Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín», sayfa 8
XII
Y el emperadorcito salió de Burgos el 22; detúvose en Aranda el 24; el 29 estaba en Boceguillas, y por fin el 30 llegó a Somosierra.
En Madrid la alarma crecía en tales términos, que ya en 23 de Noviembre se pensaba en una defensa formal, guarneciendo el circuito de la corte para hacer de ella con el valor de sus habitantes una segunda Zaragoza. Era capitán general de Castilla la Nueva el marqués de Castelar, y gobernador de la plaza don Fernando de la Vera y Pantoja; pero a este no se le conceptuaba muy entendido en materias facultativas, y como se tratara de obras de defensa, fue nombrado para el caso el célebre don Tomás de Morla, sucesor de Solano en Cádiz cinco meses antes; hombre feísimo de rostro, de carácter aparentemente enérgico aunque en realidad muy débil. Gozaba en el conocimiento de la artillería de gran reputación, que aún conserva, pues sus estudios sirven hoy para la enseñanza de la juventud que a la guerra científica se consagra.
Morla dirigió las obras de defensa, que consistían en grandes fosos abiertos fuera de las puertas de Fuencarral, Santa Bárbara, Los Pozos, Atocha y Recoletos; en aspillerar toda la muralla de la parte Norte; en desempedrar las calles de Alcalá, Carrera de San Jerónimo y calle de Atocha para levantar barricadas; y por último, en fortificar el Retiro con trincheras y una mediana artillería, la única que teníamos, pues todo se reducía a unas cuantas piezas de a 6 y poquísimas de a 8. Esto se hizo precipitadamente a última hora; mas con tanto entusiasmo y determinación, que la diligencia parecía suplir con creces a la previsión.
En las obras trabajaba todo el mundo sin reparos de clase. Las señoras, no contentas con afiliarse en la congregación del lavado y cosido, dirigieron a las autoridades una exposición en que se ofrecían a ayudar ya llevando espuertas de tierra, ya ocupándose en lo que se les mandase. No es esto invento mío, y la exposición existe impresa donde el incrédulo podrá verla si aún duda de la grandeza de ánimo de las señoras de aquel tiempo. Y al decir señoras, se comprende que no me refiero a aquellas de quienes en otro lugar de este relato tengo hecha mención, pues las del Rastro y Maravillas tenían especial gusto en pasearse por todo Madrid arrastrando un cañón entre seguidillas y chanzonetas: me refiero a las más altas hembras, a quienes vi empleadas en menesteres indignos de sus delicadas manos.
De los hombres no hay que hablar, porque todos trabajábamos a porfía día y noche sacando tierra de los fosos para construir los espaldones de la artillería. En poco tiempo quedó la calle de Alcalá tan limpia de guijarros como tierra de sembradura, y desde las Baronesas al Carmen Calzado levantamos un parapeto formidable.
El personal de la defensa era el siguiente:
1.º Quinientos soldados de línea que apenas bastaban para el servicio de las bocas de fuego. 2.º Las tropas colecticias formadas por el alistamiento voluntario de 7 de Agosto, y a las cuales pertenecía un servidor de Vds. (no pasábamos de tres mil hombres). 3.º Los conscriptos pertenecientes a Madrid en el llamamiento de doscientos cincuenta mil hombres que hizo la Junta, y cuyo sorteo se verificó en 23 de Noviembre. 4.º La milicia urbana llamada honrada que se formó por enganche voluntario el 24 del mismo mes.
Voy a deciros algo de esta conscripción y de estos señores honrados. Hízose aquella llamando a las armas a todos los ciudadanos desde 16 a 40 años, y declarando derogadas todas las excepciones que establecían las Reales Ordenanzas de 27 de Octubre de 1800 para el reemplazo del ejército. Se declararon útiles los viudos con hijos, los hijosdalgo de Madrid, los nobles que no tuvieran más excepción que su nobleza, los tonsurados sin beneficio que estuviesen asignados a servicio eclesiástico, para cuya determinación se cubrió con un velo el concilio de Trento; los que disfrutaban capellanía sin estar ordenados in sacris (muchos de estos eran los llamados abates); los novicios de órdenes religiosas; los doctores y licenciados, que no fueran catedráticos con propiedad; los retirados del servicio y los quintos que hubieran servido su tiempo; los hijos únicos de labradores; en una palabra, no se exceptuaba a rey ni a Roque.
