Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Un voluntario realista», sayfa 8
XV
Llegó de noche a la ciudad y se apeó en casa de Mosén Crispí. Al día siguiente los pocos hombres de armas que guarnecían la ciudad le recibieron con simpatía, mostrándose dispuestos a obedecer al sedicioso, por cierta inclinación instintiva que tenían todos ellos a la anarquía.
– ¿Qué órdenes tenéis? – les dijo.
– Nada más que vigilar a los pocos presos que están en el Ayuntamiento y alojar a las facciones de Aragón y Navarra que llegarán dentro de dos días.
– Pues es preciso hacer todo lo contrario – afirmó Pepet gozando extremadamente en la rebeldía, – es preciso soltar a los presos y no preparar alojamiento alguno a esa nueva canalla que ha de venir.
En la mañana del 30 de Setiembre fueron puestos en libertad los presos, siendo los primeros que vieron la luz del día D. Pedro Guimaraens y D. Jaime Servet. En cuanto al borracho de Mañas que tenía en Solsona una sombra de autoridad, harto beneficio le hacían en no ahorcarle. El vino acabaría con él.
Llenos de alarma y susto estaban los solsoneses al ver que nadie mandaba en la ciudad, porque Tilín no se dejaba ver en sitios públicos, ni cuidaba de nada, ni impedía que unos cuantos desalmados cometiesen desafueros y maldades. También las monjas se asustaron, y cuando Tilín fue a visitar a la madre abadesa en el locutorio, esta le echó un sermón por su mala conducta. El antiguo sacristán estuvo luego tres días sin repetir su visita, y rara vez se le veía en las calles de la ciudad.
Excusado es decir que Sor Teodora de Aransis que había sentido vivísimo contento por la ausencia del dragón, se asustó mucho cuando tuvo conocimiento de su llegada.
Puesto que esta ilustre señora nos ha de ocupar bastante en el curso de la historia presente, convendrá que como complemento de las amplias noticias que se han de dar, de su vida y de su carácter, mencionemos también lo que la rodeaban. De los objetos materiales que acompañan a la persona, sirviéndole como de marco, el que siempre ofrece más interés es la vivienda; y la vivienda de Sor Teodora es digna de preferente atención.
Desde aquel infausto día de Setiembre de 1810, cuyo recuerdo, a pesar del lento paso de los años, no se había borrado aún de la memoria de la madre Montserrat, la casa de San Salomó horriblemente profanada por los franceses, había recibido varias reparaciones; pero el ala occidental del claustro continuaba en el suelo. En la parte alta de dicha ala, formada por una fila de doce celdas, había una gran solución de continuidad debida a la desaparición de cuatro celdas, de modo que quedaban cinco unidas al cuerpo central del edificio y tres aisladas en el extremo de la crujía. En la solución de continuidad subsistía parte de las paredes, el techo era nulo, las puertas estaban tapiadas, la galería de unión estaba reparada y era perfectamente practicable. Disputas y cuestiones entre las monjas sobre los fondos del convento habían impedido reedificar la parte demolida, y tan sólo se habían hecho las obras de albañilería necesarias para que la destrucción no fuese a mayores. A las tres celdas que habían quedado solas al extremo del ala, dieron las madres un nombre muy propio; las llamaban la Isla, y en ellas moraban dos religiosas. La tercera celda, muy pequeña y casi inhabitable, servía de despensa a entrambas señoras. Una de las monjas que habitaban la Isla era Sor Teodora de Aransis. En la época de nuestra historia era la única, porque su compañera había muerto.
El monasterio constaba: de un cuerpo de edificio pegado a la iglesia, y de dos alas paralelas que partían en ángulo recto y en dirección de Sur a Norte. Separábalas el rectángulo del claustro. El centro y ala de Oriente hallábanse intactos. El ala de Occidente era la que tenía la solución de continuidad y la Isla. El claustro que resultaba de estas tres construcciones, estaba cerrado al Norte por el piso inferior que contenía el refectorio nuevo: en el superior hallábase abierto y un gran tejado servía de punto de unión impracticable a los extremos de las alas.
