Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín», sayfa 6
VIII
A la mañana siguiente, después que rendido a la fatiga dormí con sueño irregular y espantoso durante algunas horas, doña Gregoria llegose a mí y me despertó diciendo:
– ¿Qué es esto? Durmiendo a las diez de la mañana. Arriba, arriba, mocito. ¡Y se ha acostado vestido! Vamos, que son las diez… Pero, chiquillo, ¿qué haces, en qué piensas? Por ahí ha pasado la quinta compañía de voluntarios, tan majos y tan bien puestos con sus uniformes nuevos que darían envidia a un piquete de guardias walonas. ¡Ay qué monísimos iban! A los franceses les dará miedo sólo de verlos. Nada les falta, si no es fusiles, pues como en el Parque no los había, no se los han podido dar; pero llevan todos unos palitroques grandes que les caen a las mil maravillas, y de lejos parece que llevan escopetas. Vamos, levántese el señor Gabrielito: ¿no eres tú de la quinta compañía? Levántate, que ya dicen que está Napoleón Bonaparte a las puertas de Madrid, montado en una mula castaña y con la lanza en el ristre para venir a atacarnos.
– Mujer, ¿qué disparates estás diciendo? – observó el Gran Capitán. – Napoleón no está en Madrid, sino que parece entró ya en España y anda sobre Vitoria. Por cierto que dicen ha habido una batallita… Pero, chico, ¿no vas a coger tu fusil?
– Hoy mismo me voy de Madrid, Sr. D. Santiago.
– ¿Que te vas de Madrid, después de alistado? Pues me gusta el valor de este mancebo.
– Es que voy a ver si me permiten pasar al ejército del Centro que está en Calahorra, y creo que me lo permitirán.
– ¡Oh! no lo esperes, porque aquí, según me dijeron en la oficina, lo que quieren es gente y más gente, pues como algunos dan en decir que hay malas noticias… Yo creo que todo es cosa de los papeles públicos, y a mí no me digan; los papeles públicos están pagados por los franceses.
– ¿Con que malas noticias?
– Paparruchas… En primer lugar, ahora salen con que lo de Zornoza que creíamos fue una gran victoria, es una medianilla derrota, y que el general Blake ha tenido que escapar refugiándose en las montañas. No se pueden oír estas cosas con calma, y yo mandaría que se le arrancara la lengua al que las repite.
– ¡Mentiras, todo mentiras! – exclamó doña Gregoria. – ¡Si no sé cómo la Junta no manda ahorcar en la plazuela de la Cebada a todos los que se divierten con tales disparates!
– Has hablado muy bien – dijo el Gran Capitán. – Ahora han dado en decir que si en Espinosa de los Monteros ha habido o no ha habido una batalla.
– ¿En que también hemos perdido? – preguntó doña Gregoria.
– ¡Así lo dicen; pero quia! Bonito soy yo para tragarme tales bolas. Ahora encontré al volver de la esquina al Sr. de Santorcaz, el cual me lo dijo, fingiéndose muy apesadumbrado… ¡Pícaro marrullero! Como si no supiéramos que es espía de los franceses…
– ¿Con que en Espinosa de los Monteros? ¿Y hemos tenido muchas pérdidas? – pregunté yo.
– ¿También tú? – dijo Fernández sin poder disimular el pésimo humor que tenía. – Te voy descubriendo que tienes muy malas mañas, Gabriel.
– No hagas caso de este chiquillo mal criado – dijo doña Gregoria.
– Es preciso que aprendas a tener respeto a las personas mayores – afirmó el Gran Capitán, mirándome con centelleantes ojos. – ¿Qué es eso de pérdidas? ¿He dicho acaso que nos han derrotado? No mil veces, y juro que no hay tal derrota. ¿Hombres como yo pueden dar crédito a las palabras de gente desconsiderada y vagabunda?
Calleme por no irritar más a mi ingenuo amigo, y mientras me daban de almorzar, entró una visita que en mí produjo el mayor asombro. Vi que avanzaba haciéndome pomposos saludos, y mostrándome en feroz sonrisa su carnívora dentadura, un hombre de espejuelos verdes, en quien al punto conocí al licenciado Lobo. Lo que más llamaba mi atención eran los extremos de cortesía y benevolencia que en él advertí, y el de su osado respeto hacia mi persona que en todos sus gestos y palabras mostrara aquel implacable empapelador, y antes enemigo mío.
