Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La estafeta romántica», sayfa 6
XII
De Pilar a su amiga Valvanera
Madrid y Abril.
Querida mía: Te escribo de prisa y corriendo porque tengo que salir a una visita fastidiosa, inevitable, y no quiero perder el correo de hoy. Sin perjuicio de consagrarte otro día todo el espacio que piden mi cariño y mi gratitud de una parte, de otra el amor a Fernando, y las mil cosillas que a mis dos amores tengo que decirles, atiendo a la urgencia de tus preguntas.
Mis relaciones con Juana Teresa son las de dos personas que no se aman, pero que no quieren dar al mundo el espectáculo de la desavenencia, desamor mejor dicho, entre dos hijas de un mismo padre. Si nuestras madres se hubieran conocido, se habrían detestado cordialmente. La mía y la suya eran dos madres de índole, sangre y gustos muy distintos: como ellas salimos nosotras; fuimos nuestras madres redivivas, sin que el padre común nos diera nada que igualase la desigualdad ni conciliara lo inconciliable. Hace algunos años, la herencia del tío Sobremonte fue causa de que nos pusiéramos al habla mi media hermana y yo para evitar litigios dispendiosos: no hubo más remedio que entrar con ella en correspondencia, la cual dio aspecto de paces duraderas a lo que no fue más que negociaciones transitorias, mirando cada cual por sus intereses. Concluimos, y al final diome Juana Teresa nuevo testimonio de su malicia y desconsideración. No hemos vuelto a escribirnos. Ya te contaré cosas de ella, y cosas mías, que ambas las tenemos, cada una según su natural, y comprenderás cuán difícil es que seamos amigas enteras, siendo, por ley de naturaleza, hermanas partidas. Yo no me ocupo de ella jamás, ni la nombro para nada; ella no procede del mismo modo con respecto a mí, y la distancia que nos separa no impide que lleguen a mi oído (por desgracia, sutil) las ironías de Cintruénigo. Por hoy no te digo más.
¡Ah! sí: te digo que mi secretico de dos caras, por una suplicio, gozo inefable por otra, no lo sabe Juana Teresa. Si lo supiera, creo que ya sería del dominio público, y me cantarían los ciegos por las calles. Hoy por hoy, amada mía, sólo hay cuatro personas vivas que lo conozcan, y una de ellas eres tú, mi consuelo, mi esperanza…
He llorado un poquito. Valor, y adelante, que es forzoso concluir esta. ¿Y ese adorado tontín ha recibido y gozado la carta de Miguel de los Santos? ¿Ves? Hace poco lloraba, y ya me río. ¿Y está su cabeza tan trastornadita que no ha caído en mi gracioso enredo? ¿Se ha tragado la carta como del propio estilo y mano de Álvarez? ¿No ha visto que es de mi cosecha, y que la forma, ya que no lo que allí se relata, salió de mi magín? Conste que me he reído con gana mientras tramaba esta superchería, como se reirá él cuando la descubra. ¡Pobrecito mío! Por estas bromitas, que salen de mi corazón, pienso yo que ha de quererme más. No le digas nada; déjale en su error, a ver por dónde sale. ¡Cuál no habrá sido su asombro al ver epístola tan larga firmada por aquel supremo holgazán! Él conoce a Miguelito, y sabe que es un sonámbulo de mucho ingenio, que sueña y anda, pero no escribe. Ya le contaré más adelante a mi sonámbulo (pues también Fernando lo es) cómo he podido adquirir conocimiento de todo lo que pasó antes, en y después del entierro. Para mayor burla, le diré que Miguel no asistió al acto porque no pudo encontrar quien le prestara ropa de luto… como que en aquel día, y con el consumo de todos, se agotaron las levitas… ¡Pobre niño mío! Que juegue yo con él un poco. Esto me endulza el alma. Me parece que me quitan veinte años, y que le tengo sobre mis rodillas contándole el cuento del ratoncito Pérez. ¡Adiós! no puedo más hoy. Te idolatra tu – Pilar.
XIII
De Fernando Calpena a D. José María de Navarridas
Villarcayo, Abril.