Diferentes veces dijo la madre abadesa a Sor Teodora de Aransis que mudase de habitación, para que no viviera sola en aquel apartado sitio; pero ella sin rechazar la idea, hizo propósito de permanecer allí durante el estío, por razón de la frescura que en aquella parte del convento se disfrutaba. La celda tenía su puerta hacia la galería del claustro, una pequeña reja al Poniente y otra grande al Norte, sobre la huerta, cuya frondosidad embelesaba el sentido en noches de verano. Desde aquellas rejas que distaban poco de la gran tapia del convento, se veían las murallas de la ciudad, sólo separadas de este por la tortuosa calle de los Codos, la puerta del Travesat y parte de la campiña y de las montañas.
Interiormente era la celda un lugar sosegado y delicioso por el dulce silencio que en él reinaba a causa de su alejamiento del centro del edificio. Perfecto orden reinaba allí, así como la pulcritud más refinada, no siendo la austeridad tan excesiva que convidase al ascetismo, ni tanta la pobreza que inspirase un vivo anhelo de ser santo. Por el contrario, Sor Teodora tenía en su morada varios objetos primorosos que había traído de su casa, entre los cuales descollaban algunos vasos y jarros de plata, una alacena de talla que habría honrado a cualquier museo y un tapiz, obra de sus hábiles manos, que hubiera caído maravillosamente en el gabinete de una dama del siglo. Dos o tres pinturas del mejor gusto, algunas imágenes de madera que no lo eran tanto, tres docenas de libros, muchísimas flores contrahechas que casi competían con las verdaderas, completaban el ajuar.
Como la regla mandaba que las monjas no tuvieran cama sino un solo colchón puesto sobre el suelo, el lecho de Sor Teodora, como el de todas las monjas de San Salomó y el de muchas monjas que hoy existen en Madrid y provincias, era un inmenso colchón de tres pies de alto. Véase aquí cómo interpretando la regla por la manera más ingeniosa y burlándola en realidad, convertían las monjas la mortificación en comodidad, y la pobreza en el refinamiento del bienestar.
Ciertamente convidaba a una vida regalada y tranquila, tal como pueden desearla los egoístas más empedernidos, aquel dulce retiro que tenía las ventajas del aislamiento, del silencio, de la calma unidas a las comodidades de una dorada medianía. Pocos habrá que no tengan la abnegación de ser pobres, austeros y recogidos en una cueva de tal naturaleza, donde no puede llamarse virtud el apartamiento del mundo. Había allí cierta elegancia unida al aseo más grato; había delicado olor de flores, que no sabemos si es parecido al que los beatos llaman olor de santidad.
Recogiose Sor Teodora en su apacible nido después de cerrar la puerta, no con llave ni cerrojo, porque las celdas de los conventos no tenían entonces aquellas seguridades, reputadas inútiles, sino simplemente con un picaporte que lo mismo podría abrirse por fuera que por dentro. Encendió su lámpara, tomó un libro y se puso a leer.
Después de leer tranquilamente por espacio de media hora, se puso de rodillas y rezó con fervor y recogimiento. Ya se llevaba las manos a la cabeza para quitarse las tocas, primera de las operaciones precursoras del acostarse, cuando sintió ruido en la puerta. Volviose sobresaltada por no ser costumbre que ninguna monja la visitara de noche, y vio con espanto… ¡Jesús Sacramentado!… parecía un sueño increíble, pero era realidad innegable…,vio a Tilín en persona, con su cuerpo uniformado, su cara morena, sus gruesos labios, sus ojos de fuego, su frente de bronce, sus cabellos duros. El sacristán guerrero mantúvose en la puerta con una especie de timidez feroz, como si ni aun su colosal osadía tuviese la fuerza suficiente para traspasar aquel umbral sagrado. Había atropellado la ley de Dios, abolido su propia conciencia y no obstante se detenía tembloroso ante el pudor y la hermosura, cuyo imponente prestigio llenaba de confusión al miserable.
