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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zumalacárregui», sayfa 16

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XXXI

El ayudante Plaza explicó lo sucedido, que fue… de la manera más tonta que puede imaginarse. El General observaba con su anteojo los fuertes enemigos. Algo hubo de ver que le inspiró una resolución súbita… Vuélvese para ordenar a su ayudante que mande avanzar inmediatamente el mortero emplazado entre el palacio y la iglesia, y en el momento en que lo dice, una bala de fusil rebota en el hierro del balcón y le hiere en la pierna, por bajo de la rodilla. No dijo más que… «Vamos, ya está aquí…».

Por momentos se confirmaba la noticia de que la herida no era de gravedad… cuestión de media semana. El fuego seguía: a las once acudió Eraso. Poco después se dijo que Zumalacárregui resignaba el mando en su Lugarteniente; por todo el ejército corrió la triste noticia, y los cañones enmudecieron durante un rato.

«Yo sé – dijo a Fago un oficial de Guías, que se mostró afligidísimo, y no lloraba por creer que las lágrimas deshonran el uniforme, – yo sé quién ha disparado el tiro infame, aleve, diabólico, que ha herido a nuestro General. Ha sido un soldado de Compostela, un bribón ferrolano, que tiene la más asombrosa puntería que puede imaginarse. Ya sabe usted que algunos gallegos aborrecen a D. Tomás por los tremendos castigos que aplicó en el Ferrol, en sus tiempos de coronel, para exterminar a los bandidos que infestaban aquella tierra. Llámase este asesino tirador Juan Bouzas, y me consta que juró quitarle la vida al General si ponía sitio a Bilbao.

– ¿Y cómo sabe usted eso, amigo Elizalde?

– Lo sé por una prójima que al gallego conoce, amiga de un capellán aragonés que sirvió con nosotros hasta lo de Arquijas.

– Ese capellán – dijo Fago con sobresalto, deseando echar a correr, – no es el que usted cree, ni ha tenido nada que ver con… con la… Ese aragonés, señor mío, no existe, no ha existido nunca… yo lo aseguro. Los que hablan de él no saben lo que dicen… Quédese usted con Dios».

Salió de estampía, y de la arrancada se alejó más de una legua sin fijarse en la dirección que llevaba. Hasta más de mediodía estuvo dando vueltas por el campo, en lugares donde nada se veía del terrible asedio de la villa, y sólo se oía el lejano zumbar de los cañonazos. Las dos eran ya cuando vio que por el camino adelante venían tropas, en número de cincuenta hombres, y bastantes paisanos. No tardó en reconocer a los granaderos de Zumalacárregui, y cuando se aproximaban pudo ver que en el centro del pelotón transportaban una camilla. Al punto comprendió que la herida de D. Tomás se había agravado, y que le llevaban al Cuartel Real, a que le vieran y curaran los médicos del Rey. Ni lo uno ni lo otro era verdad, pues la herida se seguía considerando poco menos que leve, y conducían al General a Cegama, residencia de sus hermanos, no de su mujer y niñas, que vivían en Francia.

Incorporose al convoy, movido de una adhesión ardiente al mártir glorioso de su deber, y en la primera parada suplicó a los granaderos que le permitieran cargar la camilla; mas no quisieron aquellos valientes ceder a ningún nacido el honor de transportar carga tan preciosa. A medida que avanzaba el convoy, se iban quedando atrás los paisanos y mujeres que lo acompañaban; agregáronse otros que salían de los pueblos, y al enterarse de la triste noticia, prorrumpían en exclamaciones de dolor. Profundamente turbado el espíritu del capellán, se apropiaba toda la pena que en los semblantes vela, y juntábala con la suya. No tenía consuelo; el corazón, rebosando amargura le anunciaba infortunios terribles, los cuales no se referían exclusivamente a los demás, ni al General herido, sino a todos: a la Causa, al país, a él mismo, al pobre capellán que se creía responsable, sin saber por qué, de las catástrofes que al mundo amenazaban. A su tristeza se mezclaba el terror, una ansiedad semejante a la que le acometió en el campo de Arquijas.

