Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Un voluntario realista», sayfa 10
Una vez arriba prestó atención. La jauría pasaba. Oyó después disputar en la puerta del Travesat. La guardia sostenía que por allí no había salido nadie. Los infames cazadores retrocedían para reconocer la muralla, donde había lienzos destruidos por donde un hombre podía escabullirse y bajar aunque difícilmente al campo. No parecían sospechar de San Salomó, y recorrieron la calle de los Codos y después salieron al campo, y volvieron a entrar, y tornaron a salir metiendo tanta bulla que no parecía sino que en Solsona andaba suelto el demonio.
XIX
La idea de su triunfo regocijó de tal modo a Servet, mejor dicho, le enloqueció tanto que estuvo a punto de gritar: «¡Galgos del infierno, no me cogeréis aquí!».
No pudo reprimir la risa que le inspiraba el inútil furor y la confusión de sus perseguidores. Se reía con toda su alma inundada de una complacencia delirante. Creía sentir bajo su cuerpo la trepidación del convento y del pueblo todo lo que era como la prolongación de su carcajada.
Siguió observando y vio que sus perseguidores se detenían al pie del muro, y uno de ellos señalaba a lo alto. Uno había sospechado, y la idea no había parecido a sus compañeros absurda. Les oyó discutir: después miraron todos hacia arriba, como si un secreto instinto u olfato de sabueso les indicase que allí estaba el rastro del hombre perdido. Servet tuvo cuidado de retirar la cuerda. Ellos seguían mirando: al fin retiráronse todos y quedaron algunos como de guardia.
– Esos salvajes – pensó Servet – serán capaces de registrar el convento.
Comprendiendo que allí era grande también el peligro si no tomaba resolución pronta, Servet exploró el lugar adonde su buena o su mala estrella le había llevado, y vio confusamente las negras alas del convento, el emparrado tendido como un puente de verdes pámpanos entre el muro y el edificio, y por último una luz en la reja más cercana. Entre tanto, un dolor agudísimo en el brazo recordole que había sido mordido poco antes y que su herida ensañada por el esfuerzo últimamente hecho y por el roce de los ladrillos iba a tomar carácter de gravedad. Su debilidad recordole también que no había comido nada en todo el día y que era urgente acudir a la restauración de fuerzas tan bien empleadas hasta allí y tan necesarias aún si Dios no se ponía de su parte.
Pronto comprendió nuestro fugitivo que no podía haber dado con su pobre cuerpo en sitio menos a propósito. ¡Un convento de monjas! ¡Buen genio tendrían las madres para recibir a deshora huéspedes llovidos! La extraordinaria santidad de aquel lugar hacíalo ¡cosa horrible! casi tan inhospitalario como el Infierno. Pero ni estas consideraciones, que habrían bastado para dar en tierra con el corazón más esforzado, abatieron el de Servet que confiaba mucho en las soluciones providenciales e inesperadas, en los bruscos cambios de la suerte, o si se quiere decir más clara y cristianamente, en la misericordia de Dios.
Encomendose a él con todo su corazón y deslizose por el emparrado adelante, poniendo pies y manos donde parecía haber resistencia. Andaba como un gusano, y su situación, con ser tan deplorable, le hacía sonreír. Cerca de él brillaba la claridad de una luz que parecía arder en el recatado y honesto recinto de una celda. La reja estaba entreabierta. ¡Oh, Dios poderoso! En el interior una hermosa monja leía.
El caballero pensó lo siguiente:
– Necesito ahora de toda la audacia, de todo el descaro, de toda la sangre fría que puede tener un desesperado.
Entre los peligros, mejor dicho, la muerte segura que había fuera de aquellos muros y las desconocidas soluciones que podría ofrecerle aquella casa, no debía existir vacilación. La inspiración divina que le llevó desde la calle de los Codos a deslizarse como un reptil por entre los pámpanos, podría sugerirle dentro de San Salomó recursos salvadores. Era preciso tener mucho arrojo, firmeza grande en la acción y rapidez suma, lo mismo que cuando se va a dar una gran batalla.
