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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Mendizábal», sayfa 14

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XXVII

Salió D. Fernando Calpena del ensayo de Antony con un grave aumento de la locura que ya por sus exaltados amores padecía, y al despedirse de su amigo Juan Eugenio en la esquina de la calle de las Huertas, le dijo que ni se había escrito ni se volvería a escribir un drama tan excelente, verdadero Evangelio de los desheredados a quienes oprime la balumba del artificio social. El carpintero-poeta, cuya mente conservaba un excelso reposo, no expresó nada en contra de tan radical opinión; pero algo tenía que decir, sin duda, sólo que se lo reservaba para más adelante, cuando los años y la experiencia le dieran la autoridad de que entonces carecía. No hizo más que mirar a su amigo con aquella expresión de intensísima agudeza que conservó hasta su vejez, y apretarle las manos. Al separarse le dijo: «Tendré copiado el acto tercero el sábado, y en seguida podrás leerlo. Aparece Isabel en la primera escena, vestida para la boda… luego entra D. Rodrigo… En fin, ya lo verás. Adiós». Y echó a correr hacia su casa, con pasito corto y vivaracho. Era pequeñín, todo nervios, con una cara ratonil, graciosa y llena de inteligencia, unos ojuelos que despedían lumbre, y una boca como la de los ángeles feos, que también los hay, según dicen. Calpena le miró alejarse, y, melancólico se decía: «¿Por qué Dios no me dio a mí su talento?… Bien podía habérmelo dado, sin quitárselo a él… bien podía…».

La transformación moral del enamorado joven se traslucía claramente en lo físico: había enflaquecido; sus ojos, que antes eran hermosos y alegres, brillaban después de la crisis con mayor hermosura, y su alegría era extraña combinación de zozobra y delirio. Hablaba con más viveza, amontonando ideas sobre ideas, empleando con frecuencia imágenes felices. Vestía con elegante descuido, olvidado ya del atildamiento presuntuoso que hacía de él un perfecto estatuista en capullo. Dejaba crecer la negra melena y la mantenía crespa, indómita, dando a los rizos y mechones libertad para estirarse o encogerse como quisieran. Había llegado a adquirir, con estas y otras costumbres nuevas, un sello propio, personal, que le distinguía y señalaba entre sus amigos. Estos eran cada día en mayor número desde que se lanzó a la independencia, y los tomaba conforme le iban saliendo, aristócratas o plebeyos: se mezclaba en la turbamulta humana con indecible gozo, ávido de vivir, de ver, de apreciar y discernir, de ejercitar, en fin, toda la energía intelectual y moral que a raudales brotaba de todas las honduras de su alma renovada.

Hizo en aquellos días conocimiento con los Madrazos, Federico y Perico, el uno precoz artista, el otro escritor y poeta, ambos excelentes muchachos, entusiastas, locos por el arte y la belleza; con Ochoa, inseparable de aquellos y co-fundador de El Artista, para el cual unos escribían y otros dibujaban; con Villalta, con Trueba y Cossío, político audacísimo al par que escritor bilingüe, pues lo mismo escribía en inglés que en español; con Dionisio Alcalá Galiano, hijo de D. Antonio, uno de los jóvenes más despiertos y más inteligentes de aquel tiempo; con Revilla, Gonzalo Morón, Larrañaga y otros que en la literatura, en la crítica y en la política empezaban a bullir; con ambos Escosuras, con ambos Romeas, con Guzmán y Latorre; y al propio tiempo intimó más con Espronceda, Mesonero, Roca de Togores, Ventura, y otros que ya conocía. Aquella juventud, en medio de la generación turbulenta, camorrista y sanguinaria a que pertenecía, era como un rosal cuajado de flores en medio de un campo de cardos borriqueros, la esperanza en medio de la desesperación, la belleza y los aromas haciendo tolerable la fealdad maloliente de la España de 1836.

Más firme cada día en la fe de sus amores, veía Calpena en Aura algo más que una mujer bella, veía la mujer misma, con todas las cualidades propias del sexo en grado superior. Por perfecta la tenía desde la punta del pie a la última mata del cabello; perfecta era también en su inteligencia, que exhalaba rayos; en su voluntad ardorosa, rebelde a los términos medios; en sus caprichos, que escondían una profunda psicología; en todo, Señor, en todo, pues si Aura reía, toda la Naturaleza se alegraba con ella, y si lloraba, Cielo y Tierra se cubrían de tristeza.

