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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Luchana», sayfa 10

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XIX

Que Zoilo estaba en sus glorias con el largo eclipse del caballero de Madrid, y que Churi, por el contrario, se daba a los demonios y habría corrido gozoso en su busca, no hay para qué decirlo. El primero, fiado en su buena estrella, alentado por la fe que le infundía su ardorosa pasión, creía firmemente que el caballero no vendría ya, sin meterse en cálculos y averiguaciones del por qué de tal ausencia; el segundo, nutriendo su credulidad en su malicia y en el odio al primo, siempre esperaba que Madrilgo gizona se aparecería, cuando menos se pensase, a reclamar lo suyo, y esta esperanza era el consuelo picante, amargo, de su existencia silenciosa.

Por fin, a mediados de Agosto, comunicó Ildefonso que estaba libre; pero tan harto de la suspicacia, estrechez de miras e ingratitud de la sociedad del nuevo reino, que no deseaba más que perderla de vista. Como no creía prudente que su escapatoria terminase en Bermeo, ni esta villa era muy segura ya para la familia, por alcanzar también al buen Sabino las malquerencias y desconfianzas de los facciosos, ordenaba que se fuesen todos a la ferrería y en ella permanecieran hasta que otra cosa se determinara. En el acto se dispuso Prudencia a levantar el campo, pues ya le incomodaba la residencia de Bermeo, donde todo se volvía perseguir a la niña mozos y señoretes, y hasta vejestorios, con ridículas manifestaciones de amor, y una mañanita salió para Lupardo con Aura, Sabino y Churi. No se cansaba la buena señora de lamentar la desgracia de su marido en el servicio del Pretendiente, lavándose las manos al tratar de un asunto en que Negretti obró en absoluto desacuerdo con ella. Bien le había dicho y redicho que no accediera a las instancias con que los artilleros de Oñate asediaban su voluntad. Honrado y crédulo en demasía, Ildefonso había tomado en sentido recto las ofertas pomposas de aquellos señores, las cuales no eran más que cantos de sirena. ¿Qué resultó? Que el hombre se había matado a trabajar sin que parecieran por ninguna parte las villas y castillos que se le ofrecieron. Salía de la Corte de Carlos V, como había entrado, desnudo de todo capital, y además perdido en el concepto de los liberales. Bien caro pagaba su obstinación, y el desoír las advertencias de la mujer práctica, que siempre vio un señuelo falaz, una engañifa, en las galanas cuentas que se le ponían ante los ojos para deslumbrarle. ¡Perdido el trabajo de sus manos, perdido el fruto de su mente! Pero el sino de Ildefonso era sucumbir ante la maldad y el egoísmo, por ser excesivamente recto, confiado, esclavo de la conciencia hasta en las cosas nimias. «Es un santo – decía Prudencia, terminando con un gran suspiro, – y yo, por más que he revuelto todo el Año Cristiano, buscando la santidad en la industria, no he podido encontrarla. De los conventos y de las soledades han salido todos aquellos benditos; ninguno de los talleres».

Llegaron a Lupardo con felicidad, lo que no era poca suerte, según estaba el país de soliviantado por la facción, y allí vio Aura escenario bien distinto del de Bermeo. Hecha a los grandiosos espectáculos marítimos, que favorecen las expansiones del alma, y estimulan el atrevido volar del pensamiento, la primera impresión de Aura fue de tristeza, como de caer en honda sima, y sentir sobre sí pesos enormes de tierra y cielo desplomados. La estrechez del valle le oprimía el corazón. ¡Qué diferencia de aquella inmensa lejanía de los horizontes oceánicos, que hacía casi realizable el ensueño de medir lo infinito! ¿Pues y la pureza de los aires, aquella frescura que con la intensidad de la luz inundaba cuerpo y alma? En el valle del Nervión pesaba la atmósfera, y las alturas verdes, las laderas cultivadas eran composturas mal hechas en la Naturaleza por el hombre, y arreglitos que la echaban a perder. Entre las dos vertientes, a la orilla del río entintado por la arcilla ferruginosa, se alzaba el edificio de la ferrería, roja de medio abajo, de medio arriba negra, despidiendo humo denso a todas horas; harto parecida a un monstruo iracundo, por su respiración cadenciosa y los ruidos espantables que acompañaban sus funciones: el bullicio medroso de la turbina en lo más hondo, el martilleo con estridores metálicos arriba, y el soplido ansioso del fuelle. Respiraba la ferrería, latía su sangre, daba puñetazos continuamente sobre la materia indomable. Así lo vio Aura en su viva imaginación.

