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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La revolución de Julio», sayfa 9

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XVII

Estaba yo en mis glorias, y me recreaba previamente en las emociones de aquel día, como un chiquillo contemplando los zapatos nuevos que van a ponerle. El polvo que mi coche levantaba rodando por el camino real, parecíame polvo de batalla, y en los cambiantes que hacían sus ondas traspasadas por el sol, veía yo las terribles falanges en lucha. El paisaje que a los dos lados del camino se extiende, no podía ser más apropiado a guerras y trapisondas. Todo es allí aridez, tierras desoladas y libres, donde los hombres no tienen nada que hacer, como no sea lanzarse a desesperados combates, por el gusto de pelear, no por la conquista de un suelo que tan poco vale.

A la vista de Canillejas, vimos obstruido el camino por un grupo de gente que vitoreaba a la Libertad y a los generales sublevados. Mandé parar, y antes que yo pudiese ordenar al cochero y a mis acompañantes que secundaran los clamores patrióticos, saltó Sebo al camino, y echó al aire su sombrero de copa, gritando hasta desgañitarse. Pasó el sombrero de mano en mano hasta volver a las de su dueño en estado de ruina lastimosa, y sin ponérselo, para no desairar su figura, pronunció Sebo un ronco panegírico de la revolución, terminándolo con frenéticos vivas a mi humilde persona. Entendió la multitud que iba yo en seguimiento de la columna de O’Donnell, y no fue preciso más para que me aclamasen como a libertador de la clase civil. Los más próximos al coche me contaron que las tropas habían hecho un alto en Canillejas para reconocer y proclamar la autoridad suprema de O’Donnell, el cual se presentó vestido de paisano, a caballo. Vulgar y breve fue su arenga, limitándose a las frases de ritual en la literatura de pronunciamientos… «que él no daba aquel paso por vengar agravios personales, sino por sacar a la Patria de su envilecimiento… que para esto era menester el esfuerzo de todos sus hijos…», y pitos y flautas… Eran los tópicos de siempre, y las inveteradas fórmulas de requiebro que gastan los políticos delante de la Nación, cuando encaran con ella para declararle un amor honesto, apasionado y con buen fin.

Disparado por O’Donnell el ruidoso cohete de la proclama, siguieron las tropas su camino. Quién decía que llegarían hasta Alcalá, quién que no pasarían de Torrejón. Entré yo en Canillejas, y al arrimarnos a un parador para dar pienso a las mulas, y a nuestros cuerpos alguna reparación, me vi rodeado de multitud de gente de aquel pueblo de Madrid, que ávidamente me pedía noticias del plan de campaña, y de lo que hacía o dejaba de hacer el Gobierno. ¿Continuaba la Corte en El Escorial? ¿Era cierto que Sartorius había salido de Madrid disfrazado de carbonero, y que se formaba un Ministerio Blaser-Custodia-Domenech? ¿Disponía el Gobierno de tropas leales para batir a los revolucionarios? ¿Se confirmaba que la Polaquería no contaba con un solo soldado? Contesté que nada sabía yo de planes de campaña; y a responder a las otras preguntas me disponía, cuando Sebo me quitó la palabra de la boca para trazar una relación sucinta de los acontecimientos futuros, como si ya fuesen pasados y él los hubiese visto. De las fogosas expansiones de mi acompañante, declarando que había sido de la Policía, pero que ya renegaba de su ominoso empleo, y ponía su voluntad y la porra de su bastón al servicio de los caudillos libertadores; de esto y de mi buen humor resultó que hube de convidar a todos los presentes a tomar cuantas copas quisieran. En medio del barullo patriótico y tabernario que allí se armó, yo, silencioso, batallaba en mi espíritu entre un deber y un deseo. ¿Qué haría yo? ¿Seguir mi camino hacia Coslada en cumplimiento del plan humanitario, móvil primero de mi viaje, o abandonar este plan para correr tras el suceso histórico que la suerte me deparaba? Por fin, pudo más que la obligación la curiosidad, y a ello contribuyó mi diablo con estas sugestivas razones: «Señor, lo primero es la Patria, que hoy está en el filo de perderse o salvarse. Vuecencia es, ante todo, un buen español. ¿Cuándo se le presentará ocasión como ésta de ver salvar a España, y aun de contribuir, si a mano viene, al salvamento? Y considere que para visitar a los bárbaros de Coslada, lo mismo da un día que otro».