Pues, señor: bastantes días habían pasado desde el ensayo del Antony; bastantes, sí, porque ya se había estrenado el revolucionario drama de Dumas, cuando ocurrió lo que ahora se referirá. Ello fue al principiar Febrero, pasadas las tremolinas parlamentarias de fin de Enero, cuando se discutió la ley electoral y derrotaron al Gobierno, y el señor de Mendizábal, entre la espada y la pared, no tuvo más remedio que disolver los Estamentos y convocar nuevas Cortes. Y como el diablo, cuando no tiene que hacer, se entretiene en coger moscas, D. Juan de Dios, libre de la fatiga del Parlamento, que tan agobiado le traía, se dedicó a remover el personal de su Ministerio: todo era traslaciones, cesantías, empleados que venían no se sabe de dónde; otros que se iban a sus casas a mascar el vacío, como dijo un cesante de aquel tiempo… En fin, que una tarde, hallándose Calpena en su oficina aburridísimo, esperando ansioso la hora, antes que esta llegó un antipático, maldecido papel… ¡Ay!, era nada menos que su traslación a Cádiz, a las secciones recientemente creadas para la Liquidación de Créditos. El efecto que esto le hizo fue deplorable: vio en ello la malquerencia de un oculto enemigo, y echaba pestes contra los malos Gobiernos y contra el propio D. Juan de Dios, a quien desde aquel día retiró su admiración y cariño.

En aquel estado de amargura y rabia le encontró Hillo una mañana, cuando de vuelta de misa disponíase a endilgar la ropa corta para echarse a la calle.

«¡Pero, chico – le dijo, – si estás de enhorabuena! Vas a Cádiz, la cuna de nuestras libertades, como decís los patriotas, y allí vivirás como un príncipe, y harás conquistas, y beberás la rica manzanilla, y tienes ancho campo para conspirar con los Riegos de ogaño por la Constitución del 12».

– Ni usted sabe lo que se dice, ni yo voy a Cádiz – replicó Fernando de malísimo talante. – Pensaré de hoy a mañana lo que debo hacer, y se lo diré a usted… Veo la mano, sí; veo la mano que en las tinieblas me ha descargado este golpe de maza… Pero no caeré, no: si creen que voy a desplomarme, a rendirme y a pedir perdón, se equivocan. Abur.

Se marchó con esta seca despedida, y Don Pedro no volvió a verle hasta el día siguiente. No pocas noches dormía fuera de casa. Leyendo dramas o charlando de literatura en casa de algún amigo, se le pasaban las horas insensiblemente, y sorprendido por la aurora en esta febril tarea, se quedaba dormidito en un sofá o en el santo suelo, ya en el hospedaje de Álvarez, ya en el de Pepe Díaz. También D. Pedro andaba un poco salido: entre diez y once de la mañana se vestía de paisano y se lanzaba a divagar callejero; por tarde y noche frecuentaba los cafés, y hacía en unos y otros diversas amistades. En el de Solís encontró a Calpena con un chicarrón que iba cargado de dramas: le vio desde lejos, se acercó en el momento en que salía, le fue siguiendo, y, por fin, le dio alcance en la calle del Turco.

«Voy contigo – le dijo poniendo en práctica las instrucciones últimamente recibidas. – Tenemos que hablar. ¿No sabes lo que ocurre? Pues que mañana nos largamos».

– ¿A dónde, mi reverendo amigo y capellán?

– A Cádiz: tengo yo también allí un asuntillo. ¡Qué oportunidad!, me acompañas y te acompaño.

– Irá usted solo. Mejor va uno solo que mal acompañado. Yo, Sr. D. Pedro Hillo, no salgo de Madrid… Y no me ponga usted la cara fosca y patibularia, porque como no es usted mi padre, ni mi tío, ni menos mi abuelo, y tan sólo es un amigo muy apreciable, yo no estoy en el caso de que usted me riña.

– Hombre, reñirte no – repuso Hillo con mansedumbre. – Somos tan sólo amigos, dices bien, y ninguna autoridad tengo sobre ti, como no sea la que me dan los años. ¡Triste autoridad!… Bueno, bueno: no quieres ir a Cádiz. Ergo, ¿renuncias a tu destino?

