Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 22
Capítulo V. A almorzar
El narrador no cree haber faltado a su deber por haber omitido hasta ahora que los Tellería corrieron en tropel a Suertebella desde que llegó a su noticia el grave mal y estado de María. Tan natural es esto, que el lector debía darlo por cierto, aunque las fieles páginas del libro no lo dijeran terminantemente. Lo que sí conviene apuntar, por si la posteridad, siempre entrometida y buscona, tuviera interés en saberlo, es que en la mañana de aquel célebre martes (el día de la misa de rogativa, de la visita de Paoletti y de la partida de Pepa), la marquesa de Tellería, el marqués y Polito oyeron atónitos, de boca de León Roch, estas enérgicas palabras:
– No se puede ver a María.
– ¿Hoy tampoco? ¡Lo oigo y no lo creo! – exclamó Milagros, sin poder contener su ira. – ¡Prohibir a una madre que vea a su pobre hija enferma!…
– ¡Y a mí, a su padre!…
Polito no decía nada y se azotaba los calzones con un junco que en la mano traía.
– ¿Qué razón hay para esto?
– Alguna razón habrá cuando así lo dispongo – dijo León.
– Yo quiero entrar a ver a mi hija. Yo quiero velarla, asistirla.
– Yo la asisto y la velo.
– ¿No nos das ninguna razón, ¡por Dios!, ninguna explicación de esa horrible crueldad? – dijo el marqués poniéndose severo, que era lo mismo que si se pusiera cómico.
León les habló del delicadísimo estado moral de María y del gran temor que a él le inspiraban las indiscreciones de su familia si esta entraba en la alcoba de la enferma.
– ¿Está sola en este instante?
– Está con su confesor.
Y la marquesa llevó aparte a su yerno y le dijo:
– Verdaderamente no creí que llegaras a tal extremo. Explícate, explícame las monstruosidades que han pasado aquí… ¡Ah! Mi pobre y desventurada hija ignora, sin duda, que se halla en la misma casa de la querida de su esposo… Temes que le abra los ojos, temes que la verdad salga de mis labios como sale siempre, espontánea, natural… porque no sé fingir, por que no sé hacer comedias.
– ¡Oh! No, señora, yo no temo nada – dijo León, deseando cortar la disputa. – Pero usted no verá a su hija hasta que ella no se restablezca.
– ¿Y qué autoridad tienes tú sobre la mujer que has despreciado?… ¿O es que estás arrepentido de tu conducta y quieres…?
La marquesa cambió de tono y de semblante. Aquella trágica arruga de hermosa frente desapareció como nubecilla disipada por el sol; brillaron su ojos con animación juvenil, y hasta parecía que el disecado pajarillo de su elegante sombrero aleteaba entre las gasas.
– ¿Acaso hay proyectos de reconciliación? – dijo entre agrias y maduras. – Si los hay, no seré yo quien los estorbe… Como vayan precedidos de arrepentimiento…
– No hay ni puede haber proyectos de reconciliación – dijo bruscamente el yerno, a punto que entraba en la sala el marqués de Fúcar.
Este, sobreponiéndose a su tristeza para cumplir los deberes que le imponía su condición de castellano de aquel magnífico castillo, se presentó a saludar a los Tellería, a compadecerles por la enfermedad de la pobre María, a rogarles que dispusieran de la casa y de cuanto en ella había. Y como el triste caso que allí los llevaba no era cosa de un momento, el generoso marqués de Fúcar, atento a dar a su hospitalidad un carácter grandioso y caballeresco, conforme a la resonancia europea de su nombre, invitaba a los Tellería a permanecer allí todo el día, toda la noche y todos los días y noches siguientes y a comer, cenar, tomar un lunch, un pic-nik o hispano piscolabis, a descansar, dormir, disponer de la casa entera, pues allí había mesa, despensa, bodega, servidumbre, camas para la mitad del género humano, caballos para pasear, flores en que recrear la vista, etc., etc.
