbitamente. Me pareció que la vi dispuesta a contestar con violencia a su amiga; pero se contuvo y la tempestad quedó conjurada por algún tiempo. El marqués perdía siempre, pero no paró de jugar mientras tuvo una peseta en su bolsillo. No así Máiquez, que una vez desvalijado, recibió un préstamo del banquero, y así siguió el juego hasta más de la una, hora en que comenzaron a hablar de retirarse.

– Debo a Vd. treinta y siete duros – dijo Máiquez.

– Y por fin – preguntó el petimetre, – ¿cuál es la función escogida para representarse en casa de la señora marquesa?

– Ya está acordado que sea Otello.

– ¡Oh!, me parece bien, amigo Isidoro. Me entusiasma Vd. en el papel de celoso – dijo Mañara.

– ¿Querría Vd. hacer el de Loredano? – preguntó el actor.

– No; es papel muy desairado. Además, no sirvo para el teatro.

– Yo le enseñaré a Vd.

– Gracias. ¿Ya ha enseñado Vd. a Lesbia su papel?

– Lo sabe perfectamente.

– Cuánto deseo que llegue esa noche – dijo Amaranta. – Pero diga Vd., Isidoro, si le ocurriera a usted un lance como el de Otello, si se viera engañado por la mujer que ama, ¿sentiría usted aquel terrible furor, sería capaz de matar a su Edelmira?

Esta flecha iba dirigida a Lesbia.

– ¡Quiá! – exclamó Mañara. – Eso no pasa nunca sino en el teatro.

– No mataría a Edelmira; pero sí a Loredano – repuso Máiquez con firmeza, clavando su enérgica mirada en el petimetre.

Hubo un momento de silencio, durante el cual pude advertir perfectamente las señales de la más reconcentrada rabia en el rostro de Lesbia.

– Pepa, no me has obsequiado esta noche – dijo Mañara. – Verdad es que he cenado; pero son las dos, hija mía.

Serví de beber al joven, y habiéndome retirado, oí desde fuera el siguiente diálogo. Mañara, alzando una copa llena hasta los bordes, dijo:

– Señores: brindo por nuestro querido Príncipe de Asturias: brindo porque la santa causa que representa tenga dentro de pocos días el éxito más completo: brindo por la caída del favorito y el destronamiento de los Reyes Padres.

– Muy bien – exclamó Lesbia aplaudiendo.

– Creo que estoy entre amigos – continuó el joven. – Creo que un fiel súbdito del nuevo Rey puede manifestar aquí sin recelo, alegría y esperanza.

– ¡Qué horror! Está Vd. loco. Prudencia, joven – dijo el diplomático escandalizado. – ¿Cómo se atreve Vd. a revelar?…

– Cuidado – dijo Lesbia con mucha viveza, – cuidado Sr. Mañara, está delante una confidenta de S. M. la Reina.

– ¿Quién?

– Amaranta.

– Tú también lo eres, y según dicen posees los secretos más graves.

– No tanto como tú, hija mía – dijo Lesbia sintiendo reponerse su osadía; – tú, que, según se asegura, eres hoy depositaria de todas las confianzas de nuestra amada soberana. Esto es una gran honra para ti.

– Seguramente – repuso Amaranta, dominando su cólera. – Sigo al lado de mi bienhechora. La ingratitud es vicio muy feo, y no he querido imitar el ejemplo de las que insultan a quien les ha favorecido. ¡Ah!, es muy cómodo hablar de las faltas ajenas para que no se fije la vista en las propias.

Lesbia, después de un momento de vacilación, iba a contestar. El diálogo tomaba alguna gravedad, y de seguro se habrían oído cosas bastante duras, si el diplomático, interviniendo con su tacto de costumbre, no hubiera dicho:

– Señoras, por Dios… ¿qué es esto? ¿No son ustedes íntimas amigas? ¿Una diferencia de opinión puede turbar el cielo purísimo de la amistad? Dense las manos, y bebamos todos el último vaso a la salud de Lesbia y Amaranta enlazadas en dulce y amorosa fraternidad.

