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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Los apostólicos», sayfa 14

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XXVII

Tenía sus papeles en regla, pasaporte, partida de bautismo, a más de otros documentos importantes, y aquel mismo día se celebró la escritura para llevar adelante lo pactado con D. Felicísimo, asistiendo a este acto solemne, como notario, el licenciado Lobo, a quien conocemos desde hace veinticuatro años. Por la tarde Pipaón se llevó al amigo a su casa, donde le obsequió bizarramente con suntuosa comida, cigarros exquisitos y licores de primera. Esta esplendidez y el lujo de la vivienda en que estaba admiraron mucho al convidado, que no podía menos de traer a la memoria la humildad con que el Sr. Bragas dio los primeros pasos en la carrera de covachuelista. El medro había sido grandísimo y el aprovechamiento tan colosal, que allí podrían tomar lecciones cuantas hormigas hay en el mundo.

Los dos camaradas charlaron de lo lindo sobre cosas diversas, pero especialmente sobre el destino y vicisitudes del amigo que por tanto tiempo había estado ausente de España y envuelto en misterios. Las preguntas sucedían a las preguntas y las explicaciones a las explicaciones, y no fue todo paz y concordia en su interesante diálogo, porque a lo mejor de él hubo peligro de que los ánimos se soliviantaran dando al traste con la amistad y buena armonía que son compañeras inseparables de una serie de buenos platos. Parece ser que el amigo había enviado a Pipaón, durante los últimos años, todas las cartas que tenía que dirigir a Madrid. El objeto de esta mediación era que el diestro cortesano salvara de las asechanzas de la policía en Correos una correspondencia inocente en que nada se hablaba de política. Así lo hizo durante algún tiempo; pero desde mediados del 29, don Juan Bragas, que en las cosas privadas lo mismo que en las públicas había de mostrar la doblez y bajeza de su carácter, abusó de la confianza del emigrado dejando de entregar algunas de sus cartas a la persona a quien se dirigían, para dárselas a otra.

La cuestión de las cartas salió, pues, a relucir en la mesa, y Pipaón que en frescura y demás dotes para el fingimiento no tenía rival en el mundo, se desenvolvió gallardamente de aquel compromiso. Su sofistería, sus protestas de amistad, auxiliadas de su serenidad hacían quiebros admirables, y no se dejaba él coger en mentira aunque la lógica misma se encargara de acometerle.

– Puedes estar seguro, amigo Salvador – le decía, – de que desde Octubre del 29 no he recibido ningún paquete tuyo. Si lo recibiera, tonto, ¿para qué lo quería yo? ¿De qué podrían valerme tus cartas, no trayendo nada de política?, y aunque trajeran algo, hombre, aunque fuera cada letra de ellas una bomba explosiva, ¿me crees capaz de vender a un amigo de la infancia?, ¿me crees capaz de abusar indignamente de tu confianza?, ¿me crees capaz de violar el sacratísimo misterio de la correspondencia…? ¡Oh!, no me des a entender que hay en ti, no digo sospecha, pero ni siquiera un átomo de sospecha, porque nace en mí cierta indignación terrible que me hará olvidar la amistad, la consideración; me desvanezco, me exalto, me sulfuro… No, tú no puedes tener de mí tan baja opinión, tú bromeas, tú has perdido la memoria de mis buenas partes, y allá en la emigración has olvidado lo arraigada que está la hidalguía en pechos españoles.

El amigo no se convenció con estas vehementes razones; pero no queriendo volver sobre lo pasado, dejó aquel tema para tomar otro. Apremiado por Bragas, contó lo más notable de su vida durante las largas ausencias, extendiéndose mucho en los dramáticos sucesos de su expedición a Cataluña, durante la insurrección apostólica de este país. Pasmado lo oía todo el buen cortesano, y cuando su amigo llegaba a narrar un peligro extraordinario o el acometimiento de alguna aventura terrible temblaba y sudaba como si él mismo se sintiera empeñado en aquellos grandes riesgos y compromisos; tal verdad e interés había en la relación.