– ¡Oh!, gracias, gracias… cuánto agradecemos…
La mano de Fúcar fue estrujada por la de Tellería, que en su emoción no pudo decir nada. En las grandes ocasiones, el silencio, una mirada al cielo y un apretón de manos son más elocuentes que cien discursos sobre la generosidad con que algunos seres nos hacen olvidar que vivimos en un siglo corrompido por las ideas materialistas. La marquesa se esforzaba en dar a su cara la expresión que, según ella, cuadraba más a su occidental belleza, o que mejor realzaba aquellos pálidos restos, bastante valiosos aún para lucir mucho si el arte, la coquetería, la palabra misma, discreto artífice, los combinaba bien y los presentaba en buena y proporcionada luz. Empeñando conversación mundana con Fúcar, supo llevar a este por las vías sentimentales con tanta gracia y donosura que el agiotista la oía con encanto.
Al mismo tiempo Tellería llevaba a León junto a la ventana para decirle con acento majestuoso:
– Las cosas han llegado a tal extremo, y tu conducta es tan ruin y vituperable en apariencia, que necesitas darme una explicación completa, aunque para ello sea preciso llevarte a un terreno…
– Al terreno del honor – dijo León con sarcasmo. – Vea usted: ese es un terreno al cual no será fácil que vayamos juntos…
– Comprendo que un padre político… No es que yo quiera agravar el escándalo con otro escándalo mayor. Nosotros confiamos aún en tu caballerosidad, en lo que todavía queda en ti de esa hidalguía castellana que los españoles no podemos desechar aunque queramos… y si Dios te tocase el corazón y te reconciliaras de un modo durable con mi querida hija…
– No me reconciliaré.
– Entonces…
El marqués lanzó a su hijo político una mirada que, dado el carácter promiscuo, entre cómico y serio, del ilustre personaje, podía calificarse en el orden de las miradas terribles.
– Entonces, yo sé lo que debo hacer.
Estaban en el salón japonés, lleno de figuras de pesadilla. Por sus paredes de laca andaban, cual mariposas paseadoras, hombrecillos dorados, cigüeñas meditabundas, tarimas de retorcidos escalones, árboles que parecían manos y cabezas que parecían obleas. Las figuras humanas no asentaban sus redondos pies en el suelo, ni los árboles tenían raíces; las casas parecían volar lo mismo que los pájaros. Allí no había suelo, sino una suspensión arbitraria de todos los objetos sobre un fondo oscuro y brillante como un cielo de tinta. Los desabridos rostros japoneses parecían hacer con su estupidez castiza el comentario más elocuente de la escena viva, y las mariposas de oro y plata reproducían, por arbitrio de la fantasía en aquella especie de estancia soñada, la sonrisa jeroglífica de la marquesa de Tellería. Cacharros de color de chocolate poblaban rincones y mesas; y viendo los ídolos tan graves, tan tristes, tan feos, tan hidrópicos, tan aburridos se hubiera creído que estaban comentando en teología mística asiática la tristeza indefinible de D. Agustín Luciano de Sudre.
Como se pasa de una página a otra en libro de estampas, así se pasaba de la habitación japonesa al gran salón árabe, donde estaba el billar, y en él Leopoldo. Con su tarugo de aspirar brea puesto en la boca, a guisa de cigarro, se entretenía en hacer carambolas.
Un lacayo se le acercó:
– ¿Ha llamado el señorito? – dijo.
– Sí – repuso el joven sin mirarle. – Tráeme cerveza.
Ya se marchaba el lacayo y Polito le volvió a llamar para decirle:
– ¿Se servirán pronto los almuerzos?
– Dentro de un momento.
Y siguió haciendo carambolas.
El marqués de Fúcar se retiró por un momento del salón japónico.
Un maître d’hôtel rubio y grave, reclutado en cualquier cafetín de París, y que se habría parecido a un lord inglés si no lo impidiera su servilismo melifluo y su agitación de correveidile, se acercó a la marquesa para pedirle órdenes.