Concibió su plan y con aquella prontitud aquilífera que es la cualidad primera del genio estratégico lo empezó a ponerlo en ejecución. Saltó a la galería, empujó primero suavemente la puerta de la celda y viendo que cedía la abrió con fuerza… entró.
Súbitamente cerró tras sí y dirigiéndose a la monja y poniéndole su puñal al pecho, le dijo:
– Si usted da un grito de alarma, si usted llama, si usted denuncia de algún modo a la comunidad mi entrada en el convento, me veré precisado a matarla, y la mataré con sentimiento; pero sin vacilar un instante. El peligro me obliga a ser despiadado.
Ya dijimos que Sor Teodora de Aransis había creído ver un bulto, un hombre, el dragón. Su sorpresa y terror fueron mayores al ver que no era Tilín el que entraba: era un desconocido.
El miedo, el estupor, la vista del arma terrible cuya punta tocaba su pecho, quitáronle todo movimiento y paralizaron el curso de su sangre y hasta de sus pensamientos, y detuvieron en su garganta la palabra. Sólo pudo exhalar un débil gemido, como la cordera próxima a morir, y balbució estas palabras: «Hombre, no me mates, no me mates».
Había cruzado sus hermosas manos blancas y con suplicantes ojos más que con palabras pedía misericordia al aventurero intruso.
– Señora – dijo este, amenazando siempre con su arma. – No soy un ladrón, no soy un asesino, soy un desgraciado caballero víctima de las discordias civiles y de una miserable venganza. He entrado aquí al azar huyendo de un inmenso peligro; no vengo a llevarme nada ni a faltar al respeto; sólo pido amparo por poco tiempo, un hueco, un escondite. Elija usted entre la muerte y otorgarme lo que le pido, comprometiéndose a ocultarme en sitio seguro, si, como creo, es registrado esta noche el convento para buscarme.
Sor Teodora no podía decir nada. Convulsión violenta agitaba su cuerpo y sus ojos desencajados se fijaban en el aparecido como en espectro aterrador. El intruso tuvo una idea. Volviéndose rápidamente cerró la puerta, y tomando una silla sentose delante de ella.
– Señora – dijo gravemente bajando la voz, – mi situación en esta celda es sumamente desagradable para mí. Mi brusca entrada en esta casa de paz y santidad, la audacia con que he profanado esta celda honesta y venerable, presentaranme a los ojos de usted como un ser aborrecible, espantoso. No podré con palabras hacer que se forme de mi una opinión mejor, no: el peligro en que me veo me ha obligado a amenazar a usted con esta arma que sólo usan los malvados… Pero no, yo intentaré… yo intentaré, convencer a usted de que no soy un criminal, sino un desgraciado, el más desgraciado de los hombres. Me he hallado solo en la ciudad, frente a centenares de enemigos… ¿No es legítima mi defensa? ¡Ah! señora. Mientras yo tenga sangre en mis venas, mientras mi mano pueda empuñar un arma y mi cuerpo pueda sostenerse, no entregaré mi vida a la ferocidad de esa gente, no mil veces… He luchado contra inmensos obstáculos. A punto de caer en manos de mis verdugos, un milagro me ha salvado, la mano de Dios me ha levantado y me ha puesto aquí… Es preciso que yo me salve, no porque estime en mucho mi vida que poco vale, sino para no dar a esos miserables el regocijo de la victoria… Señora – añadió con noble acento – perdone usted la violencia de mis palabras y mis crueles amenazas. Han sido recurso impuesto por la necesidad, superior a mi carácter, a mi respeto, a todo, por el peligro que convierte en fieras a los seres más pacíficos.
Sor Teodora empezó a recobrar el uso de sus pensamientos, de sus palabras, de su acción.
– Váyase usted de mi celda – dijo con torpe y angustiosa voz – salga pronto de aquí, y acójase en cualquier parte del convento. Yo no le denunciaré… yo no.
– ¡En cualquier parte del convento!… No conozco el edificio. Si le registran esta noche para buscarme…
– ¿Y quién, quién se atreverá a registrar a San Salomó?
– Quien se ha atrevido a cosas mayores, señora.