– Estoy conforme; esta es mi mano – dijo Amaranta alargando la suya con gravedad.

– Ya hablaremos de esto – añadió Lesbia estrechando con desabrimiento las manos de la otra dama. – Por ahora seremos amigas.

– Bien: ya hablaremos de esto.

En aquel momento entré yo y la expresión del semblante de una y otra no me pareció indicar predisposiciones a la concordia. Con aquel desagradable incidente, que por fortuna no tomó proporciones, tuvo fin la tertulia, y la aparente reconciliación fue señal de partida. Levantáronse todos, y mientras el diplomático y Mañara se despedían de mi ama, Amaranta se llegó a mí con disimulo, acercó su boca a mi oído, y me dijo con una vocecita que parecía resonar dentro de mi cerebro:

– Tengo que hablarte.

Dejóme aturdido; pero mi sorpresa subió de punto un poco después, cuando acompañé a la comitiva por la calle, precediéndoles con un farol, según costumbre, porque en aquel tiempo el alumbrado público, si en alguna calle existía, era digno émulo de la oscuridad más profunda. Llegamos a la calle de Cañizares, a una suntuosa casa, que era la misma en cuyo sotabanco vivía Inés, aunque se subía por distinta escalera. En el patio de aquella casa, que era la del marqués diplomático, por mejor dicho, de su hermana, esperaban las literas que debían conducir a las dos damas a sus respectivas mansiones. Antes de entrar en la litera, Amaranta me llamó aparte, y díjome que al día siguiente fuese a buscarla a aquella misma casa, preguntando por una tal Dolores, que luego supe era doncella o confidenta suya, cuyo mandato me alegró mucho, porque en él vi el fundamento de mi fortuna.

Volví a casa apresuradamente, y encontré a mi ama muy agitada, paseando con precipitación en la estrecha sala, y departiendo consigo misma, como si no tuviera el juicio muy sano.

– ¿Observaste – me dijo – si Isidoro y Mañara disputaban por la calle?

– No reparé, señora – le respondí. – ¿Pues qué motivo tienen esos dos caballeros para enemistarse?

– ¡Ah!, no sabes cuán alegre estoy, Gabriel; estoy satisfecha – me dijo la González con extraviados ojos y tan febril inquietud, que me impuso miedo.

– ¿Por qué, señora? – pregunté. – Ya es hora de descansar, y Vd. parece necesitar descanso.

– No, tonto, yo no duermo esta noche – dijo. – ¿No sabes que yo no puedo dormir? ¡Ah, cuánto gozo considerando su desesperación!

– No entiendo a Vd.

– Tú no entiendes de esto, chiquillo; vete a acostar… Pero no, no, ven acá y escucha. ¿Verdad que parece castigo de Dios? El muy simple no conoce la víbora que tiene entre sus brazos.

– Creo que se refiere Vd. a Isidoro.

– Justo. Ya sabes que está enamorado de Lesbia. Está loco, como nunca lo ha estado. ¡Ah! Con todo su orgullo, ¡qué vilmente se arrastra a los pies de esa mujer! Él, acostumbrado a dominar, es dominado ahora, y su impetuoso amor servirá de diversión y chacota en el teatro y fuera de él.

– Pero me parece que el Sr. Máiquez es correspondido.

– Lo fue; pero los favores de Lesbia pasan pronto. ¡Oh! Bien merecido le está. Lesbia es la misma inconstancia.

– No lo hubiera creído en una persona tan simpática y tan linda.

– Con esa carita angelical, con su sonrisa inalterable y su aire de ingenuidad, Lesbia es un monstruo de liviandad y coquetería.

– Tal vez ese Sr. Mañara…

– Eso no tiene duda. Mañara es hoy el favorecido, y si habla con Isidoro es para divertirse a su costa, jugando con el corazón de ese desgraciado. Sí, el corazón de Isidoro está hoy como un ovillo de algodón entre las patas de una gata traviesa. ¿Pero no es verdad que le está bien merecido?… ¡Oh, rabio de placer!