Ya estaba en los postres, cuando Pipaón, oído el relato del convidado contó a su vez los chascos que él (Pipaón) y otra persona (Jenara) se habían llevado en Madrid, creyendo ver al buen amigo en cada uno de los individuos que sucesivamente iba deteniendo la policía por creerlos emisarios de Mina o Valdés.

– Como no recibíamos cartas tuyas – dijo, – y en tanto los emigrados se agitaban en París y en Londres, siempre que teníamos noticia de la llegada misteriosa de algún conspirador, creíamos que eras tú. En Gracia y Justicia me enteraba yo de los soplos de la policía, y… francamente, como siempre tuviste afición a zurcir voluntades de revolucionarios y preparar sediciones… no levantaban una pieza los buenos podencos de la Superintendencia, sin que Jenara y yo dijéramos: «él es». Cuando Espronceda vino y se escondió por unas horas en la Trinidad, creímos que eras tú. ¿Llegó un tipo, un no sé quién y estuvo tres días en la botica de la calle de Hortaleza?… pues eras tú. ¿Hablose de otro que se metió en el guardamangier de Palacio y que luego resulto ser un choricero perseguido por haber dado unos palos?… pues tú. ¿Súpose por los serenos que un hombre encopetado había entrado a deshora varias noches en casa de Olózaga?… pues tú. Pero el más gracioso engaño de todos es el que padeció nuestra paisanita durante la prisión de Olózaga, engaño en el cual no he tenido parte ni responsabilidad. Ella sobornó carceleros y compró mequetrefes de cárcel de esos que traen y llevan recados. Esta gente sirve bien, como anden las onzas por medio, y lo prueba la evasión de Olózaga. Pues bien. En el torreón de la Villa había un preso a quien daban el nombre de Escoriaza, el cual unas veces atribuía su encerramiento a cosas de mujeres, y otras a tramas políticas. Intrigando para salvar a Olózaga, nuestra amiga, cuyo corazón es tan grande como su entendimiento, se interesaba por el misterioso Escoriaza, creyendo… no podía faltar la muletilla… creyendo que eras tú. Él recibió recados y dineros, comprendió que había un engaño y lo sostuvo hábilmente. En fin, querido, a la postre resultó ser ese raterillo a quien llaman Candelas, que si Dios no lo remedia, pasará a la posteridad por sus hazañas. Mira, Salvador, cuando lo supe, estuve riéndome dos horas… Por último, al cabo de tantas equivocaciones vino la verdad, y la sin par Generosa, que te buscaba en todas partes, te encontró de improviso en su propia casa, en casa de D. Felicísimo. Y fue de la manera más inesperada y más teatral. Un día vio sobre la mesa de Carnicero una carta para D. Jaime Servet, nombre que usaste en Cataluña, según nos dijo el marqués de Falfán de los Godos, que te encontró en Canfranc cuando volvías sano y salvo a Francia. Al punto Jenara… ya sabes que es un fuego vivo de actividad y de impaciencia… corrió a la posada del Dragón… ¡Qué desgracia!, no estabas… Pasaron días. La carta para ti volvió a la mesa de D. Felicísimo donde ha estado dos meses esperándote. Pero ayer nuestra amiga sintió una voz en el despacho de Carnicero; ella y Micaela se acercaron, entreabrieron la puerta, miraron… Eras tú, tú mismo, real, verdadero, efectivo. Jenara se desmayó en el pasillo y Micaela y yo la llevamos a su cuarto, donde sin más medicina que un vasito de agua, volvió en sí y de repente me dijo entre riendo y llorando: «Ha engrosado bastante ese badulaque…». Y en conclusión, chico, esta tarde tendrás el gusto de verla, porque para eso estás aquí y para eso te he convidado de acuerdo con ella, y ya…

El cortesano miró el reló, añadiendo con socarronería:

– No, no es hora todavía… ¿Llevarás a mal lo que he hecho? ¡Qué demonios! Si supieras el interés que tiene por ti… Te quiere como a un hijo.