Los honrados eran una milicia sedentaria creada con objeto de guarnecer las ciudades, para precaver los desórdenes, reprimir los facinerosos, bandidos, desertores y díscolos, que perturbando la pública tranquilidad intenten saciar su ambición o su codicia.
De modo que en Madrid tuvimos en 23 de Noviembre sorteo para el reemplazo del ejército, y algunos días después alistamiento de milicianos honrados. Aquella y esta operación se verificaban de diez a tres en los claustros de la Trinidad Calzada, de los Mostenses, de San Francisco, y en los de otros conventos situados en el punto más céntrico de cada cuartel, ante un alcalde de Casa y Corte o un señor regidor de Madrid, un oficial militar, un alcalde de barrio y un escribano. Bastaron, pues, pocos días para que las filas de la guarnición de Madrid se llenaran con muchos miles de hombres. A la poca tropa de línea y al regular número de voluntarios ya disciplinados, uniose la muchedumbre de quintos y la caterva de urbanos, gente toda muy entusiasta; pero casi en general carecían de fusiles y estaban tan ignorantes de lo que habían de hacer como la madre que les echó al mundo.
Sucedió también que los voluntarios antiguos, aquellos que desde Agosto habían paseado presuntuosamente sus fachas uniformadas por Madrid, miraron con mal ojo a los honrados, los cuales, llamándose así, parecían querer resumir en su instituto toda la honradez española, y hablaban pestes de los antiguos. Los honrados que no tenían armas, decían que estas debían quitarse a los antiguos que las tenían: juraban estos entregarlas antes a Napoleón que a los honrados, y en tanto los quintos recién sorteados, aquellos infelices viudos, nobles, sacristanes, novicios, beneficiados sin beneficio y demás gente antes exceptuada, miraban al cielo, esperando que se les pusiese en la mano alguna cosa con que matar. En resumen: mucha, muchísima gente de última hora; pocas y malas armas; ningún concierto, falta de quien supiese mandar aunque fuese un hato de pavos; mucho mover de lenguas y de piernas; un continuo ir y venir, con la añadidura inseparable de gritos, amenazas y recelos mutuos, y la contera de los gallardetes, escarapelas, banderolas, signos, letreros y emblemas, que tanto emboban al pueblo de Madrid.
El aspecto de uno de aquellos claustros en que se verificaba el alistamiento, era digno de ser eternizado por los más diestros pinceles. Dichoso yo si con la pluma pudiera dar efímera existencia a uno de ellos ¿A cuál? Todos eran igualmente pintorescos, y si alguno contenía mayor número de curiosidades, era el claustro de la Trinidad Calzada, en la calle de Atocha.
XIII
En mitad de la ancha crujía estaba la mesa donde el regidor iba recibiendo los nombres, que asentaba un escribiente en barbudas cuartillas de papel. En su derredor resonaba tal chillería y alboroto, que no sé cómo el señor de Mañara (que era el regidor allí presente) podía aguantarlo; pero inútil era el imponer silencio, porque la multitud de mujeres aglomeradas a la puerta, no callarían aunque el Espíritu Santo se lo mandara. Un pobre alguacil había sido destinado a sostener la debida compostura, y nunca tal hubiera intentado el infeliz instrumento de la justicia, porque le cogieron y le magullaron, y roto y molido dio vueltas por el arroyo.
– ¿Pero qué buscan Vds. aquí? – exclamó Pujitos abriendo los brazos en actitud amenazadora. – Fuera mujeres, que no sirven sino de estorbo. Condenaas, ¿por qué no van a sacar tierra en los Pozos?