– ¡Oh!, no – dijo esta. – Tomaré muy poca cosa… ¿Hay gateau d’écrevisses?… ¿No?, bueno, no importa. Las pechugas ahumadas no me gustan. Mi beefsteack que esté poco hecho.
– No olvide usted – dijo el marqués a aquel hombre benéfico, cuyo frac negro parecía el emblema de la caridad cristiana a la cual se deben los hospicios, – no olvide usted que yo no bebo sino Haut Sauternes.
Fúcar reapareció bastante melancólico, pero apresurado, indicando con esto que las tristezas no son incompatibles con el almorzar. Era un poco tarde, y los cuerpos necesitaban reparación. La marquesa, D. Agustín, Polito, el Sr. de Onésimo, que llegó cuando los demás estaban en la mesa, hicieron honor, como se dice en la jerga gastronómica, a la cocina del marqués de Fúcar. O por delicadeza de estómago o porque la aflicción de su ánimo le cortara el apetito, ello es que Milagros apenas probó algunos platos.
– No se deje usted dominar por la pena – le decía D. Pedro. – Es preciso hacer un esfuerzo y tomar alimento. Yo tampoco tengo ganas; ¿pero de qué sirve la razón? Hago un esfuerzo y como.
Buena prueba de los esfuerzos de don Pedro era un beefsteack que entre manos y boca traía, el cual, pedacito tras pedacito, pasaba a su estómago dejando en el plato la sangre bovina revuelta con manteca y limón. La marquesa, después de las ostras, no hacía más que picar y catar, tan pronto apeteciendo como desdeñando, y el marqués se encariñaba con las cosas picantes y afrodisíacas, obsequiándolas, risueño, con una mirada galante y después con las traidoras caricias de su tenedor. Las trufas, las saucisses trufadas, la rica lengua escarlata de Holanda y otras cosillas más aperitivas se ofrecían a su paladar con provocativos encantos.
– ¿Y Pepa? – dijo bruscamente el marqués de Onésimo.
– Está en Madrid – replicó Fúcar, sin alzar los ojos del plato, donde el solomillo parecía representar el Tesoro español por lo recortado y empequeñecido.
Siguió a estas palabras un largo silencio, que rompió al fin el mismo D. Pedro, diciendo a la marquesa:
– ¡Oh!, amiga mía… hay que sobreponerse al dolor… Además, la situación no es desesperada… María está bien hoy… ¿Llora usted?… A ver… esta media copa de Sauternes.
La marquesa no rehusó el obsequio. Después de apurar el vino, dijo así:
– Veremos si ese tigre de mi yerno me permite esta tarde ver a mi hija.
Deseando Fúcar hablar de asuntos menos aflictivos, sacó a relucir las voces que corrían acerca de la próxima boda de Polito con una riquísima heredera cubana, cuya familia, recién venida a Madrid, metía bastante ruido en la villa con la ostentación de una colosal fortuna. Desmintió la marquesa el rumor y Leopoldo lo confirmó indirectamente, con frases en que aparecía la modestia enmascarando a la vanidad. Los rumores eran ciertos, como lo eran el noviazgo y las pretensiones del joven, y su seguimiento cotidiano de la chica, a caballo y a pie; mas, a pesar de esta cacería ecuestre y pedestre, lo de la boda era un puro mito, sin otra realidad que la que tenía en el deseo ardentísimo de Milagros de ver a su hijo poseedor de un caudal limpio y gordo. La familia de Villa-Bojío, a pesar de tener amistad con la de Sudre, se oponía a las aspiraciones de Leopoldo; pero Milagros trabajaba en silencio con diplomacia y finura para que aquel sueño de oro fuera un hermoso despertar de plata.