– ¿Qué bueno por aquí, Sr. de Lobo? – díjele, ofreciéndole junto a mí una silla en que se repantigó.
– Quería tener el gusto de ver al Sr. D. Gabriel.
– ¿Señor Don tenemos? Malum signum.
– Y de poner en su conocimiento algo que le importa mucho – añadió. – ¿Pero cómo no ha ido a verme el Sr. D. Gabriel?
– Ya le he encontrado a Vd. muchas veces en la calle, y como no ha tenido a bien saludarme…
– Es que no habré visto a Vd. – me contestó melosamente. – Ya sabe el Sr. D. Gabriel que soy más que medianamente ciego… Pues bien: como decía… El Gobierno ha tenido a bien remunerar los buenos servicios de Vd.
– ¡Mis buenos servicios! – exclamé asombrado. – ¿Y qué buenos ni malos servicios he prestado yo al Gobierno?
El Gran Capitán y su esposa con medio palmo de boca abierta, prestaban gran atención.
– Modestito es el joven – prosiguió Lobo con aquel artificioso sonreír, que le hacía más feo, si es que cabía aumento en las dimensiones infinitas de su fealdad. – Yo he oído que Vd. se lució mucho en la batalla de Bailén, y no sé si también en la de Trafalgar, donde parece que mandó un par de fragatitas o no sé si un navío.
Prorrumpí en risas, y los dos ancianos, mis amigos, mirándose uno a otro con espontánea admiración por mis inéditas hazañas.
– Sí… algo de esto ha llegado a oídos del justiciero Gobierno que nos rige, y las comisiones ejecutivas de la Junta se disputan cuál de ellas echará el pie adelante en esto del recompensar a usía.
– Hola, hola, ¿también soy usía? Pues esto sí que me llena de asombro.
– Pero sea lo que quiera, amigo mío – continuó el leguleyo, – ello es que se ha decidido darle a usía un empleo en América, al inmediato servicio del señor Virrey del Perú.
– ¿Trae Vd. mi nombramiento?-dije comprendiendo al fin de dónde venía todo aquello.
– No; hoy sólo vengo a notificarle a usía este gran suceso, y a advertirle que cualquier cantidad que necesite para preparar su viaje, me la pida con franqueza, pues tengo orden de la… digo, del Gobierno, para entregar a usted lo que tenga a bien pedirme, previo recibito que me extenderá vuecencia.
– ¿También soy vuecencia? – dije recreándome en la estupefacción de mis dos amigos.
– El nombramiento – prosiguió, – lo tendrá usía dentro de dos o tres días; pero le advierto que es voluntad de la Junta Suprema que el Sr. D. Gabriel se haga a la vela al punto para las Américas, donde pienso que es de gran necesidad su presencia.
– Bueno – repuse; – pero entretanto yo le ruego al Sr. de Lobo diga a la Junta que no me hace falta dinero, y que muchas gracias.
– Eso no está bien – dijo doña Gregoria muy incomodada. – Pero tonto, si te lo dan, recíbelo y guárdalo sin averiguar de dónde viene. Estas cosas no pasan todos los días. Apuesto a que la Junta ha sabido lo de tus latines y te manda allí para que enseñes esa lengua a los salvajes, con lo cual se convertirán todos. ¿No es verdad, Sr. de Zorro, que así ha de ser?
– No me llamo Zorro, sino Lobo – repuso este, – y hará muy bien el Sr. D. Gabriel en tomar lo que le haga falta, pues a su disposición lo tiene.
– Pues bien – dije yo, – vaya usted de mi parte a la señora Junta que le dio tan buen recado para mí, y dígale que para servir a la patria y al Rey, yo no pensaba pasar a América, sino al ejército del Centro y de Aragón, en cuyo Reino pienso quedarme y no volver a Madrid mientras viva. Para este viaje no se necesitan gastos.
– ¿Y qué va a hacer el Sr. D. Gabriel en el ejército de Aragón? Aquello está mal – dijo Lobo. – Por el de la izquierda no andan mejor las cosas, y después de la batalla que hemos perdido en Espinosa de los Monteros, nuestras tropas quedan reducidas a nada, y Napoleón vendrá a Madrid.