– Salga usted al instante de mi celda – repitió Sor Teodora restableciéndose prodigiosamente en el ejercicio de sus facultades intelectuales y vocales. – No puedo tolerar esta profanación horrible. Salga Vd. y ocúltese… no diré nada. Si usted no se va, gritaré y llamaré a las hermanas. Por pronto y bien que usted me mate, no me faltará un aliento para pedir auxilio.
– ¡Oh! no – exclamó el caballero. – Me arrepiento de mi primer arrebato. No pondré la mano en quien ya me ha prometido un poco de amparo permitiéndome que me oculte en cualquier parte del convento. Ya he encontrado una generosidad que no esperaba, y esto me mueve a abandonar el papel odioso que, a pesar mío, he hecho al entrar aquí. Señora…
El intruso se levantó.
– ¿Qué?
– Señora, si yo pudiera mover a compasión el espíritu elevado y piadoso de usted me tendría esta noche por el más feliz de los hombres. He entrado aquí inspirando miedo. Prefiero cualquier beneficio otorgado por la caridad a las mayores ventajas concedidas por el miedo.
– Bien, bien – dijo Sor Teodora deseando poner fin a aquella escena que aún le parecía espantosa pesadilla. – Váyase usted, ¡por las llagas de Jesucristo!… váyase usted… escóndase en cualquier parte… Yo haré que no sé nada… Es lo único, lo único que puedo hacer.
– Yo saldré, saldré – dijo Servet – pero si usted me lo permite…
– No admito réplica… Fuera, fuera de aquí – prosiguió la monja adquiriendo al fin dominio sobre sí misma y acercándose con paso seguro y ademán imponente al intruso.
– ¡Oh! ¡señora!… cómo me atreveré a pedir a usted un poco más de compasión, un poco, casi nada.
– No oigo una palabra más. Salga usted… ya no temo sus armas, las desprecio, porque mi deber se sobrepone a todo y al miedo de morir.
– Señora…
El caballero dio un gran suspiro, apoyose en la silla, después dejó caer su cabeza sobre el pecho, y sus brazos desfallecidos extendiéronse a un lado y otro. Volvió hacia la ilustre religiosa su semblante pálido, y con dolorido acento le dijo:
– Estoy herido.
Sor Teodora se quedó cortada y parecía meditar. El forastero caía rápidamente en profundo marasmo. Mortal palidez cubrió su rostro y su voz sonó cavernosa como la del que agoniza.
– ¡Herido! – repitió la monja, mirando el brazo ensangrentado. – Es verdad.
– Si la caridad, señora – murmuró el caballero – no se sobrepone en el ánimo de usted al rencor que le he inspirado, al sentimiento de la profanación de esta casa por mi entrada importuna, a su recato y a su escrupulosidad de monja, declárome abandonado no sólo de los hombres sino de Dios, y me resigno a morir. No puedo más.
Cerró los ojos y su abatimiento fue más visible.
– Mis escrúpulos – indicó Sor Teodora con entereza – no me impedirán dar a usted algunos auxilios. ¿Esa herida es grave?
– Es la mordedura de un perro; siento dolores horribles. Después he tenido que trepar por la tapia de San Salomó y me he magullado horriblemente el brazo herido.
– Mi conciencia – pensó la religiosa – no me dice nada contra la idea de curarle esa herida, y vendarle el brazo.
Y dirigiose a la alacena para sacar de ella lo necesario.
– ¡Oh, señora! – dijo el intruso con fervor. – Ya veo que Dios no me abandona. Perdón, perdón por mis amenazas al entrar aquí, por mi lenguaje descortés. Creí entrar en la caverna de un enemigo y me encuentro en la morada de un ángel.
Sor Teodora echó vino en un vaso. Parecía muy atenta a preparar la medicina, pero su semblante estaba ceñudo y no indicaba gran tranquilidad en su alma.