No necesité más para convencerme: mandé enganchar, y salimos hacia Torrejón. Al mediodía pasábamos el puente llamado de Viveros; poco después entrábamos en el pueblo a que ha dado fama un hecho militar del amigo Narváez. Rindiendo culto a la verdad histórica, debo decir que nuestra entrada fue triunfal, entre aplausos, vocerío y disparos al aire. Creían que llevábamos la dimisión y caída del Gobierno, la subida de O’Donnell, quizás la cabeza de Sartorius. No me valió decir que nada de esto llevábamos, porque el maldito Sebo, con sus gárrulos discursos, hacía entender a la gente que no íbamos a Torrejón por pura curiosidad. También allí vi defraudada mi esperanza de alcanzar la columna de O’Donnell. Poco antes de mi llegada había salido el caudillo para Alcalá con el grueso de la tropa sublevada, dejando en Torrejón el regimiento del Príncipe con Echagüe y una sección de Caballería. Tuve intención de verle: quería yo charlar con mi amigo de aquel aparatoso alzamiento; mas, antes de llegar al caserón donde se alojaba, me vi envuelto por una nube, que de otro modo no puedo llamar a la turbamulta de personas que me rodearon, caras de Madrid, conocidas, algunas de amigos.

La primera intimación fue que nos reuniéramos todos a comer. Díjeles que yo les convidaba, pues, a más del repuesto de provisiones de boca, traía exquisitos vinos: comeríamos y beberíamos a la salud de los libertadores. Interpretando con agudeza y prontitud mis deseos, corrió Sebo al parador y mandó disponer comistraje abundante, de lo que hubiese, que con lo llevado por nosotros formaría un banquete espléndido. Y mientras bajo la dirección de Telesforo funcionaban las cocinas, recorría yo el pueblo de un lado para otro, viéndome abrazado por cuantas personas encontraba. En estas expansiones populares, el abrazo entre desconocidos es el signo externo del cordial regocijo, de la esperanza que toda insurrección despierta en el sufrido pueblo español, mal gobernado siempre. Las revoluciones tienen entre nosotros el carácter de salutación al nuevo tiempo, y establecen entre los ciudadanos la confianza, la fraternidad y el generoso cambio de demostraciones cariñosas. Yo me vi en Torrejón festejado por la multitud. No sólo me abrazaban los de Madrid, sino los del pueblo, éstos con mayor efusión. A mi paso avanzaban también las mujeres, alzados los brazos, y soltaban con chillona voz el grito de ¡Viva España! Algunas viejas me besuquearon, y los chicos gritaban: ¡Viva Madrid! ¡Vivan los hombres de corazón! Se les había metido en la cabeza que yo llevaba una misión política, y no siéndome fácil sacarles de aquel error, pues no había razón que les convenciera, dejeme llevar de la ola popular. Cerca del caseretón que me pareció Ayuntamiento, se vino hacia mí un señor que con cierta solemnidad se presentó a sí mismo, diciendo: «Simón Carriedo, Alcalde de Torrejón de Ardoz». «Por muchos años», contesté yo dejándome abrazar, y él prosiguió: «Está Vuecencia en uno de los pueblos más liberales de España. Aquí aborrecemos la tiranía, y queremos un Gobierno que mire por la libertad y por la ilustración. ¡Viva Isabel II! ¡Mueran los polacos!…

– Bien, señor, muy bien. Pero yo…

– No se nos achique Vuecencia, ni crea que aquí no conocemos a los hombres de valer. Torrejón sabe que tiene en su recinto al que es cabeza civil de la revolución bendita… Señores: ¡Viva el marqués de Beramendi!