– ¡Eso será lo que tase un sastre! – exclamó el Gran Capitán echando chispas. – ¿Quién hace caso de los papeles?
– Desgraciadamente – continuó Lobo, – esa sensible derrota no puede ponerse en duda.
– Pues yo la pongo – afirmó Fernández rompiendo un plato que al alcance de la mano tenía sobre la mesa. – Sí señor, yo la pongo en duda, y es más, yo la niego.
– El señor – dijo doña Gregoria, – seguramente no sabe quien eres tú, y el cómo y cuándo de lo bien enterado que estás de todo.
– Yo sé la noticia por buen conducto, y aseguro que es indudable – indicó Lobo. – El secretario del ramo de guerra me lo ha dicho.
– Buen caso hago yo del secretario del ramo de guerra, – dijo Fernández amoscándose en grado supino.
– Vamos, no porfíes, Santiago… – añadió doña Gregoria. – Estás más encarnado que pimiento de Calahorra, y no está bien que te dé el reuma en la cara por una batalla de más o de menos.
– Pues que no me falten al respeto. Eso de que le insulten a uno en su propia casa – dijo Fernández dando un puñetazo en la mesa… – porque, digan lo que quieran, donde menos se piensa salta un espía de los franceses, ¡Madrid está lleno de traidores!
Asustado Lobo del enérgico ademán de don Santiago, no quiso insistir en lo de la derrota, y proclamó muy alto que la batalla de Espinosa de los Monteros había sido ganada y reganada y vuelta a ganar por los españoles, oyendo lo cual se apaciguó nuestro veterano de las portuguesas campañas y habló así:
– Me parece que tiene uno autoridad para decir quién gana y quién pierde en esto de las batallas… y todos no entienden de achaque de guerra… y una acción parece derrota de diablos hasta que viene una persona inteligente y la explica, y resulta victoria de ángeles… y no digo más, porque sé dónde me aprieta el zapato, y en Espinosa de los Monteros lo que hubo fue que todos los franceses echaron a correr, y el hi de mala mujer que me desmienta, sabrá quién es Santiago Fernández.
Dijo y levantose, cantando entre dientes un toquecillo de corneta; y dirigiéndose luego a donde desde lueñes edades tenía su lanza, la cogió, y con un paño la empezó a limpiar del cuento a la punta, dándole repetidas friegas, pases y frotaciones, sin atender a nosotros ni cesar en su militar cantinela. En tanto Lobo, que en todo pensaba menos en llevarle la contraria, continuó hablándome así:
– Ahora, Sr. D. Gabriel, me resta tocar otro punto, y es que me diga Vd. algo de su parentela y abolengo, porque es preciso sacarle una ejecutoria. Con diligencia, el Becerro en la mano, y un calígrafo que se encargue del árbol, todo está concluido en un par de días.
– Mi madre entiendo que lavaba la ropa de los marineros de guerra – le contesté, – y hágamela su merced duquesa del Lavatorio, o para que suene mejor de Torre-Jabonosa o de Val de Espuma que es un lindísimo título.
– No es broma, señor mío. Al contrario, el destino que Vd. lleva al Perú, no se le puede dar sin una información de nobleza. Es cosa fácil. Y de su papá de Vd., ¿qué noticias se pueden encontrar en la tradición o en la historia?
– ¡Oh! Mi papá, Sr. de Lobo, si no mienten los pergaminos que se guardan en el archivo de mi casa, y están todos roídos de ratones (lo cual es muestra de su mucha ranciedad), fue cocinero a bordo de la goleta Diana, por lo cual le cae bien un título que suene a cosa de comida… pero ahora recuerdo que un mi abuelo sirvió de alquitranero en la Carraca, y puede Vd. llamarle el archiduque de las Hirvientes Breas, o cosa así.
– Vd. se burla, y la cosa no es para burlas. ¿Su apellido?
– Los tengo de todos los colores. Mi madre era Sánchez.
– ¡Oh! Los Sánchez vienen de Sancho Abarca.
– Y mi padre López.
– Pues ya tenemos cogidos por los cabellos a D. Diego López de Haro y a D. Juan López de Palacio, ese famosísimo jurisconsulto del siglo XV, autor de las obras De donatione inter virum et uxorem, Allegatio in materia hæresis, Tractatum de primogenitura…
– Pues de ese caballero vengo yo como el higo de la higuera. También me llamo Núñez.