– Ya hemos sacado tierra, ¡y lástima que no fuera de tu sepultura!
– ¿Pues qué queréis, demonios?
– ¿Qué hamos de querer? ¡Fusiles, piojo! ¿Te los han dado a ti y a tu batallón pa quitar telarañas? Vengan acá pronto, que nosotras también nos alistamos.
– Afuera, afuera de aquí, canalla.
– Paz, paz – dijo desde el interior del claustro una gruesa y campanuda voz que al punto reconocí por la del venerable Salmón. – Haya paz, y no me levante ninguna el gallo.
Al punto el apretado grupo de mujeres se dividió en dos, dando paso a la procerosa figura del mercenario, que avanzó con majestuoso paso y risueño continente.
– Aquí está el padrito. ¡Que viva el padre Salmón! Ven, Pujitos del demonio, a echarnos afuera.
– Arrastrao – dijo una cogiendo a Pujitos por el cuello y mostrándole el puño. – ¿Tus muelas han salido a misa esta mañana? ¿Quieres que salgan a vísperas esta tarde? Pues boquea y verás.
– Déjenlo, dejen en paz a ese pobre hombre – dijo socarronamente Salmón, – y perdónenle su gran descortesía con tan dignas señoras; que yo prometo que se enmendará. Ya os he dicho varias veces que si no sois buenas, no contéis para nada con vuestro queridito padre Salmón. Vamos a ver, señoras mías; duquesas y princesas; ¿para qué os agolpáis aquí?
– También nosotras queremos alistarnos.
– Alistaros, ¡oh valientes amazonas! Pero niñas, ¿no veis que en vuestras manos mejor sienta el hilo de oro y las sartas de perlas, que el temido alfanje damasquino? Vaya, idos a rezar, que la mujer honrada la pierna quebrada y en casa.
– Todos esos son unos calzonazos. Nosotras hemos cargado ya muchas espuertas de tierra. Ahora llevamos dos cañones a Los Pozos, y queremos que nos los dejen disparar.
– Bueno, bueno, todo se hará. Cada una a su casa, y cuidado con lo que les tengo prevenido. Tú, Nicolasa, eres una tramposa, que en cada libra de carne pones dos onzas menos de peso. Tú, Bastiana, te condenarás por la usura de prestar a dos pesetas por duro a la gente del Rastro; y tú, Alifonsa, aguardentera de todos los diablos, ten entendido que tantas docenas de estos verás a la hora de tu muerte como cortejos has mantenido en vida, y no digo más por no escandalizar delante del público.
Con estas y otras filípicas iba Salmón despejando la puerta, en tales términos, que pronto quedó practicable; mas no por eso tornose adentro el popular fraile, sino que siguió adelante, diciendo a cada uno su palabrita y dando a besar la correa a viejos, mujeres, hombres y muchachos. Cuando me vio echome los brazos al cuello, saludándome con mucho afecto.
– ¿Vienes a alistarte? – me dijo.
En esto abalanzose hacia nosotros un hombre que besó las manos a Salmón con fervoroso cariño, y luego le habló así:
– ¡Ay mi padrito de mi alma! ¡Gracias a Dios que este probe tiene el refrigerio de encontrarle y verle y hablarle, que es para él de más gusto que si le dieran todos los reinos del mundo limpios de fronteras! ¿Recibió Su Paternidad las siete libras de rapé y el barrilito?
– Si, hijo mío, y gracias se os dan, pues sois el caballero más cumplidor de juramentos y palabras que conozco.
– Sí: que soy hombre para desairar a un Paternidad tan reverendo. Mande mi frailito por esa boca, que yo le traeré la Inglaterra toda, aunque gaste en pólvora y balas todo mi dinero.
– ¿Y la Zainilla?
– ¡Está malucha! La otra noche tuvimos junción en casa, y todo concluyó con un sainetillo de lo que llaman palos, que aquello parecía una gloria. La pobrecita niña de mis entrañas está desde esa noche que no come ni bebe, y manda al cielo unos suspiros que parten el corazón de bronce de su padre.