Sor Teodora no pudo gritar: cayó desfallecida en una silla, cerró los ojos y sus brazos se estiraron trémulos como para apartar un objeto terrible.
– Señora – balbució Tilín dando un paso y cerrando la puerta tras sí – no hay que temer nada de este miserable… no vengo más que a pedir perdón, señora… este miserable…
Procurando dominarse la monja se levantó para salir y pedir socorro. Tilín la detuvo con mano de hierro, y precipitadamente le dijo:
– Si usted llama, vendrán y seré descubierto, y habrá escándalo; mientras que si se calma y me oye un instante, nada más que un instante, me marcharé pronto, la dejaré tranquila para siempre, señora, para siempre.
– No quiero – dijo Sor Teodora, intentando desasirse. – Voy a llamar.
– Por Dios y la Virgen María que a mí me han desamparado, señora, óigame usted. Si usted grita me marcho, y si me voy no sabrá una cosa que le interesa mucho.
– Nada tuyo puede interesarme – exclamó ella ardiendo en ira. – Malvado, te aborrezco.
– Eso al menos es algo – murmuró Tilín con sarcástico gozo. – Yo no vengo sino a pedir perdón y a ver por última vez, por última vez a quien me aborrece.
Se dejó caer de rodillas y besó el suelo.
– Antes de privarme para siempre de ver la luz de mi vida – exclamó con voz ahogada, – he querido besar estos ladrillos. Era un deseo ardiente; no quiero morirme sin satisfacerlo. ¡Besar estos ladrillos! Es lo único que puedo alcanzar. Con poco se contenta el malvado aborrecido.
Absorta y petrificada, la de Aransis permaneció en medio de la celda con los ojos fijos en Pepet y las manos cruzadas. Los elegantes pliegues de su hábito blanco daban a aquella imponente figura belleza y majestad.
– Aquí está el hombre más infeliz del mundo – dijo Tilín, tocando los ladrillos con su frente – aquí está el polvo más vil que Dios tiene en el mundo con forma de hombre. Vilipendiado, aborrecido de todo el mundo, sin gloria, sin honra, sin porvenir, sin ilusión alguna, este miserable no ve ya más que tinieblas y ruinas delante de sí… ruinas y tinieblas.
Miró después a la señora y le pareció más aplacada en su violento enojo.
– ¿Y ni siquiera ha de merecer un ligero consuelo en su corazón? ¡Esto es horrible, señora! Los perros son más felices que yo. Soy criminal; pero ya que no puedo verme amado, quiero tener el único placer que me es lícito, el de verme perdonado.
– Sal de aquí al instante – dijo la madre con brío – y te perdono.
– Saldré, señora, saldré – replicó Tilín sin levantarse del suelo. – Mi vida es el infierno. Para comprender mi estado, no imagine usted las llamas y las calderas hirvientes de que hablan los predicadores; eso no basta, eso es frío y descolorido; imagine usted la falta absoluta de esperanzas y de ilusiones, la ruina completa de todo lo que edifica el espíritu… Ese es el infierno en que vivo yo. Mi único alivio será que usted me mire un rato sin ira, que me permita estar aquí y hable conmigo… y me diga, me diga: «Tilín…».
– ¡Ni un instante! Malvado sacrílego… demasiadas pruebas te doy de mi bondad, pues que te escucho.
– Un momento pequeño señora; muy poco, muy poco tiempo…
– Nada.
– ¡Estoy condenado!
– Condénate cien veces.
– ¡Condenado por usted! ¡por usted! ¡por usted!
Y levantando la faz lívida hacia ella, añadió con voz ronca:
– Condenado por ti, monja, que pareces hechicera.
