Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zumalacárregui», sayfa 6
XI
Hombre previsor, y que no fiaba al acaso la ejecución de su plan, Fago enviaba por delante a dos o tres de sus hombres para que buscasen bueyes y los tuviesen preparados en sitios convenientes. Había que resolver el problema de salvar la divisoria entre el Deva y el Urola, evitando el paso por los caminos reales, donde era fácil encontrar tropas cristinas de las divisiones de Jáuregui o Carratalá. Y ningún auxilio debían esperar de la columna de Eraso, que, según les dijeron, había tenido que replegarse a Éibar, y de aquí a Durango, acosada por Espartero. Mas sin acobardarse por este desamparo, y esperándolo todo de la Providencia divina, franquearon sin accidentes insuperables las enormes pendientes del monte San Isidro, arrastrando el cañón con cuatro parejas por un difícil y áspero sendero. A cada paso tenían que apartar piedras y troncos, o desatascar la narria, o vencer obstáculos que la desigualdad del camino les ofrecía; trabajo de cíclopes que sólo pueden acometer y consumar la ruda perseverancia, la inquebrantable adhesión a una causa más religiosa que política, cualidades asistidas de un vigor muscular a toda prueba. Todo esto lo tenían aquellos hombres, almas encendidas en ingenuo fanatismo, cuerpos atléticos. Eran niños en el sentir, gigantes en el hacer; cuando parecían extenuados, de su cansancio sacaban nuevos bríos.
Dificilísima fue la ascensión a San Isidro; penoso el descenso hacia Urralegui, en la noche oscura, rodeados de una densa neblina, que al amanecer se hizo de tal manera espesa que no sabían por dónde andaban. Sólo encontraron algunos carboneros. El resplandor de una ferrería en el fondo del valle, muy conocida de algunos expedicionarios que habían trabajado en ella, les sirvió de guía para orientarse. Llegaron contentos y orgullosos a las inmediaciones de Azcoitia, y se ocultaron en la espesura del bosque, para tomar descanso durante el día, y estudiar el paso del Urola, que sería de gran dificultad si andaban por allí tropas cristinas. Mandó Fago cinco hombres hacia la venta de Elosua, a reconocer el puente próximo, tantear a la gente del país y procurarse las parejas necesarias para continuar a la noche siguiente. Uno que era de Azpeitia se encargó de acercarse a su pueblo para ver si había tropas, y con los otros dos se quedó solo el jefe, custodiando el cañón en sitio bastante cerrado de monte. Chomín llamaban a uno de ellos, y era de Éibar; hábil herrero y un poco maquinista; mocetón fornido, de corazón infantil y mollera tan dura como el hierro que sabía trabajar. El otro, de armazón ciclópea, superaba en corpulencia y vigor a todos los de la partida; levantaba pesos inverosímiles, y la barra usual de hierro era para él un juguete. Por lo demás, un pedazo de pan como carácter. Llamábanle Gorria, y era del señorío de Lazcano. Durmieron los tres como unas dos horas, y luego comieron de lo que Chomín traía en su morral: pan duro, que reblandecían en el agua de un manantial próximo, y queso áspero de Cegama. Gorria, que servía en la causa desde los principios de la guerra, contó a Fago cómo había sustituido Zumalacárregui a Iturralde en el mando de Navarra; las cuestiones entre la Junta y el primitivo cabecilla; cómo el gran D. Tomás organizó con tenaz energía su ejército, enseñando a los campesinos tiradores el oficio de soldado, inculcándoles la disciplina y haciéndoles bravos, serenos, obedientes. Contaban esto los guipuzcoanos en lenguaje tan sencillo como incorrecto, pues hablaban detestablemente el castellano, y el aragonés lo oía con tristeza, pues todo aquello grande y práctico con que había ilustrado su nombre D. Tomás lo habría hecho él si le dieran ocasión de ello. Gorria le contó el gran suceso de Arguijas, y luego lo de Salvatierra, con la derrota de Doyle. Aseguró que si pudieran hacerse con algunas piezas de artillería, la causa estaba