– Renuncio, sin ergo; presento la dimisión… le digo al Sr. Mendizábal que vaya él si quiere…

– Pues, hijo, siento hacerte una observación que te va a saber muy mal… pero qué remedio, es mi deber hacértela, para que medites el caso, y resuelvas tu libérrima voluntad… Ya leo en tu cara que lo has adivinado. Palideces…

– Palidezco de verle a usted tan meticuloso, empleando rodeos y perífrasis para decirme algo que podrá ser amargo y triste, pero que no me anonada, no señor, no me anonada…

– ¿Sabes…?

– Y si no sé, sospecho… Vaya, suélteme usted pronto el rayo.

El bigardón que llevaba a cuestas mediano fardo de dramas y tragedias en cuatro y cinco actos, con prólogo y epílogo, comprendiendo que trataban de asunto delicado, se largó, dejándoles en su grave contienda en medio de la calle.

«Pues lo que debía suceder ha sucedido. La deidad próvida, la dulce enmascarada, nuestra grande amiga, nuestra…».

– Hombre, acabe usted de una vez. Total, que se ha incomodado porque no quiero ir a Cádiz. ¿Y cómo sabe mi resolución?

– No la sabe, la teme, y dice en su última carta que si no vas no cuentes más con ella.

– Creo – dijo Calpena con gravedad – que no falto a la gratitud respondiendo que no acepto la protección en esa forma despótica, altanera. Se obedece ciegamente a una madre, a un padre, aun cuando la obediencia nos destroce el corazón; pero ¿quién puede exigir que sacrifiquemos la libertad, dignidad, vida, a los caprichos de un fantasma? ¿Que no es fantasma dice usted? Pues que se quite la gasa, el capuchón… Abandonado estuve, abandonado estoy… ¿Qué me ha dado el fantasma? ¿Me ha dado un nombre? ¿Me ha dado algo más que algunos trajes y algún dinero? ¡Y a cambio de estos beneficios, pide que me convierta en un párvulo sin voluntad, sin iniciativa para nada! Amigo Hillo, antes que el bienestar adquirido con una pasividad humillante, pueril, ridícula, quiero una pobreza con dignidad… No, no entra en mis ideas vivir de lo que se me arroja en mitad de la calle; soy joven, no me falta inteligencia: quiero vivir por mí y para mí…

– Todo eso está muy bien – dijo el clérigo. – Quieres trabajar, lucir tus facultades. ¡Magnífico! Pero, tonto, si con la protección del fantasma lo harás mejor que solo y abandonado. ¿A qué luchar desesperadamente para sucumbir…? En cambio, con la base de tu destinito…

– No sea usted inocente, D. Pedro. ¡El destinito!, ¡vivir amarrado al pesebre de la administración! ¿Pero no comprende usted que el que una vez prueba las facilidades de ese pesebre, ya está enviciado para toda la vida, ya no se pertenece, ya es una máquina que los ministros paran o echan a andar, según les acomoda? No, no me digan que sea máquina… En los empleos tiene usted la explicación de la inercia nacional, de esta parálisis, que se traduce luego en ignorancia, en envidia, en pobreza…

– Muy bonito como teoría… pero…

– De esto hablamos anoche largamente Larra y yo, y renegamos de los empleos, que son como el opio o el hastchís para esta nación viciosa, indolente. Por mi parte, digo que antes comerán en un mismo plato constitucionales y facciosos, antes se volverán chaquetas las levitas de D. Juan Álvarez, que yo resignarme a ser toda mi vida funcionario público.

– Has empleado lindamente la figura que llamamos imposible o adynaton.

– Déjese ya de retóricas, D. Pedro. ¿Cree usted que están los tiempos para retóricas? Eso pasó. Aquí vendrá un desquiciamiento si no vienen nuevas ideas, aire nuevo, a regenerarnos…

Y abriendo los brazos en plena calle, parados uno frente a otro, dijo a su amigo: «Déjeme usted ser libre, déjeme usted probar mis fuerzas… No quiero protección anónima. Si conoce usted a la divinidad encapuchada, dígale que quiero pertenecerme, pensar por mí mismo y poner en ejecución lo que pienso… ¿Que me estrello?, bueno: Pues estrellado y con media vida, podré decir: ‘¡Viva la independencia! ¡Viva la dignidad humana!’».