– Por las alturas genealógicas de Vd., debe de andar el juez de Castilla Nuño Rasura. ¿Y no hubo algún Calvo en su familia?
– ¿Pues no ha de haber? Mi tío Juan no tenía un pelo en la cabeza. También me llamo Corcho, sí señor, yo soy nada menos que un Corcho por los cuatro costados.
– Feísimo nombre del cual no podemos sacar partido. Si al menos fuera Corchado… pues hay en tierra de Soria un linaje de Corchados que viene de la familia romana de los Quercullus. En lugar del Corcho le podemos poner al Sr. Gabrielito un Encina o Del Encinar, que le vendrá al pelo.
– A mi madre la llamaban la señora María de Araceli.
– ¡Oh, bonitísimo! Esto de Araceli es bocado de príncipes, y más de cuatro se despepitarían por llevar este nombre. Suena así como Medinaceli, Cælico Metinensis, que dijo el latino. No necesito más.
A todas estas doña Gregoria no sabía lo que pasaba oyendo el diálogo de linajes; y absorta y suspensa aguardaba en silencio en qué vendría a parar todo aquel belén de mis apellidos.
– Que es de buena sangre el niño, no lo puede negar – dijo al fin, – porque bien se conoce en la nobleza de su condición, que hartos hay por ahí llenos de harapos, y a lo mejor salen con la novedad de que son hijos de un duque; y aquí estoy yo que tampoco doy mi brazo a torcer, pues los Conejos de Navalagamella no son ningún saco de paja.
– ¿Qué Conejos son esos, señora mía?
– El mejor linaje de toda la tierra. Yo soy Coneja por los cuatro costados. El señor licenciado sabrá de qué fuentes antiguas vendrá este arroyo genealógico de la Conejería.
– Como estos gazapos – contestó el licenciado – no vengan de aquellos tiempos remotísimos en que a España la llaman cunicullaria, es decir, tierra de los conejos, no sé de dónde pueden venir.
– Así debe de ser. ¿Y el Sr. D. Gabriel de dónde viene?
– Eso lo dirá el Becerro. Ahora veo que este señor de Araceli no es cualquier cosa, y aquí en dos palotadas hemos encontrado robustas columnas donde apoyar la grandiosa fábrica de su alcurnia. Pero hablando de otra cosa, señor de Araceli, ¿quién me abonará los gastos de la saca de ejecutoria, Vd. o la persona que me ha dado el encargo de hacer estas diligencias y de ofrecer el dinero?… Porque los gastos son muchos. Además, esta comisión tan bien desempeñada, ¿no merece alguna recompensa? Yo creo que la dará la señora cond… quiero decir la Junta Central, que es quien me la ha enviado.
– Más vale que el señor licenciado no se tome el trabajo de revolver papeles ni pintar árboles, pues yo no se lo he de pagar, y ese dinero que me ofrece tampoco lo he de tomar.
– Eso sí que no lo consiento – manifestó doña Gregoria. – No ha de ser así. Santiago: oye lo que dice este porro.
– Usted lo meditará mejor – dijo el leguleyo levantándose. – En cuanto a mí, espero ganar algo en estos jaleos, porque, amigo mío, ¿cómo se da de comer a diez hijos, mujer y dos suegras? Dentro de unos días volveré a traer a usted el nombramiento, y un poco más tarde la ejecutoria. Y en cuanto al dinero, con ponerme dos letritas…
– Bueno – respondí, considerando que me convenía disimular por de pronto mis intenciones. – Yo haré lo que me parezca, y nos veremos Sr. D. Severo.
– Adiós, mi querido e inolvidable amigo – dijo deshaciéndose en cumplidos. – Que esto sirva para estrechar más los lazos de la dulce amistad que desde ha tiempo nos profesamos.
– Sí, desde el Escorial.
– Justamente. Desde entonces le eché el ojo al Sr. de Araceli, y comprendiendo sus excelentes prendas, lo diputé por grande amigo mío. Venga un abrazo.
Se lo di, y fuese tan satisfecho. Entretanto habían acudido a casa del Gran Capitán los vecinos, traídos todos por el olor de mi estupendo destino y del encumbramiento novelesco, que ninguno quiso creer, si doña Gregoria no lo jurara en nombre de todos los Conejos de navalagamellescos.
