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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La corte de Carlos IV», sayfa 7

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Como prueba de mi modestia, no he vacilado en copiar el diálogo con Inés, que me favorece tan poco, atreviéndome a esperar que si el lector no me adorase romántico, podrá apreciarme sincero. Hagamos, pues, las paces y continuaré la narración en el mismo punto en que la dejé; y es que habiendo espetado las palabras referidas y aun algunas más, hijas de mi estólida vanidad, dejé a Inés, creyendo que debía buscar interlocutor más conforme a la alteza y sublimidad de mis pensamientos. Inés no me dijo una palabra más, y yo, atraído por los alegres sones de la flauta tocada por D. Celestino, fui a buscarle a su cuarto, y con las manos juntas atrás, y el aire de persona protectora, le hablé así:

– ¿Cómo van esos asuntos, señor mío?

– ¡Oh, divinamente! – contestó con su optimismo de siempre. – Al fin se me hará justicia, y según me ha dicho esta mañana el oficial de la secretaría, no puede pasar de la semana que viene.

– Me parece que a Vd. no le vendría mal un arciprestazgo de buena renta o cosa así… Dígolo, porque aunque a Vd. le sorprenda, tal vez exista alguna persona que se lo pueda conseguir.

– ¿Quién, hijo mío, quién, a no ser mi paisano y amigo el Serenísimo Príncipe de la Paz?

– En donde menos se piensa salta una liebre… Ya veremos, ya veremos – dije yo haciendo todo lo posible para que la expresión de mi semblante fuera la más misteriosa y grave.

Quedóse aturdido con mis palabras, y volví al lado de Inés, de quien no quería despedirme dejándola enojada. Con gran sorpresa mía, la muchacha no conservaba enfado alguno, y me habló con aquella incomparable (27) ecuanimidad que siempre fue su principal atractivo. Despedime prometiendo que la recordaría siempre, y ella se mostró tan afable, tan cariñosa como si nada hubiera pasado. Su espíritu, cuya elevación y superioridad desconocía yo entonces, confiaba firmemente sin duda en mi pronta vuelta.

A los dos días mi ama me dijo que había convenido con Amaranta en que yo pasara a servir a ésta. Arreglé mi pequeño ajuar, y fui a la casa de mi nueva dueña. Allí me pusieron una librea, y subiendo al coche de la servidumbre, el cual seguía a otro ocupado por la marquesa y su hermano el diplomático, emprendí el camino del Escorial, a donde llegamos por la noche.

XII

Como al llegar al Escorial nos encontrarnos sorprendidos por la noticia de gravísimos acontecimientos, no estará demás que mencione lo que por el camino me contó el mayordomo de la marquesa, pues a sus palabras dio profético sentido lo que ocurrió después.

– Me parece que en el Real Sitio pasa algo que va a ser sonado – me dijo. – Esta mañana se decía en Madrid… Pero lo que haya lo hemos de saber pronto, pues dentro de tres horas y media si Dios quiere daremos fondo en la Lonja.

– ¿Y qué se decía en Madrid?

– Allí todos quieren al Príncipe y aborrecen a los Reyes Padres, y como parece que sus majestades se han propuesto mortificar al muchacho, apartándole de su lado… Eso yo lo he visto, y el Príncipe tiene una cara que da compasión… Se dice que sus padres no le quieren, lo cual está muy mal hecho: a mí me consta que ni una sola vez le lleva el rey a las cacerías, ni le sienta a la mesa, ni le muestra aquel cariño que parece natural en un buen padre.

– ¿Será que el Príncipe anda metido en conspiraciones y enredos? – dije.

– Ello bien pudiera ser. Según oí la semana pasada en el Real Sitio, el Príncipe se da unas encerronas que ya ya… no habla con nadie, está como quien ve visiones, y se pasa las noches en vela. Con esto la Corte andaba muy alarmada, parece que acordaron vigilarle hasta averiguar lo que traía entre manos.