Salvador no dijo cosa alguna concreta acerca de este inopinado amor de madre que la señora le tenía, y volviendo al tema pasado riose mucho de los lances cómicos ocurridos con su supuesta persona, y principalmente de haber sido confundido con dos hombres que habían de ser pronto celebridades del siglo, si bien de orden muy distinto, Espronceda y Candelas. Dijo luego que al volver a Francia de vuelta de Cataluña, había seguido ayudando a Mina en sus planes; pero que, desde la intentona del año 30, había cesado en sus trabajos, renunciando para siempre y con decidido propósito a la política. Desde que tal resolución tomó, habíase aplicado a buscar los medios de volver libremente a España, donde le llamaban afectos nobles y una regular herencia por recoger. Tuvo la suerte entonces de conocer a D. Alejandro Aguado, el cual le empleó en diferentes comisiones en Bélgica e Inglaterra. Sirvió con celo y habilidad al banquero, y el banquero se encargó de abrirle las puertas de España. Quiso traerle cuando vino Rossini en Marzo del 31; pero entonces no fue posible. A la vuelta de Aguado a Francia, el célebre contratista dio a Salvador el encargo de reunirle cuadros para su afamada colección (que hoy puede admirarse en el Louvre), y para esto, y para hacerle posible la residencia en España, escribió en su obsequio cartas de recomendación de esas que todos los obstáculos allanan y vencen dificultades que al oro mismo son rebeldes. Aguado era el prestamista del Tesoro español y tenía en su mano la fortuna pública y gran parte de la privada de esta nación venturosísima. Por estas causas sus relaciones en Madrid eran sólidas y su firma como una especie de fórmula abreviada del Evangelio.

D. Felicísimo había tenido a principios de 1831 correspondencia con Aguado, con motivo de ciertos negocios de los Santos Lugares que este arregló en París y Roma. Concluidas y zanjadas las cuentas a gusto de ambos, lo mismo el banquero que el agente eclesiástico deseaban ocasión de servirse mutuamente, y como en poder de Carnicero obraba todavía una cantidad, resto de la negociación realizada y de la cual debía disponer Aguado, este suplicó a su amigo la entregase al Sr. D. Jaime Servet, su amigo y corresponsal que llegaría a Madrid en época concertada. Reservadamente enteraba Aguado a Carnicero de quién era este Servet y de su verdadero nombre y la herencia y los cuadros y los propósitos pacíficos que llevaba a Madrid, por lo cual esperaba que le ayudase en todo. Con esto y con las cartas que Salvador trajo para Calomarde, Varela, Ballesteros y la Reina Cristina, no fue difícil que al llegar a Madrid dejase su falso nombre, entrando en el pleno goce de lo que podría llamarse derechos civiles y que era en realidad tolerancia o benignidad del gobierno absoluto. La carta para Cristina, que entregó el primer día, fue como es de suponer eficacísima, y todo lo demás se le hizo fácil. Ya tenemos noticia de las buenas disposiciones de Carnicero, el cual miraba al Sr. Aguado como a un Dios; pues en aquel espíritu el furor apostólico no excluía la adoración de becerros de oro con todos los servilismos que esta religiosidad insana trae consigo.

Ya habían concluido de comer y estaban de sobremesa fumando excelentes puros, cuando sonó la campanilla, y Pipaón dijo a su amigo:

– Me parece que ya está ahí. Es puntual como la hora triste.

Salvador hizo una pregunta interesante por demás, a la cual contestó el tunante de Pipaón con sonrisa maliciosa y en voz tan baja que el narrador se quedó en ayunas. Es evidente que la pregunta se refería a la señora que en aquel momento llamaba a la puerta, y también lo es que Pipaón contestó con un nombre. Lo único que pudimos percibir de este oscurísimo coloquio fue la observación de Salvador, diciendo:

– Me lo figuré… le vi en Francia… ¡qué cosas!

