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Kitabı oku: «La familia de León Roch», sayfa 27

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– Cuanto tengo, si es que tengo algo – dijo con voz clara, – deseo que se reparta a los pobres. Mi marido y usted se pondrán de acuerdo. Deseo ser enterrada junto a mi hermano y que se me digan misas de cuerpo presente en el altar donde esté la imagen del santo que más quiero y admiro, San Luis Gonzaga.

– Sí, mi dulcísima amiga; y no se le importe nada a esta alma nobilísima que el altar esté en Suertebella.

– Nada me importa. Perdono de todo corazón, me reconcilio con mi Dios Salvador y espero.

Con las manos extendidas, los ojos medio cerrados, Paoletti pronuncio grave, despaciosa, solemnemente, la absolución cristiana.

– Reconciliada con Dios – dijo luego con voz conmovida, – va usted a recibir la santa comunión.

Capítulo XIV. Vulnerant omnes, ultima necat

La ceremonia anunciada se verifica después de anochecer con pompa y fervor. El palacio de Suertebella prestase maravillosamente a la ostentación de mil y mil hermosuras, homenaje tributado por las gracias materiales a un rito augusto. Flores preciosísimas, luces sin cuento, son la ofrenda más propia para festejar al Señor de los Señores. Entre tanto brillo, parece que las mismas obras de arte humano se hacen más bellas y se perfeccionan, como si también les tocara a ellas algo del bien que la divina visita trae a la casa. El rumor de llanto que por doquiera se siente, ya en un ángulo de la sala japonesa, ya tras de la estatua griega cuyo perfil majestuoso parece simbolizar el equilibrio perfecto el espíritu con la materia, completa la profunda gravedad triste del espectáculo. El fervor y el miedo, originados aquel de la idea del más allá y este de la proximidad de una muerte, se juntan en un solo sentimiento.

El cura de Polvoranca trae la Sagrada Forma de la parroquia cercana, en lujoso coche, al que otros muchos siguen con alineación melancólica. Parece que los mismos caballos comprenden que no debe hacerse ruido, y pisan quedo. El hermoso pórtico se llena de personas, cuyas caras se enrojecen con el fulgor del hacha que tienen en la mano, y confundidas libreas con gabanes, señores y criados están de rodillas. La campana, en cuyo son se mezclan por misterioso modo el pavor y el consuelo, va clamando por las anchas galerías, despertando de su sueño ideal a las figuras de mármol. El arte serio y el cómico se transforman, tomando no sé qué expresión de temor cristiano. El charolado suelo refleja las luces. Por el techo y las altas paredes corren reflejos rojos y sombras de cabezas. Flores y tapices se inclinan con silencioso acatamiento. Los pasos resuenan con bullicio sobre la madera. Se creería oír redoble lejano de fúnebres tambores. Después se apagan sobre las alfombras, produciendo efectos acústicos semejantes a los de una trepidación subterránea. Al fin, para el ruido y se detienen los pasos. El silencio es sepulcral. La procesión ha llegado a su término. Durante aquel rato solemne, todo el palacio está desierto porque cuantos en él respiran están en las inmediaciones de la escena. Los que no pueden presenciar el acto entran con la imaginación en la alcoba, llena de luces y suspiros, y gozan o gimen imaginándose lo que no pueden ver. Desde fuera se adivina la escena y el corazón tiembla. En el pórtico y en las galerías solitarias e iluminadas, la atmósfera muda parece un inmenso aliento suspendido por la expectación del respeto. Todo calla: sólo puede oírse quizás, en el rincón más oscuro, el roce de un vestido que pasa, se desliza, corre y desaparece.