La casa en que moraban los trabajadores era humilde, también roja y negra, sin más que lo preciso para que tuvieran breve descanso los duros huesos de aquellos atletas. Una alcoba pequeña que ocuparon las dos señoras; una grande, donde dormían todos los hombres; otra pieza donde comían, pagaban los jornales y hacían sus cuentas, eran las piezas altas. En las bajas, tenían la cocina, depósitos de leña y carbón vegetal; del lingote producido, enormes piezas dobladas por la mitad, y algunas formando lazos. Allí encontró Aura al mayor de los primos enteramente transformado, pues las dos veces que le vio en Bermeo iba vestido de señor con bastante desavío, y en Lupardo cubría todo su cuerpo con un largo camisón de lienzo veteado de negro y rojo, mena y humo, los brazos arremangados, los pies en almadreñas, la cabeza descubierta. Era el más alto de la familia, y el menos guapo de rostro, de pocas carnes, seco, acerado. Su rostro revelaba cansancio, resignación honda de todas las facultades ante la pesadumbre del deber, quizás desconfianza del éxito. Se parecía bastante a Zoilo, siendo este hermoso, y José María no. Su actividad no era vertiginosa, como la de Churi y Zoilo, sino reflexiva, paciente, llegando hasta una tensión increíble.

Prefería Sabino el trabajo directivo al material; era menos forzudo que sus hijos, los cuales, a excepción de Martín, habían heredado de su madre Zoila Maruri la constitución hercúlea. De esta señora se decía que si no la hubiera matado el cólera, habría vivido un siglo. Su madre y su abuela vivían aún, en Mundaca; contaba la primera ochenta años, y la segunda ciento dos. Pues sí: Sabino tenía especial acierto para organizar el trabajo de los demás, y daba sus órdenes de un modo paternal, persuasivo, sin gritos ni alboroto alguno. En cambio, Zoilo era todo viveza, todo ruido y alegría; desde el punto y hora en que Aura llegó a la ferrería, se multiplicaba en el trabajo, y redoblaba hasta lo increíble la cháchara y gorjeos de su alborozo juvenil. Coplas castellanas y vascuences salían sin cesar de sus labios; los rizos que ornaban su frente parecían, en manos del viento, aureola de salvajes crines. Su rostro era una paleta en que dominaban el rojo y el negro, mezclados y revueltos por el sudor copioso; la blancura de sus dientes y el carmín de sus labios brillaban con colorido picante en medio de tanta suciedad; sus manos tiznadas eran manos de un diablo que se ocupara en los menesteres más bajos del infierno; su gala era ser negro, y en los febriles accesos de júbilo cogía tizne con los dedos y se pintaba rayas en la frente y brazos. Renunciando a todo calzado, lo mismo chapoteaba en el fango que las lluvias acumulaban junto a los montones de mena, que en las verdosas aguas de la presa. Para secarse restregaba los pies en el polvo de carbón: hacía esto, según decía, para sacarse lustre a las botas. Iba de una parte a otra saltando, aunque transportara grandes pesos. Acudía más pronto que la vista a donde se le llamaba, sin repugnar ninguna faena por difícil y enojosa que fuese; su ardor era el asombro de todos, y no se le reñía más que por lo mucho que alborotaba y por sus expresiones incongruentes, pues no había que chillar tanto para hacer bien las cosas. Al llegar la hora de la comida y tomar su asiento en la humilde mesa sin manteles, hacía, sin melindres, desmedidos honores a la pitanza, con gran contentamiento de Aura, que gozaba y reía viéndole comer, por lo cual extremaba él su apetito sin incurrir en la fea glotonería. Después de la cena, Sabino les convocaba en torno suyo para rezar el rosario y dar gracias a Dios, con jaculatorias de su invención, por la salud que disfrutaba toda la familia, para pedirle que esta recogiese el fruto de tanto trabajo, y que se acabara pronto la guerra. Terminadas las devociones, se acostaban todos. Zoilo tardaba en dormirse, porque su cerebro era una devanadera, en que sin cesar envolvía hilos interminables: amor, esperanzas, proyectos, palabras que pensaba decir a Aura, palabras que, a su parecer, esta le diría. Cuando sentía que su padre y su hermano dormían, se echaba del camastro donde reposaba medio vestido, y se iba al otro lado de la habitación, acurrucándose junto a un tabique desnudo y frío. Allí se pasaba otro rato devanando sus hilos con la más pura espiritualidad, y antes de dormirse daba repetidos besos al tabique. Al otro lado, en la próxima estancia, dormía la niña bonita.

