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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zumalacárregui», sayfa 2

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III

Cerca ya de Peralta, los disparos que oyeron y la columna de negro humo que del pueblo salía, enroscándose, pausada y lúgubre, les anunciaron que Zumalacárregui había mandado atacar el fuerte defendido por los urbanos. Si tenaces y fieros eran, los sitiadores, no les iban en zaga los de dentro, mandados por un tal Iracheta, de casta de leones. Ansioso de ver de cerca el combate, saltó Fago de la galera y adelantose al pueblo. Sentía inexplicable comezón de impresiones trágicas, y anhelo de ver que el furor de los hombres con toda fuerza se desplegara. Y sin darse cuenta de lo mal que cuadraba esta querencia con su anterior propósito de recobrar la quietud del alma, obra del estudio y la oración, su mente, no bien curada aún de la fiebre poemática, ansiaba el espectáculo de la historia viva, de la página contemplada antes de perder en las manos del historiador el encanto de la realidad.

No pudo aproximarse al lugar donde batían el cobre, porque el pueblo estaba circundado de tropas, que no dejaban fácilmente espacio a los curiosos. De adobes eran las casas de Peralta, frágiles y esponjosas, edificadas sobre terreno desigual. En la joroba del centro, más alta que las demás, alzábase la iglesia, de sillería, convertida en fuerte desde el mando de Rodil; sólida y robusta posición que aquel día hicieron inexpugnable unos cuantos urbanos con su increíble tesón. El bueno de Fago pudo observar que, dueños los facciosos de toda la parte baja del pueblo, sacaban de las casas cuanto podía servirles para reforzar los parapetos en derredor de la iglesia, y tal acopio de colchones hicieron, que no debía quedar uno para muestra. Por una callejuela enfilada al centro, Fago veía movibles figuras tiznadas; los tiros sonaban continuamente, sin que se sintiera ese rumor extraño que indica victoria o esperanzas de ella; voces de mando llegaban hasta afuera, airadas, blasfemantes. Por fin, como nada sacara en limpio de su fisgoneo por los contornos de la acción bélica, y además se sintiera cansado y algo aburrido, alejose hacia el campo, donde había tropas que estaban mano sobre mano. Allí oyó decir: «Nada se conseguirá sin artillería. Es perder vidas y tiempo». Más allá los soldados de Villarreal mostraban hastío, impaciencia de que el General dispusiera levantar el sitio de Peralta, que llevaba traza de interminable. No tardó el curita en participar del aburrimiento de la tropa, y en verdad que aquella página militar no le resultaba interesante y quería volverla pronto, imaginando hallar en la siguiente asunto menos fastidioso. Un capellán del 7.º, que le conocía de Oñate, agregose a él en busca de palique, obsequiándole al propio tiempo con una sustanciosa merienda. Comieron y bebieron en una venta, pasado el puente sobre el Arga, camino de Marcilla, y luego platicaron de guerra y política todo lo que les dio la gana, viendo de lejos las humaredas pavorosas. Era el capellán en extremo hablador, con lo que se dice que era pequeñuelo, vivaracho y de corta nariz. Presumía de gran estratégico, y no reconocía en artes de guerra más superioridad que la del General de la causa. «Don Tomás me dispense – decía; – pero estamos perdiendo un tiempo precioso. Y ha de saber usted, amigo Fago, que este D. Fermín Iracheta que manda los urbanos es uno de los hombres más templados de Navarra. Amigo es de nuestro General, y conociéndose como se conocen, están ahí jugando a cuál es más bravo y terco. Había usted de ver las comunicaciones que se cruzaron esta mañana entre Zumalacárregui y el jefe de los urbanos: «Fermín, que te rindas». Y el otro: «Tomás, no me da la gana…». «Fermín, que vas a morir abrasado…». «Tomás, bonita muerte con el frío que hace…». Y tiros van, tiros vienen; pero lo que es el fuerte no se rinde… ¿Y quién creerá usted que llevaba del fuerte a los parapetos y viceversa los papelitos con el ríndete y el no me rindo? Pues una vieja del pueblo, la cual fue ama de cría de Iracheta, loba navarra que dio la teta a ese nuevo Rómulo. En la plaza había usted de verla esta tarde vociferando delante del General, con estas expresiones: «Váyase de aquí, D. Tomás, que ése tiene la cabeza muy dura».