Pasa un rato. Siéntese primero un murmullo; después, los pasos nuevamente; reaparece la fila de lacayos con hachas, crece el rumor, se aumenta la claridad, sombras de vivos corren por sobre las figuras pintadas, vuelven a crujir las charoladas tablas; sigue mucha librea, mucho color, mucho traje, hombres y mujeres de todas clases, rostros indiferentes, otros que revelan pena o lástima; óyense las sílabas quejumbrosas del rezo del cura y sus acólitos. La procesión, que unos ven con inefable sentimiento y otros con frío pavor, avanza al son de la esquila que agita un niño, el mismo a quien Monina llamaba Guru, y sale por el pórtico, donde unos la despiden de rodillas, otros la acompañan con la cabeza descubierta. Dentro, la fragancia de las flores parece la misteriosa huella del pie invisible que ha entrado en el palacio.

Ego sum via, vita veritas.

Toda la familia asistió al acto: la marquesa, agobiada por el dolor y sin fuerzas para tenerse de rodillas (tan vivamente la afectaba aquel trance temido), el marqués y sus dos hijos, manifestando sinceramente su pena.

Concluida la ceremonia, se retiraron todos apremiados por los amigos más íntimos. Milagros perdió el conocimiento y fue preciso llevarla a un rincón de la sala japonesa, donde amigas solícitas la rodearon para consolarla. El marqués, que había perdido la memoria de sus excursiones artísticas por el palacio, huía de los consuelos de importunos amigos y quería estar solo. Allá en un ángulo de la sala de tapices halló lugar propicio a su recogimiento y dolor, y oculto tras de un sátiro de mármol meditaba sobre la vanidad de las grandezas humanas. Gustavo atendía a su madre y se dejaba consolar por el poeta de los arrebatos píos y de las almas cándidas. Leopoldo echaba de su cuerpo suspiros y temblaba nerviosamente, sintiendo aquella glacial caricia de la muerte hecha tan cerca de su persona que parecía hecha a sí mismo.

Mucha gente salía, y en el parque los cocheros se llamaban unos a otros, dándose los nombres históricos de sus amos: «Garellano, ahora tú; Cerinola, entra; Lepanto, echa un poco atrás». La noche estaba hermosa, limpia, serena, inundada de la claridad azul de la luna, y el horizonte ofrecía a lo lejos la falsa apariencia de un mar tranquilo. Palidecían las estrellas pequeñas; pero las grandes lograban brillar, retemblando con visible esfuerzo. ¡Naturaleza espléndida, por donde parecía cruzar dulce respiración de calma y amor! Más bien convidaba a nacer que a morir.

¡Cuánto abruma al hombre observar la majestuosa indiferencia de los cielos visibles ante los dolores de la tierra! El más horrendo cataclismo moral no podía formar la más ligera nubecilla. Todas las lágrimas de la humanidad no llevarían a esos espacios insensibles una sola gota de agua.

León salió de la triste alcoba para decir dos palabras de gratitud al marqués de Fúcar.

– Querido – le dijo este, estrechándole con cariño las manos, – recibe el pésame de un afligido. Aquí donde me ves, gimo bajo el peso de un disgusto.

– ¿Hay algún enfermo en casa?…

– No… ya hablaremos… ahora no es ocasión… No, no tienes que agradecerme nada… era mi deber. Ya ves que he mandado adornar el palacio como corresponde a ceremonia tan augusta y a la firmeza de mis ideas religiosas. Se trajeron todas las camelias de la estufa, los rododendros y los naranjos que están en pesados cajones de madera. Pero no importa; hay ocasiones en que me parece conveniente llegar hasta la exageración… Volveré a saber… A su debido tiempo hablaremos.

Poco después salió a tomar su coche para irse a Madrid, pensando en esta desdichada, en esta mal dirigida nación, que al día siguiente de hacer un empréstito ya necesitaba hacer otro.

León volvió a la alcoba. La terminación parecía próxima. Rafaela, Paoletti, Moreno y él rodeaban a la pobre María, que, desde las últimas palabras de su espiritual confesión, se había ido postrando y perdiendo rápidamente el aspecto de persona viva. Su hermosa cabeza y cara, en que estaba representado, por vanagloria de la Naturaleza, el ideal de la belleza humana, parecían más perfectas en aquel momento cercano a la extinción de la vida orgánica, y su inmovilidad, su blancura, la fijeza de aquel blando reposo sobre la almohada, la calma escultural de las facciones y de los músculos faciales, no contraídos por dolor alguno, la asemejaban a una representación marmórea de la muerte tranquila, noble, aristocrática, si es permitido decirlo así, puesta en figura yacente sobre el sepulcro de una gran señora. Nada se movía en ella y lograba el privilegio de entrar en el reino sombrío con sosegada parsimonia, sin dolor físico, como se pasa de una visión a otra en el entretenido viajar de un sueño.