– ¿Que no lo creen ustedes? – decía el Gran Capitán a las niñas de doña Melchora. – Como que me lo han hecho virrey del Perú.
– ¡Virrey del Perú!!!
– Sí… y no quedó cosa que no sacó aquí ese Sr. de Lobo, Zorro o Leopardo – añadió doña Gregoria. – Y ahora parece que está tan clara como la luz del sol la nobleza de este niño. ¡Si vieran Vds. la sarta de duques, condes y marqueses, que han aparecido entre sus abuelos! ¡Jesús, y quién lo había de decir!… Y le dan todo el dinero que quiera pedir por esa boca… Como que pretenden que se vaya pronto para las Américas a arreglar a aquella gente que anda toda revuelta… ¿No te lo decía yo, picaronazo? Alguna cosa gorda te tenía reservada Dios por ese tu buen natural… y que eres tú tonto en gracia de Dios… Nada, nada, toda esa parentela que te ha salido hirviendo como garbanzos en puchero te está muy bien merecida.
– Pues convídenos al señor perulero a piñones – dijo doña Melchora.
– ¿De modo que ya no coges el fusil? – me dijo D. Roque.
– Y ahora hace falta – añadió Cuervatón. – Pronto tendremos aquí a ese infame córcego.
– Sí, porque lo de Espinosa de los Monteros ha sido un menudo descalabro.
– ¡Cómo descalabro! – exclamó furiosamente una voz que no necesito decir a quien pertenecía.
– Sí señor, un descalabro. Ya lo sabe todo el mundo. La retirada fue además desgraciadísima, y ha perecido mucha gente.
D. Santiago Fernández, que ya estaba de muy mal humor, se puso en punto de caramelo, y después de dudar un rato si contestaría a tales insolencias con un abrumador desprecio o con enérgicas negativas, decidiose por lo último, diciendo:
– En esta casa no se consiente gente perdida, porque juro y rejuro que los que hablan así de la batalla de Espinosa de los Monteros son espías de los franceses, y no digo más. Basta de disputas: cada uno meta su alma en su almario… y silencio, que aquí mando yo, y cuidadito con lo que se habla, que a mí no se me falta el respeto.
Conticuere omnes.
IX
Quiere el buen orden de esta narración, que ahora deje a un lado la gran figura del Gran Capitán, con cuyas eminentes dimensiones se llena toda la historia de aquellos tiempos; que también pase en silencio por ahora no sólo las hazañas que piensa hacer, sino sus admirables sentencias y el dictamen profundo que sobre los asuntos de la guerra daba, y pase a ocuparme de D. Diego de Rumblar. Es el caso que una noche encontrele camino de la calle de la Pasión; y al instante me cosí a su capa, resuelto a seguirle hasta la mañana, si preciso era.
– ¡Oh Gabriel! ¡Qué caro te vendes! Chico, toma tus dos reales. No me gustan deudas.
– ¿Ya ha salido Vd. de apuros? No será por lo que le haya dado el Sr. de Cuervatón.
– ¡Miserable usurero! No pienso pedirle más porque ahora tengo todo lo que me hace falta. ¿A que no saltes quien me lo da? Pues me lo da Santorcaz.
– Eso es raro, porque yo suponía al señor D. Luis más en el caso de recibir que de dar.
– Pues ahí verás tú. Ahora tiene mucho dinero, sin que sepa yo de dónde le viene. Parece un potentado el tal Santorcaz. ¡Cuánto me quiere y con cuánto talento me indica todo lo que debo hacer! Habías de verle cómo me ofrece dinero y más dinero, por supuesto dándole un recibito en toda regla. Ayer me prestó mil y quinientos reales que necesitaba para comprarle un collar de corales a la Zaina.
– ¿Y es posible que gaste Vd. su dinero en tales obsequios, cuando tiene una tan linda novia con quien se ha de casar?…
– Qué quieres, chico: una cosa es el noviazgo, y otra es tener uno una mujer… pues. La Zaina me vuelve loco.
– ¿Pero no se casa Vd.?