Ningún mal pensamiento obscurecía el cielo purísimo de aquella pasión, toda nobleza y frescura infantil. Era Zoilo un hombre hecho y derecho, pues ya había cumplido veintidós años; pero su pasión le reverdecía la niñez con todas las candideces deliciosas de esta, con sus ensueños y la facilidad increíble para ver trocadas en realidad las cosas más absurdas. No carecía de estudio su candorosa travesura, pues bien seguro estaba de que su ardor infatigable en el trabajo, su ligereza gimnástica, el comer mucho, el hablar cantando, el cantar riendo, y otras extravagancias, agradaban a la señora de sus pensamientos. En esto no se equivocaba. Con penetración de enamorado descubría en los ojos y en la sonrisa de Aura una complacencia y gusto muy singulares al verle hacer cosas tan contrarias a la compostura. Empleaba, pues, el chico un original resorte de agrado que podría muy bien llamarse la contra-coquetería, consistente en aplicar a su persona todas las reglas opuestas a las de la vulgar presunción. Adivinaba, veía, mejor dicho, que era más hermoso cuanto más libre en el vestir, dentro de la decencia, y que no le querían conforme al patrón de los señoritos atildados.

Más elegante sería cuanto más se pareciese al aire, a las olas, a los pájaros. Esto no lo razonaba, lo sentía, acariciando un vago propósito de dejar de ser pájaro y ola cuando las circunstancias le indujeran a ser hombre verdadero, y hasta hombre fino, si fuese menester.

El trabajo de la ferrería era muy duro: lo hacían exclusivamente José María, Zoilo, Churi y dos guipuzcoanos contratados: vestían todos, menos Zoilo, largos camisones de lienzo. El capataz o jefe de la tarea era designado con el nombre vasco de arotza. Llamábanse fundidores los que aplicaban el fuego a la primera materia para obtener el hierro, operación que se hacía en un hoyo revestido de ladrillo, donde metían el mineral y gran cantidad de carbón. Sabino, José María y uno de los guipuzcoanos eran muy expertos en apreciar el grado de ignición y el temple necesario. Cuando estaba el mineral al rojo, formando la pasta o zamarra, comenzaba el trabajo de forja, y allí era de ver el arte combinado de los fundidores y los llamados tiradores, que descargaban los martillazos sobre la pieza candente, puesta sobre un firme o yunque, que tenía por base estacas hincadas a gran profundidad. Un agujero daba entrada al aire que arrojaban pulmones mecánicos, movidos por la turbina. El martillo tenía por cabeza una masa formidable de hierro, y por mango un árbol enorme, horizontal cuando no funcionaba, articulado por su extremo. Un mecanismo rudimentario lo movía, manipulado por los tiradores, mientras los otros manejaban con grandes tenazas la zamarra, dándole las necesarias vueltas para recibir por una cara y otra el golpe… Las tremendas cabezadas del martillo batiendo la masa roja y blanda, iban limpiándola de escoria, y ajustando las moléculas de aquel hierro incomparable para todos los usos de la agricultura y de la industria. Zoilo y un guipuzcoano solían hacer de tiradores, mientras José María y el otro volteaban la pieza con las tenazas. El prestador era el obrero de menor categoría en la forja; sus funciones se concretaban a preparar la comida, amasar la borona y ponerla entre las planchas calientes, y al propio tiempo ayudaba a los demás a cargar el horno, llevando espuertas de mena. De prestador hacía comúnmente Churi, que guisaba muy bien, sin perjuicio de ayudar como el primero en el transporte del material y en dar fuego a la hornilla… Quemar mucha leña, atizar candela era su mayor goce.