– Por eso la Sra. Amaranta no cesaba de decir aquellas cosas… – indiqué, deseando que mi ama esclareciera mis dudas sobre muchos sucesos y palabras de aquella noche.

– ¡Ah! Lesbia y Amaranta, aunque vienen juntas aquí, se aborrecen, se detestan, y quisieran destruirse una a otra. Antes se llevaban muy bien; mas de algún tiempo a esta parte, yo creo que algo ocurrido en palacio es la causa de esta inquina que ha empezado hace poco y será una guerra a muerte.

– Bien se conoce que no se llevan bien.

– En palacio, según me han dicho, arden pasiones encarnizadas implacables. Amaranta es muy amiga de los Reyes Padres, mientras que Lesbia parece que es de las damas que más intrigan en el bando de los amigos del Príncipe de Asturias. Tan irritadas están hoy la una contra la otra, que ya no saben disimular el odio que se profesan.

– ¿Y es Amaranta mujer de tan mala condición como su amiga? – pregunté, deseando inquirir noticias de la que ya consideraba como mi protectora.

– Todo lo contrario – repuso. – Amaranta es una gran señora, tan discreta como hermosa, y de conducta intachable. Gusta de proteger a los desvalidos: su sensible y tierno corazón es inagotable para los menesterosos que necesitan de su ayuda; y como es poderosísima en la corte, porque su valimiento casi excede al de los mismos Reyes, el que tenga la dicha de caer en gracia, ya se puede considerar puesto en los cuernos de la luna.

– Ya me lo parecía a mí – dije muy contento por tan lisonjeras noticias.

– Espero que Amaranta – prosiguió mi ama con la misma calenturienta agitación, – me ayudará en mi venganza.

– ¿Contra quién? – pregunté alarmado.

– Creo que se ha aplazado la función de la marquesa – continuó sin atender a mi pregunta. – Nadie quiere hacer el desairado papel de Pésaro, y esto será ocasión de un lamentable retraso. ¿Querrás desempeñarlo tú, Gabriel?

– ¡Yo, señora!… no sirvo para el caso.

– Quedóse luego muy meditabunda, con el ceño fruncido y los ojos fijos en el suelo, y por fin volvió a su primer tema.

– Estoy satisfecha – dijo con esa hilaridad dolorosa, que indica las grandes crisis de la pasión. – Lesbia le es infiel, Lesbia le engaña, Lesbia le pone en ridículo, Lesbia le castiga… ¡Oh, Dios mío! Veo que hay justicia en la tierra.

Después, serenándose un poco, me mandó retirar, y cuando me hallé fuera, dejándola con su doncella, la sentí llorar con lágrimas francas y abundantes, que debían templar la irritación de su espíritu y poner calma en su excitado cerebro. A los consuelos y ruegos de su criada para que se retirase a descansar, no respondía más que esto:

– ¿Para qué me acuesto, si sé que no he dormir en toda la noche?

Retiréme a mi cuarto, que era un estrecho dormitorio donde jamás entraban ni en pleno día importunas luces. Me acosté bastante afligido al considerar la triste pasión de mi ama; pero estos pensamientos se enlazaron con otros relativos a mi propio estado, los cuales, lejos de ser tristes, alborozaban mi alma; y acompañado por la imagen de Amaranta que iluminaba mi mezquino asilo como un rayo de luna, me dormí profundamente pensando en la fábula de Diana y Endimión, que conocía por una de las estampas de la sala.

IX

Al despertar en la mañana siguiente, acudieron en tropel a mi pensamiento todas las ideas y las imágenes que me habían agitado la noche anterior. La inclinación hacia mi persona que suponía en Amaranta, me trastornaba el juicio como verá el amigo lector, si le cuento los disparates que dije y las locuras que imaginé en las reflexiones y monólogos de aquella mañana.