Sus ojos, medio velados por las negras pestañas, se fijaban en el rostro sombrío y atónito del hombre de la barba negra. León esperaba junto al lecho, observando con dolor aquella hermosura sublimada por la muerte, y pensaba en el sentido profundamente filosófico de la aparente transformación de su mujer en estatua. La solemnidad del caso doloroso, el silencio del lugar, sólo turbado por un aliento apenas ronco y que se hacía más difícil a cada minuto; la mirada triste de aquellos ojos moribundos, fijos en él como una raíz misteriosa que no quiere dejarse arrancar, lleváronle a pensar cosas divinas, referentes a él mismo, a ella, dos seres que se decían esposos y sólo estaban unidos ya por el hilo de una mirada. Sondeó su corazón, deseando hallar en él un resto de amor para ofrecerlo, como la última florecilla de la galantería conyugal, a la que expiraba en la soledad fría de su misticismo, y por más que buscó y rebuscó, no pudo encontrar nada. Todo lo que su corazón contenía en caudales de amistad y ternura, había sido retirado sigilosamente del hogar legítimo para ser depositado y como escondido en otra parte.

Pero si amor no, la hermosa estatua que había sido embeleso de su juventud le inspiraba una compasión tan viva y tan honda, que con el amor mismo se confundiera en aquel instante supremo. Al despedir aquella vida, que habría podido ser encanto y ennoblecimiento de la suya, y que, sin embargo, no lo había sido, León sintió que las lágrimas subían a sus ojos y que el corazón se le oprimía. «¡Infeliz! – dijo para sí, – Dios te perdonará todo el mal que me has hecho; te lloro como si te amase, y te compadezco, no sólo por tu muerte prematura, sino por el desengaño que vas a tener cuando sepas, y lo sabrás pronto, que el amor de Dios no es más que la sublimación del amor de las criaturas».

Se acercó más a ella, atraído por los ojos que se abrían un poco más. Vio de cerca el vello finísimo, casi imperceptible, que sombreaba su labio superior; vio el punto luminoso de su pupila irradiada de oro; sintió su aliento, que casi no se sentía ya. ¡Desconsolada! No hay voces para expresar aquel desconsuelo, que por sí no se expresaba tampoco con palabras, sino con el último destello de una mirada que lloraba apagándose.

Bajo la tranquilidad exterior de su cuerpo y la calmosa fijeza de su mirar de desconsuelo, se revolvían quizás tormentosas ansias y los ardientes afanes humanos, despertados sordamente en lo más íntimo del ser moribundo, cuando ya no existía el poder físico para darles forma. Pero la superficie no decía nada, así como la costra helada del río no permite oír la bulliciosa y veloz corrida de las aguas profundas.

Él lo comprendió así. Vio una gota brillante temblar en cada uno de los ojos de María. Eran la última y la única forma posible de expresar la postrera energía de sentimiento humano en su alma, solicitada ya del abismo insondable y atada aún al mundo por la tenue raíz de un deseo. Dos lágrimas asomadas, que no llegaron a correr, fueron lo único que de aquel oleaje recóndito salpicó fuera.

León acercó sus labios al rostro frío y oprimió firme. Oyó entonces el fuerte suspiro de una gran ansiedad satisfecha. Estremecido con sacudimiento el cuerpo exánime, oyose una voz que dijo:

– ¡Oh!… ¡gracias!…

Transit.

Quietud absoluta. ¡Formidable silencio aquel en que María Egipcíaca resbaló por la pendiente de la invisible playa, como grano de arena arrastrado por la ola y llevado a donde la humana vista no puede penetrar!