Obedeciendo a un instintivo impulso, reconocía los rostros de todas las mujeres que salían al camino. Las había feas, las había hermosas, algunas de atlética estatura, como la Ignacia de Elosua; otras contrahechas y desmedradas. Pero todas eran quienes eran quienes eran, y nada más. Al propio tiempo que estas extrañas cosas sentía, no podía pensar que fuese leve la herida del General, como todos aseguraban. Teníala por gravísima, mortal, y cuando Zumalacárregui, en la parada de Zornoza, le llamó a su lado y, ofreciéndole un cigarrillo, le dirigió palabras afectuosas, le miraba como a un muerto que hablase… La idea de que el General sería pronto cadáver, si ya no lo era, se aferraba a su mente, sin que ninguna consideración pudiera desecharla.

«¿Y cómo se encuentra vuecencia? – le preguntó, intentando poner en su rostro una confianza que no tenía.

– Así, así… – le contestó Zumalacárregui no más triste que antes de la desgracia. – Los dolores de la pierna se me han calmado con la untura que me puso este señor médico que me acompaña. Más me molesta mi enfermedad que la herida, y creo que, aun sin este accidente, habría tenido que dejar el mando para atender a mi salud.

– La salud es lo primero – dijo Fago, – y que busque la Causa otros Generales. En el grado de robustez en que, por obra y gracia de vuecencia, está la Causa, ya puede andar sola… Vengan otras cabezas, y Dios dispondrá lo que nos convenga a todos».

Tirando con fuerza la colilla, Zumalacárregui dio orden de seguir. Y a los pocos pasos entabló Fago conversación con fray Cirilo de Pamplona, hombre muy apersonado, como de cuarenta años, que no gastaba hábito, sino la usual vestimenta de los capellanes. Era pariente de la esposa del General, y sobre éste tenía gran ascendiente. Hallábase con Eraso en Bolueta cuando tuvo noticia del suceso, y acudió al instante, determinando acompañarle hasta el propio Cegama. Charlando con el aragonés, mostrose confiado en la pronta curación del General, sobre todo si éste seguía el consejo que le había dado, y era llamar sin pérdida de tiempo a un curandero del país, nombrado Petriquillo, hombre muy práctico en sanar heridas y en entablillar miembros rotos. El tal vivía en Hermúa, y ya se le había mandado un emisario para que saliese al camino, al paso del enfermo. Más confianza que en los médicos tenía fray Cirilo en aquel practicón sin estudios que de continuo realizaba curas maravillosas, empleando los ungüentos y pócimas que, con yerbas de su conocimiento, él mismo confeccionaba. A todo asintió Fago, por urbanidad, pues creía firmemente que los enfermos se pierden o se salvan por sentencia superior, sin que pueda la ciencia humana precipitar ni atajar la muerte.

Llegaron de noche a Durango, y no bien paró el convoy en el palacio de los Emparanes, llegó un mensajero del Rey, diciendo fuese el médico Sr. González Grediaga a informar a Su Majestad del estado del herido. La visita del Soberano se fijó para la siguiente mañana, a fin de que el General descansase toda la noche. Acudieron no pocos personajes de la Corte trashumante a visitar a D. Tomás; pero éste no quiso recibir a nadie. En los arcos de Santa María y en el paseo de la Olmeda hubo hasta hora muy avanzada de la noche corrillos, donde se comentaba con ansiedad el triste accidente. Los más lo creían adverso, algunos favorable, y no faltó persona bien informada que aseguró no mandaría el General Eraso las Reales tropas por mucho tiempo, pues ya era seguro que sería nombrado González Moreno, de quien se esperaba la toma de Bilbao en un abrir y cerrar de ojos.