Mi respetable amigo: No a desatención ni olvido, sino a la indolencia que el estado de mi ánimo me imponía, debe atribuirse el hecho de no escribir a usted y su noble familia cuando Sabas partió para La Guardia. Espero que me perdonará esta falta antes que yo mismo me la perdone, y fiado en ello me tranquilizo de la turbación que su carta ha levantado en mi conciencia. No quiero dar a usted más disculpas que la de mi desgana de toda ocupación en aquellos días, y es bastante; que el guerrero que vuelve derrotado y maltrecho en horrendos lances y peripecias abrumadoras, tiene derecho al descanso, llamémosle pereza. Ha sido precisa la intervención de una deidad providente para que yo me decida a no aplazar por más tiempo la contestación a su cariñosa carta.
Sí; la señora de este castillo, me ha cogido hoy por una oreja, y llevándome al despacho de su digno esposo, me ha conminado con penas de supresión de almuerzos y comidas si no escribía hoy mismo al buen párroco de La Guardia. La ilustre señora me ha hecho ver la fealdad de mi conducta, demostrándome además cuánto conviene a mis males íntimos el apartar de ellos la atención. A esto añado, por cuenta propia, que nada es más grato para mí que platicar de lejos, ya que de cerca es imposible, con usted y con su dignísima hermana y encantadoras sobrinitas, a quienes manos y pies beso con todo el rendimiento de las más leal amistad.
Grande satisfacción me causan sus noticias acerca de la excelente salud de las niñas de Castro, de su alegría y buena disposición. Veo con gusto que la juguetona Gracia se hace poquito a poco persona formal, ayudando a su hermana, y que esta multiplica sus dotes y aptitudes, como si no quisiera dejar mérito alguno para los demás. Al propio tiempo, he de manifestar a usted mi sentimiento porque su nobilísimo plan no haya tenido realización a la hora presente. Tanto Valvanera como yo hacemos votos porque los deseos de usted y de su hermana se realicen lo más pronto posible, y no dudamos que la negativa de la mayorazga ilustre de Castro será un incidente pasajero. He dicho mayorazga sin acordarme de la abnegación con que Demetria ha partido sus bienes con la hermana menor. Sin duda su alma, ambiciosa de perfecciones, ha querido añadir a sus coronas la de esa generosidad hermosísima. No digo a usted que la felicite en nuestro nombre, porque quizás al echar el incensario a su magnanimidad daríamos, sin quererlo, un golpe a su modestia. Persistan usted y su hermana en su buen propósito, y al fin la voluntad de Dios y la de la sin par Demetria aparecerán en perfecta armonía.
En efecto: el Sr. D. Pedro Hillo, cuya visita le anuncian de Madrid, es mi amigo más amado, y el discreto corresponsal de cuyos relatos interesantes di a usted conocimiento; persona por diversos títulos digna de su estimación y de los agasajos que le prepara, pues une a su saber de cosas sagradas y profanas, el trato amenísimo y la gravedad del carácter.
No me parece mal que las niñas consagren a la lectura sus ratos de ocio, que en esa vida laboriosa no pueden ser muchos. Demetria no necesita andadores para correr con paso firme por los altibajos de toda la literatura habida y por haber, pues su criterio superior le permite discernir claramente lo bueno de lo malo y lo sano de lo enfermo. Déjela usted, que ya sabe ella por dónde anda, y ni la Nueva Eloísa, ni el Joven Werther, ni los fogosos atrevimientos del modernísimo Víctor Hugo, si éste ha llegado a La Guardia, turbarán su espíritu reposado. A Gracia sí conviene atarla un poquito corto en sus tareas de lectura, porque no posee todavía el seguro discernimiento de su hermana. ¿Pero qué he de decir yo sobre esto que usted no sepa, mi bondadoso y respetable Navarridas, maestro y capellán de esas nobles criaturas?
Concluyo, amigo mío, con un encargo que mi castellana se permite hacer a Demetria, por conducto mío. Venimos a ser usted y yo no más que dos torres telegráficas por donde el pensamiento de Valvanera se transmite a la incomparable gobernadora de los estados de Castro. Ponga usted atención, tome nota de las señales que enarbolo, y llénese de paciencia, porque ahora sale mi señora con que no es un encargo, sino dos, y quizás tres. Allá van: sabedora Valvanera de que en La Guardia se cosechan los mejores tirabeques de la Rioja alavesa, y quizás del mundo, desea que Demetria le suministre la semilla suficiente para sembrar, en la huerta de esta casa, un tablero como de ocho varas de largo por dos de ancho. Los tirabeques que aquí conocemos son estrechos, según dice, mal granados y con hebra excesiva y gruesa: desea de los grandes, torcidos a lo cuerno de carnero, jugosos y mantecosos, como los que le mandaron de regalo las de Álava, allá en la ominosa década, si no recuerda mal. ¿Se ha enterado usted bien, Sr. D. José María? Mire que si se equivoca no me echen luego la culpa a mí, pobre vigía de esta torre primera… Adelante. ¡Ah! dice Valvanera que, si puede ser, disponga el envío lo más pronto posible, para sembrarlos en el menguante de este mes. Otrosí, que añada instrucciones sobre el sistema de cultivo y tutores que ahí se emplean para esa planta, comúnmente viciosa y de altísimas guías. ¿Enterado?