Los que la miraban morir se encontraron solos. Con un suspiro se dijeron que ya la infeliz esposa no existía. Ya se podía hablar en voz alta.

El que tenía la obligación de cerrar aquellos ojos los cerró con trémula mano… Temía hacerle daño.

El Padre, puesto de rodillas, rezaba en silencio, la mirada fuertemente contenida dentro de los párpados, como el prisionero a quien se doblan los cerrojos de su calabozo. León contempló breve rato lo que restaba de quien fue la mujer más hermosa de su época, reuniendo a este privilegio el de ser la más santa de su barrio, y tembló de dolor al choque de las memorias que a él venían, de los sentimientos que en él se encrespaban. ¡Cuán triste hermosura en aquella calma de los despojos tibios, donde lo bello ocultaba tan bien lo fúnebre, que venía bien en aquel caso llamar ascéticamente muerte a la vida y vida a la muerte!

Lleno de turbación y rebosando lástima de su corazón oprimido, el viudo salió de la alcoba como si saliera de su juventud. Las fieles amigas de devociones y los criados quedaron allí. Paoletti se retiró a la capilla a rezar.

Circuló por el palacio la noticia y se oían lamentos lejanos, bullicio de gente que corría en busca de cordiales, secreteo suspirón de amigos que entraban y salían. León fue a dar a la sala de Himeneo, donde se arrojó en un diván, fijando la vista en el antiguo reloj artístico que en torno al círculo de las horas tenía un renglón curvo, semejante a un triste ceño, con esta inscripción:

Vulnerant omnes, ultima necat.

Capítulo XV. La sala «Increíble»

Se le reunieron sus criados y algunos amigos fieles. Dio las disposiciones que exigían las circunstancias y se retiró a la parte del palacio próxima a su habitación. Quería estar solo. En medio de su pena, sentía escondida la satisfacción de haber cumplido hasta el último instante obligaciones sagradas. Mandó a su criado que, guardando la puerta, no permitiera que nadie penetrase hasta él, y se encerró en la sala Increíble.

Al fin le acompañaba aquella soledad tan deseada. Podía pensar solo y considerar la marcha de los sucesos, su propia situación, el estado de su alma, echar una mirada al pasado y otra al porvenir.

La dolorosa lucha que tiempo ha sostenía con un ideal distinto del suyo, había concluido. Estaba libre; pero su libertad venía impregnada de tristeza, porque había sido traída por la muerte, y le quitaba los hierros una figura hermosa, melancólica, que no podía en modo alguno ser odiada, sino compadecida y respetada. El óbice suprimido por la muerte y aposentado en la memoria y aun en el corazón del liberto por la compasión, ganaba dulces simpatías sólo por el hecho de su fin lamentable. Tenía el prestigio de la inocencia y la hermosura del ángel.

Por mucho que León empapara su pensamiento en aquella memoria, si no cariñosa, interesante y patética, no pudo evitar que fuese sorprendido su espíritu por una idea lisonjera. Tenía porvenir. Ante él se abría el pórtico de una vida nueva, donde quizás vería realizado lo que persiguió vanamente en la vida fenecida, completamente rematada en la calma triste de un funeral. Pero lo reciente del duelo le hacía mirar con miedo el porvenir, y sujetaba su mente para que no se lanzara a imaginar días venturosos ni a fabricar lindos castillos, todo en la región luminosa de lo probable, pero también en el caos oscuro de lo imaginario. Era para él muy doloroso que se juntasen en un punto el homenaje de respeto y piedad debido a lo que fue y la ilusión de lo que había de ser. Pero la esperanza es como el remordimiento, y viene tan puntual cuando la lógica la trae, que se la creería un don precioso de la conciencia. Así como no se puede cerrar la puerta al remordimiento cuando este viajero llega y toca reclamando su hospitalidad ineludible, no se puede tampoco despedir a la esperanza que viene, entra, atropella, invade, se apodera, se instala y despliega ante la vista el lienzo seductor de los días venideros. No hay ceguera voluntaria que sea parte a impedir el goce de los horizontes de la vida cuando estos se agrandan y se iluminan por sí. No hay momento en la vida, por doloroso que sea, que no se encadene con los momentos esperados que aún permanecen en los infinitos depósitos, no consumidos, del tiempo. La vida no es más que la apreciación de un más adelante. La Naturaleza ha cooperado en esta ley, no creando ningún ser superior que tenga los ojos en la espalda.