XXVIII

Separáronse. A los pocos días se despidió Calpena de la casa de Méndez, porque en su nueva vida independiente, abandonado de la invisible protección, necesitaba aposentarse con mayor economía. Tanto Méndez como su hija y esposa con lágrimas en los ojos viéronle salir, y le abrumaron con amabilidades quejumbrosas, mostrando lástima de su partida, por un punto de quijotismo, como decía el patrón, el cual añadió a esta frase sanos consejos y exhortaciones atinadísimas. «¡Vaya que dejar un empleo tan bueno por no ir a Cádiz!» – clamaba Doña Cayetana, oprimiéndose el pecho, que rebotaba contra la garganta. «Y ¿por qué no han de dejarle aquí? – decía Delfinita bizcando más el ojo. – También es tema querer echarle de Madrid… Todo por una mala novia…».

En fin, que el hombre se fue. Hillo no se hallaba en casa cuando estas patéticas escenas ocurrían. Y por cierto que andaba el tal curita hecho un paseante en corte, vestidito de seglar, con bastón y sombrero de copa, todo el santo día de mazo en calabazo, y no ciertamente en las mejores compañías. Muchos, ignorantes de los móviles de su conducta, le tenían por echado a perder; otros sospechaban que los jacobinos y masones le habían seducido, atrayéndole a sus conciliábulos obscuros. Su buen nombre eclesiástico no ganaba nada con esto; pero a él le importaba ya una higa la opinión clerical, y todo lo que no fuera el honrado objeto de sus trabajos y pesquisas.

Como Calpena no ocultaba su domicilio, calle de las Urosas, allá se iba D. Pedro a diferentes horas, sin dar a sus visitas apariencias de persecución o de fisgoneo policiaco. Siempre buscaba un pretexto, comúnmente literario, y hasta llegó a fingir que escribía un Florilegio de refranes, y que necesitaba compulsar textos muertos y vivos. Igualmente iba en busca de Miguel de los Santos; pero siempre con mala suerte: no se podía hacer carrera de aquel chico, dotado de excelsas cualidades, que desvirtuaba con su pereza. «Miguelito – le decía Hillo, que al poco tiempo de amistad ya le tuteaba, – tú vales mucho y no serás nunca nada». Acontecía no pocas veces que iba a buscarle a las nueve de la mañana y le encontraba en el primer sueño. Algunos días tomaba el desayuno a las cinco de la tarde. Con semejante vida, ¿qué había de hacer el hombre, ni de qué le valía su grande ingenio? No concluyó jamás nada de lo que empezaba. De sus propias obras se aburría, a fuerza de admirar las ajenas; amaba a sus amigos entrañablemente; de sí mismo no hacía ningún caso.

Lo que a Hillo mayormente le incomodaba era no encontrar en él eficaz ayuda para traer a Fernando al buen camino, y siempre que de esto le hablaba, salía el bueno de Miguelito con unas filosofías que dejaban helado al pobre D. Pedro. Quería este aplicar a todo los principios que establecen el gobierno de los individuos por la familia, y de la familia por el Estado, organizando una especie de colegio universal, y Álvarez profesaba un donoso fatalismo con profundas raíces en su mente. Sacaba de quicio al buen capellán el humorismo con que Miguel de los Santos trataba las cosas más graves; aquella pachorra, aquel mirar tierno con que afirmaba el imperio absoluto, soberano, de la fatalidad. Todo pasa como debe pasar, y es inútil y ridículo pretender desviar personas y cosas del camino que les imprime la escondida fuerza que todo lo gobierna. De esto resulta que no debemos tomar a pechos ningún humano incidente. Desgracia y ventura no son más que términos de relación, convencionalismos. Así como no podemos influir en los fenómenos meteorológicos, nos está vedado el oponernos al fenómeno histórico, afecte a las naciones, afecte a los individuos… Lo único que sacó en limpio D. Pedro fue alguna que otra noticia íntima referente a los amores de Calpena. La Zahón, que ya venía algo esquinada, sin que se sepa por qué, vio con malos ojos la renuncia que hizo Fernando de su destino: si primero le había tenido por príncipe con disfraz, luego le tuvo por un ladino pelagatos, que husmeaba la dote de Aura; y deseando poner punto en tales relaciones, empezó por limitar las entrevistas de los novios y dificultar el carteo. De todo esto resultaba la espantosa murria de Calpena en aquellos días. Su exaltada mente le sugería sin duda proyectos audaces, caballerescos, traduciendo a la realidad el peregrino enredo de los dramas románticos. «¿Querrá usted creer – dijo Álvarez – que a nuestro amigo se le ha ocurrido aplicar al caso de la calle de Milaneses el procedimiento del narcótico? Sí… dar a la señorita un bebedizo para que se quede tiesa y fría, simulando la muerte… Vamos, como en Romeo y Julieta y en Catalina Howard, y luego cargar con la difunta, que no es difunta más que de mentirijillas, y… ya supondrá usted lo demás. De las distintas clases de raptos, pienso que no se le ha quedado ninguna por estudiar… y ya verá usted cómo sale por algún registro inesperado, teatral, y a todos nos deja con la boca abierta».