XX

Comían ordinariamente caldos de habas secas con cecina, borona y buenos tragos de chacolí. Al comienzo de la campaña mataban una res, cuya carne salaban y ponían después al humo. En los días en que Prudencia y Aura aportaron por allí, mejoró un poco la mesa de los cíclopes de Lupardo, porque la señora de Negretti había llevado un par de cestos de provisiones, entre las cuales sobresalía por su magnificencia un pan de trigo de cuatro libras; lo demás era una gallina asada, patatas, fruta seca, huevos y pasta de tomate en botellas, de industria doméstica. Esto fue lo único que pudo traer de Bermeo, donde ya escaseaban las provisiones de un modo alarmante, pues los arrieros que llevaban pan de Vitoria una vez por semana, iban ya rara vez; sólo abundaba la merluza, que en aquella época del año, por preocupación incomprensible, era desestimada, y se vendía a ochavo la fibra. Prudencia había hecho un riquísimo escabeche, que llevaba en orzas grandes bien acondicionadas.

Con estas viandas, hubo proporción de celebrar en Lupardo verdaderos festines, de que participaban los guipuzcoanos, estimando estos como bocado exquisito el pan de trigo que no habían catado en meses, y que Prudencia repartía en discretas raciones. Y por contra, Aura gustaba con preferencia de los caldos de habas con cecina y de la borona; no hay que decir que Zoilo, por agradarla, consumía porciones monstruosas de aquel grosero alimento.

Hubiérale gustado a la niña bonita poner también sus manos en aquel rudo trabajo del hierro; pero como Prudencia la vigilaba, manteniéndola dentro de su jurisdicción de señorita fina, y no hallaba ocasión de echarse a la cabeza una pesada cesta de mena para descargarla en el horno, ya que no podía trabajar, se arrimaba lo más posible a la forja, sin miedo al calor intenso, sin reparar que se le sentaba en la piel del rostro el rojo polvillo del mineral. Si tuviera espejo, habríase visto trocada en figura egipcia, por el encendido color de cerámica que lucía como proyección de un incendio. Su belleza era entonces más para que la gozaran los dioses que los pobres humanos, estragados por el convencionalismo estético y las falsas artes de la presunción. Con el criterio vulgar de estas juzgaba Prudencia el nuevo cariz de su sobrina, diciéndole: «¡Ay, hija, estás hecha una visión! Gracias que no hay aquí gente que te vea. ¡Lo que pareces con esa cara tan abochornada! ¡Cuándo querrá Dios que nos vayamos a Bilbao para que te adecentes!».

No debía esperar mucho la señora para ver cumplidos sus deseos de adecentar a la niña, porque una tarde, cuando no llevaban cinco días de estancia en Lupardo, llegó Martín en un caballejo, y tuvo con su padre un vivo diálogo, del cual había de resultar la suspensión del trabajo de la ferrería. «Padre – decía el joven, que a las primeras palabras planteó la cuestión, esto no puede ser. En Bilbao nos critican porque mientras todas las ferrerías de Vizcaya suspenden, la nuestra sola trabaja. ¿Y por qué? Porque trabaja para ellos, para los carlistas, y de aquí sacan el material de guerra con que quieren asesinarnos. Esto no puede ser. Yo he corrido a avisarle para que se entere de lo que por allá dicen y piensan. Antes que le hagan parar a la fuerza, suspenda el trabajo por su determinación. Considere que somos bilbaínos y que tenemos que vivir con la opinión y con los sentimientos de nuestro querido pueblo».

Algo tuvo que remusgar Sabino; pero cedió al cabo ante los expresivos argumentos de Martín. «Soy miliciano nacional; a gala tengo el pertenecer al cuerpo que defiende la sagrada villa, y no puedo en ningún caso discrepar del parecer de mis compañeros». Lo mismo opinaba Valentín. No convenía, pues, a la familia, por la índole y el estado de sus negocios, divorciarse de la opinión del pueblo, donde dominaba el espíritu de resistencia implacable. Bilbao sería un montón de ruinas antes que consentir que pisara su suelo Carlos V. O morir todos, o defenderse hasta la desesperación. Ya era seguro que reunían sus batallones y se repostaban de artillería y balas para poner cerco a la capital, decididos a conseguir lo que no pudo Zumalacárregui. No dejaron de hacer su efecto en el ánimo de Sabino estas razones, pues si bien no sentía maldito entusiasmo por la causa liberal, érale imposible sustraerse a la solidaridad bilbaína, no sólo por amor al pueblo natal, sino por la influencia que sobre él ejercían su hermano y su segundo hijo. En otra ocasión habría tenido sus dudas, pues del campo carlista le tiraban amistades de gran fuerza, y le seducía el carácter de religioso desagravio que a su causa imprimía el Pretendiente; pero ya no podía ser. Su hermano mayor había soltado prenda por Isabel, prestándose a que le metieran en juntas de armamento y defensa; Martín era miliciano, y ambos figuraban como fervientes apóstoles del Bilbao no se rinde. Por nada del mundo daría Sabino el triste espectáculo de aparecer en desacuerdo con los suyos. ¡Qué horrible discordia la que hace enemigos a hijos y padres, a hermanos queridos! No, no. Antes la muerte que ver el odio en su familia, aunque este odio fuese político. Adelante, y allá se iban todos bien apretaditos uno contra otro. Bilbao y la familia eran un solo sentimiento, y al decir Bilboko echea se decía lo más grato al corazón.