Era ella en efecto. Salvador, dejando a su amigo, fue a la sala, donde la encontró de pie, fijos los ojos en la puerta. Se saludaron con afecto, demostrándose el uno al otro sentimientos de amistad y alegría por verse después de tanto tiempo. En ella había cierto alborozo del alma que luchaba por encerrarse en el círculo de lo que se llama satisfacción en lenguaje de urbanidad, y en él había frialdades que se mostraban de improviso, rompiendo el velo de expresiones convencionales con que las quería cubrir. Ella estaba turbada, tan turbada que después de los primeros saludos decía una cosa por otra; él no parecía muy sereno, pero se recobró antes que ella y fue de los dos el primero que rió. ¡Sabe Dios cuál sería el último!

La discreción que en el uno emanaba naturalmente del desamor y en la otra del remordimiento, les llevó a una conversación en que ni por incidencia se tocó ningún punto de la vida pasada de ambos. Hablaron del tiempo y de política, los dos temas obligados en toda reunión donde no hay nada de que hablar. Allí parecía más bien que ella y él temían abordar otros asuntos. Lo único que se permitió Jenara fuera de los lugares comunes de la política y el tiempo, fue algunas exhortaciones que demostraban bastante interés por el que fue su amigo.

– No te fíes de esta gente, ni de la buena acogida que te han hecho – le dijo. – Esta canalla es más temible cuanto más halaga, y cuando parece que perdona es que prepara el golpe de muerte. La protección de la Reina Cristina, que tanto considera al Sr. Aguado, te servirá de mucho mientras haya tal Reina; pero, hijo, aquí no hay nada seguro; estamos sobre un abismo. Al Rey le repiten ya con más frecuencia los ataques de gota y el mejor día nos quedamos sin él. Ya supones lo que pasará en la botella de cerveza el día que le falte el corcho. Muerto el Rey, adiós Reina y Roque; se armará aquí una marimorena de todos los demonios, y el bando apostólico será dueño del reino y nos hará gustar las delicias del gobierno de Cafrería. Como no me resigno a que me gobiernen a la africana, tengo todo preparado para marchar en cuanto haya síntomas; así desde que el Rey cojea del pie izquierdo, ya me tienes haciendo las maletas. Prepárate tú también, y no te fíes de la protección de Cristina, un ídolo a quien derribará de su pedestal el último suspiro del Rey.

Salvador, conviniendo en muchas de estas apreciaciones respondió que por nada del mundo volvería a la emigración, y que resuelto a huir de la política, esperaba que nadie le molestaría. No queda duda alguna de que la hermosa dama, al oírle hablar tenía en su alma eso que no se puede designar sino diciendo que estaba agobiada bajo un formidable peso. Claramente decían sus ojos que tras de la fórmula artificiosa y vana que articulaban los labios, había una reserva de palabras verdaderas que al menor descuido de la voluntad saldrían en torrente diciendo lo que ellas solas sabían decir. Que se echara fuera, por capricho o audacia, una palabra sola y las demás saldrían vibrando con el sentimiento que las nutría. Por un instante se habría creído que el volcán (demos al fenómeno referido su nombre platónico convencional) llegaba al momento supino de la erupción echando fuera su lava y su humo. Salvador tembló al ver con cuánto afán, digno de mejor motivo, contaba la señora las varillas de su abanico, pasándolas entre los dedos cual si fueran cuentas de rosario, y mirándolo y remirándolo como si él también hablase. Después la dama alzó los ojos que tenía empañados, cual si fluctuara sobre aquel cielo azul la niebla del lloriqueo, y echando sobre su amigo una mirada que era más bien explosión de miradas, desplegó los labios, empezó una sílaba y se la tragó en seguida juntamente con otras muchas, que estaban entre los lindos dientes esperando vez. La señora se sometió a sí misma con formidable tiranía y en vez de aquello que iba a decir no dijo más que esto:

– Hoy me han regalado una cesta de albaricoques.