– No veo la hora – decía para mí – de presentarme a esa señora. No me queda duda de que le he caído en gracia, lo cual no es extraño, pues algunas personas me han dicho que no tengo mal ver. Como dice doña Juana, de hombres se hacen obispos, y quién sabe si a la vuelta de una media docena de añitos, me encuentro hecho en dos palotadas duque, conde o almirante, como otros que yo me sé y que deben lo que son a haber caído en gracia a esta o la otra persona. Hablemos claro, Gabriel. ¿No estás oyendo mentar todos los días a cierto personaje que antes era un pobre pelambrón, y ahora es todo cuanto puede ser un hombre? ¿Y todo por qué? Por la inclinación de una elevada señora. ¿Y quién dice que lo que puede pasar a un hombre no le pueda suceder a otro? Verdad es que el tal personaje es un gallardo mozo; pero yo bien sabido me tengo que no soy saco de paja, pues muchas personas me han dicho que les gusto, y que no puede negarse que tengo unos ojillos picarescos, capaces de trastornar a todo el sexo femenino. Ánimo, Sr. Gabrielito. Mi ama ha dicho que Amaranta es la mujer más poderosa de toda la corte, y quién sabe si será de sangre real. ¡Oh, divina Amaranta! ¿Qué haré para merecerte? Por supuesto, que si llego a verme desempeñando esos elevados cargos, juro por Dios y mi salvación, que he de ser el hombre más formal que jamás haya gobernado en el mundo: a buen seguro que nadie me acuse, como acusan al otro, de haber hecho tantas picardías. Lo que es eso… yo tendré las cosas bien arregladitas, y en mi persona no gastaré sino lo muy preciso. Lo primero que voy a disponer es que no haya pobres, que España no vuelva a unirse con Francia, y que en todas las plazuelas de España se fije el precio de los comestibles, para que los pobres compren todo muy barato. Veremos si sé yo mandar o no sé… ¡y que tengo un geniecillo! Como no hagan lo que mando, nada, nada… no me andaré con chiquitas. Al que no obedezca, cortarle la cabeza y se acabó… así andarán todos derechos como un huso. Y lo dicho dicho. Nada con los franceses. Napoleón que se entienda solo; nosotros haremos lo que nos dé la gana, y que no me busquen el genio, porque yo tengo muy malas moscas… ¡Oh!, si esto sucediera, cómo se había de alegrar la pobre Inés: entonces sí que no repetiría lo de la tortuga y del águila. Se me figura que Inés es [103] algo corta de alcances; sin embargo, es tan buena que la amaré siempre… pero debo amar a Amaranta… pero ¿cómo puedo dejar de amar a Inés?… Pero es preciso que adore sobre todas las cosas a Amaranta… pero Inés es tan sencilla, tan buena, tan… pero Amaranta me subyuga, me fascina, me vuelve loco… pero Inés… pero Amaranta

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Esto decía yo, despeñado como corcel salvaje, por los derrumbaderos de mi fantasía; y ya habrá observado el lector que, al suponerme amado por una mujer poderosa, mis primeras ideas versaron sobre mi engrandecimiento personal, y el ansia de adquirir honores y destinos. En esto he reconocido después la sangre española. Siempre hemos sido los mismos.

Levanteme, cogí el cesto para ir a la compra, y cuando recorría los puestos de la plazuela regateando las patatas y las coles, consideré cuán inconveniente y deshonroso era que se ocupase en tan bajos menesteres un joven destinado a ser dentro de algún tiempo generalísimo de los ejércitos de mar y tierra, gran almirante, ministro, y quién sabe si rey de algún reinito chico que le caería por chiripa en los repartos europeos.

Dejando aparte por ahora lo que se refiere a mi persona, voy a dar una idea de la opinión pública en aquellos días, con motivo de los sucesos políticos. En la plazuela advertí que se hablaba del asunto, y por las calles las personas se paraban preguntándose noticias, y regalándose mutuamente las mentiras de que cada cual era forjador o inocente vehículo. Yo hablé del caso con varias personas conocidas, y voy a copiar imparcialmente el parecer de algunas, pues siendo las más de diversa condición y capacidad, el conjunto de sus observaciones puede ofrecer exactamente una muestra del pensamiento público.