Vacilaba y padecía, no queriendo lanzarse a donde su pensamiento iba con fatal vuelo, y gustaba de atarse otra vez la cadena rota. Creía honrarse apartando de sí toda idea de su propio bien, aunque este fuera legítimo, y quería que su fantasía tuviera la nobleza de no imaginar nada lisonjero en aquella luctuosa noche. Pero si el espíritu tiene velas maravillosas que lo impulsan y sin las cuales no puede navegar, tampoco puede hacerlo sin un lastre que se llama egoísmo. El egoísmo es necesario. Sin él y con velas se entregaría el hombre al loco arbitrio de los huracanes. Y con él solo y sin velas, quedaría reducido al triste papel de un pontón. Gallarda y perfecta nave es la que tiene en justa medida alas y peso.

Meditando en esto, él se negaba resueltamente a ser pontón. Había arrojado al agua todo su lastre para lanzarse como un rayo al oleaje de la contemplación pura del ideal, cuando sintió ruido, un rumor que le hizo temblar todo, como la cuerda tirante en los altos topes tiembla en la horrible trepidación del huracán: era un ruido de traje de mujer mezclado con un suspiro. Cuando miró, Pepa Fúcar estaba delante de él.

Tuvo miedo y no osó preguntarle nada. Tenía ella en su cara el aspecto de un muerto que se levanta por miedo de haberse muerto. Sus dientes chocaban como al efecto de un frío intensísimo. Traía la tragedia en sus ojos y en su mano un papel.

León tuvo valor para decirle:

– Por Dios… no vengas a turbarme… Mi pobre mujer ha muerto.

– Y yo…

El temblor, aquel frío que parecía adquirido al contacto del sepulcro, le impidió seguir. Al fin concluyó la frase:

– Y yo ha tiempo que he venido… a decirte que mi marido vive.

León se quedó como quien no oye bien. Su conciencia fue la que gritó un instante después:

– ¡Tu marido!…

– Se llevó la mano a la cabeza, en cuyo centro toda su sangre parecía circular en remolino.

– ¡Vive!

– ¿Le has visto?

– Sí, y me habría muerto de espanto si no hubiera pensado que estás tú en el mundo para salvarme y ser mi amparo contra este bandido.

Estas palabras llevaron el espíritu de León a un aturdimiento estúpido…

– ¿Yo?, ¿qué tengo que ver en eso?… – dijo, pugnando por echarse fuera de aquella situación escandalosa, por medio de un sofisma de dignidad. – Déjame… ¿tengo algo que ver con tu marido?… ¿ni tampoco contigo?

En su pecho se había levantado una tempestad de rabia, contra la cual luchaba, oponiéndole el decoro, el honor, diques de barro, que se rompían apenas usados. Sintiendo un torbellino en su cabeza y deseando que su amor fuera oído y que las cosas no fuesen como eran, ordenó a Pepa salir de allí. Un rayo de lógica le había destrozado interiormente. Cediendo a un movimiento natural de su alma, que no sabía si era el despecho o el honor, dijo a su amiga:

– Déjame… te repito que me dejes… No me turbes ahora. No quiero verte, te separo de mí, te expulso.

– No estás en tu juicio – dijo Pepa con dolorida tristeza. – Me arrojarás de esta sala, pero no puedes arrojarme de tu corazón.

– Es que has venido a burlarte de mí – repuso él en el último grado del aturdimiento – cuando merezco más respeto… Lo que has dicho no será verdad.