A esta noticia insignificante contestó Monsalud diciendo que a él le gustaban poco los albaricoques, y que delante de un racimo de uvas no se podía poner ninguna otra especie de fruta. Con esto se empeñó un eruditísimo coloquio sobre cuáles eran las mejores frutas, defendiendo la señora con argumento irrebatible el melón de Añover y los albaricoques de Toledo, pasando la conversación a los Cigarrales, y por último a D. Benigno Cordero, a cuya obsequiosa amistad debía Jenara la cestilla mencionada. Entonces el otro dio en hacer pregunta tras pregunta sobre la honrada familia del encajero, y Jenara dio en responderle con malísima gana y con tanta avaricia de palabras como liberalidad de movimientos para darse aire con el abanico. Creeríase que se estaba azotando el seno para castigarle de haber engrosado más de la cuenta, y así todos los faralanes de su vestido en aquella parte se agitaban como flámulas y gallardetes en día de festejo y de temporal. De repente la señora cortó la conversación diciendo:

– Son las seis y Micaelita me espera para ir al Prado. Yo estoy libre también; ya me ha dicho hoy D. Felicísimo por encargo del esposo de la jorobada (Calomarde) que se acabó la tontería de mi persecución.

Salvador manifestó alegrarse mucho de aquella franquicia, y no dijo sino palabras convencionales y frías para retener a la dama en la visita. También habló de su próximo viaje a Toledo. Ella se levantó, y sus bellos ojos ya no echaban de sí sentimientos amorosos sino un chisporroteo de orgullo. Despidiose secamente diciéndole: «Nos veremos otro día» y se retiró majestuosa, como soberana que no sabe lo que es abdicar y antes consentirá en equivocarse mil veces que en ceder una sola.

XXVIII

A principios de Setiembre todavía el benignísimo D. Benigno no había podido allanar aquel endiablado obstáculo de los papeles. El agente no contestaba nada de provecho, y todo era dilaciones, por lo cual Cordero, que ya iba perdiendo la paciencia, determinó hacer un viaje a Madrid para comunicar algo de su inquietud y de su prisa al Sr. Carnicero. El héroe había resuelto encontrar los papeles, aunque tuviera que ir por ellos a la misma villa de La Bañeza o al fin del mundo. Así lo dijo al partir, despidiéndose para poco tiempo.

Dos días después de su partida estaba Sola en una de las piezas altas, ocupada, por más señas, en pegar botones a una camisa de su futuro esposo, cuando recibió aviso de que un señor acababa de llegar a la finca y deseaba hablar con la señorita. Comprendiendo al punto quién era, Sola se quedó como estatua, sin habla, sin ideas en la cabeza, sin sangre en las venas, sintiendo una alegría disparatada, que al mismo tiempo era pena muy viva, y miedo y cortedad de genio. Ella sabía quién era el visitante; se lo decía aquel mismo azoramiento súbito en que estaba y el horrible salto de su corazón alarmado. Había tenido noticia por D. Benigno, dos semanas antes, de la aparición de Salvador en Madrid, padeciendo con esto un trastorno general en sus ideas. Pocos días después había recibido una carta del mismo anunciándole visita, y desde que recibiera la carta el barullo de sus ideas y la estupefacción de su alma habían aumentado. Grandes cosas se preparaban sin duda, anunciándose en la infeliz joven con sentimientos de miedo y espasmos de alegría. Armándose de valor, se dispuso a recibir al que un tiempo se llamó su hermano. Mientras se arreglaba un poco para presentarse a él, miró por la ventana. Allá abajo, entre los olivos, había un caballo, sujeto por un muchacho de la casa. Era el caballo de él. La puertecilla de la huerta por donde se pasaba para llegar a la casa, estaba abierta. Él la había dejado abierta al pasar. En la salita baja se sentían pasos. Eran sus pasos.