Y mientras Miguelito poníale ante los ojos estas probables contingencias de trágicos lances, la invisible tutora le empujaba cada día con más apremio hacia el remolino que la voluntad y la pasión de Calpena iban formando. En una de las últimas comunicaciones de la velada, le decía entre otras cosas: «Por Dios, no olvide usted lo que tanto le he recomendado: que le siga a esa zahúrda donde vive, que procure por cualquier treta ingeniosa introducirse en ella. Cuide usted de que nadie le falte, pues su abandono no es más que aparente. Sin que él pueda sospecharlo, páguele usted su hospedaje, y encargue a los dueños de la casa que finjan el mal humor de todo patrón que no cobra… Y otra cosa espero de su hidalga cooperación. Sé que se junta de noche con los patriotas exaltados, que asiste a sus nefandas logias y a sus ritos extravagantes. Sin duda, al verse solo y perdido, trata de reformar el mundo, armándonos aquí otra revolución como la francesa, con su convención, guillotina y todo… Pues es preciso, mi querido amigo y capellán, que usted se meta también en esas logias y cavernas endemoniadas. ¿Qué le importa a usted, si su masonismo es fingido y conserva en su conciencia el amor de la verdad y el desprecio de tales majaderías? Métase usted en la boca del lobo, sin rebozo alguno ni temor de que le crean jacobino. Nada debe usted recelar, pues aquí estoy yo para sacarle de cualquier mal paso. Adelante, y no vacile en hacernos esta grande y noble caridad. A nadie tiene usted que dar cuenta más que a Dios y a mí, y Dios sabe la rectitud con que procede mi buen capellán, penetrando en los antros donde se forjan las revoluciones y el ateísmo. De allí saldrá usted como entre, y si consigue sacarme de ese y otros peores infiernos a esa querida alma extraviada, tendrá usted dos recompensas: la temporal y la eterna».

«Bueno, señor, bueno», murmuraba D. Pedro, cayendo en profundas meditaciones. Y al día siguiente le decía la incógnita: «No sólo le seguirá usted a todos los sitios a donde le lleve su reciente amistad con los patriotas furibundos, sino que debe penetrar en casa de la Zahón. Dos días llevo pensando en el medio mejor para realizar este metimiento, y creo haber encontrado uno magnífico, superior. Verá usted: la Zahón es socia, compinche o comadre de Maturana, el diamantista. Maturana, corredor y traficante de alhajas y obras de arte en toda Europa, gran perito, gran joyero, gran chalán, posee un abanico magnífico, que ha pertenecido a la Pompadour, a la Emperatriz Josefina, a Pepita Tudó, a la Reina Hortensia, a Mademoiselle Mars y a otras personas que no han adquirido celebridad. Es pieza de gran valor histórico y artístico, y con él pensó Maturana hacer un buen negocio, ofreciendo su compra a la Reina Cristina. Pero Su Majestad, que ahora está por lo positivo y prefiere emplear su dinero en salinas, en minas, en empresas de utilidad, le ha ofrecido muy poco dinero, con lo cual ha estado el hombre fuera de sí, tirándose de los pelos. Por fin, creo que se entendió con la Zahón: han hecho un cambalache, dándole él su abanico a cambio de una colección de perlas. Hállase, pues, hoy la hermosa obra de arte en manos de la jorobada. Nada tiene de particular que el Sr. de Hillo, variándose el nombre y fingiendo el empaque de un señor aficionado a lo antiguo, se presente en la joyería de la calle de Milaneses, y pida que se le muestre el abanico para comprarlo. Usted lo ve, lo examina por un lado y otro, mira bien el país, el varillaje, el clavillo, diciendo algo que revele al conocedor de estas cosas; elogia la perfección del trabajo de Lefebvre y el mérito de Lancret, pintor de la cabritilla…».