Pues allá va otro encargo: receta para hacer dulce de tomate, que es una de las más sabrosas especialidades de mi señora Doña María Tirgo: riquísimo lo hacía una monja de Medina de Pomar; pero ya se ha muerto, llevándose el secreto de su arte. Que añada si se mezcla o no con ciruela, pues entiende mi castellana que el tomate dulce de Doña María tiene algo de trampa. Las ciruelas de aquí son excelentes, y si hay mezcla no se duda del buen resultado. De paso… (y aguante usted el nublado, mi Sr. D. José María), que a la receta antedicha agregue Demetria la que usan en esa noble casa para hacer el incomparable mostillo que han podido gustar, más no imitar, los amigos que de regalo lo han recibido. La señora de Castro-Amézaga, madre de las niñas reinantes, elevó el crédito de los mostillos de esa casa a colosal altura. Si no hay receta escrita, habrá en la familia tradiciones, que Demetria conservará religiosamente. Y si a la dignación de mandar las semillas y las recetas añaden las señoritas la prontitud, el favor será doblemente agradecido.
¿Quiere usted más, mi buen D. José María? Pues no hay más, sino que deseamos a usted y a su hermana y las niñas toda la felicidad que se merecen; y por mi cuenta digo que las expresiones usuales de cortesía me parecen pálidas para manifestar a todos mi cordial respeto. Besa las manos de ustedes su afectísimo – Fernando Calpena.
XIV
De Pedro Pascual Uhagón a Fernando Calpena
Elorrio, Marzo. (Recibida en Abril).
Aquí me tienes, querido Calpena, disfrutando de todas las dichas que trae consigo la vida militar: hambres, golpes, cansancio hasta morir, fríos y calenturas, que de todo hay, sin contar las heridas, de las cuales, en el reparto diario, me han tocado tres como tres soles, que me han hecho ver las estrellas. A quien no he visto es a la señora gloria, que a todos nos engatusa con su coquetismo, llevándonos tras sí como carneros. Según te decía en mi anterior, salimos de Bilbao a cooperar en el plan del General inglés Lacy Evans. Consistía en atacar al faccioso por tres puntos distintos: Sarsfield por Navarra; nosotros por aquí, amenazando el interior de Guipúzcoa, y el inglés por Hernani y toda la zona fronteriza. Según Espartero, este disparatado plan es de los que se proyectan todos los días en las mesas de los cafés de Madrid. Lo sacó de su cabeza el Jefe de la división inglesa, y aceptado por el Gobierno, no hemos tenido más remedio que ponerlo en ejecución: así ha salido. Nosotros llegamos hasta esta villa de Elorrio, y de aquí nos volvimos a Bilbao, no diré que con las manos en la cabeza, pero sí desalentados y con la rabia de ver la inutilidad de nuestros esfuerzos. A Lacy Evans le zurraron en Hernani, y Sarsfield se volvió a Pamplona sin llegar al punto designado. Con muchos planes de estos no dudo del triunfo de la ojalata en plazo próximo. El tiempo lluvioso y frío, digno hermano del de aquella noche memorable, nos ha entorpecido las operaciones, resultándonos un sin fin de enfermos, y haciéndonos pasar mil trabajos. Quiera Dios que esto acabe pronto y nos retiremos a nuestro Bilbao, donde al menos comerá el que lo tenga.