Ya iba fijando Fago su atención en el suceso de Peralta, que tan insignificante le había parecido, y acabó de interesarse en él oyendo contar a su colega Ibarburu, que así se llamaba el capellancito, el estupendo ardid ideado por el sitiador para quebrantar la entereza del valeroso caudillo de los urbanos. «Sepa usted que la esposa de Iracheta fue llevada esta tarde al pie del muro, y rompiendo a llorar se puso a gritarle: «Ríndete, Fermín, ríndete, que si no pegarán fuego a la iglesia y pereceréis todos achicharrados…». Y él, ¿qué hizo? Asomar por una de las ventanas y decirle: «O te quitas de ahí ahora mismo, puerca, y te vas a casa, o hacemos fuego sobre ti. Fermín Iracheta sabe morir; pero no sabe deshonrarse». ¿Qué tal?… Con hombres de esta fibra, ¿no podríamos conquistar el mundo? ¡Lástima que Iracheta no sea de los nuestros! Pero lo será. La causa conquista poco a poco el suelo y los corazones: vamos al triunfo de Dios y del Rey; pero pronto, prontito… La fruta está madura. La caterva cristina no espera más que una buena coyuntura para venirse acá. Se le conoce en la manera de combatir. ¿Quiere usted que le diga mi opinión con toda franqueza? Pues ya debemos soltar los andadores; más claro, ya no nos hace falta el arrimo de los montes navarros. Al llano, señores. A pasar pronto ese gran Ebro, famoso entre los ríos; a Miranda, o más seguro, a Ezcaray y Pradoluengo, para proveemos de paños, y caer de allí sobre Burgos como la maza de Fraga. Una vez en Burgos, las Potencias nos reconocen, y a Madrid con los faroles».

Oyendo estas cosas, Fago meditaba mirando al suelo, y momentos después, mientras Ibarburu, infatigable charlador, pegaba la hebra con unos militares que entraron a refrescar, sintió un sueño intensísimo, como hombre que ya llevaba unas treinta horas sin dormir: arrimándose al ángulo en que se juntaban los asientos, apoyó la cabeza en la pared y se quedó dormido con la boca abierta. Su sueño febril era como esos monólogos cerebrales en que ovillamos y desovillamos una idea; monólogo en el cual Fago se reconocía también estratégico, pues tenía el sentido geográfico, o de las distancias y diferencias de altura entre los terrenos. Sin haberlo estudiado, conocía la importancia y valor de los ríos y los montes, de las divisorias y sus puertos, que permiten comunicar una con otra cuenca. Y asociando con estas ideas teóricas su conocimiento práctico de diferentes territorios, recorría mentalmente la Canal de Berdún, que conocía palmo a palmo; el puerto de Loarre, que separa las aguas del Gállego de las del Cinca; los valles de Hecho y Ansó en la montaña, y en tierra baja, las Cinco Villas de Aragón, de reseco y quebrado suelo, surcado por ríos miseros en verano, y en invierno torrenciales… Al recargarse el sueño, se le confundían estas nociones geográficas con sus recuerdos del país vasco, los valles profundos del Urola, Deva y Oria, las eminencias de Elosua y Pagochaeta, junto a Azpeitia, y en la vecindad de Oñate, las sierras de Elguea y Aránzazu. Peñas y corrientes de agua rondaban por su cerebro, juntamente con subidas y bajadas y mucho ir y venir de hombres presurosos… En esto le despertaron tirándole de los pies, y oyó toques de tambor y cometas, ruido de marcha, gran rebullicio de gente.

Salió a la puerta del parador restregándose los ojos. Era noche oscura, alumbrada por los fulgores siniestros de Peralta, que ardía por entero. Levantado el sitio del fuerte, por ser los urbanos y su jefe Iracheta muy duros de pelar, los facciosos anegaron el suelo soltando las cubas de vino en todas las bodegas, y se dirigieron presurosos a Villafranca, donde también había fuerte y urbanos. Desfilaban ordenadamente los batallones, cuando el clérigo, triste, salió al camino y se entregó a la corriente humana, marchando maquinalmente al paso de la tropa, sin preguntar adónde iba. Toda la noche anduvieron a regular paso, y al amanecer pasaban el Aragón por Marcilla. En este pueblo, tomando la mañana, topó Fago otra vez con su amigo Ibarburu, el capellán hablador, y por él supo que en Villafranca se esperaba una reñida pelea con la guarnición cristina. Se decía también que salía de Pamplona un cuerpo de ejército para provocar a Zumalacárregui a batalla campal en la Solana, al retirarse de la Ribera.