– Señora y venerable madre – añadió el herido, tomando su puñal y sus pistolas y poniéndolos sobre la mesa. – Ahí tiene usted las armas que le han inspirado tanto miedo. En presencia de un ángel de bondad me desarmo. Me entrego a usted en cuerpo y alma y estoy dispuesto a obedecerla. Me someto a su autoridad, y si mi bienhechora se arrepiente de serlo y me denuncia, hágalo en buena hora. ¡Infeliz de mí! Antes lo fiaba todo a mi audacia y al arrojo que me infundía el peligro; ahora lo fío todo a la nobleza y a la caridad de esta dama tan santa como hermosa, que tiene pintada en su semblante la bondad de los ángeles.¡Bendito sea Dios que me ha traído aquí!
La de Aransis dejó un momento su obra para recoger las armas y ponerlas en otro sitio.
– Soy de usted – dijo el herido con sumisión. – Mi libertad, mi vida, están en sus divinas manos.
XX
Poco después los blancos y finísimos dedos de Teodora se acercaban temblando a la herida y tocaban sus bordes doloridos. El semblante de la religiosa era todo compasión, y el del aventurero gratitud.
– Esto debe lavarse – dijo ella.
Sin detenerse echó agua en una jofaina de plata, añadiéndole gotas de una esencia aromática que perfumó la celda. Después de lavar la herida aplicó sobre ella el vino que había batido con aceite y la vendó al fin cuidadosamente.
Clavando sus negros ojos en el herido, señaló la puerta y le dijo:
– Ahora…
– Ahora, sí – repuso él de mala gana sin moverse de su silla. – Si yo me atreviera a decir a la señora una cosa…
Hablaba en el tono más humilde.
– ¿Qué cosa? – preguntó Sor Teodora con severidad.
– Que me muero de hambre, señora.
Al decir esto parecía que sus fuerzas se extinguían y que iba a perder el conocimiento. La monja miró al suelo, luego al intruso, después a la rica alacena de talla que guardaba tantos tesoros.
– Las inmensas fatigas del día de hoy – añadió Servet con profunda lástima de sí mismo – no me han permitido llevar un pedazo de pan a la boca. El hambre y el cansancio me agobian de tal modo, señora, que si usted me arroja de aquí en este triste estado, no podré dar un paso.
La venerable madre volvió a fruncir el ceño. Parecía vacilar. Después dirigiose a la alacena y sacó de ella un objeto que despidió olores gratísimos al olfato: era una gallina asada. Su dorada pechuga, sus gordos muslos medio achicharrados por el fuego, convidaban a la gastronomía. El hambriento se reanimó sólo con la vista de tan hermosa pieza, honra de las cocinas de San Salomó.
Sin decir una palabra, la monja tendió sobre la mesa un mantel, blanco y limpio como el cuello de un cisne, puso en él la fuente con la gallina, un pan entero y una botella de vino blanco que en el subido color de oro y delicadísimo aroma indicaba sus muchos años. Hecho esto, sin olvidar el cubierto y un vaso de plata, se apartó de la mesa, y tomando una silla sentose en ella, volviendo la espalda al intruso que había caído ya sobre la cena. Sor Teodora no acompañó con una sola palabra su acción, ni tampoco con una sola mirada. Tomando su libro de oraciones, se puso a leer.
– Si mil años viviera – dijo el hambriento, después de los primeros bocados – no tendría tiempo bastante para agradecer a usted lo que ha hecho por mí esta noche, venerable madre.
Hubo una pausa durante la cual nada se oía más que el ruido del comer. La de Aransis miró de reojo y viendo que el intruso, después de hacer desaparecer media pechuga y un ala, se detenía, levantose y volviendo a la alacena, sacó unas lonjas de jamón adornadas con esa filigrana de cocina que llaman huevos hilados y es tan agradable al paladar como a la vista.
– Gracias, señora – murmuró D. Jaime. – Mi hambre ha sido satisfecha y me basta.
La monja sacó también un plato de confituras y se lo puso delante. Sin mirarle, ni cambiar con él palabra alguna, volvió a su asiento y tomó su libro. ¡Qué ganas de rezar la habían entrado! Sin duda quería desagraviar a Dios del grandísimo desacato y profanación que la entrada de aquel hombre en su celda representaba. Pero el aventurero se cansó del largo silencio, y deseoso de romperlo, habló de este modo:
– Bien sé, reverenda madre, que el hombre que ha entrado aquí como un ladrón amenazando y aterrando, no merece ser tratado con miramiento ni consideración. Lo más que se puede hacer por él es darle una limosna, pero nada más, nada más.