De tu asunto no puedo decirte nada en concreto, pues en Durango no vi a la persona que pensé podría informarme. Un amigo mío de Bilbao, ayudante de Ceballos Escalera, me ha dicho que no hubo tal coacción ni cosa que lo valga; que desde los comienzos del sitio vio a la niña sola por las calles con Zoilo Arratia, como dos tórtolos que en medio del fuego se arrullaban. Te lo cuento a título de dato verosímil, sin darlo como verdadero, pues no me inspira plena confianza el informante. Mi opinión es que te propines buenas tomas de olvido, y a otra, chico. Échate a la espalda el amor propio, y búscate algo en que pensar que no sea esto, que no te faltará algún quebradero de cabeza por otro lado. Distráete aunque sea con disgustos nuevos, y el tiempo, con nuevos afanes, de los viejos te curará. Y buenas noches, que me caigo de sueño.
Amanece, y oigo que salimos. ¿Y cómo te mando esta? Si vamos a mi pueblo, de allí te la enviaré con la relación de lo que nos pase por el camino, que me figuro no ha de ser cosa buena, y noticias de tu pleito, si en alguna parte las hallo.
Bilbao, 26. – Chico, aquí me tienes cubierto de gloria. ¡Al fin…! En Galdácano dimos una batalla, después de otra honrosísima en Zornoza, ambas protegiendo nuestra retirada. Los ojalateros que hemos dejado tendidos en el campo, en una y otra parte, no te los puedo contar: su número es infinito. Espartero ha sido el hombre de siempre, el primer soldado, el caudillo sin par, creciéndose en los malos pasos, más valiente cuanto más enfermo. De mí puedo decirte que también he sido esforzadísimo guerrero, digno de que Marte me prohíje y Belona me quiera. Bromas a un lado, estoy satisfecho, y en conciencia creo haber cumplido con mi deber. No me ha tocado ninguna bala: Dios ha querido sacarme ileso, para que pueda contarte lo que leerás ahora mismo, todo el misterio de tu novela descifrado, y el caso obscuro puesto en un foco de luz que nos permite verlo en su realidad. Las noticias son de buen origen. Queda retirado lo que en Elorrio te escribí; no hagas ningún caso de mis recomendaciones de olvido. Desconocedor de la enfermedad, te receté un disparate.
Confirmado está plenamente que hubo coacción horrible y un complot pérfido, fundado en la falsa noticia de tu muerte, que supieron presentar como hecho indubitable. Quien esto me ha dicho, y de ello da fe, sospecha que también hubo amenazas, imposición por el miedo. La extremada sensibilidad de la pobre niña, y la viveza de su imaginación, dan verosimilitud a esta sospecha. Tenemos aquí, pues, un caso sumamente grave, y yo desafío a los inventores de dramas románticos a que saquen de su cabeza uno como este. Escucha sin temblar: todos los artificios de los secuestradores de la Negretti no lograron impedir que el mes pasado se enterase del monstruoso engaño, por confidencias de una criada joven, de una criada vieja… no estoy bien seguro de la edad de la confidente. Ello es que Aura se volvió loca, es decir, loca enteramente no: llamémoslo trastorno, rabia, furor insano contra sus embaucadores. Apelaron a todos los medios para tranquilizarla: medicinas, recreos, pláticas de clérigos más o menos elocuentes, sin obtener más que la exasperación de su mal, y, por último, no tuvieron más remedio que llevársela a la ferrería de Lupardo, y encerrarla allí, bajo la vigilancia de su tía Prudencia y de José María Arratia, el mayor de los tres hermanos, que casó hace poco con la chica de Busturia. Pero más que la vigilancia y el cuidado de los carceleros, pudo la energía expansiva de la dama y su furia de libertad, porque bonitamente se les escapó una noche, saliéndose por el tejado, y esta es la hora en que no han podido recobrarla. Todos los Arratias se lanzaron por diferentes puntos en busca de ella, sin dar con su persona: sólo hallaron un rastro, que es para ti dato interesantísimo, y por eso te lo transmito sin pérdida de tiempo. Lo único que pudieron averiguar los chimbos es que Aura pasó por Llodio un domingo muy de mañana. Preguntó en varios puntos por el camino de La Guardia, mostrando propósito firmísimo de ir a esta villa. La vieron internarse en la Peña de Orduña. Ni con buenos ojeadores ni con perros han podido cazarla. En esta resolución de la joven, que ya no me parece locura, sino todo lo contrario, veo yo un carácter, el rechazo o reacción formidable de su timidez anterior, el renacimiento súbito de una voluntad oprimida y sojuzgada por los engaños. Esto he sabido de labios que me merecen crédito, y te lo comunico para que estés al corriente… ¡En La Guardia, chico!… Puede que ya esté allí. Me da el corazón que está. ¡Alerta, Fernando!