Sola bajó, apoyándose fuertemente en el barandal para no bajar de cabeza. Entró en la salita… ¡Qué grueso, qué moreno!… ¡tenía algunas canas!… Sola no pudo decir nada y se dejó abrazar fuertemente.

– ¡Ay! – exclamó sintiéndose inerte entre los brazos de su hermano, que parecían de hierro.

Sola no se hacía cargo de nada. Estaba pálida y con los labios secos, muy secos. No se dio cuenta de que él se sentó en un sofá de paja, que era el principal adorno de la salita; no se dio cuenta de que él, tomándole las manos, la llevó al mismo sofá y la sentó allí como se sienta una muñeca; no se dio cuenta tampoco de que Salvador dijo:

– Ya sé que no está D. Benigno; ¡cuánto lo siento!

Sola no hacía más que mirarle asombrada, encontrándole grueso, no tan grueso que perdiera su gallardía de otros tiempos; asombrada de verle mucho más moreno y curtido que antes y con algunas manchas de canas en el cabello.

– ¡Me miras las canas! – dijo él. – Estoy viejo, hermana, viejo del todo. A ti te encuentro más guapa, más mujer, más saludable. Ya sé que eres tan buena como antes o más buena aún, si cabe. El marqués de Falfán me ha hablado mucho de ti, y me contó tu grave enfermedad. ¡Pobrecita! También sé que no has recibido mis cartas desde hace dos años, como no las recibió Falfán ni otros amigos míos. Es una traición de Bragas, aunque él jura y perjura que no ha recibido paquetes míos en mucho tiempo. La última carta que me escribiste la recibí en Inglaterra hace dos años. Después, yo escribía, escribía, y tú no me contestabas.

Hablaron un rato de aquel singular extravío de cartas, que no podía ser sino pillada de Pipaón, falaz intermediario; pero como ya el mal pasado no tenía remedio, dejaron de hablar de ello para ocuparse de cosas más vivas y más interesantes para uno y otro.

– ¡Cuántos años sin verte! – dijo él, mirándola de tan buena gana que bien se conocía el largo ayuno que de aquellas vistas habían tenido sus ojos.

– El marqués de Falfán – repitió ella – que iba algunas veces a la tienda de D. Benigno y siempre me hablaba de ti, me contó que pasando él la frontera cierto día del año 27 te encontró. Ibas a caballo disfrazado y te habías puesto el nombre de Jaime Servet. Este nombre se me quedó tan presente que lo dije muchas veces cuando estaba delirando. Después de esto me escribiste desde París. Un día que fuimos a ver entrar a la Reina Cristina a casa de Bringas, me dio Pipaón una carta tuya; fue la última. Poco después el marqués de Falfán me dijo que tenía ciertos indicios para creer que habías muerto.

Salvador le contó luego a grandes rasgos los principales sucesos de su vida en el período de ausencia, y le explicó las causas de su venida a España. Lo que más sorprendió a Sola de cuanto dijo su hermano fue aquel aborrecimiento a la política y al conspirar. Salvador le dijo:

– Cuando el hombre se enamora desde su niñez de ciertas ideas, o sea de lo que llamamos ideales… no sé si me entiendes… y se lanza a trabajar en ellos, se crea una vida artificial. Las ambiciones, la sed de gloria y el afán de todos los días la forman. Así pasa el tiempo y así consume el hombre las fuerzas de su alma en un combate con fantasmas. Cuando hay éxito, querida hermanita, cuando Dios dispone las cosas para que determinados hombres en determinados países sean instrumento de planes providenciales, entonces la vida que he llamado artificial puede dejar de serlo, mudándose en realidad hermosa. Pero cuando no hay éxito, cuando después de mucho desvarío hallamos que todo es quimera, sea por el tiempo, por el lugar o porque realmente no valemos para maldita de Dios la cosa, resulta uno de estos dos fenómenos: o la desesperación o el recogimiento y el deseo de la vida vulgar, tranquila, compartida entre los afectos comunes y los deberes fáciles. Yo he querido optar por lo segundo, que es más natural. Un poeta hablando de estas cosas dijo: Es como una encina plantada en un vaso, la encina crece y el vaso se rompe. Yo creo que en la generalidad de los casos hay que decir: El vaso es muy duro y la encina se seca, y este es el caso mío, querida.

