Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Mendizábal», sayfa 17
XXXII
La desconsoladora respuesta que dio el señor Ministro a la carta de la codiciosa diamantista puso a esta en formidable, épica irritación. En tres días no le sacaron del cuerpo más que palabras airadas y monosílabos rencorosos; en sus manos escribió, con sus propias uñas, cifra lastimosa del despecho que la dominaba, y los marchantes o compradores que por allí asomaron salieron o desollados vivos o llamándose a engaño, con pocas ganas de volver. En la comida decretó parvedades de la escuela del licenciado Cabra; y tales fueron, que Aurora y Lopresti se habrían quedado en los huesos si no tuvieran la precaución de reservar en sus respectivos escondrijos pedazos de pan y otras cosillas de comer. Sentía la maldita Zahón odio a toda criatura humana, y a las que más próximas tenía, hacíalas responsables de la bofetada que le diera el ministrillo gaditano, aquel que conoció con manguitos y la pluma en la oreja, en la casa de los Méndez, allá por los años 97 y 98 del siglo pasado. Porque el hombre de las levitas, el verdugo de frailes y monjas, el secuestrador de campanas, no se contentaba con tomar a chacota la proposición de constituirse en administradora de la huérfana de Negretti (con lo cual aliviaba al señor Ministro de sus cuidados), sino que la relevaba ignominiosamente del cargo honrosísimo de custodiar y dar alimento y educación a la niña, confiriendo estas funciones a Ildefonso Negretti, hermano de Jenaro.
No obstante su fiereza y despecho, pasados tres días de crisis, juzgó prudente disimular la grave herida de su amor propio, y astuta y cautelosa reservó de la familia y de los amigos la dura respuesta de D. Juan Álvarez. Ni se le pasaba por la imaginación oponer resistencia a las disposiciones de este, pues su naturaleza medrosa, calculista, alma de mercader en pedrería, repugnaba el giro dramático en los actos de la vida y todo lo que fuese ruidoso y violento. Encerrose, pues, en una resignación torva, como gato a quien le han cortado las uñas; esperó los acontecimientos envolviéndose en sus corcovas con cierta dignidad, quejándose del reuma con más fuertes alaridos, elevando el precio del quilate en los brillantes de talla superior, y extremando los rigores con que celaba a la doncella puesta a su cuidado.
Aumentó su tristeza en aquellos días la demora de su hijo Laureano Zahón. Había salido éste de Córdoba hacia Sierra Morena; pero tales historias en el camino le contaron de los bandidos que la infestaban, que tomó ascos al paso de Despeñaperros y se volvió para su casa, con idea de esperar a que saliese tropa para venir con ella. Tal contrariedad no tuvo poca parte en la prudencia que desplegó la Zahón después de su fracaso. Con Aura era toda sequedad y desabrimiento; no le permitía apartarse de su lado y de su vista; no creyendo bien guardada la casa con la fidelidad de Lopresti, se procuró dos cancerberos más: una tal Verónica, asistenta para centinela de día, y para vigilante nocturno, Severo Meca, dependiente de Maturana, hombre a prueba de sobornos, incorruptible, probado en veinte años de manejo de alhajas. Con tal guardia, y el examen y reparación que mandó hacer de todas las llaves, cerrojos y cerraduras, se creía libre de un atropello.