Un hortera de ultramarinos, que era nuestro abastecedor y hombre muy aficionado a mover la sin hueso, me pareció más alegre que de ordinario y en extremo jovial con sus parroquianos.

– ¿Qué nuevas corren por ahí? – le pregunté.

– ¡Oh!, grandes nuevas. Los franceses han entrado en España. Yo estoy contentísimo.

Luego, bajando la voz, dijo con semblante risueño:

– ¡Van a conquistar a Portugal! Es para volverse loco de alegría.

– Hombre, no lo entiendo.

– ¡Ah! Gabrielillo: tú como eres un pobre chico, no entiendes estas cosas. Ven acá, mentecato. Si conquistan a Portugal, ¿para qué ha de ser sino para regalárselo a España?

– ¿Y un reino se conquista y se regala como si fuera una libra de nísperos, señor de Cuacos?

– Pues es claro. Napoleón es un hombre que me gusta. Quiere mucho a España, y se desvive por hacernos felices.

– Vaya con el hombre. ¿Y nos quiere por nuestra linda cara o porque le conviene, para sacarnos dinero, barcos, tropas, y cuanto le da [105] la gana? – dije yo, cada vez más resuelto a romper con Francia, cuando fuese ministro.

– Nos quiere porque sí, y sobre todo ahora va a quitar de en medio al señor Godoy, que ya nos tiene hasta el tragadero.

– ¿Querrá Vd. decirme qué es lo que ha hecho ese caballero para que todos le quieran tan mal?

– ¡Bicoca!, ahí es nada lo del ojo. ¿No sabes que es un embustero, atrevido, lascivo, tramposo y enredador? Ya sabemos todos a qué debe su fortuna, y la verdad es que la culpa no la tiene él, sino quien lo consiente. Ya sabes tú que vende los destinos, ¡y de qué manera! Los que tienen mujer guapa o hija doncella son los que consiguen de Su Alteza cuanto solicitan. Pues ahora trata de que se vayan a América los príncipes para quedarse él de rey de España… Pero no echó muy bien las cuentas, y a lo mejor se presenta Napoleón para desbaratar sus planes… Sabe Dios lo que ocurrirá dentro de algunos días: yo creo que Napoleón, como amigo y admirador que es de nuestro gran Príncipe de Asturias, nos lo va a poner en el trono, sí señor… y el Rey Carlos, con la buena pieza de su mujer, se irá a donde mejor le convenga.

No hablemos más del asunto. Entré luego en la tienda de doña Ambrosia, a comprar un poco de seda que me había encargado la doncella, y vi tras el mostrador a la grave tendera, acariciando su gato, sin dejar por eso de atender a la conversación entablada entre D. Anatolio, el papelista de la acera de enfrente, y el abate D. Lino Paniagua, que estaba escogiendo unas cintas verdes y azules.

– No le quede a Vd. duda, señora doña Ambrosia – decía el papelista; – de esta vez nos veremos libres del choricero.

– No puede ser menos – contestó la tendera – sino que alguna buena alma ha ido a Francia y le ha contado a ese bendito emperador todas las picardías que aquí hace Godoy, por lo cual éste ha mandado un ejército entero para quitarle de en medio.

– Pues con perdón de Vds. – dijo el abate Paniagua alzando la vista, – yo que frecuento la sociedad de etiqueta, puedo asegurar que las intenciones de Napoleón son muy distintas de lo que se cree vulgarmente. Napoleón no manda sus tropas contra Godoy, sino para Godoy; porque han de saber Vds. que en un tratado secreto (y esto lo digo con reserva) se ha convenido echar de Portugal a los Braganzas, y repartirse aquel reino entre tres personas, de las cuales una será el Príncipe de la Paz.

– Eso se dijo hace tiempo – observó con desdén D. Anatolio; – pero ahora no se trata de tal reparto. La verdad pura y neta es que Napoleón viene a quitar el Portugal a los ingleses, lo cual está muy retebién hecho; sí señor.