Determinose, pues, que en rematando unas piezas que estaban en la forja apagarían los fuegos, y se retirarían llevándose todo el material de hierro que pudiesen, pues el que allí se dejara no tardaría en ser cogido por la facción. Logrado su objeto, y después de un rato de plática con Prudencia y Aura, Martín se dispuso a montar de nuevo en su caballejo, pues no podía faltar de la tienda. Prudencia le dijo: «Es un dolor ver a esta chica cómo se ha puesto. Mira qué cara, mira qué manos». Aura reía, declarando con ingenuidad que aquella vida le gustaba, y que no creía desmerecer de figura por haberse puesto del color de la mena. Opinó Martín que aunque se pintara de negro-humo o de almazarrón, siempre sería una divinidad; pero que no le correspondía perder su aire de señorita principal; y añadió que habiendo llegado a Bilbao la fama de su hermosura, ya había por allí muchas personas que deseaban conocerla. La sociedad bilbaína era muy entonada. Aura había de causar arrebato… Él se alegraría mucho de que el domingo próximo, vestidita con su mejor ropa, fuese a ver desfilar la Milicia Nacional, cuando iba a misa a Santiago. Después tocaba la música en el Arenal, y allí se paseaban las señoritas con los milicianos y la oficialidad del ejército. Dicho esto y otras cosas pertinentes a la guerra y a la amenaza del sitio, se retiró el simpático joven en su jaco, despidiéndose de las señoras con un afectuoso hasta mañana.

Caía la tarde, y no gustando Sabino de que su hijo fuera solo, mandó a Churi que montase en su burro y le acompañara, volviendo al día siguiente para ayudar al transporte del material. La familia iría en un carro del país, bien aparejado, saliendo a hora conveniente para llegar antes de anochecer. Mal le supo a Zoilo la disposición paterna de trasladarse a la capital, porque en aquel salvajismo de Lupardo se encontraba el mozo en sus glorias; y teniendo allí a su ídolo, y pudiendo tributarle ardiente y secreto culto a todas horas, no cambiara la ferrería por el Paraíso Terrenal. Y casi casi asegurar podía que a la niña tampoco le supo bien la traslación, porque allí gozaba viendo los trabajos, y ¡qué demonio!, viéndole a él; allí tenían los dos por intermediarios de sus amores, al menos por parte de él, las llamas y el calor de la forja, el aire del soplete, y aquel campo ameno y triste, el río que mugía, los pájaros, la mena roja y el carbón negro. Todo aquello hablaba, todo sonreía, y era bueno y… amigo.

Se desesperaba el pobre Zoilo pensando cuán árida y fastidiosa sería la vida en Bilbao. Allá vestirían a la niña de damisela, llevándola de visita en visita, o me la tendrían todo el santo día en la sala, donde él apenas entraba; y si por fin de fiesta le confinaban, como era muy de temer, en el almacén de maderas de Ripa, se divertiría como hay Dios. En tanto, gozarían de la dulce presencia de Aura las visitas cargantes, los señores y señoras de Ibarra, de Gaminde y Vildósola; y para colmo de fastidio, Martín podría verla a todas horas, y él no. Esto era en verdad peor que un castigo. Aura bajaría por las mañanas a la tienda, y como tenía tan bonita letra, puede que Martín la pusiera en el escritorio, a su lado, a copiar cartas y facturas, tocándose el codo de él con el de ella… No, no mil veces: esto no lo sufría. Como viera los codos juntos, de fijo haría cualquier barbaridad. Pensando estas tonterías se llevó casi toda la noche, y en lo más avanzado de ella, mientras su padre y su hermano dormían, calentó con sus besos el frío revoco del tabique. Efectuose al siguiente día tranquilamente el apagar de hornos, la recogida de herramientas, la disposición y arreglo de todo lo que había de quedar allí, el transporte del hierro elaborado, y en un carro que mandaron traer de Miravalles se trasladó a Bilbao toda la familia.