Agotado el tema, retirose Milagros del comedor. Un lacayo presentaba al marqués y a Polito los mejores cigarros del mundo. Era aquel artículo, digámoslo en términos de comercio, el más superfino de cuanto abastecía la casa del millonario. Sus corresponsales de la Habana le mandaban para su uso lo mejor de lo mejor, en recompensa de aquella gracia y arte mágico con que se las componía con la Administración para hacer fumar al país lo peor de lo peor.
Estallaron fósforos y chuparon labios.
– Polito – dijo el marqués, – si quieres dar un paseo, dile a Salvador que ensille a Selika.
El benemérito jinete de caballos ajenos no se hizo de rogar y bajó al punto al picadero. D. Pedro dio un suspiro, hizo una seña al marqués de Fúcar y al marqués de Onésimo, dos marqueses subalternos, el uno de raza y el otro de administración, que observando la fisonomía del marqués del dinero parecían tributarle culto idolátrico, acatándole con sus miradas e incensándole con sus aromáticos puros. Acercáronse entrambos, D. Pedro bajó la voz y, con entristecida cara, les comunicó un pensamiento, una noticia, un hecho. Así, trasegando la pena de su afligido corazón al corazón de los amigos, el digno prócer se sentía aliviado, respiraba con más desahogo, hasta podía soltar un chascarrillo y reír con aquella carcajada congestiva que oímos por primera vez en la casa de baños.
– ¡Qué vida esta!… ¡Qué alternativas, qué inesperadas peripecias!… Luego esta pícara tendencia del corazón humano a exagerar las penas, pintándoselas como irremediables…
Onésimo se quedó estupefacto al oír el hecho referido por su insigne amigo. Creeríase que su cabeza, totalmente absorbida por las altas especulaciones bancarias y por la metafísica de hacer empréstitos, no comprendía aquel hecho vulgar. El de Tellería se llenó de alborozo oyendo las palabras tristes que salían de los labios de Fúcar, y tuvo una idea propia, una idea felicísima. Él la acariciaba en su mente, contemplando con los ojos del cuerpo las pinturas decorativas del comedor de familia, en cuyas paredes se veía representado un verdadero diluvio de animales muertos, perdices, conejos, ciervos, cangrejos, y otro diluvio de frutas, berzas, pepinos y mariposas. El roble tallado también ofrecía medallones de cacería, bocas tocando trompetas venatorias, perros corriendo, manojos de perdices y mil representaciones diversas del reino alimenticio, de tal modo que el comedor parecía el palacio de la indigestión.
Capítulo VI. El clérigo miente y el gallo canta
Cuando María Egipcíaca vio que entraba en su cuarto el padre Paoletti lanzó un grito de alegría. Le miró con cariño, posó después los dulces ojos en León, expresándole su gratitud por aquella fineza matrimonial que rayaba en lo sublime, y alargó una mano a cada uno. Aquel movimiento tan natural en ella, y que no fue acompañado de ninguna observación, era la cifra de su vida, y aún podría ser la síntesis de este libro en lo que a ella, se refiere. Los dos le preguntaron a un tiempo que qué tal se encontraba, y con una sola respuesta satisfizo a entrambos:
– Me parece que estoy mucho mejor. Me siento con ánimo.
León le dio una palmada en el hombro, diciéndole:
– Ahora… yo me retiro.
– No, no, no – dijo con gran presteza el padre Paoletti, que se había sentado a la izquierda de la cama. – Doña María y yo no vamos a hablar de cosas de conciencia… El médico nos ha dicho que su estado no es ni bastante grave para acudir con premura a la salvación del alma, ni bastante lisonjero para poder platicar extensamente sobre temas espirituales que, por lo mismo que son dulcísimos y preciosísimos, fatigan la atención. Departiremos un poco los tres… sí señor, los tres… y a su debido tiempo, cuando esa cabeza esté más serena, mi ilustre hija espiritual y yo nos secretearemos un poco.
La sonrisa con que concluyó el discursillo comunicose a María, que la reprodujo como reproduce la mar el color del cielo.