– ¡Vivaaa…!

– Pero, señores – dije balcuciente, de pura modestia, – yo les aseguro que no toco pito…

– Adelante… Aquí no valen tapujos. Torrejón es un pueblo muy liberal, un pueblo ilustrado… El Ayuntamiento, señor Marqués, se reúne esta noche para proclamar con la debida solemnidad el pronunciamiento. Torrejón se pronuncia, Torrejón destituye a Sartorius, y no reconoce más autoridad que la de los libertadores. ¡Viva Isabel II!

Pues adelante. Ya no me opuse a ninguna demostración; ya me creí obligado a tomar la iniciativa en los abrazos, y estrechaba efusivamente contra mi pecho a todo el que cogía por delante. Y mientras esto ocurría, noté que en todas las ventanas y ventanuchos aparecían trapos de colores, colchas y pañuelos; sábanas, donde no había otra cosa, y hasta bayetas amarillas, en representación del tono gualda de nuestra bandera. El pueblo se engalanaba para festejar el cambio venturoso, la nueva dirección hacia los vagos horizontes del progreso y el bienestar. Todas las mujeres estaban en la calle: algunas alzaban en brazos sus chiquillos mamones, como alzarían un estandarte, o cualquier signo para guiar a las multitudes, y los muchachos sacaban cuantos objetos pudieran servir de instrumentos de ruido para imitar el de tambores, remedando con boca y narices el piafar de caballos y el estridor de cornetas. En medio de esta algazara, vino Sebo a decir que la comida estaba pronta. Convidé al Alcalde, que aceptó, con la recíproca de prometerle yo cenar en su casa. Arrastrado por aquel vértigo y metido en él, llegué a creerme que soy, en efecto, la cabeza civil de la revolución; y en el bullicio del parador, rodeado de diversa gente, tan dispuesta al buen comer y mejor beber como al derroche de palabrería patriótica, mi alucinación casi llegó al pleno convencimiento. Los discursos que en el curso de la comilona pronunció Sebo, arranques oratorios con toques de esa sinceridad bufonesca que tanto agrada en los días de exaltación popular, me contagiaron, lanzándome a improvisaciones locas. Ni recuerdo bien lo que dije, ni hago traer aquellos disparates desde las neblinas de mi memoria a la claridad de estas páginas.

Entre los comensales había dos cadetes de Caballería que desde el primer instante de nuestro conocimiento me encantaron por su juvenil desenfado, por su ingenio vivísimo, que así se manifestaba en la charla voluble como en los desahogos de la maledicencia política. No he olvidado sus nombres: Pastorfido se llamaba el uno; el otro Narciso Serra, y ambos hablaban por los codos, empezando en prosa y acabando en verso. Serra, principalmente, se disparaba en redondillas sin darse cuenta de ello. Cuando salíamos del parador para ir al alojamiento del brigadier Echagüe, me dijo con la naturalidad de la prosa corriente:

 
¿Dormir yo? No tengo gana.
Sueño pensando en mi suerte.
El descanso de la muerte
quédese para mañana.
 

Antes de visitar a Echague, acordeme de mi casa, de mi mujer y mi niño, y sentí ardientes deseos de volverme a Madrid. Mas ya era tarde para emprender el regreso, y además la página histórica, ofreciéndose a mi mente con extraordinaria luz, debilitó mi querencia del hogar y de la familia. Resolví quedarme, y para que María Ignacia no estuviese con cuidado, mandé a mi criado Zafrilla que alquilase un buen caballo y a Madrid partiera sin demora. Hecho esto, fue sosegada mi permanencia en Torrejón toda la noche, que hube de pasar de claro en claro, por los obsequios del Alcalde, por el patriotismo bullanguero del vecindario y el continuo movimiento de tropas, y por los divertidos coloquios con Serra y Pastorfido, que ni dormían ni dejaban dormir a nadie.