Inopinadamente se presentó Hillo a comprar otra partida de aljófar, que regateó, poniéndose muy pesado, para encubrir con el negocio su espionaje, y haciéndose mostrar el abanico, pidió precio, que la Zahón fijó en setecientos y cincuenta duros, ni un maravedí menos. No le fue difícil al presbítero llevar la conversación comercial al terreno doméstico, y se enteró de la situación, por referencia espontánea de la despechada Doña Jacoba. «No sabe usted bien – decía, poniendo los ojos en blanco – cuánto me agrada la resolución del caballero ese de las campanas, que por lo visto tiene tiempo sobrado para atender a todo. Él sabrá lo que hace. No estoy yo para cuidar niñas, y menos a esta diablesca dislocada, sin respeto a nadie, ni a mí misma. Mentira me parece que ha de venir su tío y ha de quitarme este cuidado, pues aunque tengo costumbre de guardar cosas de precio y de asegurarlas contra ladrones, no sé cómo se custodian estas joyas que andan y enredan, que discurren todo lo malo; joyas que es forzoso clavar en los estuches para que no se escapen de ellos… También le digo a usted, Sr. de Timoneda (con este falso nombre había ocultado Hillo su personalidad), que si deseo perderla de vista, no deseo menos conservarla, mientras esté aquí, libre de todo detrimento. Quiero que su nuevo guardián la reciba en situación de honestidad material, aunque mentalmente la haya perdido. Cuando esté fuera de mi casa, que haga lo que quiera, que se deshonre; pero aquí no… Esto es un sagrario, Sr. de Timoneda; aquí viven y han vivido siempre el recato, la virtud. De esta casa, no ha salido jamás una piedra falsa… ¿Cómo había yo de consentir que ahora saliera?».
Alabó mucho el disfrazado clérigo estos alardes, y se permitió aconsejar a Jacoba que, lejos de estorbar, favoreciese el traspaso de aquella joven al tío carnal, pues la tal niña le daría disgustos muy gordos si no la echaban pronto de Madrid. Y añadió a esto tales observaciones y noticias, que la jorobada, fácil al miedo, no necesitó más para verse rodeada de catástrofes. Dos veces más, en diferentes días, volvió D. Pedro, regateando el abanico y haciéndose mostrar unos topacios, que no compró; y con esto finalizaron sus averiguaciones en la caverna de la Zahón, pues ya había adquirido los datos y conocimientos más importantes: Aura delirante de amor; extremadas las precauciones para evitar que se vieran los amantes, y, por fin, próximo el arribo del tío carnal para cargar con la romántica niña y llevársela a los quintos infiernos. Cuando esto fuera un hecho positivo, sólo restaba impedir que Calpena descubriese a dónde había ido a parar la cabra loca; y establecida la radical separación, no era ya difícil traer al buen camino al descarriado joven. A este le visitaba diariamente, guardándose bien de contarle sus tratos y contubernios con la diamantista; lo que no impidió que Calpena los supiera por aviso de Aura, atisbadora infatigable de quién entraba y salía en la casa.
No pareciéndole aún bastante inquisitorial la incomunicación entre los tórtolos, sometió Jacoba a escrupuloso registro al menguado Lopresti, guardando bajo llave papeles, pluma y tinta: por su gusto habría borrado de las costumbres humanas, como ocasionado a la desobediencia, el arte de la escritura. No creyendo eficaces estos rigores, y desconfiada del maltés, determinó asimismo la señora que no pusiera los pies en la calle mientras tal situación durase, y los recados los hacía Meca, el bárbaro y frío Meca, incapaz de aliviar una pena de amor, aunque le dieran un brillante de talla superior por cada lágrima que evitase. Ya se sabrá la causa de esta insensibilidad. El último mensaje que llevar pudo Lopresti a los portales de Santa Cruz, donde Calpena aguardaba la cartita, fue verbal y nada satisfactorio: «Sr. D. Fernando – le dijo, afilando la voz más que de costumbre por la fuerza de su congoja, – ni traigo carta, ni la traeré más: válgame la Virgen. Estamos dejados de la mano de Dios. La señora me ha registrado al salir, todo, señor, como si fuera yo una mujer… ¡Qué vergüenza me ha hecho pasar, ay! Y no es lo peor que me meta las manos por entre la ropa, haciéndome cosquillas, sino que ya no me deja salir de casa. ¡Preso yo también, sin comerlo ni beberlo!… preso de desconfianza, porque hago este favor a dos que se quieren… Es mi gusto, señor; es mi único gusto servir a los amantes finos… Salgo esta tarde porque voy por la medicina, aquí, calle Imperial… ¡Ay! Dios mío, que no se le volviera solimán… y ya me despido de la bendita calle, porque desde esta noche hace los recados ese Meca, montador que fue de la familia, montador de piedras finas, y hoy vive de la tasa y fiel contraste… Pues verá: la señorita, que, como enamorada, discurre más que cien doctores, me encarga diga a usted que esta noche le escribirá. Tiene papel y lápiz, que le he dado yo… Para mandar a su amador la carta ha inventado una graciosa treta… Ahora tenemos allí todas las noches a D. José del Milagro. Entra… deja su sombrero en la percha… En el forro del sombrero pondremos el papelito. ¿Qué le parece? Lo que no inventa el amor, ni Dios lo inventa… Pues lo que falta es que usted se haga el encontradizo con Milagro, cuando este salga de casa; que le convide; que le entretenga hasta sacarle el embuchado; que mañana le vuelva a convidar y a entretenerle para que lleve la respuesta del mismo modo, y arreglárselas como pueda para seguir trayendo y llevando papeles ensombrerados cada lunes y cada martes… Con que ya lo sabe. Prevenido, señor… ¡Ojo al casquete!… Adiós, D. Fernandito de mi alma; no puedo entretenerme más… Si tardo, me mata».