– Pues ahora caigo en que me dijeron que el Príncipe era algo literato, y se pasaba las noches traduciendo del francés o del latín, que esto no lo recuerdo bien.

– Sí, en el Escorial se cree eso; pero sabe Dios… Hay quien asegura que lo que el Príncipe trae entre manos es cosa gorda; que las tropas de Napoleón que han entrado en España, lo que menos piensan es guerrear con Portugal, y parece que vienen a apoyar a los partidarios del Príncipe.

– Esas son patrañas; quizás el pobre Fernandito no piensa más que en traducir sus libros…

– Parece que el que tradujo hace poco no gustó a los papás, porque hablaba de no sé qué revoluciones, y ahora está con otro: como no sea alguna endiablada tramoya para pescar el trono…

Así continuó poco más o menos nuestra conversación hasta que llegamos al Real Sitio. El diplomático y su hermana se apearon de su coche, y nosotros del nuestro. Como los dos viajeros debían aposentarse en palacio y en las habitaciones de Amaranta, que ya había llegado el día anterior, desde luego el mayordomo nos encaminó allá haciéndonos recorrer medio mundo en escaleras, galerías, patios y pasillos. Todo indicaba que ocurría algo extraordinario en la regia morada, porque se veía por los pasillos y salas de tránsito más gente de la que acostumbraba estar en pie a tal hora, que era la de las diez. Preguntó la marquesa; mas le contestaron de un modo tan vago, que nada pudo sacar en claro.

Instalados en las habitaciones de mi ama, donde me ocupé en acomodar los equipajes, según las órdenes que se me daban, al poco rato entró Amaranta tan inmutada, que fue preciso aguardar un poco para que, repuesta de su zozobra, pudiese explicar lo que pasaba.

– ¡Ay! – exclamó, cediendo a las reiteradas preguntas de sus tíos; – lo que pasa es terrible. ¡Una conjuración, una revolución! ¿En Madrid no ocurría nada cuando Vds. salieron?

– Nada; todo estaba tranquilo.

– Pues aquí… Es una cosa tremenda, y quién sabe si estaremos vivos mañana.

– Pero hija, dínoslo claramente.

– Parece que se ha descubierto que querían asesinar a los Reyes; todo estaba preparado para un movimiento en palacio.

– ¡Qué horror! – exclamó el diplomático. – Bien decía yo que bajo la capita de servidores del Rey se escondían aquí muchos jacobinos.

– No es nada de jacobinos – continuó mi ama. – Lo más extraño es que el alma de la conjuración es el príncipe de Asturias.

– No puede ser – dijo la marquesa, que era muy afecta a S. A.. – El Príncipe es incapaz de tales infamias. Justo y cabal, lo que yo decía. Sus enemigos han ideado perderle por la calumnia, ya que no lo han conseguido por otros medios.

– Pues la revolución preparada, que por lo que dicen, iba a ser peor que la francesa – prosiguió Amaranta – se ha fraguado en el cuarto del Príncipe, a quien se han encontrado unos papelitos que ya… Dícese que están complicados el canónigo D. Juan de Escóiquiz, el duque del Infantado, el conde de Orgaz y Pedro Collado, el aguador de la fuente del Berro, hoy criado del Príncipe.

– Creo que tú, sobrina – dijo el marqués ofendido de que mi ama contase cosas que él no sabía, – te dejas arrastrar por tu impresionable imaginación. Tal vez lo que ocurre no tenga importancia alguna, y pueda yo esclarecerlo con datos y noticias de índole muy reservada que se me han trasmitido de cierta parte que debo callar.

– Yo contaré lo que me han dicho. Desde algún tiempo llamaba la atención que el Príncipe pasase las noches encerrado en su cuarto sin compañía, aunque los Reyes creían que se ocupaba en traducir un libro francés. Pero ayer se encontró S. M. en su cuarto una carta cerrada, cuyo sobre no tenía más que estas palabras: luego, luego luego. Abrióla el Rey, y leyó un aviso sin firma, en que le decían: «Cuidado, que se prepara una revolución en palacio. Peligra el trono y la reina María Luisa va a ser envenenada.»