A Echagüe le encontré caviloso, inquieto, como hombre que sabe pesar la grave responsabilidad contraída. La importancia militar y política de los personajes sublevados era garantía de un éxito feliz; pero siempre quedaba el temor de inesperadas contingencias, de ésa no vista piedra que hace volcar el carro, del olvidado detalle que destruye en un momento la lenta obra de la previsión. Díjome que los Generales contaban con el concurso de todas las fuerzas que tenemos en Alcalá, y con los medios que ofrece aquel depósito para poder armar buen número de paisanos. Nada sabía de los planes del Gobierno, que de fijo habría dispuesto que la Corte regresase a Madrid, para disponer de las tropas de guarnición en el Real Sitio. Con poca o ninguna Caballería contaba el Gobierno; en cambio, no le faltaba la suficiente Artillería para dar un mal rato a los rebeldes. ¿El plan de O’Donnell era caer sobre Madrid en son de ataque, o esperar a pie firme al ejército llamado leal? No lo sabía, o quizás sabiéndolo no estimaba prudente decírmelo. Ya de madrugada, supe por mis amigos Serra y Pastorfido que Echagüe tenía orden de ponerse en camino a la mañana siguiente, tomando la dirección de Coslada. A Coslada iría yo también, haciendo de la página histórica y de la novelesca una sola página.

Dormí un par de horas, y más habría dormido si no me despertara con grandes voces mi amigo el coronel Milans del Bosch, que acababa de llegar de Madrid, de paso para Alcalá, con una misión del Gobierno. Hombre expansivo, de corazón fácilmente inflamable por toda idea generosa, pródigo de palabra, en las resoluciones más impetuoso que tenaz, ha ilustrado su nombre en las armas, junto a Prim, y en sociedad es de los que saben ganar numerosos amigos. Mientras yo me vestía, tomaba el desayuno que le subió Sebo. Hablamos de la revolución, que él miraba con simpatía como liberal y patriota, y lamentaba que la disciplina no le permitiera secundarla. Tal fuerza expansiva tenía en su alma la sinceridad, que no me fue difícil obtener alguna indiscreción referente al mensaje que llevaba. Oyéndole charlar con espontaneidad impropia de un diplomático, vine a sacar en limpio que la Reina concedería su perdón a O’Donnell y a los demás Generales, reconociéndoles sus grados y honores, siempre que volviesen a Madrid y entregaran a Dulce para someterle a un Consejo de guerra. Me pareció que era gran tontería proponer a un sublevado español vilipendio semejante, y que la misión del parlamentario había de ser inútil. También Milans así lo creía. En él advertí desconfianza de su papel diplomático, y ganitas de ponerse al lado de los libertadores y en el puesto de mayor peligro. Es de los que no quieren lucha sin gloria, ni ven la gloria donde no hay mil probabilidades de perder la vida.

Bajamos a la plaza, y cuando le despedía junto a la portezuela del coche, me veo venir a Andrés Borrego rodeado de un grupo de patriotas y periodistas. Habían llegado por la noche, y después de un descanso breve continuaban camino de Alcalá. Poco pude hablar con aquel buen amigo tan experto en cosas políticas y revolucionarias. Díjome que el Gobierno había perdido la chaveta, y con sus desatinos daría el triunfo a la insurrección. No se le ocurría más que ordenar prisiones de gente de viso, entre ellas los banqueros Collado y Sevillano; suspender toda la prensa independiente, y amenazar con comerse los niños crudos. «Pero lo más ridículo que estos pobres polacos han podido idear – me dijo Borrego en los últimos apretones de manos, – es la revista militar que han dispuesto para hoy en el Prado, con asistencia de Su Majestad, para que las tropas la vitoreen y le digan que por ella derramarán su sangre. Ya sabe usted, mi querido Beramendi, que estas paradas son un recurso teatral que nada resuelve. En ninguna revolución ha faltado este prologuito de las grandes catástrofes, ceremonia militar, desfile de soldados melancólicos. Los vivas de ordenanza, el estruendo de clarines y tambores, suenan a melopea desmayada y quejumbrosa, a marcha fúnebre.