Véase aquí cómo fue conductor inocente de la amorosa correspondencia el tubo grasiento y anticuado que cubría la venerable cabeza del buen Milagro. No le fue difícil a Calpena echarle la zarpa, acechándole a la salida de Milaneses, y le convidó a cenar (felizmente, por ser domingo, no tenía que ir a la Secretaría de Hacienda), y hablaron cuanto les dio la gana. Concluyó Fernando por fingirse delicado de salud, y suplicar a su amigo que le hiciese diariamente compañía en los ratos libres, pues de ello recibiría gran consuelo. Hubo de manifestar sentimientos contrarios a los que llenaban su alma; hizo el papel de que le pesaba haber abandonado su destino; mostrose arrepentido de sus amores, sobre los que hacía recaer toda la culpa de tantos infortunios, y pedía consejo a su buen amigo sobre la conducta más propia y eficaz para volver a la gracia de Su Excelencia. Con gran júbilo le oyó Milagro, que de veras le apreciaba, y prometió visitarle en el rato libre, entre la contabilidad de la Zahón y el trabajo nocturno de la oficina.
Con tal ardid tuvo Calpena carta fresca todas las noches. No eran palabras amorosas lo que Milagro llevaba y traía en su sombrero; era fuego, llamas cogidas a puñados del mismo sol. Véase la muestra:
«De Fernando a Aura.-Si hallamos libre el camino del cielo, al cielo. Si no hay otro camino que el del abismo, al abismo… Todo antes que arrastrar esta oprobiosa cadena del presidio social; todo antes que sufrir el ultrajante despotismo de los cabos de vara que, con el nombre de autoridades, civil, doméstica y política, cobran el barato en este patio inmundo. Huyamos de ellos. Busquemos el aire libre, lejos del aliento infecto de los cabos de vara. Sobre todas las leyes, prevalece el amor, ley suprema, porque él es la creación, el principio de las cosas».
«De Aura a Fernando.-Cariño, ¿verdad que me sacarás pronto de este encierro? Con esta esperanza vivo. Cuento las horas que me faltan para el momento dichoso en que dejaré de ver el rostro patibulario de Jacoba Zahón. ¿Cómo no odiarla, si me priva de verte? Si ella me asesina, ¿cómo no desear que se la trague el infierno, como se tragó Jonás a la ballena?… digo, no: fue la ballena quien se tragó a Jonás, y no pudo digerirlo. Tampoco el infierno digerirá a Jacoba, y tendría que vomitarla con todas sus preciosas… Es la una de la noche: la bestia monstruosa duerme; yo velo. El amor siempre alerta. ¿Cuándo nos echamos a volar? Quiero ser pájaro y mirar desde lo alto de una ramita a estos pobres caracoles, que nos quieren llevar a su paso… Una de estas noches mi desesperación me inspiró la idea de matar a Jacoba… Estuve loca un ratito… ¿Verdad que me librarás pronto? ¿Verdad que si no nos dejan vivir nos mataremos? Sin ti, no quiero la vida ni la muerte. ¿Qué sería de mí solita dentro de la sepultura?… Voy a decirte una cosa que no sabes… Te adoro… Tonto, no te rías… Me estoy muriendo por vivir…».