ganada, y se merendarían a Mina, que ya se preparaba a darles batalla, y venía muy fanfarrón. Dijo Fago que Mina era muy querido en Navarra y la conocía palmo a palmo; pero que no podría con Zumalacárregui si éste tomaba buenas posiciones y le esperaba tranquilo. Más guerrillero que General, y enfermo y viejo, no había caído Mina en la cuenta de que los tiempos eran otros: no en vano pasan veinte años de política sobre los pueblos. El Ejército Real no valía menos, como tal ejército, que los mejores de Napoleón, con la ventaja sobre éstos de estar en casa, en un país enteramente adicto, donde todo le favorecía, la naturaleza y las personas. Los cristinos venían a ser como extranjeros: nadie les quería, pocos les ayudaban. Tenían que llevar consigo las armas y el pan, y fortificarse en todo punto donde ponían su planta. Por último, entonaron los tres un himno en alabanza de la sublime artillería, y juraron afrontar no sólo lo difícil, sino lo imposible, hasta llevarle a D. Tomás la pieza de Ondárroa, cuyos formidables disparos se imaginaban ellos semejantes al retumbar de mil truenos.
«Y si D. Tomás – añadió el capellán – sabe escoger el mejor terreno; si atrae a Mina o a Córdoba a una batallita en regla, mucho será que no os apoderéis de cuatro o seis piezas de campaña, con las cuales yo… digo él, pasaría el Ebro por Cenicero, dirigiéndonos como un rayo a Ezcaray, para seguir luego sobre Burgos, y… Pero dejemos venir los acontecimientos, que de fijo vendrán tal y como yo os los anticipo».
El descanso de los tres hombres fue turbado por uno de los compañeros, que se les presentó jadeante, y les dijo: «En el camino de Elosua, los cristinos… muchos, muchos… caballería grande… Detenerse para ración… Pasar hacen por aquí bajo, hacia Azcoitia, pues». De los otros compañeros vinieron luego dos confirmando la noticia. Los otros tres habían pasado el río, subiendo a las alturas de Pagochaeta en busca de yuntas de bueyes. Dispuso Fago internar más el cañón en el bosque, pues sólo se hallaban a un tiro de fusil del camino real que en lo hondo del valle serpenteaba. Echaron todos sus formidables manos, y tomado el tiento a la pesada mole, lograron moverla monte arriba como unas veinte varas, poniéndola en un sitio más escondido, al amparo de las ruinas de una cabaña de carboneros… A poco de esto les sobresaltó un tiroteo lejano, señal de que alguna partida suelta molestaba a los cristinos desde las alturas de Elosua; fueron hacia allá, dejando el cañón custodiado por la Providencia divina, en la cual confiaban todos, y a la media hora de presuroso caminar, divisaron a lo lejos algunos hombres que iban a buen paso en dirección contraria al Urola, como hacia Placencia. Ordenó Fago que los más ligeros de piernas corrieran a su alcance, y les ordenaran detenerse de orden de Zumalacárregui. Eran escopeteros de la partida de Bidaurre; Chomín les conocía; corrió el primero; tras él fue Arizmendi, natural de Éibar, y pronto se pusieron unos y otros al habla. Por los de la partida supo el capellán que la columna cristina que se racionaba en Elosua era la de Carratalá. Reconociéndose todos al punto como defensores de la causa, en pocas palabras expuso Fago a los guerrilleros el objeto de su expedición, añadiendo que el General, al encargarle de transportar la pieza de artillería, habíale asegurado que las partidas volantes que operaban en combinación con la columna de Eraso le ayudarían en cualquier aprieto que pudiera ocurrirle. Un poco tardíos en hacerse cargo de la situación, los partidarios vacilaban; pero tal autoridad supo mostrar el aragonés, y con tan elocuente energía les habló, que se convencieron, prestándose a cuanto exigiera el servicio de la causa. Gorria, Chomín y los demás, hablando con los otros en vascuence, establecieron la más franca cordialidad. El principal de la partida les dijo: «¿Y qué tenemos que hacer?… ¿Defender la pieza por si quieren quitárnosla?