– Pues a mí me han dicho – añadió doña Ambrosia, – que lo que quiere Godoy es mandar al Príncipe a América con sus hermanos, para quedarse él solito de rey de España. Eso no lo habíamos de consentir. ¿Verdá usté D. Anatolio? – Miren qué ideas de hombre. Pero ¿qué se puede esperar de quien está casado con dos mujeres?

– Y creo que las dos se sientan con él a la mesa, una a la derecha y otra a la izquierda – dijo don Anatolio.

– Por Dios, hablemos bajo – indicó con timidez D. Lino Paniagua. – Esas cosas no deben decirse.

– Nadie nos oye, y sobre todo… Si van a poner a la sombra a cuantos hablan de estas cosas, pronto se quedará Madrid sin gente.

– Verdad – dijo Ambrosia bajando la voz. – Mi difunto esposo, que santa gloria haya, y era el hombre de más verdad que ha comido nabos en el mundo, aseguraba… (y crean Vds. que lo sabía de buena tinta) que cuando el choricero quiso que el consejo de Estado habilitase a la Reina para ser regenta… pues, no sé si me explico… era porque tenían el proyecto de despachar para el otro barrio a mi señor D. Carlos; de modo que…

– ¡Qué abominaciones se dicen hoy! – exclamó el abate.

– Como que es la pura verdad – dijo don Anatolio.

– Yo también lo supe por persona que estaba en el ajo.

– Pero esto no se dice, señores, esto se calla – respondió Paniagua. – Yo, francamente, no gusto de oír tales cosas. Me da miedo; y si llega a oídos del señor Príncipe de la Paz, figúrense Vds. qué disgusto.

– Como no nos ha dado prebendas, ni le pedimos congruas…

– En fin, despácheme Vd., señora doña Ambrosia, que tengo prisa. Esas cintas verdes son de etiqueta; pero lo que es las azules, no me atrevo a presentárselas a la señora condesa de Castro-Limón.

Despacharon al abate, y luego a mí, con más presteza de la que habría querido, pues de buen grado me hubiera detenido más para oír los comentarios políticos que tanto me agradaban. Ya iba derecho a casa, cuando acerté a tropezar con el reverendo padre Fray José Salmón, de la orden de la Merced, el cual era un sujeto excelente que visitaba a doña Dominguita (la abuela de mi ama), con tanta frecuencia como exigían el arte de Hipócrates y el piadoso anhelo de bien morir; pues para administrar lo primero y preparar el ánima a lo segundo era un águila el buen mercenario Salmón, a quien sólo faltaba una o en su apellido para llamarse como el portento de la sabiduría. Detúvose en medio de la calle, e interpelándome con su acostumbrada afabilidad y cortesía, dijo:

– ¿Y esa incomparable doña Dominga, cómo está? ¿Qué tal efecto te ha hecho el cocimiento de cáscaras de frambuesa, o sea, tetragonia ficoide, que llama Dioscórides?

– ¡Magnífico efecto! – respondí, aunque estaba en completa ignorancia del asunto.

– Ya le llevaré esta tarde unas pildoritas… – prosiguió – con las cuales o yo no soy el padre Salmón de la orden de la Merced, o esa señora ha de recobrar la agilidad de sus piernas… Pero chico: qué buenas peras llevas ahí – añadió metiendo la mano en el cesto y sacando la fruta indicada. – Tú tienes buena mano derecha para comprar peras.

Y acto continuo se la guardó, después de olerla, en la manga del luengo hábito, sin pedir permiso para ello, pues aunque siguió hablando, fue para añadir lo siguiente:

– Dile que iré esta tarde por allá a contarle las grandes novedades que ocurren en España.

– Vd. que sabe tanto – dije impulsado por mi curiosidad, – ¿podrá explicarme a qué vienen esos ejércitos franceses?