Y se cogió su propia cabeza por los cabellos, como cogería el verdugo la del recién degollado para mostrarla al pueblo.
– ¡Condenado por ti! ¡por ti! – repitió ella – por tu execrable maldad y sacrilegio.
– Pues bien, señora, perdón, perdón, yo pido a usted perdón. Pero démelo sin ira, sin enfado, sin repugnancia, con aquella voz dulce y angelical con que me hablaba en mi niñez, con aquel mirar tiernísimo y aquel trato seductor que era mi encanto en tiempos mejores.
– Te perdono, márchate, y no vuelvas más aquí… Huye de mí, demonio del infierno.
La religiosa se cubrió el rostro con muestras de horror, y estremecimientos nerviosos sacudieron su cuerpo.
– ¡Ni un momento siquiera! – murmuró Tilín apretándose el corazón.
Miró a la monja y la monja le miró a él. Grande fue la sorpresa de Sor Teodora al ver lágrimas en las atezadas mejillas de aquel hombre que tanto se parecía a un volcán por tener el centro de fuego y el exterior de piedra.
– Te perdono – dijo la madre con lástima, pero siempre con el mismo terror. – Vete, vete, te digo que te vayas. Infame bandido que has escalado los muros de la santa casa, huye de aquí, ¿no temes la maldición de Dios?
– ¡Dios!… ¡Dios!… ¿Para qué hablar tanto de él? Mi Dios es otro. Si usted me permite estar un poco más, y contemplarla y referirle mis penas… mis penas que son grandes, atroces…
– No permito nada.
Tilín dio un suspiro y se levantó. Su semblante desconcertado y contraído parecía el semblante de un reo de muerte momentos antes de subir al patíbulo.
– ¡Mal rayo! – exclamó con desesperación – ¡que el mundo sea así y no de otro modo! ¡Que existan estas paredes, y estos votos, y estas rejas horribles!
Con fiereza revolvió los ojos por la estancia.
– Adiós, señora – dijo en tono y con ademanes de loco.
Sor Teodora le señaló la puerta.
Acercose Tilín a la monja, retrocedió ella. Acercándose él más y bajando la voz le dijo:
– Antes de llegar los dos al otro mundo, nos veremos. Adiós.
Cuando él salió de la celda, Sor Teodora dio algunos pasos para observar por dónde iba; pero faltáronle las fuerzas consumidas en aquel cuarto de hora de angustias infinitas, y sintiéndose acometida de un desmayo se dejó caer de hinojos, apoyó la frente en la silla y perdió por un instante el conocimiento y el uso de sus claros sentidos.
XVI
Poco duró el síncope a la ilustre dama, y al reponerse, su primer cuidado fue correr a observar qué camino tomaba el dragón. Pero ni por la puerta de la celda, ni por la reja abierta al Sur sobre el emparrado y frente al palomar divisó forma humana. Teodora al dar por terminadas inútilmente sus observaciones, supuso que Tilín había entrado por la sacristía.
– Ese bribón – pensó – se ha quedado esta tarde dentro de la iglesia, o en algún rincón de la sacristía. Al avanzar la noche salió de su agujero, como los ratones que van a hacer sus correrías y ahora se ha metido en él otra vez… Pero yo he de descubrir el escondite y he de armar una ratonera para enseñar a ese desalmado a jugar con el honor de respetables mujeres consagradas a Dios.
Como la puerta no tenía cerrojo puso tras ella todos los muebles que pudo cargar; mas ni aun con tal barricada quedó la señora tranquila, y rebeldes sus ojos al sueño, no podían apartar de sí la imagen fiera del voluntario realista. Acostose rendida, y no logrando hallar sosiego ni calmar la fiebre que el insomnio le producía, levantose y se puso a leer. Pronto advirtió que su atención se distraía del piadoso asunto del libro, corriendo hacia otros pensamientos, y atormentándose con un descarriado giro alrededor de las pasiones humanas. Para esto conocía Sor Teodora un remedio preciosísimo que guardaba en la gaveta más alta del armario. Al punto abrió la gaveta para sacar su precioso específico. Era un manojo de cuerdas con nudos.