– No – replicó Fago. – Si quisieran quitárnosla, sería imposible defenderla. Lo que tenemos que hacer es impedir que la descubran; ocultarnos todos cuidadosamente, sin hacer el menor ruido, y una vez que la retaguardia cristina avance y nos deje el río libre, echar entre todos mano al cañón, y pasarlo por el puente de Elosua. Si por acaso los cristinos dejan alguna fuerza en el puente, embestirla sin miedo, acuchillarla, y adelante. Pasado el cañón a la otra orilla, no nos faltarán parejas con que llevarlo esta noche a Urrestillo, y franquear luego el monte Murumendi».
Aprobado este plan, Fago mandó apartarse más hacia occidente, dejando una guardia que vigilase el movimiento de los cristinos. Los de la partida eran once bien armados, con municiones abundantes; los otros seis: diecisiete hombres en junto, de gran fortaleza y decisión. Contaron los escopeteros que Bidaurre les había mandado tirotear a Carratalá desde el monte, molestándole sin darle tiempo a la defensa, y que con rápida marcha se corrieran luego hacia Azcoitia para repetir la propia operación desde las alturas del puerto de Azcárate. El resto de la fuerza andaba por las cercanías de Azpeitia.
No se habían internado gran trecho en la espesura, cuando sintieron los clarines de la caballería cristina que avanzaba. Los vigías que habían dejado en las peñas que dominan a Elosua avisaron que aún quedaban allá grupos de fusileros en acecho, ocupando las alturas más accesibles. Toda su autoridad hubo de desplegar Fago para contener a los de la partida, que nada menos pretendían que cazar, como erbias (liebres), a los soldados cristinos. Hízose por fin lo que la prudencia y el buen gobierno de la situación aconsejaban. Echáronse todos en tierra, con orden de no hablar, evitando la repercusión de sonidos en la sierra fragorosa, y así permanecieron hasta que la gradual lejanía del rumor militar les anunció que la columna enemiga había pasado río abajo. Decidió entonces Fago aprovechar el tiempo, y dirigiéndose hacia donde había dejado el cañón, ordenó que entre todos, utilizando el repuesto de sogas que llevaban, tiraran de él para bajarlo al puente. Diez y siete hombres de poderosa musculatura, bien podían desarrollar la fuerza de tiro de dos parejas; o, por lo menos, había que intentarlo hasta conseguirlo o reventar, pues se recibió la noticia de que tras aquella columna venía otra, que había salido de Villarreal al mediodía: su paso por el sitio de peligro sería dentro de hora y media o dos horas lo más. ¿Qué remedio había más que acelerar el transporte de la narria a la otra orilla, so pena de no poder hacerlo hasta muy tarde de la noche, o de correr el gravísimo riesgo de caer todos, cañón y hombres, en poder de los cristinos? Ánimo, y adelante.