– ¿Pues no me he de casar? Por de contado. Me parece que alguien de la familia se opone; pero no me apuro mientras tenga de mi parte a la marquesa. El casamiento es indispensable, porque es cosa de conveniencia. Mi madre me dice en todas sus cartas que si no me caso pronto, me abrirá en canal. La boda sobre todo; pero lo cortés no quita a lo valiente. ¿Has conocido mujer más salada, más seductora que la Zaina?
– Pues yo he oído, y esto lo digo para que Vd. se ande con tiento, que el Sr. de Mañara es el cortejo de la Zaina.
– Así se dice… pero a mí con esas… Puede que en un tiempo mi amigo D. Juan tuviera ese capricho; pero ya no hay tal cosa.
– Y que D. Juan salía al amanecer de casa de la Zaina, cierto es, porque yo lo he visto.
– Nada de eso hace al caso – repuso D. Diego con petulancia. – Lo que es hoy, Ignacia se está muriendo por el que está dentro de esta capa. Ya verás esta noche cómo no me quita los ojos de encima. Además, yo sé que Mañara bebe los vientos por otra mujer.
– ¿Por otra?
– Mejor dicho, por dos. Mañara ha vuelto a enredarse con la señora aquella que fue causa de un escándalo el año pasado, según oí contar, y además anda en tratos con la María Sánchez, hermana de la Pelumbres. Y que con la Zaina no tiene nada, lo prueba que anoche se pusieron de vuelta y media en casa de esta. ¡Bonito pañuelo de encajes, y bonita mantilla blanca lució en los novillos de anteayer la Pelumbres! Todo es regalo de Mañara, y anoche estuvieron juntos en la cazuela del Príncipe, y fueron después a cenar en casa de la González. De modo que nadie me disputa a mi Zainita de mi alma.
En esto llegamos a casa de la semidiosa de las coles, lechugas y tomates, y vímosla trasegando de un pequeño tonel a media docena de botellas una buena porción de aguardiente, al cual, como católica cristiana, administraba el primer sacramento con el Jordán de un botijo de agua que allí cerca tenía. Lejos de ella, y a otro extremo de la salita, se calentaban junto a un braserillo el tío Mano de Mortero, padre de la Zaina, Pujitos y el simpático cortador de carne, a quien llamaban Majoma, los tres muy enredados en una calurosa conversación sobre los negocios públicos. Sin hacer caso de aquel grupo, que a su vez no lo hacía de los visitantes, D. Diego y yo nos fuimos derechamente a la Zaina, y aquí me corresponde hacer de ella la más exacta pintura que esté a mis cortos alcances.
Era Ignacia Rejoncillos la más hermosa escultura de carne humana que he visto; y digo esto no porque yo la viese jamás en aquel traje que suelen usar la Venus de Médicis, la de Milo ni otras marmóreas damas por el mismo estilo, sino porque claramente se le traslucían, a favor de los vestidos de entonces, la corrección, elegancia y proporcional forma de las distintas partes de su cuerpo; que el traje, lejos de afear estas femeninas esculturas, antes bien las hermosea, y más admirables son supuestas que vistas.
Guapísima de rostro, tenía un blanco nacarado, sin que jamás se hubiese puesto otro afeite que el del agua clara, y unos ojos chispos, pardos, adormecidillos, tan pronto lánguidos como enardecidos, de esos medio santurrones y medio borrachos, que suelen encontrarse viajando por tierra de España, detrás del cajón de una plazuela, al través de las rejas de un convento, y para decirlo todo de una vez, lo mismo en cualquier paraje público que privado. Aunque algo chatilla, sus dientes de marfil, su linda boca, que era puerta de las insolencias, su garganta y cuello alabastrino bastaban a oscurecer aquel defecto. Las manos no eran finas, como es de suponer; pero sí los pies, dignos de reales escarpines, y tenía además otro encanto particularísimo, cual era el de una voz suave, pastosa y blanda, cuyo son no es definible, y a quien daba mayor gracia lo incorrecto de la pronunciación y los solecismos que embutía en el discurso.
– Querida Zaina – le dijo amorosamente don Diego, – anoche soñé contigo.
– Y yo con las monas del Retiro – contestó ella.
– Soñé que me querías mucho, y cuando desperté estuve llorando media hora al ver que todo era sueño.
– ¿Y cuánto me quiere su merced? Lo que hace yo, estoy toda muerta y tengo el corazón hecho un ginovesado de tanto quererle.