Sor Teodora no pronunció sílaba ni movió pestaña. Parecía una de esas estatuas en que el arte ha representado a un grave personaje histórico leyendo sobre su sepulcro.
– Bien sé que este hombre no merece consideración – añadió el caballero. – Si se le conociera bien, quizás la tendría; pero no se le conoce, no es más que como un saltador de tapias. ¡Ah! si se conocieran sus inmensas desgracias, los móviles que le han traído aquí, quizás, quizás no tendría el sentimiento de ver apartados de sí los ojos de su bienhechora. Permítame usted – añadió dirigiéndose a ella – que me duela este desvío. No estoy acostumbrado a él. He tenido la suerte de encontrar hasta hoy simpatías, afecto, amistad en todas partes. Bien sé que pedir esto en el caso presente sería mucho pedir… He recibido mucho más de lo que podía esperar y mi gratitud será eterna.
Inclinose profundamente con el mayor respeto.
– Demasiado favor es – dijo Sor Teodora sin mirarle – auxiliar a un hombre desconocido que ha entrado aquí como entran los ladrones sacrílegos.
Entonces le miró y con súbito enojo le dijo:
– ¿Pero no se marcha todavía?…
– Espero las órdenes de mi dueño – replicó el intruso inclinando su cabeza.
– Váyase usted.
– ¿A dónde, señora?
– Al Infierno… ¿qué sé yo?
– No puedo salir de San Salomó mientras estén en Solsona las guerrillas de Navarra. Me es imposible, señora. Si salgo mi muerte es segura: entre mis cazadores hay uno que jamás perdona.
– ¿Y qué me importa eso? – dijo la monja alzando bruscamente los hombros y cerrando el libro.
– Yo he puesto mi vida en manos de usted, señora, en esas manos que han nacido para ser generosas y que lo serán, aunque usted misma no quiera. He entregado a usted mis armas. Estoy indefenso. Si usted no quiere completar su acción caritativa ocultándome en el convento por esta noche, abra esa puerta, llame a las buenas madres que duermen, alborote la casa, toque la campana de alarma, llame a las autoridades de la ciudad y entrégueme a ellas. Si usted lo hace lo acepto, recibiré mi perdición y mi muerte como si vinieran de Dios.
– ¿De modo que insiste usted en quedarse aquí? – dijo la de Aransis confusa y asombrada.
– Por mi voluntad sí, señora, porque nadie va voluntariamente a su ruina. Si usted en conciencia cree que debo ser arrojado de este asilo que me deparó la Providencia, arrójeme en buen hora.
– ¿Hase visto un descaro igual?… ¡Un hombre en mi celda!… ¡Jesús y María Santísima de mi alma!
La madre se llevó las manos a su preciosa cabeza cubierta con las blancas tocas.
– No pretendo que usted me oculte aquí, sino en cualquier otro sitio donde esté seguro. Lo pido como se piden los favores, no con amenazas ni con armas; usted hará lo que su conciencia le dicte, señora, o entregarme a mis enemigos o salvarme.
– ¿Cómo he de salvar a quien no conozco, cómo? No es virtud sino pecado ocultar al criminal y ponerle a cubierto de la justicia.
– Yo no soy criminal, ni nunca, nunca lo he sido, señora – declaró el intruso con acento patético y conmovido.
Su acento tenía la admirable entonación del honor verdadero que no puede confundirse con ninguna otra. Los histriones más hábiles apenas pueden fingirla. Sor Teodora que tenía su alma fácilmente abierta a la convicción, principió a experimentar hacia Servet las agradables sensaciones que producen los movimientos de benevolencia en el corazón humano.
– Por el que está en esa cruz – dijo el herido extendiendo su mano hacia el crucifijo – juro que no soy criminal, que no lo he sido nunca, que esta cacería que ahora sufro no es motivada por ningún hecho deshonroso.