Resultó ¡ay dolor!, lo que Zoilo temía: que desde la noche de llegada se vio la casa infestada de visitas, que acudían como las moscas; señoras y señoritas pegajosas que iban a picotear, a gulusmear, y a estarse las horas muertas en la sala. Las alabanzas a la bella sobrina eran entusiastas; los plácemes por tenerla allí, muy empalagosos. Zoilo hubiera cogido un zurriago y arrojado a la calle a todo aquel señorío importuno, que le quitaba a él su bien propio; pues con tanto mirar a la niña, y tanto sobarla y besuquearla, colmándola de lisonjas, se llevaban pegadas a las manos y a las bocas partículas de aquel ser divino. ¿Qué le importaba a nadie que Aura fuese un prodigio de hermosura? ¿Ni qué tenía que ver aquella gente curiosona, entrometida, con que fuese huérfana, prometida de un principillo, y qué sé yo qué? Ya se le iban atufando al hombre las narices, y le entraban ganas de demostrar a chicos y grandes que sólo a él le importaba la guapeza y demás méritos superiores de su prima… No poco se alegró de que no le confinaran en el almacén de Ripa, atestado de maderas, barriles de alquitrán y brea, pues si su padre le señaló un trabajo que allí le retenía algunas horas, las más del día estaba en la Ribera, ayudando a Martín en el trajín del despacho. Gracias a esto podía extasiarse en su divinidad, sin hartarse nunca. Si viéndola en el llano vestir de Bermeo y en el desgaire de Lupardo se había enamorado de ella como un tonto, en Bilbao, cuando se la vistieron de señorita para llevarla a misa o al visiteo, y con los trapitos de cristianar para presentarla en el Arenal, su tontería se trocó en locura, con hondos desvanecimientos y accesos de rabia.

Efecto maravilloso y estupefaciente causó Aura en la juventud bilbaína, cuando hizo su primera salida con Prudencia y la señora y señoritas de Gaminde en el paseo del Arenal, pues si bien la fama había anticipado ya ponderaciones de tan singular belleza, la realidad empequeñeció la obra de la fama, al contrario de lo que en la mayoría de los casos sucede. Y aunque entonces, como ahora, la gallardía y hermosura mujeril eran cosa corriente en Bilbao, el tipo de Aura, su sencillez y majestad, las incomparables líneas de su cuerpo, su helénico perfil, y la expresión divinamente humana de sus ojos, fueron motivo de general admiración y embeleso. Mirábanla los hombres encandilados, turulatos los viejos, con asombro receloso las mujeres, y no se oían a su paso más que alabanzas. Si por una parte satisfacían a Zoilo tales demostraciones, por otra le mortificaban horriblemente, porque de tanto mirarla y alabarla resultaba que no era suya, sino del público. Rondando solo, separado de sus amigos, por los bordes del paseo, tomaba las vueltas a su prima y observaba de lejos la cara que ponían los jóvenes, así militares como paisanos, al pasar junto a ella; o bien iba detrás de los grupos de paseantes, tratando de escuchar lo que decían. Las exclamaciones «¡vaya una mujer!…» «es más de lo que dijeron…» «esto ya no es mujer, es diosa», eran como otros tantos estiletes que clavaban en su pecho. Si más que mujer era diosa, los malditos dioses no consentirían que hembra tan superior fuese para él… Y cuando pudo ver y oír que en un grupo de milicianos, donde iba su hermano Martín, felicitaban a este por tener a tal beldad en su casa, y le daban bromitas, faltó poco para que la emprendiese a bofetada limpia con aquellos majaderos, desvergonzados… Nervioso y descompuesto, marchaba en una y otra dirección por el círculo más excéntrico del paseo, que era como el voltear de una noria, pensando que si hubiera pistolas de muchos tiros, y él poseyera arma tan prodigiosa, la emprendería bonitamente en aquella ocasión… ¿Cómo? Arreando un tiro ¡pim!, a todos los que al paso de Aura decían ¡ah!, ¡oh!… y otro tiro ¡pam!, a los que se permitieran comentarios de la hermosura, y qué sé yo qué… y otro y otro tiro ¡pim, pam!, a los graciosos y bromistas… ¡Hala!… ¡y que volvieran por otra!

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
340 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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