– ¡Jesús, María y José! – exclamó la marquesa, que como mujer nerviosa estuvo a punto de desmayarse. – Pero, ¿qué demonio del infierno se ha metido en el Escorial?

– Figúrense Vds. cómo se quedaría el pobre Rey. Al punto sospecharon del Príncipe y decidieron ocuparle sus papeles. Dudaron mucho tiempo sobre el modo de hacerlo; pero al fin el Rey se decidió a reconocer él mismo en persona el cuarto de su hijo. Fue allá con pretexto de regalarle un tomo de poesías, y según dicen, Fernando se turbó de tal modo al verle entrar, que descubrió con su mirar medroso y azorado el sitio en que estaban los papeles. El Rey los cogió todos, y parece que padre e hijo se dijeron algunas cosas un poco fuertes; después de lo cual, Carlos salió indignado ordenándole que permaneciese en su cuarto sin recibir a persona alguna… Esto fue ayer; en seguida vino el ministro Caballero, y entre él y los Reyes examinaron los papeles. No sabemos lo que pasó en esta conferencia; pero debió de ser cosa fuerte, porque la reina se retiró a su cuarto llorando. Después se dijo que los papeles encontrados en poder del Príncipe contenían la clave de terribles proyectos, y según afirmó Caballero después de hablar con los Reyes, el Príncipe Fernando debía ser condenado a muerte.

– ¡A muerte! – exclamó la marquesa. – Pero – ¡esa gente está loca! ¡Condenar a muerte a todo un Príncipe de Asturias!

– No hay que apurarse todavía – dijo el diplomático con su acostumbrada suficiencia. – Tal vez se nos muestren esos papeles para saber nuestro dictamen, y haremos luminoso estudio de todos ellos para resolver lo que convenga.

– Pero ¿no se sabe lo que contenían esos papeles? – preguntó la marquesa.

– Se cuentan tantas cosas en palacio, que no se sabe la verdad. La reina no nos ha dicho nada, y ha pasado toda la noche a lágrima viva, lamentándose de la ingratitud de su hijo. También dice que no permitirá que se le persiga, porque él no tiene la culpa de lo que ha hecho, sino esos dos o tres pícaros ambiciosos que le rodean.

– Dejémonos de anticipar juicios sobre estos sucesos – dijo el marqués. – Ya lo averiguaré yo todo, y sabré si es un complot de los enemigos del Príncipe o simplemente una verdadera y efectiva conjuración; mas cuando yo lo sepa, guárdense Vds. de preguntarme, pues ya conocen mis ideas…

– Parece que han decidido formar causa para averiguar quiénes son los delincuentes – continuó Amaranta, – y esta noche va el Príncipe a declarar a la Cámara regia.

A este punto llegaban de tan interesante conversación, cuando sentimos cierto rumor como de gente que se agolpaba en sitio cercano a la habitación en que estábamos. Como no tenía gran cosa que hacer cerca de mi ama, y además la curiosidad me llamaba fuera, salí, bajé una escalera y halléme en una anchurosa pieza tapizada, que correspondía por ambos lados a otras de igual tamaño y parecidos adornos. Recorrí dos o tres siguiendo la dirección de las personas que se encaminaban a un lugar determinado, y no vi nada digno de llamar la atención más que algunos grupos de palaciegos que cuchicheaban por lo bajo con mucho calor.

Yo me enorgullecía de encontrarme en palacio, creyendo que sólo por el contacto del suelo que pisaban mis pies, tenía nuevos títulos a la consideración del género humano; y como cuantos llevamos la generosa sangre española en nuestras venas, somos propensos a la fatuidad, no pude menos de creerme un verdadero y genuino personaje, y hubiera deseado encontrar al paso a alguno de mis antiguos conocimientos de Madrid o Cádiz para mostrarle en gestos y palabras el convencimiento de mi respetabilidad. Felizmente no conocí alma de Dios entre tanta gente y me libré de ponerme en ridículo.