– ¿El cazador de usted quién es?
El caballero vaciló un instante. Comprendiendo que la verdad le salvaría dijo:
– Es un celoso.
– ¡Un celoso! – repitió Sor Teodora sintiendo su cerebro cargado de ideas que repentinamente entraron en él.
– Un celoso y además un fanático. Si yo le contara a usted esa historia, usted que es buena y noble dejaría de ver en mí un criminal atrevido, y si en el curso de ella aparecían faltas y faltas graves, seguro estoy de que me las perdonaría.
– Tal vez no – replicó ella que había empezado a sentir abrasadora curiosidad sin poder precisar de qué ni por qué.
– Y pongo por testigo a Dios de que la protección que usted se digne concederme esta noche no será mal empleada ni recaerá en persona indigna de ella. No es vanidad, señora, lo que voy a decir; si usted, faltando a todas las leyes de la caridad, diera la voz de alarma y me entregase a mis enemigos, cometería un crimen abominable, porque crimen es entregar al verdugo un inocente.
Sor Teodora replicó frunciendo el ceño:
– Eso podrá ser verdad y podrá no serlo.
– Sí, podrá ser verdad y podrá no serlo. Pero esto no lo ha de decidir el discernimiento frío de un juez, sino el corazón noble y generoso de una dama, de una religiosa, de una santa. Elija usted, señora.
Sor Teodora dio un gran suspiro indicio cierto del grave compromiso en que estaba su alma, fluctuando entre el rigor de los deberes monásticos y la bondad de su corazón. No siempre va este en perfecto acuerdo con las tocas.
– No me será muy difícil creer – dijo después de una larga pausa – que no estoy delante de un ladrón, bandolero, o asesino. Bien veo por su lenguaje que no pertenece usted a esa pobre clase plebeya de la cual salen todos los malvados. Hasta llegaré a creer que pertenece usted a la clase más alta de nuestra sociedad. Ciertos modales y lenguaje no se adquieren sino habiendo nacido a larga distancia del populacho… Pero hay muchas especies de criminales desde que la política ha trastornado la sociedad, y quizás usted, sin ser precisamente reo de esos feos delitos propios de la baja plebe haya cometido otros que me vedarían en absoluto ampararle.
– Señora, no comprendo a usted.
– Desde que me entregó sus armas, desde que usted me habló de esa terrible persecución que sufre, formé un juicio que creo ha de resultar cierto. A ver si me engaño: el afán con que usted huye de los guerrilleros de Navarra, es porque sin duda algún celoso defensor del Altar y del Trono ha visto en usted a un enemigo de esta causa sagrada. Usted es espía de Calomarde y de las tropas del Rey que ya están sobre Cervera. ¡Oh! señor mío, no creo en la farsa de esa cacería por celos, no: tanta inquina en ellos, tanto recelo en usted, me prueban que anda por medio la pasión de las pasiones… la política. ¿Y siendo usted amigo de esos hombres corrompidos que vienen a sofocar esta santa insurrección por la Fe, se atreve a buscar asilo dentro de los muros sagrados de San Salomó?… ¡Qué audacia!
– ¡Oh, señora! – exclamó el caballero, cruzando las manos. – Nada podré ocultar a usted. Dios ha dispuesto que me revele a mi bienhechora tal como soy… Me he fiado a su generosidad y su generosidad no puede faltarme. Hallo en usted un carácter que despierta en mí grandísima afición y simpatía, y no puedo dejar de corresponder a ese carácter, mostrando la parte principal del mío, que es el amor a la verdad. El corazón me dice que de tan noble y hermosa dama, que de tan ejemplar religiosa no he de recibir más que beneficios. Señora, me presentaré a usted con mi verdadera forma, y así me haré más acreedor a su amparo… Yo no soy espía de Calomarde.
– Entonces…
– Los defensores de la llamada causa apostólica y los realistas de Madrid son igualmente extraños a mis ideas y a mis acciones. Habiéndome impuesto ahora el deber de decir a usted la verdad pura, creyendo que así ha de tomar más interés por mí, le diré… Salga lo que saliere, señora, digo a usted que soy liberal.