Sola dio un suspiro por único comentario.

– La encina se seca – añadió Monsalud. – En mí se empezó a secar hace tiempo, y ya quedan en ella muy pocas ramas con vida; pero a su sombra ha nacido un árbol modesto que vivirá más y a falta de laureles dará frutos… Pronto tendré cuarenta años. ¡Si vieras tú qué efecto tan raro nos hace el vernos de cerca de esta edad y reconocer que no hemos vivido nada en tan larga juventud! Porque un hombre puede haber emprendido muchas cosas, haber estudiado, leído y haber querido a muchas mujeres, y sin embargo encontrarse el mejor día con la triste seguridad de no ser nada, ni saber nada, ni amar a nadie. Pronto empezaré a ser viejo. ¡Qué triste cosa es la vejez sin otros goces que las memorias de una juventud alborotada ni más compañía que el rastro que dejaron todos aquellos fantasmas y figurillas al convertirse en humo!… Se me figura que comprendes esto perfectamente… ¿Pero a que no sabes cuál es ahora la aspiración de mi vida?

– Ya me lo has dicho, no ser nada.

– Pues aspiro a ser el vecino tal, de tal calle, de cual pueblo; nada más que un vecino, querida. ¿Crees que esto es fácil? Mira que no lo es. La vida errante me fatiga, la vida solitaria me entristece. Para ser vecino de tal calle es preciso fijarse y tener compañía que nos ate con cuerda de afectos y deberes. No hay nada que tan dulcemente abrume al hombre como el peso de un techo propio.

Esta frase, dicha así como sentencia, conmovió a Sola hasta lo más profundo de su alma. Por un momento creyó que todo se volvía negro en su alrededor.

– ¿Qué dices a esto? – le preguntó él. – Hace un año, hallándome en París curado ya de la manía del vivir quimérico, y prendado de amores por la vida posible, por la vida que no temo llamar vulgar, te escribí, manifestándote lo que pensaba.

– ¡A mí! – exclamó Sola figurándose en el acto, como por inspiración divina, la carta que no había recibido, y viéndola toda letra por letra.

– A ti… Ya sé que no la recibiste. Sería preciso desollar vivo a Pipaón. En mi carta te consultaba, te pedía consejo. Fue aquel un tiempo en que tú te realzabas a mis ojos de un modo nuevo y no iba mi pensamiento a ninguna parte sin tropezar contigo. Siempre había admirado yo tus virtudes, siempre había sentido por ti un afecto entrañable; pero entonces todos los sueños de la vida posible venían a mi cerebro como envueltos en ti, quiero decir que todas las ideas de esta nueva existencia y las imágenes de mi reposo y de mi felicidad futura se me presentaban como un contorno de tu cara. Esto es concluir por donde otros han empezado, esto es cosa de mozalbetes; pero los que no han sabido vivir la vida del corazón cuando niños, la viven cuando viejos, y así…

La miró un rato y viéndola perpleja, él que gustaba de expresar las cosas con prontitud y claridad, le dijo en un galanteo máximo todo lo que tenía que decirle. Sus palabras fueron estas.

– Y así vengo a proponerte que nos casemos.

Sola no estaba ya confusa sino espantada. Se mordía un labio y la yema de un dedo. Se los mordía tan bien que a poco más arrojara sangre. Al mismo tiempo miraba al suelo, temerosa de mirar a otra parte. Su alma estaba, si es permitido decirlo así, como una grande y sólida torre que acababa de desplomarse sacudida por terremotos. No acertaba a pensar cosa alguna derechamente, ni a concretar sus ideas para formar un plan de respuesta. Salvador le tomó una mano. Entonces ella, herida de súbito por no sé qué sentimiento, por el pudor, por la dignidad tal vez o quizás por el miedo retiró su mano y dijo:

– Soy casada.