Largo rato duraron los azotes, cuyo término fue cuando la viveza de los dolores anunció a la buena religiosa que un golpe más haría traspasar los límites de la penitencia para entrar en los de la barbarie. Sin embargo, como testigos presenciales, podemos asegurar que los instrumentos de mortificación usados por la madre Teodora de Aransis no eran de los más destructores y que cualquiera podría hacerse santo con ellos sin riesgo de perder la vida temporal.
Abandonadas las disciplinas, pensó la dama que pues las oraciones no tranquilizaban su ánimo ni tampoco el cruento vapuleo, lo mejor sería ponerse al trabajo, y al punto tomó una obra de bordar que empezado había dos semanas antes.
Dábale a la aguja arriba y abajo, y cada vez que sentía algún ruido exterior o bullicio de las hojas de los árboles se estremecía y sobresaltaba. Así pasó la noche hasta la hora en que la campana del convento la llamó a maitines. No solía madrugar para asistir al coro, contribuyendo con su pereza, fundada casi siempre en dolores de cabeza o en cualquier desazón ilusoria, a la relajación de la disciplina; pero aquel día fue diligente y asistió al coro.
En el coro la madre Montserrat le dijo:
– Ya sé que ha estado usted enferma anoche.
– Yo… yo no, señora – repuso con turbación la de Aransis.
– Ha estado usted en vela toda la noche – afirmó la vieja moviendo su apergaminada cabeza como un martillo. – Me pareció que vi luz.
– Entonces también usted ha estado en vela – dijo Teodora.
– También… Pero yo estuve rezando – replicó con malicia la madre Montserrat.
Trazó una grandísima cruz desde su frente a su cintura y de hombro a hombro, y volviendo la vista al altar tomó parte en el rezo general.
Sor Teodora no tenía criada, no ciertamente por alarde de pobreza, sino porque en su sentir las criadas dentro de los conventos no compensaban con sus servicios las molestias que ocasionaban ni los enredos que se traen chismorreando de celda en celda y ocasionando enemistades y sinsabores. Ella misma, pues, se hizo su chocolate y se preparó su comida privada, porque en San Salomó, como en muchos conventos modernos, aunque había refectorio y yantar común cada celda tenía sus festinillos a que asistían dos, tres, cuatro monjas, o más generalmente una sola. Sor Teodora disponía de una pequeña cocina en la tercera de las piezas que componían la Isla y allí, ayudada de una fámula de las que servían indistintamente a todas las monjas, se aderezaba alguna vez platos de su gusto. Aquel día, quizás con motivo del largo insomnio, sintió la buena madre inusitado apetito y antojos de comer golosinas. Felizmente no carecía de elementos. Además de los riquísimos fiambres que se hacían en la gran cocina del monasterio, la hermosa dama recibía de su familia jamones y carnes mechadas que habrían tentado a un cenobita. En la alacena de talla que ocupaba lugar muy principal en su celda había manjares diversos que con un poco de lumbre serían de exquisito gusto.
Bastante tiempo empleó la señora en disponer algunas chucherías para su propio regalo pero cuando llegó la hora de comer apenas probó un poco de cada cosa. Su apetito, que la había incitado a trabajar con tanto celo en la cocina, había desaparecido. Guardó todo para dedicarse a su labor de aguja. Mientras trabajaba sintió deseos vivísimos de pasearse por la huerta y bajó; pero el aburrimiento obligola a subir de nuevo, y después de pasearse en su celda discurriendo lo que podría hacer para matar el tiempo consideró que lo mejor sería escribir a su familia. Casualmente no había contestado a la última carta de su hermano.