– ¡Si dijeras verdad, ingrata Proserpina, orgullosa Juno, artificiosa Circe! Tu corazón es de duro diamante o risco, y en vano mi amor quiere traspasarle con los acerados dardos de su carcaj.
– ¿Qué motes son esos que me ha puesto, señor conde? – exclamó la Zaina riendo a carcajada tendida. – ¡Puerco-espina yo! ¿Y qué es eso de los carcajales y de los diamantes duros?
– Esto lo he oído en una poesía que leyeron esta noche en la Rosa-Cruz, y a ti te viene de molde. Dime: ¿por qué no me contestaste a la tiernísima carta que te escribí el otro día?
– ¿Yo contestar, hombre de Dios? Así cuervos se lo coman. ¿Cómo he de contestar si no sé escrebir? Allí leyeron el papé los amigos, y tuvieron dos horas de fiesta y risa con aquello del llagado corazón de su merced, y que yo era una paloma torcaz y una ruiseñora, y que me tiene un amor edial y pantásmico.
– ¡Ideal y fantástico! decía la carta, lo cual significa que te quiero con amor puro y platónico, sin mezcla de ningún liviano apetito.
– ¡Ande y que le den garrote! No me hable usía en lengua gringa que no entiendo.
– ¿Y qué te han parecido los corales?
– ¿Los colares? Mazníficos, como ahora se dice. Sólo que ya podía usía haberlos acompañado de la friolera de un par de zarcillos y de una peineta de carey de las que hoy se usan. Y no se olvide mi condito del alma que me ha prometido un coche pa dir el lunes a los novillos, ni de aquellas doce varas de cotonía para hacerme lo que llaman ahora un savillé. Si no, manque se güelva irmitaño y alacoreta, como dice en su cartapacio, no le he de querer.
– Todo eso tendrás y aún mucho más – dijo D. Diego tomándole un brazo.
– En el ínterin, manos quietas, Sr. D. Diego, que quien es platono y pantásmico, como usía dice, no ha de gustar de pelliscar carne fofa como la mía. Pero venga acá y contésteme. ¿Se afirma en lo que anoche me contó del señor de Mañara?
– Punto por punto, Zainilla de mis entrañas.
– No es que me importe nada de lo que hace ese calaverilla – añadió la verdulera, – sino que una amiga mía quiere saberlo.
– Pues dile a tu amiga que el Sr. de Mañara no la quiere ya, porque está enamorado de una cierta duquesa y de la Pelumbres, entrambas a dos.
– ¡Duquesitas a mí! – exclamó Ignacia haciendo un gesto aterrador con su derecha mano. – Si es la señora que usía nombró anoche… ya, ya la conozco bien. Hace dos años solía ir en ca la Primorosa con otra amiguita suya, condesa o no sé qué, alta y morena, y con la Pepilla González, comicastra del treato del Príncipe. ¡Pues no armaban mal jaleo entre las tres!… ¿Y también está con la Pelumbres?
– No: con su hermana Mariquilla; me equivoqué. Eso todo el barrio lo sabe. ¡Pues no está poco satisfecha Mariquilla! Pero deja eso que nada te importa, Zaina. ¿Me quieres mucho?
– ¡Pues no le he de querer, niño – respondió la Zaina sin mirar a D. Diego, – si tengo el corazón que no parece sino que en él me enclavan alfileres!… ¿Vendrá D. Juan esta noche?
– ¿A ti qué te va ni te viene, capullito de rosa?
Diciendo esto, D. Diego volvió a extender los alevosos dedos para pellizcarla el brazo; pero en esto alzó la voz el tío Mano de Mortero, diciendo:
– ¿Ya estamos de secreticos? A bien que el Sr. D. Diego es un caballero muy apersonado y principal, y viene acá con buenos fines. Nacia, no seas ortiguilla ni te pongas tan picona con mi señor conde; que si su grandeza te quiere dar un pellizco es por ver lo que vas engordando, y no con intención de ser pesado. Sí, que yo iba a consentir otra cosa en esta casa de la mesma honradez. Pero, ¿dónde están, señor conde, las espuelas de plata que me prometió?
– Mañana, si Dios quiere, las acabará el platero, – dijo D. Diego acercándose al grupo.
– ¿No sabe usía las noticias que corren?