– Eres un zopenco, tío Mano – dijo Salmón. – Cuando estuve en tu casa el día de Difuntos… ¿recuerdas que me diste aquellos puches; que con el aditamento de un cierto aguardiente de Chinchón, estaban propios para que metiera en ellos las barbas el mismo emperador del Sacro Romano Imperio?
– Me acuerdo, sí.
– Pues aquella noche te dije: «Morterillo, ándate con cuidado, que tu Zaina y el Sr. de Mañara están de mucho paliqueo, y míralos en aquel rincón con la cabeza inclinada el uno sobre el otro como dos higos maduros». ¡Y cómo se le caía la baba a tu hija!
– Verdad es, señor; y ya sé que de ahí viene todo.
– Entonces te dije: «Morterillo, mucho ojo, que el Mañara quiere enmarañar a tu hija, y vas a perder este bocadito de ángeles que tú destinabas a un Veinticuatro». ¿Acerté?
– ¿Pues ello?… Yo no quería reñir con Mañara – dijo Mortero rascándose una oreja. – Verdad que él iba allá todas las noches… pero mi pobrecita niña es más inocente que una paloma.
– Apuesto a que el demonio ha metido el rabo en tu casa, Morterillo. Dices que tu hija ni come ni bebe, y da unos suspiros… ¿suspiritos?
– Sí; y en tres días no le he podido sacar palabra de la boca, y a veces heme puesto a acecharla tras la puerta de su cuarto, y cata a mi niñita diciendo unas palabrotas… pues… así como los cómicos en los treatos… Y a ratos la veía enjugándose las lágrimas, y a ratos echando centellas por los ojos… «Dime qué tienes, serafín de tu padre», le he preguntado algunas veces; pero no me contesta más que un poste. Anoche nos pusimos a rezar el rosario (porque yo no falto jamás amén a esta devota costumbre ni en casa, ni en campo raso), y ella empezó con mucha devoción, diciendo los santamarías con un dejo y un canticio meloso que llegaba al alma; pero de repente, padrito, empieza a dar manotadas como una loca, rompe en mil pedazos el rosario, levántase, y con las manos en la cabeza, dando paseos por el cuarto, dice así: «Virgen de la Paloma, no puedo, no puedo». Luego púsose el mantón y corrió a la calle, adonde la seguí… ¿Creerá Su Reverencia que fue hasta la casa donde vive ese condenado regidor, parose en la puerta, y arrimando la cabeza contra una reja, dio a llorar como un chiquillo? Tuve que traerla en brazos a mi casa, y al día siguiente no pudo ir al cajón porque cayó mala.
– Ya lo veo clarito. Es que Mañara le tiene sorbidos los sesos, y no es la primera, Mortero, no es la primera; pero yo iré por allí, echarele un sermón a la niña, y veremos si te la curo… Pero calle… ¿No es aquella que asoma por allí? Sí, es ella misma. Zaina, Zainilla, ven acá.
– Sí, es mi flor temprana, es el lucero de su padre. Llégate aquí, arrastradilla – dijo el tío Mano llamando a su hija. – ¿De dónde vienes?
– De llevar tierra – contestó la Zaina, en cuyo semblante fresco y animado no se veían señales de aquel hondo pesar que acababa de referir el respetable progenitor. – Ya hemos puesto tres cañones en la puerta de Atocha, y están clavadas las estacas y armado tal ramaje de palitroques, que parece un nacimiento.
– ¿Y para qué andas tú en esas faenas, solito de justicia? Padre, échele Su Reverencia un buen sermón, o dos, si es menester, para que se quede en casa.
– Tú no tienes buena cara, Zaina – le dijo Salmón. – Tú estás triste, te lo conozco.
– ¡Qué buen barruntador tenemos! ¿Y por qué estoy triste?
– Dime, ¿has visto por ahí al Sr. D. Juan de Mañara?