Encontrábame en aquella larga serie de habitaciones tapizadas que, recorriendo toda la extensión de palacio por la parte interior, sirve de lazo de unión a las moradas regias, cuyas luces se abren en la fachada oriental del inmenso edificio. Seguí la dirección de los demás sin reparar si debía aventurar mis pasos por aquellos sitios, mas como nadie me dijo nada, continué muy impávido. Las salas estaban débilmente alumbradas, y en la dulce penumbra las figuras de los tapices, parecían sombras detenidas en las paredes, o débiles reflejos luminosos enviados por escondido foco sobre el oscuro fondo de las cámaras. Paseé mi vista por aquella multitud de figuras mitológicas, con cuya desnudez provocativa se habían adornado las negras murallas construidas por Felipe, y ya consagraba mi atención a contemplarlas, cuando pasó la extraña procesión de que voy a dar cuenta.

El Príncipe de Asturias, a quien se había comenzado a instruir sumaria por el delito de conspiración, volvía de la Cámara real, donde acababa de prestar declaración. No olvidaré jamás ninguna de las particularidades de aquella triste comitiva, cuyo desfile ante mis asombrados ojos, me impresionó vivísimamente aquella noche, quitándome el sueño. Iba delante un señor con un gran candelero en la mano, como alumbrando a todos, y para esto lo llevaba en alto, aunque tan poca luz servía sólo para hacer brillar los bordados de su casacón de gentil-hombre. Luego seguían algunos guardias españoles, tras de ellos un joven en quien al instante reconocí no sé por qué al Príncipe heredero. Era un mozo robusto y de temperamento sanguíneo, de rostro poco agradable, pues la espesura de sus negras cejas y la expresión singular de su boca hendida y de su excelente nariz le hacían bastante antipático, por lo menos a mis ojos. Iba con la vista fija en el suelo, y su semblante alterado y hosco indicaba el rencor de su alma. A su lado iba un anciano como de sesenta años, y al principio no comprendí que pudiera ser el Rey Carlos IV, pues yo me había figurado a este personaje como un hombrecito enano y enteco, siendo lo cierto que tal como le vi aquella noche era un señor de mediana estatura, grueso, de rostro pequeño y encendido, y sin rasgo alguno en su semblante que mostrase las diferencias fisonómicas establecidas por la Naturaleza entre un Rey de pura sangre y un buen almacenista de ultramarinos.

En los personajes que le acompañaban, y eran, según después supe, los ministros y el gobernador interino del Consejo, me fijé más que en la real persona, y después daré a conocer a alguno de aquellos esclarecidos varones. Cerraba, por último, la procesión el zaguanete de la guardia española, y nada más. Mientras pasó la comitiva, sepulcral silencio reinó en todo el tránsito, y tan sólo se oyeron las pisadas que se perdían de cámara en cámara hasta llegar a las que formaban el cuarto de Su Alteza. Cuando entraron en éste la cháchara comenzó de nuevo entre los circunstantes, y vi a Amaranta, que habiendo salido a buscarme, hablaba con un caballero vestido de uniforme.

– Creo que al declarar – dijo el caballero, – Su Alteza ha estado un poco irreverente con el Rey.

– ¿De modo que está preso? – preguntó Amaranta con gran curiosidad.

– Sí, señora. Ahora quedará detenido en su cuarto con centinelas de vista. Vea Vd., ya salen. Deben haberle recogido su espada.