Los diez y seis hombres, los treinta y dos brazos tiraron, obteniendo la unidad del esfuerzo con el grito rítmico de la gente de mar, y el pesado armatoste resbaló por el suelo, suave en algunos sitios alfombrados de grama, áspero en otros. Pero tal energía desplegaban, tan extraordinario poder desarrollaron los brazos de aquellos hombres, excitándose con frases de ardiente entusiasmo y fervor por la causa, que en veinte minutos trasladaron la carga a corta distancia del puente, situándola en un altozano, al borde de un talud, por donde era forzoso precipitarla. El peligro de que la mole, resbalando a impulso de su propio peso, arrollara a los más impetuosos, fue salvado con las serenas disposiciones que tomó el jefe. Felizmente, los cristinos no dejaron fuerza en la venta, con lo que ya no había más que acelerar el paso a la otra orilla antes de que llegara la segunda columna. Los de la venta, adictos también, ofrecieron su ayuda, y por fin, en media hora de colosales esfuerzos, tirando todos, arreándoles Fago con gritos y trallazos, salvé el cañón la joroba del puente, y pasó a la margen derecha del Urola, donde había un caminejo bastante expedito que les permitió internar la carga a trescientas o más varas de la orilla. No era el sitio seguro, ni mucho menos; pero imposibilitado de seguir adelante sin yuntas, ordenó Fago a los escopeteros que se volviesen a la orilla izquierda y tomaran posiciones en lo alto de las peñas para molestar a la columna cuando llegara, distrayéndola por aquella parte. Como la noche se venía encima, dispuso también que en las alturas donde habían estado antes se encendiesen hogueras, a fin de que la atención del jefe de la columna se desviara del sitio que interesaba mantener libre de toda sospecha.
Retirose con esto la partida, y despedidos los de la venta, previa la amenaza de fusilarles si daban el soplo a los cristinos, Fago y los suyos esperaron con vivísima ansiedad, pues en aquel caso se jugaban la vida. Discurrieron abrir un gran hoyo y enterrar el cañón: sólo una pala y una azada tenían; pero con tanto ahínco trabajaron, haciendo sus manos oficio de paletas, que el hoyo quedó abierto en media hora, y la pieza desapareció dentro de tierra y bajo una capa de yerbas y pedruscos. Hecho esto, se dispersaron, y situados en alturas fragosas, acecharon el paso de la columna. Temía Fago que los de la venta, por miedo o cobardía, revelaran el secreto a la tropa, o a la patrulla de chapelgorris, que seguramente vendría de noche; recelaba que si no los hombres, las mujeres, siempre charlatanas y enredadoras, dejaran traslucir algo, y no tenía tranquilidad hasta no salir de aquella comprometida situación. Al anochecer pasó la columna sin detenerse, circunstancia felicísima a que los expedicionarios debieron su salvación: sin duda quería llegar a Azcoitia a hora conveniente para alojarse. Los escopeteros tirotearon como a un cuarto de legua más abajo, conforme Fago les había advertido: todo iba bien, admirablemente combinado por la previsión suya, ayudada del acaso. Sólo podía entorpecer el éxito la inopinada presencia de los miqueletes, sobre todo si algún maligno o indiscreto les ponía sobre la pista del enterrado tesoro; pero este peligro se disponían a conjurarlo Chomín y Gorria, proponiéndose quitar de en medio a la patrulla, sin darle tiempo a respirar.
XII
Llegaron por allí dos mujeres que Fago no vio con buenos ojos. No temía de ellas la traición deliberada, sino la infidencia inocente, por indiscretas habladurías.
«¿Saben ustedes – les preguntó – si están en la venta los miqueletes?
– Ya se fueron, pues, con tropa. Volver ya harán, pues, a las diez. La cena ya pedirle han hecho a Casiana.
– Chapelgorris dormir hacen por la noche… y algunas noches ya hemos visto, pues, subir monte, y hablar confianza con partidas.
– No me fío – dijo Fago; – y ahora van ustedes a hacer lo que yo les mande, pero sin tratar de engañarme, porque en este caso lo pasarán mal.
– Serviremos ya, pues.
– Ahora se van ustedes a buen pasito por este sendero arriba, y en el primer caserío que encuentren se enteran de si hay pareja de bueyes, y la tratan, ofreciendo una dobla por media noche, y me la traen aquí; y si en vez de un par me consiguen dos, les daré a ustedes media onza de oro, con la cual paga este leal trabajo nuestro rey Carlos V. Accedan o no a prestarme este servicio, sepan que mientras estemos aquí no les permito pasar el puente para volver a la venta. Y no traten de engañarme, dando un rodeo para vadear el río, porque mi gente las vigila, y no hay forma de escapar. La que intentare pasar a la otra orilla antes que yo se lo permita, será pasada… por las armas. Conque… ya saben. Si me obedecen, media onza y viva Carlos V; si no, la muerte. Decídanse pronto».