XVIII

Sueltos, en parejas o en alegres bandadas, pasaron también por Torrejón, el día de San Pedro, multitud de pájaros, la inquieta juventud de estos tiempos, revolucionaria y masónica, vanguardia del pensamiento y zapadora de la acción. El polaquismo, con sus increíbles desafueros, ha fomentado el entusiasmo, la impaciencia temeraria y generosa de la juventud militante. Mal haya el Gobierno que desprecia estas manifestaciones de la vida nacional en que andan poetas y escritores sin juicio. Resultará que lo tienen de sobra cuando son olvidados o perseguidos. Y por fin, de los que hacen coplas o chistes es el reino de la opinión… A muchos de los que en Torrejón aparecieron conocía yo de trato, a otros de nombre y fisonomía. Hablé con Cristino Martos, que en todas las funciones de la palabra es orador, como es poeta Serra siempre que abre la boca. El sentimiento revolucionario se desborda en él con las formas gramaticales más graves y rítmicas. Lleva en sí el espíritu girondino: su verbosidad sentenciosa resulta noble y clásica, y por esto mismo no es de los que conmueven a la plebe. Yo le digo que, hablando siempre en nombre del pueblo, resulta el más aristocrático de los tribunos. Ortiz de Pinedo, Cisneros, Somoza, Abascal, y otros que vi pasar aquel día, me contaron que de Madrid venían contra los sublevados los generales Blaser y Lara con la Infantería que había quedado en Madrid y la que regresó de El Escorial, con la Caballería de Villaviciosa, algunos tercios de Guardia Civil y no pocas piezas de artillería…

De mi casa me trajo Zafrilla noticias que me permitieron aguardar con tranquilidad los acontecimientos que Clío nos preparaba. Esta bondadosa divinidad cuida siempre de evitar el aburrimiento a los pueblos que se envanecen de tenerla por relatora de sus grandezas. Y apenas entró en funciones la buena musa en aquellos campos, tuve que tomar nota de un hecho singular: la transformación del gran Sebo. No viéndole por parte alguna en toda la mañana, mandé a Zafrilla que le buscase, y al fin me le trajo en tal manera cambiado, que al pronto no le conocí. Habíase afeitado el cerdoso bigote, operación que debió de inutilizar las navajas barberiles. Se había cortado el pelo al rape, haciéndose un tipo de cura montaraz, que se completaba con ropas negras y raídas, faja mugrienta, obscura, y gorra de pelo de conejo. «Señor Marqués – me dijo con voz que revelaba más miedo que vergüenza, – he tenido que disfrazarme porque… desde anoche andan por aquí más de cuatro y más de cinco policías, algunos de mi propia sección y de mi propio barrio… Traen proclamas leales para repartirlas a los soldados, y con las proclamas, sin fin de mentiras que van echando en todos los oídos para que la gente se desanime… Me han visto, me han preguntado si ando con la Revolución, y les he respondido que estoy donde estoy. No debe uno comprometerse antes de tiempo… No debe uno dar su brazo a torcer… A la Revolución pertenezco yo en cuerpo y alma, y de ella espero la recompensa de mis buenos servicios. Pero mientras se decide si la Revolución vive o muere, ¿qué necesidad tengo de dar la cara? Póngome esta postiza para que mis compañeros no puedan decir que han visto a Sebo entre los sublevados. Si vienen mal dadas, serán capaces de fusilarme o de meterme en un presidio… Y sería lástima, excelentísimo señor, porque, aquí donde Vuecencia me ve… no creo haber nacido para el oficio vil de corchete… Modestia a un lado, señor, Telesforo se siente jefe político…».