Traía después de esto la carta una prolija descripción del país, dando noticia de todas las figuras, de sus trajes, etc., y concluía: «Para que no se maraville mi Sr. D. Pedro de que tan bien conozca yo el abanico, le diré que lo he tenido en mi mano más de una vez, y lo he mirado y remirado… Vaya, lo diré todo: esa artística joya ha sido mía. La poseí dos años, sin que nadie lo supiera… Es decir, alguien lo supo; pero no Maturana… Una vez que usted la vea bien, pide precio, y cualquiera que sea, se descuelga con la muletilla de que le parece caro, y ofrece pensarlo. Después se hace mostrar perlas y diamantes, lo ve todo, y se retira diciendo que volverá. Al día siguiente vuelve, y manifiesta resueltamente y sin rodeos a la Zahón que le compra el abanico al precio propuesto, siempre que ella se comprometa a romper de una manera radical las relaciones de Fernando con la chiquilla de Negretti. Esta manera radical no puede ser otra que sacar de Madrid a esa loquinaria y llevársela a Córdoba o Cádiz, donde también tienen casa de comercio; pero de tal modo y con tal sigilo efectuada la salida, que no pueda Fernando saber a dónde se la llevan, ni, por tanto, pensar en seguirla. ¿Qué le parece, mi bondadoso capellán, este pensamiento mío? Si lo estima feliz, mañana, cuando salga la primera vez de su casa, sobre las diez, póngase el sombrero bien terciado al lado derecho, de modo que le caiga sobre la ceja… Si lo encuentra mal, colóquese el susodicho aparato tapa-cabezas en forma rectilínea, bien aplomado, el ala todo lo horizontal que sea posible».

Salió Hillo al siguiente día con el sombrero bien derecho. Conceptuaba peligroso y contraproducente el recurso del abanico para avistarse con la Zahón; discurría que siendo ésta mujer avariciosa, y además muy ladina, si se le ofrecía dinero por el quebrantamiento de relaciones, vería en esta oferta el reclamo de gentes poderosas. Era, pues, lógico que, encendida su ambición, pensara en afianzar las relaciones de los dos amantes antes que en destruirlas, o bien pediría más, mucho más que el precio relativamente corto del histórico abanico. «Por esta vez – se decía Hillo, – no ha sido usted, mi señora incógnita, tan lista y perspicaz como de costumbre; y permítame que se lo exprese con el pensamiento, ya que de otro modo no pueda expresárselo… ¡En buena nos metíamos si esa mercachifle astuta llegara a entender que es Fernandito en el orden social persona muy distinta de lo que parece! Déjeme usted a mí, señora invisible, que ya me arreglaré yo para llegar al fin que todos deseamos».

En efecto, tomadas de un platero de la Concepción Jerónima, amigo suyo, dos lecciones de arte del diamantista, y aprendidos cuatro terminachos, se fue a casa de la Zahón, y trató con ella, arrancándose a comprarle unos aljófares y media docena de rosas, todo ello de poco valor. En su segunda visita le habló del asunto con habilidad, enjaretando embustes muy sutiles, para llevar al ánimo de la corcovada sentimientos contrarios a los fines de Calpena. Harta ya Jacoba de un noviazgo que ninguna ventaja le traía, acabó de abominar de él con las tremendas cosas que D. Pedro le dijo, y se propuso tomar sin pérdida de momento las medidas necesarias para mandar a paseo al joven romántico, y quitarle de la cabeza a la niña su desatinada pasión. Todo lo temía ya. Calpena, si le dejaban, consumaría el rapto de su Julieta con todo el salero, con toda la audacia de que ofrecían ejemplos mil las obras poéticas de aquel tiempo. Urgían, pues, resoluciones eficaces, perentorias; despedir a D. Fernando y empaquetar a la chiquilla para Córdoba.