Después de escribir por espacio de un cuarto de hora tomó de nuevo el trabajo para bordar un ala de mariposa. Dedicose luego a deshacer un ramo de flores naturales que en un búcaro tenía y hacerlo de nuevo, operación en que tardó media hora. Corría lentamente la tarde pesada, calorosa y larga, y Sor Teodora pensó que era conveniente para su alma rezar un poco. Bajó al coro, estuvo rezando largo rato, subió después a la cocina, descendió a la huerta cuando ya había aflojado el calor, y se paseó bajo el emparrado mirando alternativamente al suelo y al cielo.
Para que el lector comprenda bien a Sor Teodora de Aransis le diremos que aquel desasosiego, aquel constante mudar de ocupación, aquella caprichosa inconstancia en los empleos que había de dar a su fantasía y a sus manos eran fenómenos que se repetían invariablemente todos los días desde algún tiempo.
No nos es difícil inquirir la causa de este desasosiego ni nos importa nada decirla, porque no es depresiva para la noble señora. Ya hemos dicho a su tiempo que Teodora de Aransis consideró como un pecado digno de los más acerbos castigos poner toda su atención y sus pensamientos y sus afectos todos en las cosas de la guerra y de la intriga apostólica. Así desde que consideró pecaminoso aquel desvarío bélico y político, la buena madre hubo de intentar arrojarlo de sí y limpiar su espíritu de tan infame maleza. En efecto, no volvió a informarse de ninguna particularidad relativa a la guerra, ni leyó las cartas de Doña Josefina Comerford, y siempre que venían a su pensamiento ideas de batallas ganadas o por ganar, de reyes caídos, de príncipes elevados o de trapisondas por la Fe, echaba prontamente sobre ello otras ideas e imaginaciones, como se echa tierra sobre el cadáver recién enterrado en el hoyo. El efecto de este sistema fue, como es fácil suponer, un estado de atolondramiento y vaguedad constante en el espíritu de la ilustre religiosa, que al hallarse apartado de su ocupación predilecta, pugnaba por tomar a ella, rechazando todas las distracciones que se le ofrecían para apartarle de su tema. En suma, Sor Teodora de Aransis se aburría lindamente en San Salomó, aunque ella misma no lo conocía y daba otro nombre a aquel su estado de constante zozobra, diciendo: – ¡Ay, Dios mío, qué maniática me he vuelto!
Ya sabemos de ella que su religiosidad no era extraordinaria. La más preciada joya de su corona de monja era su conformidad con aquella vida y con la irremediable reclusión en que estaba sin saber fijamente por qué. Y no es fuera de propósito decir algo acerca de las causas del monjío de Sor Teodora de Aransis. Sus padres que ricos y nobles murieron tempranamente, dejándola en la orfandad con otras dos hermanas de menos edad que ella, y un hermano mayor. Por desvío de su madre, fue criada por unos tíos que la fiaron a las Ursulinas de Lérida para su educación, la cual fue desempeñada tan cumplidamente en el orden religioso que a los diez y ocho años de su edad, Teodora, catequizada por las madres y por un capellán anciano que era un águila para el confesonario, no pensó más que en ser monja. Ninguna persona de su familia trató de contrariar esta vocación juvenil que por lo precoz debió haber sido sujeta a observación; antes bien los nobles tíos de Teodora y su madre, que en Francia residía, encendieron más y más en su alma el celo religioso, y avivaron la llama de su devoción, convenciéndola de que era una felicidad para ella abandonar el mundo y sus picardías. ¡Y qué poco le alabaron de palabra y por cartas su afición, y qué mal le pintaron las vanidades del mundo y la dificultad de salvarse fuera de los claustros!… La pobre joven, cuya acalorada imaginación necesitaba poco para tomar vuelo, abrazó la vida mística con deleite y entusiasmo, mientras allá en el perverso mundo sus hermanas menores se casaban con sus primos, y su hermano mayor derrochaba la fortuna paterna y metía ruido y escandalizaba y emigraba y se hacía jacobino.