Asentí a cuanto decía, regocijándome de su infantil ambición, no enteramente injustificada, pues gobernadores he visto salidos del más bajo montón burocrático, o de obscuros aprendizajes políticos… Sigo contando. En la tarde del 29, gran número de paisanos mal armados o por armar entraron en Torrejón, presentándose al brigadier Echagüe. Al anochecer supimos que en la madrugada próxima saldría de Alcalá la división libertadora, engrosada con las fuerzas de Infantería y Caballería que guarnecían aquella ciudad, con el contingente de la Escuela Militar, con los setecientos quintos armados de tercerolas, y el núcleo de paisanos, que iba aumentando por el camino. Dieron a la hueste adventicia el nombre de Voluntarios de Madrid. Madrugamos para salir al encuentro de esta variada y pintoresca tropa. Salió todo el vecindario: la carretera parecía un campo ferial en movimiento. Nunca vi gente más alegre: creyérase que esperaban lluvia de monedas de oro y plata, o presenciar gloriosos combates caballerescos, con intervención del apóstol Santiago. ¡Desgraciado pueblo, que no esperando nada de la paz, porque en este escepticismo lo mantienen sus gobernantes, lo espera todo de la guerra civil.

Cuando las avanzadas del ejército libertador aparecieron, destacándose del horizonte obscuro en las primeras claridades del alba, rompió la multitud en exclamaciones de júbilo. El toque de clarines de Caballería y el grave paso de ésta encendían en todos los corazones un sentimiento de admiración, de piedad y ternura, que no es fácil definir. En los sentimientos que despierta tan sublime música, se confunden y hermanan la grandeza heroica y el fervor religioso. Las pausas en el toque, aquel silencio del metal sonoro que deja oír las patadas rítmicas de los caballos, es de una solemnidad que induce a la efusión, al llanto mismo… Entró la Caballería en Torrejón, después la Infantería y Voluntarios, luego el Estado Mayor General escoltado por una sección de coraceros… Por falta de viento, la nube de polvo rastreaba, no subiendo más arriba de las barrigas de los caballos y de los pies de los jinetes. Lamañana entró alegre, luminosa, esparciendo su luz rosada por los campos estériles y por las abigarradas multitudes de militares y campesinos. Dijérase que traía la fecundidad al suelo, y a todos los corazones la esperanza.

En el ejército encontré multitud de amigos. Pero apenas pude hablar con algunos, pues el descanso en Torrejón fue brevísimo. Salieron las tropas en dos divisiones; la una, mandaba por Dulce, siguió por el camino real con órdenes de llegar hasta Canillejas para hacer un reconocimiento; la otra, con O’Donnell al frente, tomó la dirección de Vicálvaro. A la impedimenta de ésta me agregué yo, gozoso con la idea de pasar por Coslada. En esto me equivoqué, porque el paso fue por un sitio distante media legua del pueblo en que los salvajes residían. Salieron a vernos hombres, chiquillos, mujeres. Miré las caras de éstas, buscando entre ellas la de Virginia; pero no la vi. O no estaba, o desfigurada totalmente por la barbarie, no pude reconocerla.

En la parada que allí hicimos, se adelantó Sebo para refrescar con el aguardiente que vendían unos cantineros, y al volver me dijo: «Vea, señor, a los dos oficiales que desde aquellas tapias le están mirando… Ahora le saludan con la mano. Son Navascués y Gracián. Fui hacia ellos y ellos vinieron hacia mí, partiendo el camino, y afectuosamente nos saludamos. El General les había encargado de la instrucción y mando de las compañías de Voluntarios, tarea no floja, pues eran gente revoltosa, temeraria, más fácil al heroísmo que a la disciplina. Volviéndose de improviso hacia Sebo, Gracián le agarró de una oreja, diciéndole: «Ahora me vas a pagar todas las que me has hecho, perillán. Pensabas que yo no te conocería con esa facha de saltatumbas… Ya no te suelto; te doy la filiación, quieras o no quieras; te pongo en las manos una carabina, y como no seas valiente, te fusilo por la espalda…». «Señor – contestó Sebo con mal disimulado pánico, – no se empeñe en hacerme héroe, porque no lo soy. No he nacido para eso…Si quiere emplearme en el ejército libertador, como es mi gusto, deme un cargo administrativo, sanitario o, si a mano viene, de municiones de boca, que algo entiendo de esto…». Y Gracián: «Si no tienes ánimos para cargar el chopo, te haré mi capellán castrense.