«De él a ella.-Duerme tranquila; yo velaré, velaré siempre. El sueño no quiere amistades conmigo. Si tu cárcel fuera de diamantes y la custodiaran todos los ejércitos del mundo, de ella te sacaría yo… Si Jacoba fuera la hidra de seis cabezas, yo se las cortaría todas… Nunca me tuve por héroe. Ahora lo seré, porque te amo. El amor me hace indómito; el amor me hace invulnerable. Si fuese preciso ir hasta el crimen, hasta el crimen iré… Ser tú mía, ser yo tuyo, es hablar con vaguedad: somos un solo ser… ¿No sientes un solo ser en nosotros? No estamos separados, sino divididos; cada mitad en diferente esclavitud. Pronto estará todo el ser integrado en la libertad. Pronto te fijaré el día y hora en que debe terminar esta doble agonía. Será sin bullicio, sin aparato; será la suma sencillez… No puedo más. Bendiga Dios el divino fieltro en que irá esta carta. Adiós».
«De ella a él.-Poquito me faltó para besar el fieltro sublime cuando de él saqué la luz de mi vida. Pero no lo besé… No hice más que acariciarlo… Pronto, sí, mi bien, que sea pronto. Estoy alegre, porque tú me lo mandas. Jacoba despide de sus ojos un veneno verde, como el rayo de las esmeraldas. Pero ya no le tengo miedo: confío en mi caballero, a quien amo, a quien pertenezco por toda esta vida fugaz y por la eterna…».
En este tono se escribían siempre. Arrebatado el espíritu de Calpena a las altas cimas de la idealidad, no conocía freno. Tan profunda era su transformación, que hasta se olvidaba de cómo fue, y de lo que había sentido y pensado bajo la férula del buen D. Narciso Vidaurre. Aquella serenidad del alma, aquel justo medio en que blandamente se mecía su voluntad, ¿dónde estaba? ¿Dónde la placidez clásica, el amor de las reglas, el gusto de lo incoloro, del vivir cómodo y bien repartido en casillas metódicas? Todo aquel mundo blancucho y opalino se había resuelto en un orden de sentimientos y de ideas que le asemejaba al famoso héroe de Dumas, Antony. Como este, se había erigido en desheredado, y con los fueros de tal, en aborrecedor de toda la sociedad; como este, no vivía más que para un amor frenético, dispuesto a consumar, por la satisfacción de sus anhelos, las violencias y tropelías más abominables.
XXXIII
¡Quién le había de decir a Fernando Calpena, cuando con un amigo vio representar el Antony en la Porte Saint-Martin, que aquel drama, que entonces le pareció afectado, mentiroso, uno de tantos artificios con que los dramaturgos amañados satisfacen el convencionalismo teatral, había de ajustarse, traducido al castellano, a la realidad de su pensamiento! El drama de Dumas, y el de Calpena, drama real, no se parecían en el asunto, aunque sí mucho en la enfática desesperación del héroe, no bien motivada, y en el ardor de su lenguaje. El odio a la sociedad no era en él más que una repercusión hueca del criollo de Dumas. En política había extremado bruscamente sus opiniones, simpatizando con los revolucionarios más ciegos y brutales. Para D. Fernando no tenían derecho a la permanencia ni el Gobierno aquel, ni otro semejante, ni el Trono mismo. La Familia Real, de cuyo seno había nacido una espantosa guerra, que llevaba trazas de no concluir nunca, tampoco debía continuar ligada a la suerte del país. Las disensiones entre los hijos de Carlos IV habían convertido a España en una inmensa jaula de locos furiosos. Por averiguar si debía reinar hembra o varón, se vertían ríos de sangre… Y no pareciéndoles bastante sangría a nuestros prohombres, todavía andaban a trastazos por si repartían las mercedes del presupuesto los negros o los blancos, los amarillos o los rojos. El propio Mendizábal, a quien siempre vio Calpena descollando sobre la turbamulta política, se había empequeñecido a sus ojos: ya no era el grande hombre que debía salvar y refundir la nación. Malogrados sus propósitos por falta de constancia o malicia para llevarlos a la realidad, resultaba perfectamente sentencioso y oportuno aplicado a él, como a todos los del oficio, el dicho de Hillo: No remata la suerte.