Era Paoletti, como se ve, un hombre afable, meloso, de palabra sencilla y llena de atractivos, de apariencia modesta y seductora en una pieza, por la reunión feliz de una figura simpática y de la voz más clara, más argentina, más conmovedora que se ha oído jamás. Era su acento firme y dulce a un tiempo mismo, formado del misterioso himeneo de dos notas que parecen antitéticas: la precisión y la vaguedad. Los resabios del decir italiano, atenuados por el largo uso de nuestra lengua, daban a esta en su boca como un son quejumbroso que hacía resaltar más de los matices vivos y el enérgico juego de consonantes del idioma español. Conocedor de su destreza para instrumento tan primoroso, se esmeraba en manejarlo, corrigiendo los pequeños defectos y concordando la idea con la palabra y la palabra con la voz de un modo perfecto. El uso de superlativos melifluos hacía un poco empalagoso su estilo.
Mientras hablaba ponía también en ejercicio la luz singular, la expresión activa de sus ojos, cuyas múltiples maneras de mirar, que podrían llamarse fases, añadían y como redondeaban el lenguaje oral. De sus ojos podía decirse que eran la prolongación de la palabra, pues llegaba a donde no podía llegar la voz. Eran a esta lo que la música es a la poesía. Indudablemente, había algo de estudio en el extraordinario empleo de estas cualidades; pero la principal causa de ellas eran un don ingénito y la dilatada práctica de bucear en conciencias y de leer en rostros con esfuerzos de agudeza y persuasión, y el usar artificio de ojeadas y reclamos de inflexiones dulces para descubrir secretos.
– Según el parecer de ese sabio médico – dijo – nuestra dulcísima amiga se restablecerá pronto. Ha sido esto una crisis nerviosa que va pasando, y pronto volverá la calma primera. Estamos sujetos al traidor influjo de las bruscas impresiones morales que desatan tempestades en nuestra alma, sin que nuestra razón flaquísima lo pueda evitar. El demonio, siempre vigilante, la nefanda carne, rara vez sometida por entero, se amotinan y nos acometen, cogiéndonos de sorpresa. Aquí es el desvarío de los sentidos, que no abultan, sino que desfiguran las cosas; aquí el encenderse de la fantasía, que va a donde nunca debe ir, y todo lo ve de aquel color de sangre y fuego de que ella está vestida. El espíritu sucumbe aterrado por una apariencia vana, por una apariencia vana, mi querida amiga. Después viene el reposo, casi siempre después de un gran desorden físico, y se ven las cosas claras, se ve que no había motivo para tanto, que se hizo demasiado caso de la maledicencia, quizás de la calumnia; que se vieron muchos fantasmas, sí, muchos fantasmas… ¡Oh!, ya hablaremos de esto, mi querida amiga… Ahora procure usted reponerse pronto y llevar su alma a un estado suavísimo… Y me parece que está usted muy bien alojada en esta casita. Tuvo buena elección el señor esposo al tomar esta tranquila vivienda. A mí me gusta mucho Carabanchel… Doña María, cuando usted pueda levantarse, y su esposo la saque a usted a paseo, porque la sacará a paseo, ¿no es verdad?, verá usted qué trigos tan hermosos hay por estos campos… Luego esto es una bendición para las gallinas: no da uno un paso sin tropezar con una bandada de estos animales humildísimos. Y basta de sermón por hoy, señora mía. Empecé por el alma y acabo por las gallinas, ¿qué tal?
En este momento oyose cantar un gallo.
– Es el gallo de San Pedro – dijo Paoletti aparte a León.
Y volviendo rápidamente los ojos a su amiga, añadió:
– Empecé hablando del alma y concluí haciéndome cargo de las aves que hay en este pueblo. En otra ocasión empezaremos por el corral y acabaremos por el cielo… Con Dios.
– ¿Pero se va usted? – dijo María con verdadera aflicción.
– Me pasearé por estos contornos, iré a comer y volveré luego.