– ¡Tú!…

– Como si lo fuera. He dado mi palabra.

– En Madrid me dijeron eso, como una sospecha. Yo creí que era falso.

– Es cierto – dijo Sola que, recobrándose con gran esfuerzo, luchaba con sus lágrimas para que no salieran. – Si no hubieran ocurrido ciertos entorpecimientos, ya estaría casada con el mejor de los hombres.

A Salvador tocó entonces el morderse el labio y la coyuntura del índice de su mano derecha. Sola invocó mentalmente a Dios, tomó fuerzas de su valeroso espíritu y de la idea del deber que era siempre su confortante más poderoso, y quiso dominar la situación haciendo el panegírico de su futuro esposo.

– Hay un hombre – dijo, – a quien debo la vida, de quien he sido hija cuando no tenía padre ni hermano. Siente por mí un respeto que yo no merezco y un cariño que no podré pagar con cien vidas mías. Cuantos miramientos, cuantas atenciones se puedan tener con una persona amada, ha tenido él para mí. Yo he pedido a Dios que me diera algo con que poder pagar beneficios tan grandes, y Dios ha puesto en mi corazón lo que me hacía falta. Ese hombre ha querido tener casas, tierras, criados para que yo fuera señora de todo, y él mío por toda la vida.

Salvador miró por la ventana los árboles, la deliciosa paz y abundancia que todo aquel conjunto rústico expresaba. Sintió el corazón oprimido de pena y lleno de la noble envidia que infunde el bien no merecido. En la ventana que frente a él estaba, un arbolillo agitado por el viento tocaba con sus ramas los vidrios. Varias veces durante el curso del diálogo precedente, Salvador había mirado allí creyendo que alguien llamaba en los vidrios. Ya llegado el momento de su desengaño, miró la rama y viendo que daba más fuerte, murmuró: «Ya me voy, ya me voy».

Volviéndose otra vez a Sola, le dijo:

– Me has hablado en un lenguaje que no admite réplica. No debo quejarme, pues he venido tarde, y habiendo tenido el bien en mi mano durante mucho tiempo, lo he soltado para seguir locamente un camino de aventuras. Pero algo me disculparán mi desgracia, mi destierro y también mi pobreza, causa de que antes no te propusiera lo que ahora te propongo. Aquí me tienes razonable, con esperanzas de ser rico, y a pesar de tales ventajas, más desgraciado y más solo que antes.

Animada por el pequeño triunfo que había obtenido en su espíritu, Sola quiso ir más allá, quiso hacer un alarde de valentía diciendo a su amigo: ya encontrarás otra con quien casarte; pero cuando iba a pronunciar la primera sílaba de esta frase triste no tuvo ánimos para ello y fue vencida por su congoja. No dijo nada.

– Yo quería – dijo Salvador, no desesperanzado todavía – que meditaras…

Sola que vio un abismo delante de sí, quiso hacer lo que vulgarmente se llama cortar por lo sano.

– No hables de eso… – dijo. – No puede ser… Figúrate que no existo.

Sin darse cuenta de ello le miró con lágrimas. Pero sobrecogida repentinamente de miedo, se levantó y corriendo a la ventana se puso a mirar los morales al través de los vidrios. Allí la infeliz imaginó un engaño o salida ingeniosa para justificar su emoción. Volviose a él segura de salir bien de tal empeño.

– ¿Sabes por qué lloro? Porque me acuerdo de tu pobre madre, que murió en mis brazos, desconsolada por no verte… Dejome un encargo para ti, un paquetito donde hay una carta y varias alhajas, encargándome que a nadie lo fiara y que te lo diera en tu propia mano. ¡Y yo tan tonta que no te lo he dado aún, cuando no debí hacer otra cosa desde que entraste!… Lo que me confió tu madre no se separa nunca de mí… Aquí lo tengo y voy a traértelo.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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