Dudó Fago si incorporarse al Cuartel Real, que sólo estaba a dos leguas de aquel pueblo, o seguir perdido entre el ejército de Zumalacárregui. Aún no había visto al afamado guerrero, al organizador genial que de gavillas indisciplinadas hizo formidables batallones; al que con su extraordinaria pericia había tenido en jaque a las tropas de la Reina, mandadas primero por Sarsfield, después por Quesada y últimamente por Rodil. En la mente del clérigo, la figura del héroe de aquella guerra se agigantaba de tal modo, que, con su anhelo de verle de cerca y hablarle y oírle, se confundía el temor de que tan grande gloriosa figura se le deslustrara al pasar de la ilusión a la verdad. En Villafranca quedó satisfecha su ardiente curiosidad, en ocasión y forma que se verá después.

IV

Los urbanos o cívicos (que de entrambos modos se les llamaba) defensores de Villafranca no eran menos templados que los del otro pueblo, y como allá, se encastillaron en la iglesia, el único edificio sólido y fuerte de la villa, la cual parecí de barro y yesca, como la tierra circundante. Los carlistas situaron a la puerta del templo los dos únicos cañoncitos que llevaban, y batiéronla y se hicieron dueños de ella. Replegáronse los urbanos en la torre, de robusta construcción, y con ellos se encerraron sus hijos y mujeres. Debe advertirse que, si en el vecindario dominaba la opinión facciosa, no eran pocos lo cristinos furibundos; y enconadas las pasiones, el sexo femenino, con su locuaz vehemencia, exaltaba el ánimo de los hombres y les hacía sanguinarios y feroces. Al encastillarse con sus maridos en la torre, las urbanas, antes que por un móvil heroico, hacíanlo por miedo a las uñas y a las lenguas de las mujeres del otro bando.

Ganada la iglesia por los facciosos, resolvieron pegarle fuego. Los lugares sagrados, mediante una breve salvedad de conciencia, caen también dentro del fuero de guerra, y los militares atan y desatan al demonio según les conviene. Hacinaron bancos, túmulos y confesionarios; metieron mucha paja, y poco después las imágenes se veían envueltas en humo que no era de incienso. Antes se había cuidado de poner a salvo las Sagradas Formas, que llevaron a la ermita de Santa Ana, sin que en ello prestara ayuda el bueno de Fago, el cual, atónito, presenciaba cosas tan extrañas y nunca vistas. Impávidos en la elevada torre, los cívicos hacían fuego certero desde el campanario; tenían municiones abundantes y los víveres precisos para resistir; apuntaban bien y mataban todo lo que podían. Vino la noche, y como el fuego de la iglesia no cundiese con rapidez, metieron los sitiadores más paja, atizaron de firme, y el altar mayor, que era un armatoste grandísimo y muy apropiado a la propagación del incendio, llevó las llamas a la techumbre. Por fuera, guedejas de humo negro y espesísimo coronaban el caballete, enroscándose, por causa del viento, en dirección opuesta a la torre, lo que daba algún respiro a los urbanos. Y el tiroteo no cesaba. La claridad del incendio permitió a los sitiados hacer puntería, y con las balas salían del campanario apóstrofes injuriosos y cuchufletas impropias de la gravedad de la contienda. Las mujeres chillaban más que los hombres.

Durante la noche ardió parte del tejado y el tramo superior de la escalera del campanario, la cual era exenta y se apoyaba en el caballete, quedando así incomunicados los cívicos y sus mujeres y chiquillos; mas no por eso menos decididos a defenderse a todo trance. Lo peor fue que el humo, penetrando en la torre por diferentes huecos, les molestaba más de lo que quisieran; a media noche parlamentaron con los sitiadores por un ventanucho ojival, distante como doce varas del suelo, y, reiterando el propósito de no rendirse, pidieron al General consintiese la salida de las mujeres y niños, que no merecían correr la triste suerte de los hombres. Oyó esta propuesta Zaratiegui, que al pie de la torre vino con tal objeto, y al punto fue a ver al jefe, alojado en la Rectoral, y que, según se dijo, estaba pasando una noche de perros, molestado por el mal de orina que aquejarle solía. Con la respuesta consoladora de que se salvase a las mujeres, volvió Zaratiegui al poco rato; pero como el fuego había devorado la escalera superior, y los sitiados no tenían escalas ni cosa semejante, se discurrió suministrarles medios de salvamento. Toda la madrugada duró el trajín para reunir sogas y hacer con ellas y palitroques escalas de bastante resistencia para el objeto, y no hay que decir que esta operación fue como un paréntesis de esparcimiento y jovialidad en la cruelísima lucha. Fago ayudaba en aquella faena con gran celo y actividad, y sus manos encallecieron de tanto hacer nudos con ásperos cáñamos. Él fue el primero que, encaramado en los hombros de un gastador, y valiéndose de una larga percha, alargó el rollo de cuerda para que lo cogiese la mano flaca, perteneciente a un enjuto y tiznado brazo, que se estiraba en la ventana ojival. Dueños ya de una soga, los sitiados subieron con ella las escalas y todo el aparejo necesario para el salvamento.