La Zaina se puso pálida y cesó de reír.
– Ya está cogida – exclamó Salmón batiendo palmas. – Esa cara no miente. Mira, Ignacia, en la huerta de mi convento hay un pajarito que todas las mañanas viene a mi celda a contarme las picardías de las muchachas que conozco. ¿Sabes lo que me dijo de ti? Pues me dijo…
– Está más encarnada que un tomate – añadió Mano; – déjela Su Paternidad por ahora.
– ¿Qué dejar? ¡Bueno soy yo!… Conque, niña, ¿ha habido gatuperio? Mucho cuidado con los galanes que van a casa, mucho ojo, que si me enfado… Fuera pecados mortales, fuera cosas malas, que entonces no hay lo de padrito por acá, padrito por allá, sino que saco unas disciplinas y a zurriagazos enderezo yo a mis niñas. Conque ven acá, loquilla, ¿ese señor de Mañara te ha trastornado el juicio?
– ¿A mí? – chilló la Zaina con súbita expresión de despecho que la puso más arrogante y más hermosa de lo que realmente era. – ¿A mí ese pelón? Sé que se lustrea diciéndolo por ahí; pero que se aspere un poquito, que astavía tengo mucho orgullo y no me echo a perros.
– Vamos, no lo niegues.
– ¿Yo? Voyme al zumo, que no a las cáscaras, y sobre que no me gustan los usías estirados, ni los madamos que huelen a bergamota, cuanti más los malinos traidores, gabachones…
– ¡El Sr. de Mañara traidor! – exclamó con asombro el mercenario – ¿Cómo hablas así de un caballero tan principal y tan buen patricio, de ese bendito regidor, que ahora está allí dentro alistando soldados?
– Traidor, más traidor que Judas – afirmó la Zaina. – ¿Y Su Reverencia se hace de nuevas? Pues todo el mundo lo dice, y no queda en Madrid quien no lo sabe.
– De otros lo he oído yo, pero no de Mañara – indicó Mortero.
– Está vendido a los franceses, y todo ese papel que hace, es por disimular sus maldades – dijo la Zaina. – Pero se la tienen sentenciada a ese pícaro, arrastrao, endino, criado del tío Copas. ¡Viva Fernando VII!
– Yo creí que estabas embobada – dijo Salmón – y ahora veo que estás loca.
– ¡Ay mi niñita! – dijo el tío Mano; – no hables tales cosas, que pueden llegar a las orejas del Sr. de Mañara, y ya sabes que ando en empeños con él para que ponga en libertad a aquellos dos angelitos seráficos que están en la cárcel de Villa, Agustinillo y el Manco, los cuales por diez pellejos de mal vino de Esquivias, están pasando el purgatorio en vida, aunque pienso que en la otra Dios les ha de descontar estas penas.
– ¡Me han de oír los sordos! – exclamó la Zaina, – que aquí no queremos traidores. ¡Acabar con ellos, y Napoleón es muerto!
– Cuidado, muchacha – dijo Salmón, – que palabra y piedra suelta no tienen vuelta, y palabra en boca es lo mismo que piedra en honda.
– Sea lo que Dios quiera. A mí quien me la hace me la paga.
– ¿Ves cómo todo es el rencorcillo que te ha quedado?
Iba a contestar Ignacia, cuando apareció D. Diego, y luego que aquella le vio, hízole entrar en el corro, diciéndole:
– Aquí estoy, aquí está su princesa, señor conde; no me busque con esos ojazos de pájaro bobo.
– ¿También el señor conde te corteja, harpihuela? – preguntó el fraile haciendo una reverencia a D. Diego.
– ¡Y que le quiero más que a las niñas de mis ojos! – dijo la maja. – Los zarcillos son chicos, y otra vez tenga más miramiento; que a las señoras no se las obsequia con colgajitos de a cuatro duros; y un novio tuve yo, que en barras de plata y oro me llevó a casa los tesoros del Rey.