Por otra parte, si el conocimiento de las conexiones jurídicas de Mendizábal con Aura le indujo a mirar al ilustre gaditano con simpatía, cuando supo que a la carta de la joven había respondido verbalmente, por mediación de Milagro, sin darle más consuelo de su esclavitud que la promesa de mudarla de cárcel, sacándola de las cadenas de Zahón para ponerla en las de Negretti, la simpatía hubo de trocarse en ojeriza y mala voluntad. Hallándose obligado a mirar por la huérfana, debió D. Juan atender en otra forma a su angustiosa solicitud. Ni de tutor ni de caballero era esta fría respuesta: «Diga usted a esa señorita que estoy atareadísimo y no puedo ocuparme de ella todo lo que quisiera. He escrito a Ildefonso Negretti para que vengan a recogerla. Yo hablaré con él y le recomendaré que la cuide mucho y procure perfeccionar su educación».
«Pues yo le aseguro a usted, Sr. D. Juan Álvarez – decía Calpena in mente, paseándose solo por las calles – que cuando venga el tan cacareado tío carnal para hacerse cargo de mi Aura, no la encontrará. Aura me pertenece, y todos los Negrettis del mundo, auxiliados por todos los Álvarez gaditanos, que no saben rematar la suerte, no me la quitarán. Ahora veremos quién puede más: si Vuecencia con sus altanerías de Ministro y jefe de partido, o yo solito, inerme, sin más fuerza que la que me da la ley de amor… Ley es esta que no entiende ningún político, ni Vuecencia tampoco… Creerá que es como la Ley de amortización de la Deuda, o la de Redención de censos, imposiciones y cargas… Y no necesito extremar las conjeturas, señor D. Juan y Medio, para ver segunda intención en su proyecto de poner a la huérfana en manos de un Negretti, que seguramente será sumiso ejecutor de los deseos de un amigo poderoso. ¿Tendremos aquí una comedia en que le toque a Vuecencia el papel de tutor, de ese anciano verde, siempre chasqueado? ¿Le seducen a Su Excelencia los viejos de Moratín? Pues tampoco ha de valerle el hacer el D. Diego, aun cuando tomara las precauciones para asegurar un desenlace contrario al de El sí de las niñas, porque aquí estoy yo para llevar las cosas a su término natural. Y si para esto tuviera yo que pegarle a Vuecencia un tiro, se lo pegaría, como a Negretti, si este me contrariara con malevolencia… Por mi Aura, voy yo a las grandes y nobles virtudes, como a las más negras demostraciones de la maldad; por mi Aura, escalo yo el cielo o me precipito en los abismos. Nada tiene valor para mí; cuanto hay en el universo se cifra en ella. Póngame usted entre Aura y mi voluntad todas las llamadas leyes morales y sociales, y salto por encima de ellas; y si quieren que pase sin saltar, pasaré, y pisaré, y si pongo el pie sobre alguien que reviente con mi peso, quéjese al diablo, porque Dios no ha de oírle».
Entró en casa de Hillo, con quien hablar quería. D. Pedro le esperaba: encerráronse en el cuarto de este. «Tu puntualidad en acudir a la cita me demuestra que el caso es urgente. Necesitas dinero: ayer no pude dártelo; hoy te lo daré, pero no sin condiciones».