– Si tú tuvieras la mitad del talento que yo tengo – repuso, – te pondrías al tanto de las diversas razones que me hacen estar alegre considerando la llegada de esos señores. ¿Por ventura no sabes que Napoleón fue quien restableció el culto en Francia, después de los horrores y herejías de la revolución? ¿No sabes también que entre nosotros no falta algún endiablado personaje en cuya mente bullen atrevidos proyectos contra la Iglesia? Pues sabiendo esto, ¿a quién no se alcanza que el objeto de la entrada de esos ejércitos no es ni puede ser otro que dar merecido castigo al insolente pecador, al polígamo desvergonzado, al loco enemigo de los derechos eclesiásticos?

– Luego ese Sr. Godoy ¿no sólo es un bribón, y un acá y un allá, sino que también es enemigo de la religión y los religiosos? – pregunté asombrado de ver cómo aumentaba el capítulo de culpas del favorito. [110]

– Sin duda – dijo el fraile. – Y si no, ¿qué nombre tiene el proyecto de reformar las órdenes mendicantes, quitándoles la vida conventual y obligando a esos buenos religiosos a servir en los hospitales generales? También agita en su diabólica mente el proyecto de sacar de las granjas que nos pertenecen lo necesario para fundar unas a modo de escuelas de agricultura; que sabe Dios lo que serán las tales escuelitas. ¡Oh! Y si fuera cierto lo que se dice – añadió alargando la mano para hacer segunda exploración en mi cesto; – si fuera cierto lo que se dice respecto a la enajenación de parte de los bienes que ellos llaman de manos muertas… Pero no nos ocupemos de esto, que más bien causa risa que indignación, y fijemos la vista en el astro de las Galias que cual divino campeón viene a libertarnos de la tiranía de un necio valido, poniendo en el trono al augusto príncipe en cuya sabiduría y prudencia fiamos.

Al concluir esto había trasportado desde mi cesto a las mangas de su hábito otra pera y hasta media docena de ciruelas, dando después rienda suelta a los encomios de mi destreza en el comprar. Yo me apresuré a separarme de un interlocutor que me salía tan caro, y le di los buenos días, renunciando a las lecciones de su sabiduría.

No había sacado en limpio gran cosa, ni disipado mis dudas, sobre lo que hoy llamaríamos la situación política, y lo único que vi con alguna claridad fue la general animadversión de que era objeto el Príncipe de la Paz, a quien se acusaba de corrompido, dilapidador, inmoral, traficante de destinos, polígamo, enemigo de la Iglesia, y, por añadidura de querer sentarse en el trono de nuestros Reyes, lo cual me parecía el colmo de la atrocidad. También vi de un modo clarísimo que todas las clases sociales amaban al Príncipe de Asturias, siendo de notar, que cuantos anhelaban su próxima elevación al trono, fiaban tal empresa a la amistad de Bonaparte, cuyos ejércitos estaban entrando ya en España para dirigirse a Portugal.

Volvía a la plazuela para reponer las bajas hechas en el cesto por su paternidad, y allí encontré… ¿no adivinan Vds. a quién? El infeliz, acompañado de su hija Joaquinita, a quien natura había hecho poetisa entre dos platos, se ocupaba en comprar al fiado no sé que piltrafas y miserables restos, que eran su ordinario alimento. Él pedía las cosas, la jorobadilla se las regateaba, y entre los dos cargaban la ración, cuyo peso no hubiera fatigado a un niño de cinco años. La miseria había pintado sus más feos rasgos en el semblante de la hija y del padre, el cual era tan flaco y amarillo, que se dudaba cómo podía existir y moverse cuerpo tan endeble, no siendo galvanizado por el misterioso fluido del numen poético. ¿Necesito nombrarle? Era Comella.

– ¡Sr. D. Luciano, Vd. por aquí! – dije saludándole con mucho afecto, porque aquel hombre me inspiraba la más viva compasión.

– ¡Ah, Gabriel! – contestó, – ¿y Pepita y doña Dominga? Tiempo hace que no las veo. Pero ya saben que aunque no las visito, porque el trabajo me lo impide, les estoy muy agradecido.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
260 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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