– ¡Oh!, si no lo fuera… – dijo la dama, cruzando las manos. – Desde esta mañana me dio mi padre la terrible noticia: pero yo no creí que el otro tuviera valor para presentarse a mí… Esta noche me hallaba en mi cuarto… sentí ruido en el jardín, me asomé… vi un hombre… era él… la luz que alumbra el pórtico iluminó su cara aborrecida… le conocí. Creí que la tierra se abría y me tragaba… y empecé a temblar de frío y miedo. Por un impulso instintivo corrí por toda la casa, creyendo sentir sus pasos detrás de mí y su mano que me tocaba. Salí por la puerta de servicio, y si no hubiera puerta, me habría arrojado por una ventana… Salí al patio, no quería detenerme… Corrí a la calle, tomé un coche de alquiler y he volado aquí para decírtelo… he esperado mucho tiempo en el museo… no he tenido paciencia para esperar más.

– ¿Y tu hija?

– Si hubiera estado en casa, la habría traído conmigo… Papá la llevó esta noche a casa de la condesa de Vera. Yo pensaba ir también, pero supe lo que pasaba aquí, y me entró horror de presentarme en público… me fingí enferma…

– ¡En qué triste instante vienes aquí! – exclamó León con honda amargura. – Ni siquiera consolarte me es posible.

– ¿Qué ves en mi presencia?

– Profanación… escándalo… no sé qué… Una espantosa inoportunidad que me hace temblar.

– No tengo la culpa de lo ocurrido. Dios lo ha dispuesto así… Pero no perdamos el tiempo en lamentaciones… Pensemos, discurramos lo que se debe hacer.

– ¿Quién?

– Nosotros… ¿Me desamparas en este conflicto sin igual? ¿No sabes lo que trama el perverso? Mi padre me informó de todo esta mañana… Hace dos días que llegó a Madrid y se alojó en casa de sus tíos para echarme desde allí… No sé quién le informó de todo… Creo que serían sus tíos. Gustavo es su abogado… Sí, va a entablar querella contra mí… El muy canalla escribió a mi padre esta mañana declarándole arrepentido de sus infamias y pidiéndole perdón… En la carta de mi padre remitía una para mí… Mírala.

El primer movimiento de León fue rechazar la carta; pero sin saber cómo, la arrebató de la mano de Pepa y leyó lo que sigue:

«Un hombre que se muere no tiene derecho a exigir fidelidad a la esposa que vive. Felizmente para mí, el Señor Todopoderoso ha querido conservar mi preciosa existencia. Mientras llega el momento de abrazar a mi esposa e hija, tengo el honor de poner en conocimiento del primero de estos seres queridos que estoy resuelto a otorgarle mi perdón si se apresura a poner de nuevo el cuello bajo el yugo matrimonial, atendiendo a que mi supuesto alejamiento del mundo de los vivos disculpó hasta ahora su desvarío. Pero si el susodicho ser querido se obstina en considerarme destinado a ser pasto de peces en el golfo mejicano, yo me tomo la libertad de asegurarle que estoy decidido a usar de los derechos que la ley me otorga. Mi hija querida no puede crecer en el impuro regazo del adulterio. Seguro estoy de que la dama de quien tengo el honor de ser esposo no preferirá los halagos de un amor criminal a los dulces deberes de madre; en caso contrario, yo entablaré mi querella, contando, como cuento, con los testigos necesarios para hacer la previa información que la ley exige, y reclamaré a mi hija, persuadido de que la ley la pondrá en mis paternales brazos cuando cumpla los tres años.

Para que mi buena esposa comprenda bien cuán fuerte es mi posición de cónyuge inocente, le ruego dé una vuelta por el despacho de su señor padre, y allí, estante tercero, tabla segunda, hallará la Novísima Recopilación, de cuya interesante obra me tomo la libertad de recomendarle la ley 20, título I, libro II.

F. Cimarra».

– Es él – exclamó León estrujando la carta, – es su letra, es su estilo, su descaro, su miserable ironía, su falta absoluta de vergüenza y delicadeza. Reconozco la mano infame en la bofetada que recibo… ¡Dios Poderoso, si el ataque de un monstruo semejante no es razón suficiente para atropellar todas las leyes y respetos, para olvidar la dignidad y la conciencia misma; si esto no es razón para rebelarme y estallar, no quiero la vida, la desprecio!