La comitiva volvió a pasar sin el Príncipe, y precedida del gentil-hombre con el candelabro que iba abriendo camino. Cuando el Rey y sus ministros se alejaron, los palaciegos que habían salido a las galerías, fueron desapareciendo también en sus respectivas madrigueras, y por mucho tiempo no se oyó más que el violento cerrar de multitud de puertas. Se apagaron las pocas luces que alumbraban tan vastos recintos, y las hermosas figuras de los tapices se desvanecieron en la oscuridad, como fantasmas a quienes el canto del gallo llama a sus ignotas moradas.

Yo subí con mi ama a nuestro departamento, y me asomé por una de las ventanas que caían hacia el interior, para reconocer como de costumbre, el sitio en que estaba. Era oscurísima la noche y no vi más que una masa negra e informe de la cual se destacaban altos tejados, cúpulas, torres, chimeneas, paredones, aleros, arbotantes y veletas que desafiaban el firmamento como los topes de un gran navío. Tal imponente vista causaba cierto terror al espíritu, despertando meditaciones que se mezclaban a las sugeridas por lo que acababa de ver; mas no pude ocuparme mucho en trabajos del pensamiento, porque un sutilísimo ruido de faldas, y un ligero ce ce con que se me llamaba, me hizo volver la cabeza, y apartarme de la ventana.

La transición fue extremadamente brusca, cuando distrayéndome de la sombría perspectiva exterior, apareció ante mis ojos la figura de Amaranta y su celestial sonrisa. Reinaba profundo silencio: el marqués diplomático y su hermana se habían retirado. Amaranta había cambiado su traje de camino por una vestidura blanca y suelta que aumentaba su hermosura, si su hermosura fuera susceptible de aumento. Cuando me llamó, aún no se había apartado su doncella; pero ésta salió sin tardanza, y luego nuestra seductora dueña, cerrando por sí misma la puerta que daba a la galería, me hizo señas para que me acercase.

XIII

– No olvides lo que me has jurado – dijo sentándose. – Yo confío en tu fidelidad y en tu discreción. Ya te dije que me parecías un buen muchacho, y pronto llegará la ocasión de probármelo.

No recuerdo bien las vehementes expresiones con que juré mi fidelidad; mas debieron ser muy acaloradas y aún creo que las acompañé con dramáticos gestos, porque Amaranta sonrió mucho y me recomendó que convenía fuera menos fogoso. Después continuó así:

– ¿Y no deseas volver al lado de la González?

– Ni al lado de la González, ni al lado de todos los reyes de la tierra – contesté, pues mientras viva no pienso apartarme del lado de mi ama querida, a quien adoro.

Si mal no recuerdo, me puse de rodillas ante el sillón en que Amaranta reposaba con seductora indolencia; pero ella me hizo levantar, diciéndome que debía pensar en volver a casa de mi antigua ama, aunque continuara sirviendo a la nueva con toda reserva. Esto me pareció algo misterioso e incomprensible; pero no insistí en que lo esclareciera por no parecer impertinente.

– Haciendo lo que te mando – continuó – puedes estar vivir seguro de que te irá bien en el mundo. ¡Y quién sabe, Gabriel, si llegarás a ser persona de condición y de fortuna! Otros con menos ingenio que tú se han convertido de la mañana a la noche en verdaderos personajes.

– Eso no tiene duda, señora. Pero yo he nacido en humilde cuna, yo no tengo padres, yo no he aprendido más que a leer, y eso muy mal, en libros que tengan letras como el puño, y apenas escribo más que mi firma y rúbrica en la cual hago más rasgos que todos los escribanos del gremio.

– Pues es preciso pensar en tu educación: el hombre debe ilustrarse. Yo me encargo de eso. Pero será con la condición de que ha de servirme fielmente; no me canso de repetírtelo.

– En cuanto a mi lealtad no hay más que hablar. Pero entéreme usía de cuáles son mis obligaciones en este nuevo servicio – dije anhelando que satisficiera mi curiosidad respecto a lo que tenía que hacer para hacerme acreedor a tantas bondades.