Tan a disgusto se encontraba Fago en la llamada Corte, y tan malas tripas le hacía el encuentro probable con D. Fructuoso, que se fue a dormir a Abadiano, para incorporarse a la mañana siguiente al convoy, que por aquel pueblo tenía que pasar. D. Carlos visitó a su General muy temprano. Cuentan que le reconvino cariñosamente por exponer al peligro vida tan preciosa. Y el herido contestó: «Señor, sin exponerse, nada se adelanta… Bastante he vivido ya… En esta guerra tan desigual y destructora, por necesidad hemos de morir cuantos la hemos comenzado».

Sin penetrarse bien de la profunda tristeza de estas palabras, ni del sentido pesimista que contenían respecto al curso futuro de la guerra, D. Carlos quitó a la herida de su General toda importancia. Los médicos González Grediaga y Gelos le habían asegurado que dentro de quince días podría volver a campaña. Movió la cabeza en señal de duda Zumalacárregui, y no quiso contradecir los felices augurios de su Señor y Rey. Éste le incitó a quedarse en Durango, donde le asistirían los facultativos de la Casa Real, y se le prodigarían exquisitos cuidados. Pero el herido se defendió con tenacidad de la obsequiosa protección de Carlos V, insistiendo en que le llevaran al retiro y quietud de Cegama. Fácil es al historiador penetrar en la mente del héroe, y ver en ella su repugnancia de la Corte, y su aborrecimiento de los intrigantes que en ella bullían. Despidiéronse sin que mediara ninguna observación acerca del sitio de Bilbao, ni de las dificultades que ofrecía la desdichada operación impuesta por los conspicuos del Cuartel Real. Ya no volverían a verse más en este mundo D. Carlos y Zumalacárregui, representación viva del absolutismo el uno, representación el otro de la formidable fuerza nacional que lo amaba y lo defendía. La idea y el brazo se separaban para siempre. En su respetuosa despedida, el gran caudillo parecía decir: «Ahí queda eso, Señor. El que tanto ha hecho por Vuestra Majestad, no puede hacer más».

Y no bien salió D. Carlos del alojamiento, se dieron órdenes para continuar el transporte de la camilla. Contento iba el General al partir de Durango, y al perder de vista las enfatuadas figuras de los cortesanos que acudieron a despedirle. Su amigo Mendigaña, pagador del ejército, le había dado treinta onzas a cuenta de las pagas atrasadas, y con ellas obsequió espléndidamente durante el camino a los granaderos que le conducían. Anhelaba llegar pronto a Cegama, donde le esperaban deudos y amigos cariñosos; perder de vista el ejército; descansar de la continua brega; olvidar sus propios esfuerzos físicos y espirituales, y la ingratitud, irrisorio galardón de tanta inteligencia y desinterés.

Impaciente, daba órdenes para que los granaderos se remudaran, a fin de acelerar el viaje, que era penoso a causa del calor y la distancia. Fumaba cigarrillos uno tras otro; en las cortas paradas hablaba con Capapé, su fiel amigo; con fray Cirilo; con los médicos, que le renovaban el emplasto para atenuar sus dolores, y con el curandero Petriquillo, que le auguraba sanarle en cuatro días por procedimientos de él solo conocidos. Agregándose al convoy en Abadiano, Fago marchó a retaguardia con la gente menuda, alejado de la camilla por virtud de una timidez aplanante, tristísima. No gustaba de ver de cerca al héroe. El sentimiento de emulación que llenaba su alma en los primeros días de conocerle y tratarle, trocábase ya en suprema piedad, y en adoración de las virtudes y méritos grandes del caudillo, méritos y virtudes que comprendía como nadie; y si antes tuvo la pretensión de penetrar en su mente, adivinándole las ideas militares o anticipándose a ellas, ahora creía también en la transfusión de su espíritu en el de Zumalacárregui, y viviendo dentro de él se recreaba en la placidez de una conciencia limpia, en la entereza de un morir cristiano, sereno, con la satisfacción de haber desempeñado un papel histórico agradable a Dios, y de resignar su poderío terrestre en medio de la paz religiosa y de los consuelos de la fe.