Ambas gustaban en verdad de servir a la causa; pero la una tenía que volver a su casa con leña; las urgencias de la otra, que era corpulentísima, consistían en la obligación de dar la teta a su niño. «Tú llevarás la leña después – les dijo Fago; – y el crío tuyo, que espere. Por nada del mundo os permito volver a la venta». Ante tan resuelta actitud, diéronse prisa las dos a desempeñar su comisión, y con paso ligero emprendieron la marcha. Advirtioles el jefe que si encontraban a los dos hombres de la partida que habían salido con el mismo encargo de buscar yuntas, les diesen exacto conocimiento del lugar donde él y los suyos se encontraban. «Y otra cosa – agregó llamándolas después que echaron a correr: – que no me traigáis parejas con carro. Como yo sienta el chirrido de ruedas con los ejes desengrasados, hago un escarmiento en vosotras, en los boyeros y en los bueyes mismos… ¡Eh, andando!»
Antes que las mujeres, se presentaron de regreso los dos hombres con una sola yunta, pues no habían podido conseguir más. Transcurrieron las primeras horas de la noche en gran ansiedad, con el temor de que apareciesen los miqueletes reforzados con tropa cristina; pero nada de esto ocurrió. No se oía más ruido que el del Urola saltando entre las peñas de su lecho. El vigía que pusieron junto al puente, ordenándole que permaneciese tumbado con el oído sobre la tierra, comunicó que los boinas rojas habían llegado, y después de permanecer un rato en la venta, cenando quizás, habían vuelto a salir, alejándose río arriba. Receló después Fago que las familias de las dos mujeres, que en aquel momento servían la causa del Rey, se inquietaran por su tardanza y saliesen en su busca; recelo que se confirmó antes de las once con la aparición de una vieja y un chico preguntando por las ausentes. Una y otro confirmaron la ausencia de los chapelgorris; la vieja, con su ardiente adhesión a la causa, manifestada espontáneamente, inspiró confianza al jefe; era madre de la mujerona que criaba: el esposo de ésta servía con Zumalacárregui. Expresados el nombre y la filiación del tal, resultó que Chomín le conocía; eran grandes amigotes. «¡Vaya, Tomás Mutiloa!» Echándose a llorar, dijo la vieja que el apóstol Santiago se le había aparecido la noche anterior, asegurándole que ella no se moriría sin ver a D. Carlos en el trono, ya la santa religión triunfante. Preguntole Fago si no había en su casa algún hombre forzudo que quisiese trabajar; a lo que respondió la anciana que en su familia no había más hombre que su hija Ignacia, la cual tenía una fuerza como la de una vaca. Tiraba de un carro de abono tan guapamente; araba como la mejor pareja, y para romper la tierra no había otra. «Pues tráele aquí la cría para que le dé la teta en cuanto venga, y así podrá ayudarnos». No quería la vieja más que obedecer, poniéndose decididamente a las órdenes de aquel personaje desconocido, en quien su senil imaginación y su fanatismo veían a un príncipe de la familia real, disfrazado. Pronto regresó con el chico, que parecía un ternero; media hora después volvían el marimacho y su compañera con una pareja de bueyes, única que habían podido encontrar.
Con los escasos elementos de que disponía, organizó Fago su marcha, y desenterrado en un momento el cañón, engancharon, y ¡hala monte arriba! Gorria formó yunta con la Ignacia, y daba gloria verles tirando de la pieza. La otra mujer también ayudaba, y el chico, que era su hermano, igualmente. Delante iba la vieja con el ternero en brazos, animando a los bravos campeones de ambos sexos con palabras de alegría y confianza en la causa: «¡Arrear, arrear ya, mutillac!, y háganse cargo de que al propio Rey a su palacio llevan. ¿Pesa, pesa? Ya vale, pues. Con este cañón que llevar hacéis, ya querrá Dios que D. Tomás hacer polvo a los negros… ¿Cansar hacéis? Aquí no cansar ninguno. Pensar, pues, que a rastra llevar el mismo religión, y quitar el de herejes… Pensar esto, pues, y Dios ya dará fuerzas a vos, hará que fuerzas tener como bueyes y caballos… ¡Arrear, arrear!»