– Ya te lo iré diciendo. Es cosa difícil y delicada: pero confío en tu buen ingenio.

– Pues ya anhelo prestar a usía esos servicios tan difíciles y delicados – contesté con todo el énfasis de mi bullicioso carácter. – No seré un criado, seré un esclavo pronto a obedecer a usía, aunque pierda en ello la vida.

– No se necesita perder la vida – dijo sonriendo. – Basta con un poco de vigilancia; y sobre todo teniendo completa adhesión a mi persona, sacrificándolo todo a mi deseo y no viendo más que la obligación de satisfacer mi voluntad, te será fácil cumplir.

– Pues estoy impaciente, deshecho por empezar de una vez.

– Ya te enterarás con más calma. Esta noche tengo que escribir muchas cartas… Y ahora que recuerdo; vas a empezar a cumplir lo que espero de ti, respondiéndome a varias preguntas cuya contestación necesito para escribir. Dime, ¿Lesbia solía ir a tu casa sin ser acompañada por mí?

Me quedé perplejo al oír una pregunta que me parecía tan lejos del objeto de mi servicio, como el cielo de la tierra. Pero recogí mis recuerdos y contesté:

– Algunas veces, aunque no muchas.

– ¿Y la viste alguna vez en el vestuario del teatro del Príncipe?

– Eso sí que no lo recuerdo bien, y por tanto no puedo jurar que la vi, ni tampoco que no la vi.

– No tiene nada de particular que la hayas visto, porque Lesbia no se mira mucho para ir a semejantes sitios – dijo Amaranta con mucho desdén.

Después de una pausa en que me pareció muy preocupada, continuó así:

– Ella no guarda las conveniencias, y fiada en las simpatías que encuentra en todas partes por su gracia, por su dulzura y por su belleza… aunque la verdad es que su belleza no tiene nada de particular.

– Nada absolutamente de particular – añadí yo adulando la apasionada rivalidad de mi ama.

– Pues bien – dijo, – ya me enterarás despacio de esta y otras cosas que necesito saber. Lo primero que te recomiendo es la más absoluta reserva, Gabriel. Espero que estarás contento de mí y yo de ti, ¿no es verdad?

– ¿Cómo podré pagar a usía tantos beneficios? – exclamé con la mayor vehemencia. – Creo que voy a volverme loco señora, y me volveré de seguro. Yo no puedo menos de desahogar mi corazón, mostrando los sentimientos que lo llenan desde el instante en que usía se dignó poner los ojos en mí. Y ahora cuando usía me ha dicho que va a hacer de mí un hombre de provecho, y a ponerme en disposición de ocupar puesto honroso en el mundo, estoy pensando que aunque viva mil años adorando a mi bienhechora, no le pagaré tantos favores. Yo tengo deseos muy fuertes de ser un hombre como algunos que veo por ahí. ¿No es esto posible? ¿Usía cree que podré ser, instruyéndome con su ayuda? ¡Ay! Cuando uno ha nacido pobre, sin parientes ricos; cuando se ha criado en la miseria y en la triste condición de sirviente, no puede subir a otro puesto mejor sino por la protección de alguna persona caritativa como usía. Y si yo llegara a conseguir lo que deseo, no sería el primer caso, ¿no es verdad, señora? Porque gentes hay aquí muy poderosas y muy grandes que deben su fortuna y su carrera a alguna ilustrísima mujer que les dio la mano.