Yo, que no creía en el romanticismo práctico, ya me rindo, caro amigo, y declaro que todo lo que imaginan los poetas, de Víctor Hugo para abajo, se queda tamañito junto a lo que la propia vida nos muestra. Esta captación de la voluntad de una mujer hermosa; el artificio de hacerte pasar por muerto para persuadirla más fácilmente; la caída de ella en el terrible lazo, por timidez, por terror, quizás por sortilegios desconocidos, ¿no son una primera parte de drama que supera a cuantos vemos en el teatro? Dime una cosa: ¿estás bien seguro de que en la segunda visita que hiciste al almacén de Arratia, en los primeros días de Enero, no te cogieron, no te convidaron a beber, no te dieron algún narcótico hasta que quedaras como muerto, poniéndote en el ataúd y encendiéndote velas, para que ella te viese y no tuviera duda de tu viaje al otro mundo? Porque yo todo lo creo ya y todo lo temo, y las cosas que antes me parecían novelescas, ya las tengo por naturales y comunes. No puedo desechar la idea de que todas esas gentes de apellido italiano se traen un surtido de venenos o filtros adormecedores, para con ellos ayudarse en sus trágicas intrigas.
Bueno: pues ahora viene la segunda parte del drama. La casan a la fuerza, quizás previo el empleo de algún otro bebedizo que convierta a las personas en máquina, y les permita moverse y hablar sin darse cuenta de lo que hacen y dicen. Me la casan; parece que han triunfado, y de repente sobreviene la confidencia, la revelación de un parte de por medio, criado desleal, o traidorzuelo mal pagado. Y aquí todo varía: surge la locura de la dama, la resurrección repentina de su albedrío; tras esto, tenemos nuevos embrollos de la familia para echar tierra al asunto y no dejar que tales infamias se hagan públicas; la niña se les escapa; corre sola por esos caminos, buscando el de La Guardia, donde cree encontrar su bien, su solución… ¿Llegará? ¿La cazarán antes sus perseguidores? He aquí el misterio del acto último, aún no descifrado. ¡Alerta, Fernando! ¡A La Guardia! ¡Ahí va!
No sigo, que es tarde y se va el correo. Última noticia: no es cierto, como te dije, que haya muerto Ildefonso Negretti. Vive, aunque en un estado muy semejante a la imbecilidad. Me lo ha dicho Vildósola, que ignora o afecta ignorar todo lo demás de esta historia lúgubre. Pero no desmayo en mis averiguaciones, y todo lo que yo sepa, lo sabrás en el tiempo que tarden en llevarte mis cartas nuestros detestables correos. Consérvate sereno, y no tomes resoluciones precipitadas. Para todo cuenta con tu fiel amigo – Uhagón.
XV
De Pilar a Valvanera
Madrid, Abril.
Amada mía: A mis penas crónicas ha querido Dios añadir una de las más agudas que podría enviarme. Estoy afligidísima; grandes satisfacciones tendría que concederme Dios para consolarme de esta pena. Se me ha muerto hace dos días Justina, mi criada de toda la vida, la que me ha servido con increíble abnegación, cariño y fidelidad desde que me casé, desde antes, pues ya la conociste sirviendo a mi madre, que no podía pasarse sin ella. Lo mismo me ocurre a mí: el vacío de Justina es horrible; no era ya mi criada, sino algo que no puedo expresar con las palabras amiga y hermana: era la confidente de todos mis secretos, así de los que amargan como de los que endulzan mis horas; no puedo acostumbrarme a vivir sin ella, pues era como parte de mi pensamiento; había llegado a pensar por mí; su voluntad era parte de la mía, parte cada día mayor, llegando a suplírmela por entero. Últimamente casi me gobernaba; su criterio fue siempre justo; sus determinaciones, acertadas. ¡Pobre mujer, cuánto me amó! Era tal su adhesión a mí, que mil veces habría perdido la vida por evitarme un disgusto. Consagrada en cuerpo y alma a mi servicio inmediato, el más íntimo, el más familiar, creo que hasta parte de mi conciencia estaba en ella, y al perderla siento que se me va también allá lo mejor de mí. Por no abandonarme rechazó proposiciones de boda; ha muerto soltera, con seis años más que yo; expiró consagrándome sus últimos pensamientos. ¡Qué ejemplo de abnegación, de sacrificio! ¡Y luego dicen que ya no hay santas! Voy entendiendo que Justina lo era.