Un poquitín alborotada quedó la conciencia del buen presbítero después de su última conferencia con Jacoba, porque, en verdad, las atrocidades que allí soltó traspasaban quizás la medida de la intriga inocente. «¡Qué pensaría Fernando de mí – se dijo, andando taciturno hacia su casa – si supiera que le he presentado como un desalmado hipócrita… si supiera ¡ay!, que le supuse en connivencia con Luis Candelas, y otros eminentísimos ladrones!… Pero la buena voluntad me absuelve de esta triquiñuela, y Dios, que ve los corazones, sabe que en el mío no hay más que amor al bien, deseo de impedir el extravío de un ilustre caballero, llamado a los grandes destinos… Creo que no sólo Dios, sino el mismo Fernando me absolverá cuando le haya pasado esta calentura… ¡Ah, y entonces los dos nos reiremos de los disparates, de las abominaciones que dije!…».

Y a la mañana siguiente le escribía la velada: «Antes de enterarme, por lo que me manifestó quien pudo observarlo, de la postura recta de su sombrero, Sr. de Hillo, señal de su desconformidad con lo que le propuse, ya había yo reconocido que anduve muy descaminada en aquel plan de comprar con el precio del abanico la liberación de Fernando. ¡Qué despropósito! ¡Cuánto me alegro de que usted opinara de distinto modo, según declaró su góndola!… Es que con el cavilar continuo, mi cabeza se pone a veces perdida, señor capellán, y si dormitó el buen Homero, como dicen ustedes los retóricos, ¿qué extraño es que no sólo dormite yo, sino que sueñe disparates? Despejada mi razón, he visto claro que si la diamantista huele dinero, estamos perdidos. Usted seguramente habrá imaginado y puesto en ejecución otros artificios por llegar al fin que anhelamos. Eso no quita que yo desee adquirir el abanico, y lo adquiriré, Dios mediante, cuando salgamos de este atolladero. No quiero que aquella preciosidad, que ya estuvo en mis manos, vaya a parar a otras, ni aun a las de la misma Reina. En este anhelo mío se manifiesta la mujer más de lo que yo quisiera, y quizás me vea usted frívola, caprichosa… Perdóneme, y cierro este paréntesis para decirle que no desmaye, que veo cercano el peligro. Si Fernando consigue apoderarse de Aura y desaparece, cualquiera les coge después… ¡Y si contrariados en sus amores, enloquecidos por la pasión, resuelven suicidarse juntos…! ¡Dios mío, qué horror! Crea usted que esta idea me persigue desde anoche… No duermo nada pensando en los distintos procedimientos de matarse que inventa el romanticismo, y que los malditos poetas han puesto de moda, infundiéndolos a la juventud exaltada, con el continuo ejemplo de dramas y novelas… Estemos alerta… y si hay vislumbres de suicidio mutuo, entonces, ¡ah!, entonces no hay más remedio que transigir… Todo, todo, antes que ver morir a Fernando… Eso no, eso no… repito que eso no… Concluyo, mi señor capellán, advirtiéndole que en la logia de la plazuela del Carmen andan ahora en grandes peloteras. Los libres se desatan, y en su delirio, en la fiebre del motín y de la bullanga, ayudan a los estatuistas a derribar a Mendizábal… Los de la moderación, que se traen ahora un cierto tacto de codos con el absolutismo, se proponen no dar tiempo a Don Juan y Medio para la realización de su plan de reformas. Tiran a impedir que decrete la supresión de monacales y la venta de sus bienes, porque calculan que con los recursos de la enajenación se haría fuerte el hombre, rodeándose de un baluarte de plata y oro… ¡Y esos badulaques, esos patriotas exaltados no ven que son instrumento de los que abominan de la Libertad! ¡Siempre lo mismo!… Con que ya sabe: métase allá, y no vacile en ponerse al lado de los que alboroten en pro de Mendizábal. No nos conviene que caiga tan pronto D. Juan: lo necesitaremos más adelante, quizás muy pronto. Adiós, señor capellán; en sus oraciones no deje de encomendarme a Dios».

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
310 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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