– Que se ha perdido una batalla en Espinosa de los Monteros.
– Y parece que también anda mal el ejército de Castaños, y que ya Napoleón va sobre Burgos.
– Todo eso es misa rezada – dijo Pujitos, – porque ya tenemos en Portugal obra de veinte mil inglesones, que manda uno a quien llaman el tío Mor.
– Buen tiempo viene ahora para el comercio, tío Mano – dijo Majoma. – Con esto de la guerra, los franceses por el lado de acá y los ingleses por el lado de allá, la fardería corre que es un primor.
– Dices bien, niñito. La raya de Portugal está hoy que es un bocado de ángeles, y los comerciantes de Madrid me traen ahora en palmitas. Además de que no falta género inglés muy barato puesto en Portugal, por la frontera y por las sierras de Gata y Peña de Francia no se ve un pícaro guarda, porque todos se han juntado a los ejércitos, de modo que viva mi señora la guerra mil años, y abajo Napoleón.
– Como venga a Madrid el infame córcego – dijo Pujitos, – se va a quedar asombrado al ver los batallones que hemos formado acá en un ráscate ahí. ¿Han dido Vds. al enjercicio de hoy? ¡Válgame mi Dios y qué tropa! Aquello metía miedo, y si en vez de palos llegamos a tener fusiles, nosotros mesmos nos hubiéramos asustado de nosotros mesmos, echando a correr por todo el campo de Guardias palante.
– Pues yo no me he querido enganchar – dijo Majoma, – porque una peseta es poco, y si el tío Mano de Mortero me lleva a la raya, mejor estoy allí que en Flandes, y dejémonos de coger las armas, que por haberlas tomado una vez contra un alguacil, me han tenido diez años mirando a la Puntilla y a los Farallones, con una cuenta de rosario en los pies, que si no es por la jura de mi D. Fernando VII, allá me comen los cínifes otros diez.
– Eso no debe apesadumbrarte, Majomilla – dijo Mano de Mortero; – que es de personas cabales el pasear la vista por los Farallones, y testigo soy yo, que aunque no fui allá por el aquel de ninguna sangría mal dada, como tú, echáronme dos años por mor de un paseo a caballo en compañía de cuarenta quintales de hilo de patente, con su London y todo, que metí allá por los Alcañices. Pero hijo, acá estamos todos y Dios y la Virgen nos acompañen para no tener que llevar en los tobillos aquellas telarañas de a dos arrobas, que es el peor corte de polainas que he calzado en mi vida.
Tocaron en esto a la puerta, y vimos entrar al Sr. de Mañara y a Santorcaz, el primero vestido elegantísimamente de majo, con capa de grana y sombrero apuntado.
– Gracias a Dios que parece su eminencia por acá – dijo el padre de la Zaina acercándole una silla a Mañara.
– Ya sabrán Vds. que le tenemos de regidor de Madrid – gritó Santorcaz.
– ¡Regidor el Sr. de Mañara!
– ¡Que viva mil años! – exclamaron todos.
– Así es. La sala de alcaldes me ha nombrado – respondió D. Juan, – y es probable que acepte.
– ¿Y no se suspenderán los novillos del lunes? – preguntó con mucho interés Majoma.
– Como yo mande, habrá novillos, aunque tengamos a las puertas de la plaza a todos los emperadores del mundo.
– ¡Viva el regidor!
– Y dígame usía, angelito de mi alma – preguntó el tío Mano de Mortero con visible enternecimiento, – esos probrecitos que hace dos meses están en la cárcel de Villa porque jugaron a la pelota con seis pellejos de vino por sobre las tapias de Gilimón; esos probrecitos corderos, que son más buenos que el buen pan y más caballeros que el Cid, ¿no merecerán de su generosidad que les quite del mal recaudo en que se hallan? ¡Ay, mis queridos niños! ¡y cómo se me aguan los ojos y se me arruga el corazón al verlos entre rejas! ¿Cómo no, excelentísimo señor, si les he criado a mis pechos y enstruido con mis liciones y enderezado con mis palos? No parece sino que su carne es mi carne, y mal haya el que los vio tan listos de piernas como de ojos por Peña de Francia y ahora les ve con los brazos cruzados, entre alguaciles, carceleros y toda esa canalla que debería estar frita en aceite para que todo el mundo anduviera en regla.