Adivinando las terribles condiciones que su amigo, cruel usurero en aquel caso, le impondría, Calpena sintió frío glacial en el corazón, y en la boca todo el acíbar que suele ser producto natural de la carencia de dinero. «Te daré lo que necesites – prosiguió Hillo con severidad noble; – pero has de darme garantías, seguridades de que ha de ser empleado dignamente. Esas órdenes tengo».
– Pero usted – dijo Calpena con voz cavernosa – entiende por empleo digno lo que para mí es el fin más alto que se puede imaginar. No nos entendemos.
– No nos entendemos… Yo tengo órdenes que he de cumplir estrictamente. Para lanzarte sin freno a la perdición, necesitas oro. Es natural: sin dinero no se puede realizar el bien… ni el mal. Para el bien tendrás lo que quieras, Fernando: demuéstrame que quieres el bien, abandona tus locos devaneos, y partiendo los dos de Madrid esta misma noche…
Calpena se levantó del asiento sin decir más que: «Guarde usted su dinero… Me voy».
– Oye… no seas tan vivo de genio. No hago más que cumplir las órdenes que recibo… Muy dañado estás, hijo mío, cuando así me vuelves la espalda; a mí, que te quiero como a un hermano… No, no eres digno de esta hermosa fraternidad, ni tampoco, lo digo muy alto, ni tampoco eres digno de la piedad suprema, del cariño lejano, escondido, para que sea más bello, de la persona que…
Ahogado por la emoción, Hillo no pudo continuar, y se llevó ambas manos a los ojos…
«Para que yo venere a esa persona como ella se merece sin duda – dijo Calpena en grave desconcierto, – es preciso que… se necesita que… Yo la adoraré si la conozco, lo primero… Encubierta, y oponiéndose a la felicidad de mi vida, no puedo, no puedo quererla».
Hillo le cogió de una mano, no secas aún sus lágrimas, y en grave tono le dijo: «Te doy mi palabra de que si haces lo que dije… Renunciar radicalmente a ese devaneo, impropio de tu condición, y partir conmigo de Madrid esta misma noche sin ver a nadie… la deidad invisible dejará de serlo… así lo declara y promete en su última carta… Se nos revelará… pero es condición previa que tú… ya sabes…».
El rostro de Calpena se volvió de mármol; sus manos quedáronse heladas; sus miradas perdieron toda luz. Miró al clérigo con estupidez; hízole repetir la proposición. Repetida por Hillo, este añadió hasta tres veces: «¿Te conviene el trato?».
De súbito fue acometido Fernando de un frenesí nervioso; cayó en un sillón, mordiose los puños, contrajo todo su cuerpo, y clavando las uñas en el brazo del sillón, prorrumpió en gritos dolorosos: «No quiero… no quiero… Me ofrecen un nombre a cambio de la vida. No, no… No me hacen falta parientes; no necesito familia… Que se vayan, que me dejen. Solo viví, solo estoy… solo moriré… moriremos… ¡No quiero, no quiero!».
Cogida en las convulsas manos la cabeza, como si quisiera arrancársela, no dijo una palabra más. D. Pedro no le veía el rostro.
«Serénate – le dijo, tocando suavemente sus cabellos, cuyos rizos desordenados por entre los dedos salían. – Te doy tiempo para pensarlo. La cosa es grave… no te precipites a resolver, así… airadamente».
– ¡Si está resuelto – dijo el desesperado joven, incorporándose, – si no puede ser!… ¡Si es como si me mataran!… Y francamente, no me dejo matar… no me conviene morir todavía.
Y puesto en pie, cogió el sombrero con gallardo ademán, mostrando en acto tan sencillo la firmeza de su resolución. Las últimas palabras de aquella breve conferencia fueron: «Me equivoqué al pensar que usted podía darme… eso. Error grave fue pedirlo. ¡Qué bochorno!… ¡pedir lo que no es nuestro, lo que me darían, no por favorecerme, sino por comprarme! Dígale usted a quien sea, que no me vendo. El alma no se vende. ¿Por qué no la adquirió, en tiempos en que fácilmente pudo hacerlo? ¡Y ahora quiere quitármela, comprármela…! Aunque yo quisiera venderme, amigo Hillo, no podría… no me pertenezco… Y para concluir, guárdese usted su dinero, o devuélvalo a quien se lo ha dado. Para mí no ha de ser. Lo que yo necesito con urgencia, lo buscaré como pueda».