La noche era oscura, glacial, y la neblina condensada se resolvía en lluvia menudísima, que habría enfriado los huesos de los expedicionarios si el rudo ejército del tiro no les hiciese entrar en calor. Ignacia echaba fuego de su rostro; pero, incansable, daba ejemplo de resistencia a los hombres. Sin detenerse más que breves momentos en los puntos que designaba el jefe para tomar descanso, llegaron al amanecer a las alturas que dominan a Villarreal, y de allí, sin perder tiempo, cuesta abajo ya, se dirigieron a la cuenca del Oria por Astigarreta, donde ya tenían contratadas yuntas para bajar hasta Beasaín. La vieja con su ternero, la gigantesca Ignacia y la otra con el chico se despidieron allí para volver a su casa, después de bien recompensadas en nombre de Su Majestad, encargando la mujer-vaca que dijeran a su marido Mutiloa el grande servicio que ella había prestado a la causa, y que no dejara de portarse en toda ocasión como un valiente, pues el Rey y Dios, de una manera o de otra, se lo habían de premiar.
Acordó Fago un descanso de medio día, cinco horas de sueño y una para comer, y Chomín propuso que visitaran a un ermitaño que en aquellas soledades gozaba opinión de santo, y aun se permitía milagrear un poco. Llamábanle Borra, y hacía doce años que se había dado a la vida ascética, construyendo su cabaña de piedra y barro, techo de juncos y tierra, en una de las vertientes del Murumendi. Vivía de limosnas y del fruto de un huertecito que cultivaba junto a la cabaña. Chomín y Gorria, mientras conducían a su jefe a visitar al ermitaño, contaron, que éste había militado en las partidas realistas del año 22, y que habiéndole sorprendido Mina en actos de espionaje, le condenó a muerte, conmutándole luego la pena por la menos cruel y más infamante de cortarle las orejas. Se las cortaron, ¡ay!, y el pobre hombre se fue a su casa, sin gana ya de volver a guerrear por los realistas ni por ningún nacido. Agobiado de tristeza y soledad, pues además de la falta de orejas lloraba la de familia, vendió su corta hacienda, y se fue al monte, ávido de quietud religiosa, lejos de las pasiones humanas y del loco trajín del mundo. No volvieron a entrar tijeras en su barba y cabello, y éstos le cubrían la mutilación nefanda. Vestía un capote de pastor, y se hallaba acompañado de una cabra y un perro. Como a veinte pasos de su cabaña había plantado una enorme cruz hecha con troncos, y allí rezaba las horas muertas: aquélla era su iglesia, y no tenía más, ni le hacía falta para nada. El huerto dábale coles y borrajas, alguna patata; no cazaba, ni poseía instrumentos para quitar la vida a ningún ser. Sus devotos, que en Beasaín y Larza los tenía muy fieles, solían subirle cosas de más sustancia: alguna trucha del Oria, queso, pan, y en las solemnidades, huevos y algún chorizo de añadidura.
Distaban aún cien pasos de la choza Fago y sus compañeros, cuando se encontraron al ermitaño, que paseaba al sol, precedido de la cabra y el perro. Era alto y huesudo, tan tieso que parecía de madera; figura semejante a muchas que se ven en nichos polvorosos de las iglesias, olvidadas de la devoción, sin ofrendas, sin culto. El cabello entrecano le caía hasta los hombros, y la barba era de variados colores, uno y otra de extraordinaria aspereza. Calzaba peales, y se cubría todo el cuerpo con un ropón de jerga, remendado con cierto esmero, ceñido a la cintura por cuerda de cáñamo. En una mano llevaba el garrote, y en la otra un cuenco de media calabaza, con el cual bebía el agua cristalina de una fuente próxima a su vivienda. Saludado por los visitantes, miré a Fago con recelo, que el capellán disipó con palabras afectuosas.