En los primeros años ¡Ave María Purísima! la religiosidad y unción de Teodora fueron el asombro de San Salomó. Parecía que iba a eclipsar con su celo y piedad a las Teresas, Claras, Ritas y Rosas. No había culto que ella no practicase, ni mortificación que no se impusiese, ni sutileza mística que no discurriera para más elevar su alma. El amor divino la puso delicada y enferma, juntamente con las increíbles penitencias que se imponía en castigo de pecados que no había cometido, y para aplacar tentaciones que no había tenido. Pero así como se desvanece poco a poco la ilusión de un amor primero, tanto menos sólido cuanto mayor es su aparente vehemencia, así se fue disipando la seráfica exaltación de Teodora de Aransis a la manera que van apagándose las memorias y oscureciéndose la imagen del novio ausente. Así como las evoluciones de la vida física parece que sustituyen un ser con otro al verificarse el paso más importante de la edad, así el alma de la señorita de Aransis, mudó de aficiones y de ideas. Su vocación había sido, dicho sea sin irreverencia, como esos amoríos juveniles tan parecidos a los fuegos artificiales que se desvanecen después de haber sonreído y estallado en la oscuridad, y no dejan tras sí más que ceniza, humo, sombras.
Creeríase que Sor Teodora había estado hasta poco antes en la edad de los juguetes, y que entraba en la edad de las personas, en aquella edad en que los muñecos son arrinconados y entran a desempeñar su papel los hombres. A la seriedad afectada que tan mal le sentaba, sucedió una seriedad verdadera. Adquirió entonces un desarrollo físico que la hacía parecer más linda, y su interesante hermosura mostrose con todo el esplendor de una risueña primavera. En el recinto triste y sombrío de San Salomó, aquella belleza de un carácter gracioso, seductor, mundano y ligeramente maligno parecía, según la expresión de Mosén Crispí de Tortellá, la imagen del sol de Mediodía reflejada en el fondo de un pozo.
Sor Teodora debió conocer que era hermosa, extraordinariamente hermosa, porque el convento, a pesar de la disciplina y de todas las reglas estaba lleno de pícaros espejos. Ignoramos lo que pensó la ilustre dama acerca de su impremeditado casorio con Jesucristo; pero la idea del honor y del deber estaba muy profundamente arraigada en su alma, y tenía por sí tanta fuerza que sustituyó a la vocación. No pudo ser esto sin tormento interior; pues no hay, no puede haber sacrificio placentero, y al considerarse sepultada en vida y al conformarse a ello, Teodora ponía sobre sus sienes una corona quizás de más precio que aquella de imaginarias espinas, con que soñaba en la época de místico delirio.
La devoción externa amenguó tanto en ella, que hubo de causar algo de escándalo. Esto la obligó a hacer esfuerzos para no parecer menos monja que sus compañeras. Pero al mismo tiempo la hermosa dama necesitaba apacentar con algo su espíritu, y diose a la lectura. Por algún tiempo leyó obras diversas tanto sagradas como profanas, aunque estas últimas eran autorizadas por la Iglesia. Más tarde se dedicó a criar pájaros. Después abandonó los pájaros regalándolos juntamente con los libros al padre capellán, y su alto espíritu y esclarecida inteligencia se apacentaron, se cebaron mejor dicho en aquel negocio delirante de las guerras. Nada hay más que decir, sino que al desechar de sí toda aquella maleza pecaminosa, se quedó tal cual tuvimos el honor de pintarla al comienzo de este capítulo, inquieta, desasosegada, caprichosa. Era una niña de treinta y dos años que no podía estarse quieta.