Sor Teodora sofocó un grito y se puso pálida.
– Y repito ahora lo que antes dije – manifestó el intruso arrodillándose ante la monja en la actitud más respetuosa. – Reverenda madre, disponga usted de mi suerte. Entrégueme usted a mis enemigos o salve esta pobre vida, según lo que su conciencia le dicte.
– ¡Jacobino! – murmuró Sor Teodora santiguándose.
– Así nos llaman – dijo festivamente permaneciendo de hinojos y alzando los ojos para contemplar la soberana hermosura de la monja. – Así nos llaman… De modo que tiene usted de rodillas a sus pies al mismo Demonio.
– Levántese usted – dijo la de Aransis bruscamente.
– No me levanto hasta no oír mi sentencia de esos labios – repuso galantemente el caballero. – ¿Será posible que mi franqueza no despierte en usted la piedad? A un hombre que muestra así el más grave de sus secretos ¿se le puede negar amparo?
Sor Teodora había llegado al más alto grado de confusión. Bien lo comprendía Servet, el cual, conocedor del corazón humano había visto en la ilustre dama uno de esos caracteres que se conquistan más fácilmente con la verdad y la franqueza, que con la violencia y la amenaza. La de Aransis era en efecto como él creía. Para conquistar su benevolencia era preciso confiársele resueltamente, someterse a ella sin rodeos. El desconfiado, el artificioso, el astuto no serían sus amigos; pero el franco, el leal y el verdadero sí.
– Lo que usted me ha dicho – indicó mirando tan fijamente al caballero que parecía querer penetrar sus más íntimos pensamientos – me mueve a tratarle como el mayor enemigo de esta casa. Yo no puedo dar asilo a un jacobino, enemigo de los Reyes y de la Fe.
Servet inclinó su cabeza en señal de resignación.
– Por consiguiente – añadió ella alzando la mano y estirando el dedo índice como un predicador – voy a dar aviso a la comunidad para que llame a las autoridades de Solsona.
El caballero se inclinó otra vez. Las miradas y el tono de Sor Teodora no parecían indicar sentimientos tan crueles como los que sus palabras expresaban.
– Sin embargo – añadió – prometo ocultarle y favorecerle, si me revela el objeto de su venida a Solsona y las conspiraciones de jacobinos que entre manos trae… porque usted ha venido sin duda con algún fin contrario a esta porfía apostólica que hay ahora.
– Si yo comprara a ese precio el favor de usted, señora – dijo el caballero con entereza – sería un miserable. Yo creí que usted no me tendría por un miserable. ¡Revelar lo que se nos ha confiado como un secreto! No, señora. En lo que usted me pide, acaba la franqueza y empieza la deshonra. La reverenda madre no sabrá nada de mis labios. Yo no soy traidor a mis amigos y favorecedores. ¿Esperaba usted mi contestación para dar la voz de alarma a la comunidad? pues ya la tiene… He dicho antes que me sometía en cuerpo y alma a mi bienhechora. Desarmado estoy… puede perderme si gusta; salga usted… no tema que lo impida violentamente.
Corriendo a la puerta, puso su mano en el picaporte.
– Quieto – dijo vivísimamente Teodora corriendo a impedir aquel movimiento.
– Es que no puedo acceder a la traición que se me exige.
– No importa… yo no quiero que nadie sea desleal – replicó la monja, acompañando su voz de un ademán tranquilizador. – Me he acordado de mi pobre hermano, que como usted tiene la desgracia de ser jacobino. ¡Pobre hermano mío! A su recuerdo debe usted mi piedad.
– ¿Entonces me favorece usted, se decide a ampararme?
– Sí – repuso ella sonriendo ligeramente.
Pareciole a Servet, al ver aquella sonrisa,] que veía, como vulgarmente decimos, el cielo abierto.
– ¡Oh! ¡gracias, gracias, señora! – exclamó acercándose a ella con intención evidente de besarle las manos.
– Por Dios, hable usted más bajo, más bajo – dijo Sor Teodora retirándose y poniéndose el dedo en la boca.