«Eres tú aragonés – le dijo el venerable. – Por el acento te conocí. Vi y traté a muchos aragoneses en mi tiempo de pecador, y todos guapos chicos, pero muy quijotes… camorristas, bebedores, cantadores y enamorados». Siguieron hablando de cosas indiferentes, y luego propuso Borra que le acompañasen a la fuente, donde catarían con él el agua más rica del mundo. De aquel líquido se daba el solitario, según dijo, grandes atracones mañana y tarde, y a ello debía su inalterable salud. Fueron, pues, al manantial, y sentados en el césped finísimo, bebieron de un agua cristalina y glacial, que a Fago le pareció como todas las aguas, y a Chomín inferior al peor vino. El de Navarra fue ardientemente elogiado por Gorria, y de aquí saltó la conversación a la guerra, diciendo Fago: «Nosotros tres y los compañeros que abajo quedan somos servidores del rey D. Carlos V, en favor de quien tú, bendito Borra, seguramente imploras los auxilios del cielo. Unos con las oraciones y otros con las armas, todos ayudamos a la causa». Respondió el ermitaño con frialdad, no inferior al agua que habían bebido, que él, desde que se retiró a la aspereza del monte, había hecho corte de cuentas con todo lo que fuera política, reyes y ambiciones armadas o pacíficas. Nada le importaba ya que mandase Juan o Pedro, y le gustaba más mirar a las estrellas que a los hombres. Hasta su soledad llegaban a veces rumores de tropas que pasaban por el fondo de los valles; pero él les hacía el mismo caso que si fueran las caravanas de hormigas que andan afanosas por la tierra.
«Óiganme, señores míos, y si quieren hacerme caso, bien, y si no, también. Yo les digo que la guerra es pecado, el pecado mayor que se puede cometer, y que el lugar más terrible de los infiernos está señalado para los Generales que mandan tropas, para los armeros que fabrican espadas o fusiles, y para todos, todos los que llevan a los hombres a ese matadero con reglas. La gloria militar es la aureola de fuego con que el Demonio adorna su cabeza. El que guerrea se condena, y no le vale decir que guerrea por la religión, pues la religión no necesita que nadie ande a trastazos por ella. ¿Es santa, es divina? Luego no entra con las espadas. La sangre que había que derramar por la verdad, ya la derramó Cristo, y era su sangre, no la de sus enemigos. ¿Quién es ese que llaman el enemigo? Pues es otro como yo mismo, el prójimo. No hay más enemigo que Satanás, y contra ése deben ir todos los tiros, y los tiros que a éste le matan son nuestras buenas ideas, nuestras buenas acciones».
Quiso Fago replicarle defendiendo las guerras cuyo fin es refrenar la maldad; pero el anacoreta no quiso escuchar tales argumentos, y levantándose y esgrimiendo el garrote, no con manera hostil, sino en forma oratoria, dijo estas palabras: «No, no, no… ¡A mí con ésas! Condenado Fernando VII, condenado D. Carlos María Isidro, y condenadas todas las reinas, magnates y archipámpanos que andan en este pleito.
– Y condenados también nosotros – dijo Fago, un poco mohíno, levantándose.
– También, si no vuelven la espalda al demonio – agregó el ermitaño, poniéndose en camino pausadamente en dirección de su cabaña. – Y más les digo: dos cosas malas, remalas hay en el mundo: la guerra y la mujer… ¡La guerra!, por el son de la palabra, ya se ve que también es mujer. Detrás de las matanzas entre hombres hay siempre querellas, envidias y trapisondas de mujeres.