D. Diego turbado por la presencia del mercenario, no acertaba a decir palabra. En cambio el padrito se encaró con él, y campanudamente endilgole la siguiente homilía:
– Ya sé que anda el señor conde en malos pasos, y mis señoras la condesa y marquesa lo saben también. ¿Conque es cortejo de la Zaina? ¡Optime, superlative!, Sr. D. Diego. Y no lo digo porque esta sea ningún guiñapo, sino porque cada oveja con su pareja. ¡Qué dirá la señora doña María Castro de Oro, condesa de Rumblar, a quien no conozco sino para servirla; qué dirá cuando sepa los traeres de su hijo! Y pensar que a un jovenzuelo casquivano se le ha de dar por esposa aquella flor sin tacha, aquel lucero matutino, que cual oro en paño guardan donde usía sabe, es pensar en las nubes de antaño. Pues no faltaba más… ¡Un Afán de Ribera, metido en tales tapujos! ¿No le da a Vd. vergüenza? Y no lo digo porque recuente la casa de este Sr. D. Mano de Mortero, que es persona honradísima, sino porque mi niño va también a casa de la Zancuda, donde se juega de lo lindo, y jóvenes muy acomodados conozco que han dejado allí los hígados.
– Verdad es – dijo Mortero. – Lo que es en mi casa, nadie se deja nada, como no sea el malhumor, porque a conversaciones honestas, y a lenguas castas, y a manos quietas nadie nos gana; que a veces la casa parece un monasterio de tanto afinamiento y quinta sustancia de la conmenencia.
– Pero el Sr. D. Diego no sólo frecuenta esas deshonestísimas regiones – añadió Salmón, – sino que también va a las logias de los masones, infernalis espelunca, donde se pasa la noche entre herejías y diabluras. ¡Veo que es aprovechado el rapazuelo! ¡Y quería la señora marquesa que yo le trajese al buen caminito con sermones y consejos! No está la Magdalena para tafetanes, Sr. D. Diego, y yo primero arrojo el hábito que llevo, que decir a usía por ahí te pudras, y lléveselo el diablo con sus bobadas y truhanerías.
Más que una mona corrido, quedose D. Diego con esta filípica, y de buena gana habría contestado a Salmón, vomitando todas las abominaciones que acerca de los frailes había aprendido ya, si no le detuviera la vergüenza y las muchas miradas de enojo que de distintas partes le observaban. Así es que sólo protestando a medias palabras contra el frailazo pancista, se escurrió bonitamente entre el gentío, llevando consigo a la Zaina y a Mortero, que no quiso dejarle escapar sin previa entrega de las ofrecidas espuelas de plata.
Quedámonos allí Salmón y yo, y como mi amigo oyera lo de frailazo poncista, palabras que ya en aquellos días empezaban a menudear en bocas populares, se enfureció y quiso seguir tras el jovenzuelo para reprenderle su osadía; mas el agolpamiento de la gente, junto con las muestras de simpatías que recibió, se lo impidieron.
– Temple Su Paternidad la ira – le dije, – y vayase en buen hora D. Diego.
– Tienes razón – repuso, – que aquila non capit muscas. Su castigo tendrá en ver que se queda sin novia.
– Pues él está tan firme en casarse – dije, – que lo da por hecho, y añade que llevará adelante lo del matrimonio, contra viento y marea.
– ¡Oh, qué ilusión! ¡Pues están contentas de él mis señoras la condesa y marquesa! Y por lo que hace a la novia… Acompáñame a la Merced y te contaré. ¿Hablaste largo con la señora condesa? ¿Le dijiste todo lo que sabes de este botarate?
– Un poquito, sí señor. ¿De modo que no se casará?
– Lo dudo, porque si las personas mayores de la casa no lo pueden ver, lo que es la joven… Anda esta trastornadilla después que se le han descubierto todos los escondrijos de su almita. Por fin lo dijo todo. Ya te conté que ni yo con mi gran autoridad y mis chistes y juegos, ni la marquesa con su mal genio, ni el marqués apedreándola a regalos y obsequios, pudimos hacerle confesar la causa de sus melancolías; pero al fin, apretada por su prima la señora condesa que la ama mucho, un día entre lágrimas y suspiros le confesó todo.