– Aguárdate… hablemos otro poco.
– Usted puede perder el tiempo, yo no… Es inútil… Si cierra la puerta me descolgaré por el balcón… Quédese con Dios… No intente seguirme… corro yo más que usted. Adiós.
Y con la presteza que estas palabras indicaban salió de la casa, dejando a Hillo confuso y atribulado. Hubo de pasar un mediano rato antes que el buen clérigo pudiera sacar del desorden de su mente una idea clara y ver el derrotero más conveniente. «No me queda duda, va a la desesperación… Loco de amor y sin dinero, algo hará que nos dé mucho que sentir… ¿Iré tras él? ¿Pero quién le caza? No, no, Pedro Hillo… no te metas en cacerías peligrosas. Yo cumplo dando la voz de alarma, como me ordenan. Ha llegado el momento crítico, el momento del peligro supremo, que obliga a emplear el recurso final, lo que los médicos llaman el remedio heroico. Me han mandado que avise cuando estalle la crisis de locura, y aviso… Pedro Hillo cumple siempre con su deber; es hombre que sabe rematar la suerte».
Escribió una breve carta, y al punto salió para entregarla al Sr. Edipo, que en determinada calle estaba de servicio. Hecho esto, se fue al club de la casa de Tepa, donde había quedado pendiente de la noche anterior una furiosa disputa, cuyo desenlace quería conocer. Allá fue a parar también Calpena, sin más objeto que matar el tiempo hasta media noche, y ver a un amigo que le había ofrecido facilitarle algún dinero. Ya se comprende que este amigo no era poeta.
Por obra y gracia de la armonía resultante entre la exaltación de su espíritu y la atmósfera jacobina que en Tepa reinaba aquella noche, Calpena se lanzó, sin proponérselo, a la oratoria furibunda, notas estridentes de rabia política con juicios abominables de cosas y personas. Sus palabras eran materia inflamable arrojadas varonilmente en aquel rescoldo de pasiones. De una parte le aplaudían con rabia; de otra le vituperaban. Entre D. Pedro Hillo y otro señor tuvieron que cogerle por un brazo y bajarle casi a rastras de la tribuna. Parecía loco furioso, y su rostro echaba llamas. Después, entre el tumulto que en torno del joven se formó, Hillo le perdió de vista. Cuatro amigos le sacaron a la calle para que con el fresco de la noche se le despejara la cabeza. Fueron a un café, pasearon hasta las doce, hora en que Fernando se encaminó a su casa con el amigo que le había facilitado la cuarta parte del dinero que creía necesitar.
Solo al fin en su cuarto y no teniendo nada que hacer, sentose en la cama y se zambulló en el mar sin fondo de sus pensamientos. «Con poco dinero, pero con dinero al fin, mañana será. No varío mi plan, ni tengo que modificar las instrucciones que Aura habrá recogido esta noche en el sombrero de Milagro. ¡Mañana…! Y a pedir de boca saldrá, pues previsto está todo, y bien determinada la manera de sortear cualquier peligro… Mañana, en pleno día, cuando menos lo pienses, cuando nada temas, maldita Jacoba, soltarás tu presa… Y viviremos los que debemos vivir, y rabiarán los que deban rabiar… y el que quiera reventar de ira, que reviente… Mi gusto es pisotear a la Zahón; al Sr. Mendizábal no… está próximo a una caída ignominiosa. En Palacio le tienen ya bien preparada la zancadilla con Istúriz y Saavedra… ¡Los dichosos políticos! No vendría mal una degollina de próceres y patriotas, como la que se ha hecho de frailes… Pues sí, Sr. de Mendizábal, bastante tiene Vuecencia con la que le están armando. Hillo diría que ya se oye el cencerro del cabestro que viene para conducirle al corral. Y Vuecencia matará los ocios del corral con la educación de doncellas… A Hillo no le deseo mal alguno… ¡Ojalá le hicieran obispo! Bien se lo merece el pobre por su mansedumbre y buenas intenciones… Y en cuanto a Milagro, nuestra gratitud no se contenta con menos que con nombrarle Ministro de Hacienda… Y a Lopresti, ¿cómo le recompensaremos sus servicios?… Es facilísimo: pinche mayor de Palacio, y además director de la Real Capilla; cocinero y tiple de S. M… De todos nos despedimos, porque espero que no hemos de tener el gusto de ver rostros conocidos en mucho tiempo… Y que nos persigan, que nos busquen, que nos cojan ahora… El vuelo será alto… y luego, nuestra cueva de amor tan profunda, que a ella no llegará ni la mirada de cernícalo de la Zahón, ni el olfato de Edipo…».