Habríale gustado a Fago encontrarse arriba para prestar su concurso en el dificilísimo y peligroso descendimiento; se le ocurrían advertencias de aparejador mañoso, y haciendo bocina con sus manos gritaba: «¿Tenéis un madero fuerte?… ¿No?… Pues asegurad la cuerda en el pivote de las campanas, no en la barandilla, que parece endeble… Sujetad a las mujeres con cuerdas por bajo de los sobacos y retenedlas a medida que vayan bajando…». Prolongose la tregua hasta la mañana para que tuvieran tiempo los sitiados de disponer lo conveniente, y los facciosos, luego que retiraron sus heridos y muertos, descansaban, confiados en que tras de las mujeres se descolgarían los hombres, rindiéndose a discreción. Era gran locura o necedad obstinarse en la resistencia, rodeados de llamas y humo, sin esperanza de que vinieran tropas de Pamplona a socorrerles. En esta confianza, no se curaban de atizar el fuego, que parecía encalmado después de medía noche por la quietud del aire. A lo largo del caballete corrían llamitas fantásticas, graciosas, en algunos puntos humorísticas, que hacían mil figuras, signos de un lenguaje luminoso, semejante al dulce platicar de los tizones de una chimenea. A ratos, avivada la lumbre por una racha de viento, alumbraba con siniestro resplandor la plaza y calles circundantes, enrojeciendo las fachadas de las viviendas y las caras de los soldados. El pueblo no dormía; todos los vecinos estaban en la calle, mirando a la torre, aún entera, erguida, arrogante en medio de tanta desolación, despertando el interés de los seres vivos, que tienen alma. Callaban sus campanas; pero todo en ella era rostro y muda expresión, que decía: yo vivo, yo pienso, yo padezco.

Al despuntar el día se intimó desde abajo que despacharan pronto, y comenzaron a reunirse gentes diversas en los sitios más próximos a la torre. Zaratiegui mandó que no se permitiera acercarse a las mujeres; pero éstas, en fuerte pelotón, gravitaron sobre la línea de soldados, y convencidos éstos de que no se podía con ellas, dejáronlas llegar adonde quisieron. Conviniendo mucho a la facción contemporizar con el vecindario de los pueblos adictos y aun halagar sus pasiones, se toleraba a las mujeres de la causa todos los alborotos, chillidos y escandaleras que no perjudicasen a la moral del soldado; moral militar, se entiende, que de la otra no tenía por qué cuidarse la Ordenanza. No bien empezó la operación de descolgar las hembras y criaturas, la muchedumbre no pudo contener su inquietud. Las mujeres de los urbanos no eran bien miradas en el pueblo. Rivalidades de familia, que la feroz política exacerbaba, produjeron escisiones, continuas querellas, habladurías. La Fulana, por ser cívica, había llegado a tener mal concepto entre sus convecinas. La Zutana, carlista furibunda, era motejada entre el bello sexo urbano del modo más cruel. Así es la política, en las aldeas como en las ciudades populosas. El día anterior, las hembras encerradas con sus maridos en la torre, mientras éstos hacían fuego, insultaban a las facciosas. «Ya sabes dónde te has puesto, bribona – les contestaban éstas, chiflando desaforadamente. – Abajo eras carraca, y arriba campana. No voltees mucho, que puedes caerte…». Y como las bravatas de las urbanas terminaron pidiendo misericordia, y se les permitió el descenso, que era como concederles la vida, al comenzar el acto caritativo, las señoras de la causa no pudieron contener su inquina, y allí fue el cantarles el Trágala y el ponerlas de oro y azul. Bajaron primero tres niños: los de arriba poníanles cuidadosamente en los últimos peldaños de la escala, y eran recogidos por soldados que trepaban cuidadosamente para esta operación. El descenso se hacía paso a paso, presenciado con ansiedad por unos y otros. Llegaron a tierra felizmente los chiquillos, y fueron auxiliados al punto de ropa y comida, pues se hallaban ateridos y muertecitos de hambre. Al descender la primera urbana, la muchedumbre la saludó con aullidos de burla, por ser la que el día anterior con más desvergüenza injuriaba a los facciosos. «Anda, gran púa, saltamontes… ya ves cómo te perdonamos… Merecías colgar ahorcada, y te descolgamos con vida…». La segunda, que era de libras, fue asegurada con una cuerda por debajo de los sobacos, y así la iban aguantando en el penoso descenso por si acaso faltaba la escala. «Anda, anda, y no te tapes, descaradota. ¡Tapujos ahora, si cuando debías taparte no lo hiciste!… ¡Miren que salir ahora con vergüenzas!… ¿Vergüenza tú?»