– ¡Oh!, no, de ninguna manera – manifestó León. – Comerá usted aquí.
– Gracias, gracias. Señora doña María – dijo Paoletti, inclinándose hacia la señora doña María con mundana cortesía y riendo con familiaridad, – su marido de usted es muy amable… No lo había visto desde aquellos días tristes en que subió al Cielo nuestro amadísimo Luis. He tenido mucho gusto en verle hoy.
María miraba a su marido vacilando entre la benignidad y el enojo.
– Sabe usted, mi buena amiga – añadió el clérigo, – que hoy he descubierto una cosa por las vías más extraordinarias y más inesperadas.
– ¿Qué? – preguntó la dama con gran curiosidad.
– Ya hablaremos de eso… No quiero incomodar.
– Dígamelo usted – insistió María, con el tono mimoso que emplean los niños cuando piden una cosa que no les quieren dar.
– Pues he descubierto – prosiguió el italiano, bajando más la voz y fingiendo que no quería ser oído de León Roch, – pues he descubierto que su marido de usted es mejor de lo que parece: que todo cuanto le dijeron a usted… ya sé que fueron allá con mil cuentos la de San Salomó y doña Milagros… es un puro error, equivocación… Me consta, ¿lo oye usted?, me consta que no hay tales infidelidades…
En los ojos de María brillaban con viva luz la ansiedad y el orgullo. Aquellas palabras, que en tal boca sonaban para ella como el mismo Evangelio, eran en su turbado espíritu cual bálsamo dulce aplicado por las propias manos de los ángeles. Se sentía saliendo de un negro abismo a la clara luz y al grato ambiente de un hermoso día. Aunque más tarde debía venir la reflexión a aquilatar el valor de aquellas afirmaciones, por de pronto, las palabras del clérigo hicieron rápido efecto en su credulidad de penitente. Si Paoletti le dijera que en aquel momento era de noche, antes creyera en el error de sus ojos que en la verdad de la luz del día. Sin saber qué decir, ni cómo expresar su gozo, miraba al Padre y al esposo y a ambos les estrechaba las manos.
– Sí, mi querida amiga – añadió Paoletti, – no hay motivo para pensar en tales infidelidades, y este hombre…
Volviose a oír el canto del gallo y el clérigo suspendió su frase cual si le faltara la voz. Recobrola al variar de asunto y dijo:
– Con que amiguita, a ponerse buena pronto… ¡Ah, qué función tan linda se perdió usted ayer!… Cuando vuelva usted por allá le enseñaremos las estampas que hemos recibido ayer… Tenemos agua de Lourdes fresquecita… ¡Cuánto hemos echado de menos a nuestra doña María! ¡Ah!, se me olvidaba, ya nos comimos el chocolate… Se le dan gracias cordialísimas a nuestra protectora en nombre de todos los de la casa.
– Si no vale nada… ¡Por Dios!…
– Doña Perfecta se ha enojado con nosotros porque no quisimos admitir su donativo… Angelical señora es doña Perfecta, ¡qué alma tan pura! ¿Pues y la pobre doña Juana? Anoche nos mareó de lo lindo y hasta nos llamó déspotas porque hemos prohibido a la mujer del portero que le haga el café a ella y a las demás devotas madrugadoras que van a comulgar muy de mañana y quieren desayunarse en seguida. Francamente, la portería parece algunos domingos un restaurant.
A esta sazón entró el médico, diciendo:
– Mucha, mucha conversación hay aquí… Si tendré yo que venir, como un maestro de escuela, con una caña en la mano, a mandar callar…
– Yo… punto en boca. Creo que he hablado más de la cuenta – indicó el confesor, – y me voy a dar una vuelta por ahí.
Llevando a León al hueco de la ventana, le dijo:
– ¿Qué tal?
– Bien – replicó León que sinceramente había admirado la habilidad histriónica del Padre.
Oyose otra vez el canto del gallo.