Meditaba en esto el buen capellán, siguiendo al convoy, y se decía: «Morirá, morirá, sin duda. Es ley que tiene que cumplirse. Este endiablado Petriquillo paréceme instrumento de la fatalidad… Y yo me pregunto: ¿Qué pasaría si este hombre extraordinario no se muriera? Si yo me engañara y D. Tomás curase, ¿qué resultaría del quebrantamiento de la lógica histórica? Porque su morir es lógico, es bello además, inmensamente humano y divino, consorcio de lo divino con lo humano. Si el General viviera, veríamos una falta de armonía en las cosas… No, no: debe morir, morirá. Allá se las compongan la ciencia y el charlatanismo para llegar a este resultado preciso… Yo no dudo, no puedo dudarlo. Dios me ha enseñado a conocer las oportunidades de la Historia, y cuándo es bueno que ocurra lo malo».

XXXII

Penoso fue para el herido el largo trayecto de Durango a Cegama, por Elgueta, Vergara y Zumárraga, en día caluroso y seco. Remudándose con frecuencia los granaderos que transportaban la camilla, pudieron llegar al término del viaje ya entrada la noche. Si triste fue todo el camino, el paso por el valle del Oria, desde Segura para arriba, en la obscuridad, llevó a su mayor grado la tristeza de aquella que parecía procesión del Santo Entierro. Delante iban soldados con hachas de viento, alumbrando el camino. Nadie hablaba; el cansancio sellaba todas las bocas. Música de la fúnebre comitiva era el murmullo del río, que en aquella parte alta del valle donde nace, más bien es torrente. Venía bastante crecido, y sus saltos y cascadas espumosas resonaban con mugido profundo en el silencio de la noche. De Cegama bajaron hasta Segura, al encuentro del convoy, personas de la familia, el cura, muchos vecinos del pueblo, precedidos de faroles. Las movibles luces tan pronto iluminaban a las personas como las dejaban en tinieblas. En la sombra no eran los rostros más tristes que en la claridad, pues nadie sonreía.

Entró por fin el convoy en el pueblo, atravesando la calle que conduce a la plaza de la iglesia, y deteniéndose frente a ésta, en una calle pendiente y corta que parte de la esquina de la Casa Consistorial. Al extremo de dicha calle, que más bien es irregular plazuela, se alzaba la vivienda de la familia de Zumalacárregui, donde el General quería encontrar el reposo de su espíritu, el alivio de sus dolencias crónicas, y la curación de su herida. ¿Qué menos podía ambicionar quien tanto había hecho con notoria generosidad y desinterés? Pero no es cosa segura que los triunfos militares y políticos sean recompensados por Dios con los bienes terrenos, el mayor de los cuales es la salud. Por esto, el General, que también era un gran filósofo cristiano, no contaba con ninguna recompensa, y esperaba que cumpliera Dios su voluntad como quisiese.

A poco de entrar en la casa la camilla fueron alojados los granaderos en el Ayuntamiento; los vecinos se metieron en sus hogares, y todo quedó en silencio y en sombría soledad. A Fago le brindaron aposento y cena los granaderos. Durmió toda la noche, y muy de mañana salió a reconocer el pueblo, empezando por la parroquial iglesia de San Martín, hermosa y grande como todas las de Guipúzcoa, pero de escaso interés artístico. Encajonado entre montes altísimos, al pie de la sierra que divide las aguas de Navarra de las del país vasco, el pueblo carece de horizontes. Fago lo vio encapuchado en nieblas; la humedad se mascaba; el frío penetraba los huesos. Entre Bilbao y Cegama, la diferencia de altitud determinaba temperaturas muy diferentes. Venían del riguroso verano a un otoño lacrimoso y desapacible.