– ¿Crees, también que está condenado el bello sexo? – le preguntó Fago con un poquito de socarronería.
– Condenadas todas no – replicó el otro con autoridad, – porque algunas hay buenas… aunque pocas… Pero que el infierno está lleno de mujerío, no lo duden ustedes.
– ¿Verlo tú, pues, Padre? – preguntó Chomín.
– No necesito verlo – dijo el solitario alzando el garrote con alguna viveza – para saber lo que hay allí; y si lo dudas, pronto te desengañarás, porque pronto te has de morir, y has de morir matando.
– Y de mí, – preguntó Fago, – ¿qué piensas?, ¿cómo y cuándo crees que he de morir?»
El eremita se detuvo, y mirándole grave y detenidamente al rostro, le dijo: «De ti no sé nada… No te entiendo… En ti veo mucho malo y mucho bueno. En tus ojos hay dos ángeles distintos: el uno con rayos de luz, el otro con cuernos. Yo no sé lo que será de ti. Tú harás maldades, tú harás bondades… No sé».
Siguieron un buen trecho silenciosos, hasta que Gorria, queriendo soliviantar al solitario, se dejó decir: «¿No sabes, santo Borra? Tenemos ya de General en jefe de los cristinos a Mina». Al oír este nombre se inmutó ligeramente el solitario, y con un movimiento maquinal se llevó ambas manos a las orejas, mejor dicho, a los oídos, cubiertos por la enmarañada y polvorosa guedeja. «Mina, Mina… – dijo algo turbado y balbuciente… – no es ése más ni menos perro que otros perros asesinos.
– Tu religión, nuestra religión – le dijo Fago, – te manda perdonar a tus enemigos.
– Y los perdono. Pero Dios no los perdonará… digo, no sé. Allá Él. Yo rezo todos los días porque los militares abran los ojos a la verdad, y abominen de las matanzas. Pero nada consigo. Todos los que vienen a verme me dicen que cada día es más terrible la guerra, y ya no guerrean sólo los hombres, sino los viejos y hasta los niños. Vosotros, que venís a dar un consuelo al pobre ermitaño, guerreros sois también, y sin duda de los que andan al acarreo de armas y municiones.
– Así es: honra mucha – dijo Chomín impetuoso. – Llevar hacemos un cañón grandísimo para el Ejército Real, y muy pronto, pues, oír tienes sus disparos.
– Mientras tú rezas – dijo Gorria, – nosotros disparamos… quiere decirse que rezamos con pólvora.
– Ese rezo es para Satanás maldito.
– ¿Estás bien seguro de lo que afirmas? – le dijo Fago, queriendo poner fin a la conferencia y volver a su obligación.
– Tan seguro – replicó amoscándose el desorejado eremita, – como lo estoy de que los tres sois alcahuetes de la guerra, y mequetrefes de Satanás. Ya os estáis marchando para abajo, que yo me encuentro mejor en la compañía de los pájaros y de las moscas que en vuestra compañía.
– Nos vamos, sí – dijo Fago tranquilamente, sacando del bolsillo una moneda. – Nos llama nuestra obligación. Te dejaré una limosna.
– ¿Dinero?… Gracias. No me hace falta para nada – replicó el santón, alejándose de los tres. – Ahí tenéis otro motivo de condenación, el maldito dinero, que no sirve más que para hacer a los hombres codiciosos y avarientos. Por dinero salta el hombre y baila la mujer, y de estos brincos sale la guerra… Guárdate tu moneda, que yo no tengo bolsillo. Mira las hormigas cómo viven sin dinero. Pues lo mismo soy yo: como y estoy bueno sin ver un cuarto… ¡Cuartos! ¡Vaya una inmundicia…!
– También tengo plata…
– ¡Plata!, ¡qué roña!
– Y oro.
– De plata tiene los cuernos Lucifer, y de oro la pezuña. Váyanse, váyanse con Dios… Ustedes matan, yo rezo…».