Arrojó al suelo la carta estrujada, y Pepa le puso el pie encima, diciendo con cierta fiereza:

– Así trataría yo tu persona, malvado, y tu Novísima Recopilación.

Después se dejó caer en el sofá, exclamando entre sollozos:

– ¡Mi hija, en poder de ese menguado!… ¡Mi hija, que es mi alma toda, separada de ti y de mí!… ¡La idea de esta feroz amputación de mi vida me vuelve loca!

León miraba al suelo de una manera torva y aviesa.

– Un rasgo enérgico de mi voluntad nos salvará – dijo Pepa alzando su rostro que parecía la imagen misma de la resolución.

– Calla, espera – dijo León, apartándola lleno de ansiedad. – ¿No oyes?

Ambos quedaron mudos conteniendo el aliento.

Sentíase por la galería cercana ruido de pasos lentos, tardos, como de muchos hombres que trasportan un objeto pesado. Se acercaban, pasaban con cierta solemnidad aterradora; después se perdían a lo lejos.

Pepa y León, en la actitud de rechazarse el uno al otro, atendían con temerosa quietud a lo que cerca de ellos pasaba. El vivo palpitar de ambos corazones se confundía en un solo latido. Cuando el silencio volvió a reinar en el palacio, León miró a su amiga, que tenía el rostro inclinado y los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Rezas? – le dijo.

– ¡Oh!, ¡Dios mío! – exclamó Pepa, oprimiéndose el corazón. – Ella reposa en paz, yo me consumo en ardientes afanes; ella goza ahora de la dicha eterna en premio de sus virtudes, yo soy señalada como criminal y perseguida por la justicia, y veo mi pobre corazón cazado en horrible trampa de leyes… No, Señor; yo no te pedí que la mataras para darme el triunfo, yo no pedí eso… Yo no he sido mala, yo no merezco este castigo… Por momentos la aborrecí, es verdad; pero ya no. Ahora no sé si la temo, no sé si es respeto lo que me hace pensar tanto en ella y verla constantemente enfrente de mí, viva y muerta al mismo tiempo.

– ¡Feliz ella! – dijo sordamente el viudo.

– Pero no nos entreguemos a nuestra melancolía. Es preciso resolver esta noche misma… Escucha, yo tengo un plan, el mejor, el único posible.

– Un plan…

– Ya lo sabrás. Antes necesito traer a mi hija. Paréceme que me la han de quitar, que ella y tú y yo corremos peligro…

– Tráela al momento.

– Son las diez. Tengo tiempo de ir y volver pronto. Ya he hablado a Lorenzo, el mejor cochero que tenemos. Está enganchada la berlina. ¿Prometes esperarme aquí?

– Te lo prometo – dijo León, mirándola sin verla. – Corre en busca de Monina, tráela pronto; yo también temo…

– Hasta luego… No te muevas de aquí.

Salió por la puerta del museo.

Largo rato estuvo León sin poder coordinar sus ideas. Antes de resolver nada concreto, convenía ver la cuestión con claridad y con sus naturales formas y dimensiones, sin hacerla más difícil ni más fácil de lo que realmente era. Pero él mandaba a las ideas presentarse con lucidez y no lo podía conseguir. La disciplina de su entendimiento estaba rota. El gran cansancio físico y el caos intelectual en que se hallaba le llevaron a una especie de sopor, en el cual su mente se aletargaba, dejando que desvariaran febrilmente los sentidos. En otra ocasión crítica de su vida le hemos visto así.

La sala cuadrada le pareció circular, porque sus ojos eran incapaces de la apreciación exacta de las cosas, y el muro cilíndrico daba vueltas en torno de él, paseando, con el remolino jaquecoso de un Tío Vivo, las mil estrafalarias figuras que lo adornaban. Eran estampas grandes y chicas, platos y jarros, medallones y esculturas del tiempo del Directorio, que fue la revolución del vestido, trivial apéndice a la revolución del pensamiento. Después de cortar las cabezas, la fiebre innovadora se dedicó a reformar sombreros. La industria no quiso ser menos que la libertad, y en la cúspide del montón de cráneos alzados por el Terror plantó el figurín.