En esto ocurrió un incidente que excitó más los ánimos, y en un tris estuvo que se malograse la difícil operación de salvamento. Un soldado llamado Díaz, natural de Lerín, mozo de mucha viveza y travesura, que ayudaba en el trajín de las escalas, se pasó de un brinco a la parte de tejado que aún se conservaba libre del fuego y se aproximó al boquete de la destruida escalera de la torre, el cual los sitiados habían tapado malamente con cascote y maderas. Creyeron, sin duda, los urbanos que se trataba de atizar candela por el interior de la torre, y sin encomendarse a Dios ni al diablo, ínterin descendían trabajosamente las hembras, hicieron fuego sobre Díaz y le hirieron en la paletilla. No hay para qué decir que se armó gran tumulto, y que la falta o ligereza de los sitiados, por poco la pagan con su vida las tres pobres mujeres que en aquel momento descendían, hallándose una a pocos pasos del suelo, otra a mitad del espacio y la tercera arriba, tratando de afianzar sus pies para descender. Si no contienen a las mujeronas de la causa que al pie de la torre chillaban, fácil hubiera sido que éstas rompieran la cuerda y que se estrellaran dos por lo menos de las tres infelices que estaban en el aire. La agitación era grande; el de Lerín bajó rápidamente con el hombro ensangrentado; las cívicas de la torre lloraban afligidas; las otras las insultaban; gritaban todos. Algunos querían matarlas, para castigar en ellas la increíble torpeza de los urbanos, que así rompían la tregua y respondían tan indignamente a la generosidad con que se les había concedido la vida de sus esposas. Se avisó al General en jefe, y pronto cundió entre la muchedumbre la voz: «¡Ya viene ya viene!…». Los soldados, a culatazo limpio, quisieron despejar, y se arremolinó el mujerío procaz; pero al fin, donde menos parecía que pudiera abrirse un hueco, el hueco se abrió, y este hueco en la masa humana lo fue aumentando la tropa por el procedimiento sencillísimo de arrear golpes a diestro y siniestro sin reparar en pechos, espaldas ni barrigas, hasta formar como una plazoleta vacía de gente. Esto no bastaba, y continuaron rompiendo calle por entre el apretado gentío, hasta comunicar con la casa del cura, donde se alojaba el General de los ejércitos de Carlos V. Consta que el héroe, hallándose frente a la ventana de su habitación, ocupado en cosa tan vulgar como afeitarse, veía descender las hembras por la escala, y al oír el tiro y la algazara que se produjo, apresuró la operación barberil, en la que comúnmente perdía muy poco de su precioso tiempo, y todavía con algo de jabón pegado a las orejas, poniéndose la zamarra y abrochándose los cordones, salió a la salita próxima, donde le aguardaban su ayudante Plaza, dos o tres notables del pueblo y el cura D. Fabricio, que, aunque furibundo sectario de la legitimidad, no se consolaba del incendio y destrucción de su querida iglesia. Al entrar D. Tomás, el reverendo, dando un puñetazo en la mesa y apretando los dientes, decía: «¡Guaidiós, que esas hi-de-porra, malas chandras, tienen la culpa de todo! Yo que usted, mi General; yo, Fabricio Gallipienzo, en vez de colgar esa carne podrida afuera, la habría colgado dentro de la santísima iglesia, cuando ardían los santísimos altares, para que se les ahumaran bien los tocinos».

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
260 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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