– ¡Ah! – dijo Amaranta con bondad. – Veo que tú eres ambicioso, Gabrielillo. Lo que has dicho últimamente es cierto; hombres conocemos a quienes ha elevado a desmedida altura la protección de una señora. ¡Quién sabe si encontrarás tú igual proporción! Es muy posible. Para que no pierdas la esperanza, ahí va un ejemplo. En tiempos muy antiguos y en tierras muy remotas había un grande imperio que era gobernado en completa paz por un soberano sin talento; pero tan bondadoso, que sus vasallos se creían felices con él y le amaban mucho. La sultana era mujer de naturaleza apasionada y viva imaginación; cualidades contrarias a las de su marido, merced a cuya diferencia aquel matrimonio no era completamente feliz. Cuando heredó a su padre, el sultán tenía cincuenta años y la sultana treinta y cuatro. Acertó entonces a entrar en la guardia genízara un joven que se hallaba casi en el mismo caso que tú, pues aunque no era de nacimiento tan humilde, ni tampoco dejaba de tener alguna instrucción, era bastante pobre y no podía esperar gran carrera de sus propios recursos. Al punto se corrió en la corte la voz de que el joven guardia había agradado a la esposa del sultán, y esta sospecha se confirmó al verle avanzar rápidamente en su carrera, hasta el punto de que a los veinticinco años de edad ya había alcanzado todos los honores que pueden ser concedidos a un simple súbdito. El sultán, lejos de poner reparos a tan rápido encumbramiento, había fijado todo su cariño en el favorecido joven, y no contento con darle las primeras dignidades le entregó las riendas del gobierno, le hizo gran visir, príncipe, y le dio por esposa a una dama de su propia familia. Con esto estaban los pueblos de aquella apartada y antigua comarca muy descontentos y aborrecían al joven y a la sultana. En su gobierno, el joven valido hizo algunas cosas buenas; mas el pueblo las olvidaba, para no ocuparse sino de las malas que fueron muchas, y tales que trajeron grandes calamidades a aquel pacífico imperio. El sultán, cada vez más ciego, no comprendía el malestar de sus pueblos, y la sultana, aunque lo comprendía no pudo en lo sucesivo remediarlo, porque las intrigas de su corte se lo impedían. Todos odiaban al favorecido joven, y entre sus enemigos más encarnizados se distinguían los demás individuos de la regia familia. Pero lo más extraño fue que el hombre a quien una mano tan débil como generosa había elevado sin merecimientos, se mostró ingrato con su protectora y lejos de amarla con constante fe, amó a otras mujeres, y hasta llegó a maltratar a la desventurada a quien todo lo debía. Las damas de la sultana referían que algunas veces la vieron derramando acerbo llanto y con señales en su cuerpo de haber recibido violentos golpes de una mano sañuda.

– ¡Qué infame ingratitud! – exclamé sin poder contener mi indignación. – ¿Y Dios no castigó a ese hombre, ni devolvió a aquellos inocentes pueblos su tranquilidad, ni abrió los ojos del excelente sultán?

– Eso no lo sé – contestó Amaranta mordiendo las puntas blancas de la pluma con que se preparaba a escribir; – porque estoy leyendo la historia que te cuento en un libro muy viejo, y no he llegado todavía al desenlace.

– ¡Qué hombres tan malos hay en el mundo!

– Tú no serás así – dijo Amaranta sonriendo; – y si algún día te vieras elevado a tales alturas por las mismas causas, harías todo lo posible porque se olvidara con la grandeza de tus actos, el origen de tu encumbramiento.

– Si por artes del demonio eso sucediera – respondí, – lo haré tal y como usía lo dice, o no soy quien yo, pues a mí me sobran alma y corazón para gobernar, sin dejar de ser un hombre bueno, decente y generoso.

Estas últimas palabras la hicieron reír, y ofreciéndome que al día siguiente me recomendaría a un padre jerónimo del monasterio para que me instruyese, me dijo que iba a escribir cartas muy urgentes y que la dejase sola. La doncella volvió para conducirme al cuarto donde debía recogerme, y una vez dentro de él me acosté; mas los pensamientos evocados en mi cabeza por la pasada conferencia, me confundían de tal modo, que mi sueño fue agitado y doloroso, cual opresora pesadilla, y creí tener sobre el pecho todas las cúpulas, torres, tejados, aleros, arbotantes y hasta las piedras todas del inmenso Escorial.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
260 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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