Y como en un convento, por más que se discurra, no se pueden inventar ocupaciones variadas y que interesen profundamente; como el continuo rezar no podía satisfacer aquellas constantes ansias de actividad, Sor Teodora había caído en el más grande tedio. Nada de lo que hacía era en ella más que una fórmula. Rezaba por fórmula, y se azotaba por hacer algo. Cocinaba por capricho y trabajaba por mecanismo. El trabajo material no podía satisfacer sino parcialmente a su entendimiento superior. ¡Oh! si no hubiera tenido el contrapeso de un gran sentimiento del deber, aquel espíritu preclaro, de cuya exaltación fanática hemos visto alguna muestra en las expresiones y discursos de marras, habría hecho perder a Nuestro Señor una de sus esposas más guapas, aunque no es la hermosura la cualidad que más estima él.
Aquel día (y entiéndase que después de esta explicación retrospectiva, volvemos a aquel día, es decir, al que siguió a la nocturna diabólica aparición de Tilín) Sor Teodora tenía en qué pensar. Su terror era tan fuerte y de tal modo le repugnaban la pasión y más que la pasión la persona del desgraciado Armengol, que no cesaba en discurrir medios para impedir que volviese a poner los pies en el convento.
Pensó referir todo a la madre abadesa; pero luego desistió de este pensamiento por no dar motivo de escándalo en la comunidad y de grandísimo regocijo a la madre Montserrat, su terrible alguacil y enemiga. ¡Ah! ¡infame vieja! Ella fue la que por primera vez dijo que Sor Teodora de Aransis ¡horrible calumnia! se acicalaba a escondidas en su celda, adobándose el rostro, perfumándose el cabello y refinando su hermosura con afeites y profanidades del mundo. ¡Ella la que constantemente le clavaba las aceradas uñas de su aleve ironía; ella la que desde su celda, situada en el extremo del ala oriental del convento, atisbaba noche y día la de Sor Teodora, situada en la Isla, observando con vigilante saña a qué horas de la noche apagaba la luz, a qué horas del día bajaba a la huerta!
No, no, lo mejor era callar aquel horrible secreto, tomando precauciones para que no se repitiera el suceso en las noches siguientes. En caso de reincidencia, revelaría todo, aunque el convento se hundiese, y con él la reputación intachable de casa tan noble, tan santa y venerable.
Firme en su idea de que Tilín se había ocultado en la sacristía, examinó aquella tarde la puerta de esta y viola clavada, como estaba desde que el voluntario realista saliera para Manresa. Grande fue entonces la confusión de la dama, y sin dar cuenta a nadie de su sobresalto, observó la reja del locutorio y la puerta interior de este; mas nada pudo hallar que indicase fractura reciente. Al anochecer retirose a su celda, muy descontenta de sus observaciones, y estuvo más de una hora pasando mental revista a todos los escondrijos y agujeros de San Salomó, representándose en su imaginación la informe y heterogénea masa del edificio con sus muros hendidos, sus techos abollados, sus altas tapias absolutamente inaccesibles desde fuera.
No tenía sueño ni esperaba tenerlo en toda la noche. La temperatura era buena, aunque ya avanzaba Octubre. Sor Teodora salió a la galería, y apoyando sus brazos en el barandal, estuvo largo rato aspirando la frescura de la huerta y recreándose con un ligero vientecillo que a ratos venía del Norte y que le besaba el rostro. La noche era oscurísima y en el cielo brillaban algunas estrellas con tan vivo fulgor, que parecían haber descendido, según la observación de Sor Teodora, a contemplar desde cerca la tierra. Cansada de fresco y de astronomía, entró en su celda y entornó las maderas de la ventana enrejada. Después encendió la luz. El reló de la catedral dio las diez.
La idea del desamparo en que estaba y de la escasa seguridad de su celda volvió a mortificarla. Una barricada de muebles podía no ser obstáculo bastante para el monstruo. ¡Oh! ¡cuánto sintió en aquella hora no haber referido el inaudito caso a la madre abadesa!… ¿Qué debía hacer? Lo mejor era quedarse en vela toda la noche, sin perjuicio de arrastrar todos los muebles hacinándolos junto a la puerta. Sobrecogida y espantada, miró a la puerta, creyendo sentir ruido fuera.