– Señor, no soy cura.

– Lo pareces, y es lo mismo… No te me escapas ya. De los malos ratos que me has hecho pasar dándome caza, voy a vengarme ahora, tunante». Y sin esperar a más razones de Sebo ni mías, llamó a un sargento y le entregó el nuevo voluntario, con esta suave recomendación: «Ea, cogedme a este gandul, que es un cura mal disfrazado… Ponédmele en el servicio de cartuchos, hasta que llegue la ocasión de auxiliar a los moribundos… Cuidado con él; y si quiere escaparse, dadle veinticinco palos como primera providencia.

Desapareció Sebo dolorido y rezongando, y siguió su marcha la división por el camino polvoroso. Picaba el sol; los ánimos ardían.

Apenas entraron en Vicálvaro las tropas sublevadas, corrió la voz de que estaban a la vista las del Gobierno. Expectación, toques de mando, movimiento. Era una falsa alarma, que se repitió media hora más tarde, cuando los soldados requerían sus alojamientos y olfateaban las humeantes cocinas. Por fin, cerca de las tres, ya fue indudable que venía el Ministro de la Guerra, general Blaser, con Lara, Capitán General, y casi toda la guarnición de Madrid. Antes de que viéramos las avanzadas, una bala de cañón, que casi tocó a las tapias del pueblo, fue como el primer grito de guerra. Nube de polvo lejana anunció la Caballería del Ejército que el convencionalismo histórico llamaba leal. Pronto vimos que la Artillería enemiga escogía posición excelente en lo alto de un cerro, detrás de un arroyo. Entendiendo poco de estrategia, pareciome que Blaser no pecaba de tonto. Lo mismo pensaron los de acá, según después supe. Pero ya no podían rehuir el combate en el terreno escogido por los de Madrid. Vi que avanzó el batallón de la Escuela Militar, como en reconocimiento, y sobre ellos vinieron con furia los caballos de Villaviciosa. La batalla estaba empeñada. Híceme cargo del plan de ambos caudillos. El de allá ganaría si desalojaba de la posición de Vicálvaro a los que bien puedo llamar nuestros. Ganarían los sublevados si conseguían tomar de frente los cañones de Blaser.

Reconozco mi falta absoluta de espíritu bélico, y no me avergüenzo de confesar que me siento incapaz de todo heroísmo en el terreno de las armas. Como además no gusto de acudir a donde sé que mi persona no hace ninguna falta, determiné situarme en lugar seguro, aunque en él no pudiese ver en todo su desarrollo el que ha de ser histórico suceso. Me interesan, sí, en grado sumo las consecuencias políticas o sociales de este duelo marcial; pero las peripecias y lances del mismo no despertaban en mí ninguna emoción, como no fuera la de piedad y lástima por los que habían de morir. Desde las tapias más lejanas del pueblo, por el Este, procuraba yo ver y enterarme, recorriendo con ávidos ojos el campo de batalla. Entre nubes de polvo y humo vi las filas de caballos, las filas de hombres, grupos contra grupos, y… ¿lo diré como lo siento? Yo no deseaba sino que acabaran pronto. ¿Diré también que toda aquella porfía me pareció estúpida? Pues lo digo. Y al fin, entre mis confusiones y mi hastío de tanta barbarie, surgía la pregunta no contestada: «¿Y todo esto, para qué?» No sé qué habría yo pensado si me viera ante un San Quintín; pero ante aquel combate, en cierto modo casero, entre cuatro gatos, como suele decirse, lucha por el gobierno de un país siempre desgobernado, mi pensamiento no podía elevarse a las alturas de la Historia trágica. Nada, nada: que acabaran pronto, y se fueran a sus casas.