Cuando el sol empezaba a calentar el suelo, disipando la neblina, el capellán, que ya había recorrido las cortas calles y callejas de Cegama, fue a casa del General para enterarse de cómo había pasado la noche. Desde la plaza de la iglesia, salvando un puentecillo sobre espumoso torrente que iba a aumentar las aguas del Oria, llegó a una elevada plazoleta, en la cual vio un caserón con ángulos de sillería almohadillada y ventanales de piedra, el cual bien podía pasar por palacio, conforme al tipo de construcciones de Guipúzcoa. En la puerta había guardia de granaderos; algunas personas del pueblo, gozosas, decían que el General había pasado buena noche, y que estaba tranquilo y contento. Anhelando más concretas noticias, entró Fago en el portal, cuadra enorme, empedrada, con unas grandes pesas colgantes en el testero de la izquierda. Allí había más gente, sentada en bancos o en troncos de castaño; caras conocidas: el Sr. Capapé, el ayudante Vargas, herido, que se unió al convoy en Segura, y andaba con muletas; caras desconocidas: el alcalde del pueblo y vecinos pudientes, algunos con sombrero de copa forrado de hule.

Del grandísimo portal partía la escalera, de piedra el primer tramo, lo demás de nogal venerable, casi negro ya, los peldaños desnivelados y lustrosos, crujientes bajo los pies de los que subían y bajaban. No atreviéndose Fago a subir, se contentó con preguntar a todos los que conocía. Las buenas noticias se confirmaban. Era cosa de pocos días, y antes de quince podía el General volver a montar a caballo. Fray Cirilo de Pamplona y el curandero Petriquillo, hombre menudo, inquieto, hablador, con la cabeza tan calva y negruzca que parecía una calabaza de peregrino, eran los más optimistas. En las caras de los médicos Boluqui y Gelos, a quienes vio bajar poco antes de mediodía, observó el capellán mayor reserva e inquietud. Y nada más digno de contarse le ocurrió aquel día, como no sea que hizo amistad con el cura, el cual le enseñó toda la iglesia, la sacristía, vasos y ornamentos, y las habitaciones altas, de donde se dominaba la villa y sus arrabales.

Pasaron días, y la vida del aragonés compartíase entre un largo plantón en el portal de la casa de Zumalacárregui, por saber noticias, y un vago pasear por el pueblo. Al aproximarse a la residencia del General, solía detenerse en el puentecillo que salva el afluente del Oria, un riachuelo torrencial, que al pie de los muros de la cercana huerta se remansa, y sirve de lavadero a todas las mujeres de aquel barrio. Apoyando los codos en el pretil del puente, se pasaba allí el hombre largos ratos, viendo a las mujeres con media pierna dentro del agua, golpeando la ropa, y charlando en su jerga vascuence, de la cual no entendía una palabra.

A los tres días de esta vida se sintió enfermo, con mal semejante al que había tenido en Aranarache. Era reproducción de la fiebre nerviosa, un acceso leve quizás, y para reponerse admitió la hospitalidad con que le brindó el sacristán de San Martín. En casa de éste le dieron una regular estancia, y cama muy buena, donde pasó tres días, curándose sólo con agua azucarada y algún caldo. Cuando le pareció que podía darse de alta, echose a la calle; pero apenas se podía mover, y agarrándose a las paredes fue a informarse de cómo iba la herida del General. Dijéronle que las opiniones de la Facultad estaban divididas. Quién creía que la herida se enconaba, y que el enfermo estaba peor de su mal crónico; quién que la inflamación de la pierna sería pasajera, y que se resolvería favorablemente en cuanto extrajeran la bala. En esto, díjole Capapé que, habiendo dado cuenta al General de que el capellán Fago permanecía en Cegama, había manifestado deseos de verle, y no necesitó más el buen aragonés para pedir que le proporcionaran la dicha de ofrecer sus respetos al héroe y mártir. Aún tuvo que aguardar un ratito, que un siglo le pareció.