Allí no había más que hombres embutidos en inverosímiles casacas, estrangulados por corbatas sin fin y sirviendo de pedestales a delirantes gorros. Unos esgrimían bastones llenos de nudos, otros garrotes en espiral, y estaban desgreñados como las furias y calzados como los bailarines. Cadenas informes y sellos como badajos pendían de algunos, y de otros no se sabía cuáles eran las piernas y cuáles los faldones, ni dónde empezaba el hombre y acababa la ropa. Parecían delirios, monstruos, chabacana metamorfosis de la humanidad en bandada de aves graznadoras, llevando los lentes sobre el pico y las patas con borceguíes. Las mujeres mostraban media pierna con listadas medias, y en la cabeza torres de pelo, plumas, cartón, cintas, túmulos, veletas, pagodas, flechas, escobas. Las brujas, metiéndose a elegantes, no hubieran sido de otro modo.

Hombres y mujeres corrían en rápido ciclón. Era una chusma abigarrada, bufona, una nube de cuyo centro salían silbidos, ayes, befa y risa, entre la confusa masa de garrotes, piernas desnudas, narices, lentes, faldones, abanicos, sombreros. La humanidad actual encerrada en un cañón tan grande como el mundo y disparada a los aires en millones de pedazos, no habría formado sobre el cielo espantado una nube más horrible.

León vio que del círculo se destacaba una figura y avanzaba hacia él. Al punto se sintió abrasado de un furor semejante al que despierto había sentido en la mañana de aquel día contra su hermano político, furor no contenido ahora por consideración ni respeto alguno. El odiado increíble que hacia él venía era el más grotesco de aquella muchedumbre antipática, y con su infame risa parecía insultar a la razón humana, al pudor, a la virtud, a todo cuanto distingue al hombre de la bestia.

– Execrable animal – gritó o creyó gritar León, abalanzándose a él y cogiéndole por el cuello, – ¿crees que te temo?… ¿Por qué me la quitas?… ¿Dices que es tuya?… Ahora te enseñaré yo de quién es, librando a la sociedad de tu miserable vida…

Desarrollaba contra él atlética fuerza y le decía:

– ¿Tienes derechos? Pues yo los pisoteo… ¿Has contraído lazos? Pues yo los rompo… Mira el caso que hago yo de tus derechos y de tus lazos: el mismo que de tu vida, empleada en el mal y en el escándalo… Me eres tan odioso como si fueras, y seguramente lo eres, la personificación de todo lo malo que hay en el mundo… ¿Me pides que te respete?… ¿que respete en ti la ley, el Sacramento, como los respeté en la infeliz que ya no pertenece al mundo? ¿Cómo te atreves a compararte con ella? En ella respeté la virtud austera y seca, la piedad exaltada, la honradez, la inocencia, la debilidad, la belleza. Pero en ti, ¿qué hay sino corrupción, mentira, infamia, vicios?… No me pidas que te tenga lástima, porque la compasión no se ha hecho para los animales dañinos. No me pidas que te entregue tu hija. Pues qué, ¿un ángel se echa a los perros?… Tu hija te aborrece, tu mujer te aborrece, y yo… te acabo.

Creyose rodando por una pendiente oscura con su víctima entre las manos. Sin darse cuenta de ello, durmió un rato con agitado sueño. Cuando aquel vértigo insano se calmó por completo en su mente, empezó a distinguir de un modo confuso todos los objetos; luego los vio salir de la sombra con más claridad. Los increíbles y las increíbles estaban en su sitio con su natural pergenio irrisorio, ni más feos ni más agraciados que antes. León no oyó rumor alguno. Todo estaba silencioso en derredor suyo. Miró su reloj: eran las once y media.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
530 s. 1 illüstrasyon
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Public Domain
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