– He negado a mi Dios, he faltado a la verdad – dijo Paoletti con sonrisa que parecía reprensión. – Si ese gallo sigue avisándome con su voz, que parece venir del Cielo, no tendré fuerzas para hacer traición a mi Maestro.
– Es caridad – le dijo León. – Los gallos no entienden de esto.
– Ella y Dios me lo perdonarán. Como no la he engañado nunca, como de mis labios no ha oído jamás palabras que no fueran la misma verdad, me cree como al Evangelio.
León meditó un momento sobre esta última frase, que despertaba en él, como porrazo que se da en una herida, dolores añejos. El médico hizo en voz alta lisonjeros vaticinios sobre la enfermedad.
– ¿Oye usted lo que afirma el facultativo? – dijo el confesor, hablando aparte con el marido. – Albricias, querido caballero, ya se puede asegurar que nos vive doña María.
Aquel dichoso plural, dicho y repetido naturalmente y sin malicia, era el más cruel sarcasmo que León escuchara de labios humanos en toda su vida. Había visto con gusto la milagrosa virtud terapéutica de los consuelos del padre en la desgraciada María; pero aquella familiaridad del clérigo con su esposa, aunque encerrada dentro de la pudibunda esfera de las relaciones espirituales, le repugnaba en extremo. Fue aquel un momento de los más tristes para su espíritu, porque vio cara a cara la fuerza abrumadora con que había querido luchar durante los batalladores años de su matrimonio. Se entristecía y se avergonzaba. ¡Ay! Aquel divorcio moral de que repetidas veces habló, y que, según él, estaba ya consumado, no fue completo y radical hasta aquel momento. Hasta entonces quedaba la estimación, quedaba el respeto; pero ya aquellos tenues hilos parecían, si no rotos, tan tirantes, que pronto, muy pronto, debían romperse también.
Ocultando lo que en sí pasaba, se acercó a su mujer y le dijo:
– El señor Paoletti y yo vamos a tomar alguna cosa… Rafaela te acompañará mientras volvemos.
– ¡Oh! Sí… almorzad, almorzad… – replicó María alegremente y dulcificando su mirada. – Pero no tardes, quiero verte… quiero hablarte… No olvides que tu deber es acompañarme, no separarte de mí ni un solo momento… Ahora que te cogemos a propósito, verás qué reprimendas, qué sobas te vamos a dar el Padre Paoletti y yo. Te veo ya acobardado y humillado… ¡Pobre hombre!… ¡desgraciado ateo! Pero no tardes, quiero verte… Mira… esta noche pones ese sofá aquí, junto a mi cama, para que duermas a mi lado… Así mi reposo será más tranquilo, y si sueño algún disparate, alargaré la mano, te tocaré y me dormiré tranquila.
– Bien; haré todo lo que deseas – dijo el esposo con la vacilación en la mente y el hielo en el corazón.
– ¡Ah! – prosiguió María, reteniéndole por la manga, – dispón que me traigan hoy mismo mi rosario, el crucifijo y todos mis libros de rezo que están sobre la mesa de mi cuarto; todos, todos los libros, y el agua de Lourdes, y mis reliquias, mis adoradas reliquias.
– Rafaela irá esta tarde a Madrid y te traerá todo.
– ¡Cómo se conoce que estoy en el cuarto de un ateo! – observó la enferma, tomando de súbito el tono impertinente, que no había desaparecido en ella sino ante la atroz quemadura de los celos. – No hay aquí ni un solo cuadro religioso, ni una imagen, nada que nos indique que somos cristianos… Pero ve a almorzar, ve a almorzar. El buen padre estará en ayunas… ¡pobrecito! Dale lo mejor que haya, ¿entiendes?, lo mejor. Reconoce tu gran inferioridad; humíllate, hombre. Háblale de mí, háblale de mí, y aprenderás a apreciarme mejor.
Cuando León salía disimulando una sonrisa amarga, volvió a cantar el gallo.