Salieron varias personas, entre ellas el cura; poco después el mismo Capapé le invitó a subir. En lo alto de la escalera recibiole una señora menudita y ligera que andaba por aquellos pavimentos lustrosos sin que se le sintieran los pasos. Era la hermana del General; sonrió al verle; le hizo pasar a una sala muy limpia y ordenada; esperó el capellán un rato, en compañía de un niño de unos doce años, sobrino de D. Tomás, y una niña de menos edad, con quienes habló, observando en sus rostros agraciados el aire de familia. Luego la misma señora de los pasos ligeros le llevó, por un corredor que rodeaba la escalera, a una habitación de mediano tamaño, con ventana a la huerta y al torrente donde lavaban las mujeres. En el ángulo interno de dicho aposento estaba la cama, y en ella el General, sentado, descansando el busto y cabeza sobre un rimero de almohadas. Afectó penosamente a Fago la demacración de su rostro, la lividez de las ojeras, el afilamiento de la nariz. No obstante, en medio de sus torturas, el General se había hecho afeitar; bajo la amarilla piel se le marcaba el afilado hueso maxilar, como cuchillo envuelto en una funda. A los pies de la cama había un arcón de nogal, mueble muy común en las casas de aldea. Tenía el enfermo a su derecha la pared, a su izquierda, una mesilla sobre la cual colgaban, junto a una pilita de plata repujada, algunas imágenes sujetas al clavo con lazos de seda. Sobre la cabecera de la cama, casi tocando con los pies la cabeza de Zumalacárregui, había un crucifijo, y enfrente, entre la ventana y el ángulo externo, un Niño Jesús, de tamaño poco menos del natural, sobre un altarito, y bajo dosel de raso violeta bordado con lentejuelas de plata. Lo demás de la pieza era insignificante.

Sentose Fago en el arcón, a los pies de la cama, y tanta timidez y cortedad sentía, que apenas osó decir al General cosa alguna, fuera de las palabras elementales referentes a la salud, mejor dicho, a la enfermedad. Se sentía sobrecogido por la solemnidad misteriosa de la estancia, que le parecía santuario, y el enfermo un ser de algún reino inmediato a los cielos, ya que no de los cielos mismos. Ni podía acostumbrarse a ver en él al guerrero… No era, no, el bravo caudillo que discurría las admirables suertes estratégicas: era un santo consumido en la devoción y en las penitencias. Su palabra, ya cavernosa, llegaba a los oídos de Fago con un son remoto, como ahilado por la distancia.

«Los médicos – dijo – me aseguran que voy bien. Pero yo no acabo de creerles, amigo Fago. Y usted, ¿qué tal se encuentra? Me han dicho que ha estado usted malucho. Quizás no le siente este clima. A mí me gusta. Detesto el calor; me he criado en la humedad y en el frío de los montes de Guipúzcoa, y prefiero esta tierra, no sólo para vivir, sino para morirme.

– Yo también – afirmó el capellán Fago con arranque espontáneo. – Crea vuecencia que me gustaría morirme aquí mejor que en otra parte…

– ¡Hombre, qué quiere usted que le diga! Murámonos donde Dios lo disponga. Lo mismo da.

– En los tiempos que corren – dijo Fago contagiado de la intensísima melancolía del General-tiempos de guerra y matanzas, en que vemos despreciada la vida de los hombres, nos morimos aquí o allá como si nos bebiéramos un vaso de agua… y nos quedamos tan frescos.