Por este derrumbadero vertiginoso iban sus pensamientos, cuando llamaron con fuerte campanillazo y golpes a la puerta de la casa. Sorprendido del ruido, y alarmado también, pues en su estado nervioso el vuelo de una mosca le hacía estremecer, salió Calpena a punto que alguien abría; y vio que avanzaban hacia la puerta de su habitación dos hombres de mala facha, los cuales con formas rudas y descorteses, previa indagación de la personalidad, le ordenaron que se dispusiese a salir en su grata compañía. «¿Pero a dónde?…».
– A la cárcel – dijo el más feo y bruto de la pareja, a punto que comparecían otros dos, de uniforme, pues eran salvaguardias de la Subdelegación.
Lo primero que se le ocurrió a Calpena fue coger una silla, con intento de estrellarla sobre la cabeza del más próximo. Pero pronto se abalanzaron los esbirros a trincarle del brazo, y privado de todo movimiento, no tuvo más remedio que entregarse, maldiciendo con terrible exclamación su fiero destino. Salieron en paños menores los patrones y algunos huéspedes a lamentar el triste suceso; y mientras uno se indignaba, y le consolaba otro con frase vulgar, asegurando que todo era equivocación, los polizontes registraban la cómoda y mesa, para llevarse cuantos papeles encontraran pertenecientes al presunto criminal político.
Bajando entre tales sayones, taciturno, mas no resignado, devorando la angustia y terror de su alma, D. Fernando empezó a ver claro en aquella inopinada prisión, y se dijo: «Es ella, es la mano oculta quien me lleva a la cárcel».
De la calle de las Urosas al Saladero había mucho que andar. Por el camino vio dos traíllas de presos. Sin duda, el medroso Gobierno, acosado de conspiradores, viendo por todas partes misteriosos enemigos que le acechaban en la obscuridad de las logias, o le provocaban en el público escándalo de los cafés, había mandado echar la red. Cuando metieron al desdichado Calpena en el patio donde debía empezar la expiación de sus nefandos delitos, ya había llegado la primera cuerda, en la cual vio personas de aspecto decente. Al poco rato entraron dos racimos más, ¿y cuál no sería la sorpresa de D. Fernando al vislumbrar en uno de ellos nada menos que la venerada, inofensiva persona de D. Pedro Hillo?
En cuanto pudieron reconocerse, a la luz de los farolillos que alumbraban los tristes grupos, corrieron el uno hacia el otro y se dieron los brazos.
«Tu quoque… ¡También usted, D. Pedro!» dijo Calpena con el gozo amargo de la venganza.
– También – replicó Hillo con voz opaca, casi lloroso. – Y verdad que por más que me devano los sesos, no acierto a explicarme… De la cama me sacaron estos verdugos. Comprendo que a ti… ¡A ti sí!… Era necesidad ponerte a la sombra.
– Yo no conspiro.
– Conspiras contra ti mismo. Yo, ni contra mí ni contra nadie… No he hecho más que hablar mal de Mendizábal… y eso no mucho.
– No es Mendizábal, no, quien ha tenido la humorada de juntarnos aquí: es la mano oculta… ¿Tan candoroso es mi buen clérigo que no lo ve?