Dos horas corrieron, y no se veía ventaja en ninguna de las dos partes. Se tiroteaban, se acuchillaban, y las ondulaciones de las masas combatientes no determinaban ganancia ni pérdida de los trozos de suelo en que reñían. En la salida del pueblo, por el camino de San Fernando, donde busqué mi refugio, había multitud de viejas, que allí se guarecían de las balas. Alguna de ellas me dijo que a la villa le venía bien aquella guerra, porque la tropa siempre deja dinero, y otra se lamentó de las muertes que habería, no sin atenuar su pena con esta consideración filosófica: «También hay que ver que es güena la guerra cevil, porque en ella fenece toda la granujería de los pueblos. Perdidos, vagos, ladrones: en tiempo de paz no hay quien vos mate. Salta la guerra, y a la guerra os vais como las moscas a la miel. Sois valientes, metéis el pecho de veras. Ahí morís todos, pestilencia». Y un vejete medio alelado y paralítico tomó así la palabra: «Esto que vedéis no es guerra mesmamente y de por sí, sino rigolución… Y quien diz rigolución, diz dinero en Vicálvaro: la rigolución trai derribo de casas viejas, de conventos y santularios; rompición de calles, de lo que viene obra mucha de casas nuevas, y vender acá más yeso del que ora vendemos. Ya vedéis la paradez del yeso. Pus como ganen los libres, tendréis en Madril obra de casas, y aquí el quintal de yeso por las nubes». No podía yo enterarme bien de otras cosas que el vejete decía, porque en el sitio donde estábamos se habían refugiado todos los perros del pueblo, asustados de la batalla, y allí coreaban con sus ladridos el militar estruendo.

También los mendigos de ambos sexos tenían allí su resguardo, y entre éstos un ciego que, según contó, estuvo en los famosos sitios de Zaragoza. «Aquéllas eran guerras por honra, señor – dijo revolviendo sus ojos muertos, – y no estas comedias con tiros, por el mangoneo, y por ver quién pone o quién no pone un par de principios después de los garbanzos. Bien claro está que no hay cosa de por medio. España se va volviendo muy comelona; los ricos traen cocineros de Francia… ¡Comer bien, vivir bien! ¿Lujo grande, monises pocos? Pues revolución, para que el dinero que hoy está en tus manos venga a las mías… Yo he sido en Madrid cocinero de fondas y de alguna casa. ¡Veinticinco años cocinero, señor! Me arruiné por poner un establecimiento en que daba de comer a lo que llaman precios reducidos. La maldita baratura y el no entender el negocio me dejaron por puertas, y para acabar de arreglarlo, mis pobres ojos, del calor de las hornillas día y noche, se quemaron, se quedaron ciegos… No veo las cosas, y veo las causas de estas marimorenas… Todo es cuestión de principios… de poner dos principios… Yo ponía tres por dos pesetas, y ya se sabe lo que me pasó. Las clases no pueden comer dos principios sin hacer una revolución cada pocos años para que los buenos sueldos pasen de unas manos a otras manos… Tenemos en Madrid el furor del buen vivir, que viene de Francia, como las modas de sombreros… tenemos el furor de los dos principios, de los chalecos de felpa y de cachemir, de los pantalones patencur, de las butacas con muelles, de las alfombras de moqueta, de los jabones de Benjuí o de terciopelo, y de los féretros metálicos, que también en esto hay furor… Muchos furores y poco dinero, señor. ¿Poco dinero? Pues ya se sabe: revolución al canto… estas revoluciones de dentro de casa… el fogón, la despensa, el guardarropa, los principios…

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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