– Y no resultaría nada…
– Nada más sino que todo aquel mal gesto y aquellas tristezas le venían de amar a un muchachuelo, a un perdidillo, a un cascaciruelas de esas calles, a quien conoció y tuvo por novio en toda regla, allá cuando vivía lejos de sus padres. ¡Cosa de niños! Lejos de parecerme mala, me parece un buen signo de virtud la firmeza de sus sentimientos lo mismo en la adversa que en la próspera fortuna. Con todo, la marquesa y su hermano rabian, como es natural, viendo que no pueden desencantar a la niña, pues lo que tiene, más parece encanto que otra cosa. Y todo se les vuelve decir: «Padre Salmón, ¿qué haremos? Padre Salmón, ¿qué no haremos?». Yo me voy al cuarto de la madamita, y después de decirle cuatro gracias, y de imitar el graznido de los cuervos, y el relincho de un caballo, y el rum rum de las viejas rezando en la iglesia, con lo cual ella se ríe mucho, le digo: «Pero hijita de mi corazón, ¿por qué no desecha vueseñoría todo pensamiento que no sea el de su actual grandeza? ¿Qué cosa puede apetecer ahora? ¿Le falta algo? ¿No tiene todas las comodidades, todos los miramientos, todos los mimos que una doncella puede apetecer?». A lo que me contesta que ella no desea nada, y después se calla. Entonces le tomo las manos, se las acaricio y le digo: «El pajarito de mi convento me ha contado que amasteis a un jovenzuelo. ¿Por qué no arrojáis esta idea de la cabeza? ¿No comprende usía que en una tan principal casa no pueden entrar por las puertas del matrimonio personas de baja condición? Seguramente que ese zascandil que fue vuestro novio no se acuerda para nada de mi querida niña». Y ella al punto se sonríe, muda de conversación y empieza a hablar de otro asunto con tan buen tino y tanto talento, que a mí y al padre Castillo nos deja atónitos.
– Pues veo que cuando dos tan buenos predicadores no la pueden quitar con sus sermones el desencanto, encantada estará toda la vida.
– No, hijo; que se han intentado varios medios para quitarle eso de la cabeza. La condesa díjole que el zascandil ese había muerto según sus averiguaciones, y la marquesa y su hermano, tomando otro camino, han concertado hacerla creer que el tal desconocido jovenzuelo es un pícaro ladroncillo de las calles, un tramposo, estafador, a quien persigue la justicia por sus robos, chuladas y granujerías.
– ¡Vive Dios! – exclamé sin poderme contener, – que eso es mentira, y le romperé el alma al que me diga que es cierto.
– ¡Cómo, muchacho! – dijo muy absorto el fraile. – ¿Pero a ti qué te va ni qué te viene en esa cuestión para tomarla tan a pechos?
– Y a todas esas, ella, ¿qué decía?
– Nada. Hasta hoy la verdad es que el ingenioso artificio no ha hecho gran efecto, y mientras la doncella sin par aparenta no darse por entendida, la señora marquesa se incomoda más cada día, y a todas horas exclama: «Esto no puede seguir así». Riñe con su sobrina, esta suele llorar, aunque en ella todo revela más paciencia que dolor, y aquí de la condesa, que se pone como un basilisco en cuanto mortifican a su prima. Tía y sobrina se dicen cuatro cosas: yo las apaciguo, y hasta el otro día, que sucede lo mismo.
En esto llegamos a la puerta de la Merced, y Salmón deteniéndose, me dijo:
– ¿Quieres subir? Te daré chocolate crudo y una copita.
– Gracias, padre; estoy rabiando, y no tengo ganas de chocolate ni de copitas.
Y sin más palabras, despedime de aquella lumbrera de la Iglesia para irme a mi casa.