Desde que cayó enferma no me separé de su lado. Ni por mi madre habría hecho más que por ella. Murió santamente, recordándome alegrías y penas pasadas que las dos sentimos sin dar a nadie participación, y sus últimas palabras, agarraditas sus manos a las mías, fueron consagradas al ser a quien amaba tanto como yo. ¡Ah, Valvanera mía, no tengo consuelo! Te dije en mi anterior que cuatro personas poseían mi secreto: ya no lo poseen más que tres.
No sé si decirte que le leas esta carta al prisionero. Él no sospecha que le han amado corazones ausentes, desconocidos. El de Justina gustaba de recrearse en el amor a Fernando, y siempre le veía niño. Los primeros cuidados que se prodigan a los recién nacidos, de ella los recibió Fernando. Le vio después, teniendo él cuatro años, pues con el fin de que inspeccionara su crianza la mandé a Vera, y siempre le recordaba en aquella edad. Me ponderaba su belleza, su parecido a mí; me pintaba con graciosas imágenes el color de sus cabellos, de sus ojos. El día en que murió, le describía chiquitín, como si le hubiera visto la semana pasada. Díjome que su pena mayor era morirse sin verle caballero formado; recomendome que cuando yo le tuviese a mi lado le expresase su cariño, y le diese en nombre suyo muchos besos. De tal modo me impresionó con estas demostraciones, que las dos parecíamos moribundas, yo quizás más que ella. Díjome que no llorase ni me afligiese; que Dios, con lo mucho que había yo sufrido, me perdonaba todas mis culpas, y que si aún faltaba algo por perdonar, ella se encargaría de obtener en el cielo la total absolución… Sí, sí es preciso que le leas esta: quiero que sepa que se ha muerto Justina; que Justina le amaba, que Justina es para mí una pérdida irreparable… Ayer ha sido el entierro; mañana iré al camposanto a llevarle las flores más bonitas que pueda procurarme. Le gustaban tanto como a mí, y siempre que salía traíame las mejores que encontraba. Ahora todas me parecen indignas de ella. Las de mi corazón, que son las más bellas, no se ven, y en estos homenajes ¡ay! no nos satisfacemos sino con lo que entra por los ojos. ¡Dios mío, qué sola estoy!… ¡Pero qué sola! Lo dicho: léele esta carta, o dásela para que se entere, y dime el efecto que le causa.
No está de más que en esta repita mis exhortaciones para la custodia del bien que he puesto en tus manos. Ordeno y mando que el prisionero renuncie por ahora incondicionalmente al uso de su voluntad, sometiéndose a la tuya, que por delegación es la mía. Te transmito toda mi alma, me encarno en ti. Ya le devolveré al señorito su voluntad, cuando yo entienda que está en disposición de usar de ella dignamente. Toda cautela me parece poca mientras dure el horrendo trastorno de una ilusión arrancada de cuajo. Yo sé lo que es eso. Que no tome resolución alguna, ni aun aquellas que parecen más insignificantes, sin previa consulta contigo, que eres migo. Que no se aleje de tu casa, a no ser con Juan Antonio o personas de gran confianza. No puedo echar de mí la imagen del Joven Werther, que es desde hace tiempo mi fantasma perseguidor. Por la impresión que hizo en mí esta obra al leerla por vez primera, juzgo la que hará en un espíritu admirablemente preparado para la imitación del caso que en ella se presenta… Dios le perdone al Sr. de Göethe el mal que ha hecho.
Paréceme acertadísima la campaña teatral que han iniciado tus niñas. Es un entretenimiento de buen gusto y honestísimo, si hay buena elección en las obras que representen, y la del Sí de las niñas no puede ser más acertada. ¡Cuánto daría yo ahora por ver tu teatro y aplaudir a mis queridos cómicos! Pero no puede ser, ¡paciencia…! Aquí te pongo veinte mil suspiros de los más hondos. Guárdamelos por allá, pues en cada uno de ellos va un poquito de mi alma.
Y no te escribo más hoy: lo que aún tengo que decirte no es nada grato, y no quiere amontonar tristezas sobre tristezas tu amantísima – Pilar.