– Dice usted bien: la guerra es una gran escuela de resignación. Pero tal como la hemos hecho nosotros, y como la harán los que me sucedan a mí, no hay naturaleza que la resista. El que no muera de una bala, morirá de cansancio, o de los disgustos que se ocasionan…

– La guerra, digo yo, deben hacerla en primera línea aquellos a quienes directamente interesa… Verdad que si tuvieran que hacerla ellos, quizás no habría guerras, y los pueblos no se enterarían de que existen estas o las otras causas por las cuales es preciso morir».

Al oír esto, Zumalacárregui permaneció un instante silencioso mirando al techo.

«Pienso yo, mi General, que nos afanamos más de la cuenta por las que llaman causas, y que entre éstas, aun las que parecen más contradictorias, no hay diferencias tan grandes como grandes son y profundos los ríos de sangre que las separan…».

Tampoco a esto contestó nada el General. Dio un cigarro a su amigo; encendieron ambos en una estufilla colocada en la mesa próxima a la cama, y al poco rato el herido reanudó la conversación, desviándola del terreno resbaladizo a que Fago quería llevarla.

«Yo le alabo a usted, señor capellán, el gusto de preferir la religión a la guerra. Al saber que tomaba asco a las cosas militares, me confirmé en la buena opinión que de usted tenía. Siempre me pareció usted un hombre de superior entendimiento, apto para todo.

– Vuecencia me favorece demasiado. No soy apto para nada.

– Me gusta la modestia, pero no tanta… Digo que ha hecho bien en volver a su vocación antigua, que es la verdadera. Y aunque usted posee dotes militares, bien lo he conocido, ha hecho bien en quitarse de esos afanes y de esos peligros, casi siempre mal recompensados. Vuélvase a su estado religioso, que allí encontrará el premio. Los méritos de guerra, por grandes que sean, no tienen recompensa ni aquí… ni allá.

– Lo mismo creo, mi General… Y aquí me tiene usted sin vocación ninguna, pues todas las he perdido, y con toda verdad le digo que no sé adónde han ido a parar. No tengo más que un deseo: el descanso. Y vuecencia me dirá: «¿Cómo puede estar cansado quien nada ha hecho?» Respondo que se cansa uno del tráfago del pensamiento tanto como de las acciones repetidas, obra del cuerpo y la voluntad. Se cansa uno de pensar lo que no hace, como se cansa de hacer las cosas pensadas por sí mismo o por otros. Yo soy hombre concluido. En cortos años, mi vida ha sido muy larga.

– No esté usted tan descontento de sí mismo – le dijo D. Tomás revolviéndose con trabajo en su lecho. – Serénese, y la vida le abrirá nuevos horizontes. Es usted joven: la religión le dará los alientos que hoy no tiene».

Creyó notar Fago que el General sentía vivos dolores, y que los disimulaba por atender a la visita. Se levantó para retirarse.

«Mi General – le dijo, – vuecencia necesita descansar, y estoy molestándole.

– Hombre, no… No tenga usted prisa… Estos malditos dolores no me dejan, no me dejan… ¡Qué le hemos de hacer!… Sufriremos todo lo que podamos. Ahora dicen esos señores que será preciso extraerme la bala, y que cuando la saquen me pondré bien. Allá veremos. Les he dicho que corten y rajen cuando quieran…

– Mi General – añadió Fago, viendo entrar a la señora de los pasos ligeros, – estoy molestando a vuecencia… Me retiro… Quiera Dios darle el alivio que merece.

– Bueno, amigo Fago: si desea marcharse, no le retengo más. Usted… me parece… también debe cuidarse.

– ¡Mi vida es tan poco útil!… No digo naciones ni partidos; pero ni aun familia, ni persona alguna dependen de mí.

– ¿Es usted solo?

– Tan solo, que no teniendo más que a mí mismo, paréceme que tengo mucho.

– Hay que cuidarse… conservar la vida todo lo que se pueda… Adiós, amigo Fago.

– Mi General, adiós.

– Y ya charlaremos otro poco… sabe Dios dónde y cuándo… Adiós.

– Adiós».

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
260 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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