Kitabı oku: «La Fontana de Oro», sayfa 9

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CAPÍTULO XIII

#No llega el esperado.—Llegada de un importuno.#

De todos los procedimientos que el espíritu emplea para atormentarse á sí mismo, el más terrible es esperar. Contra esto no hay remedio. Parece que ha de ser fácil resolverse á no esperar, apartar la imaginación de la cosa esperada, y vivir sólo en un punto de la vida, en un momento del tiempo, sin esa dolorosa aspiración á lo venidero que desquicia el ser, sacándole de su centro.

Cuando se espera lo que ha de llegar las horas son siglos; cuando se espera lo que debió llegar, las horas vuelan como segundos. Clara estaba á la hora de las diez con el alma suspensa, trémula y atenta, llena de inquietud y zozobra. Pasa de las diez, y el viajero no viene; el reloj vuela de las once á las doce, y de las doce á la una. Pascuala tenía mucho miedo, porque el ruido de gentes que en la calle se sentía aumentaba á cada hora. Las dos estaban sentadas en el cuarto interior, y no decían cosa ninguna, ni la criada contaba aquellos cuentos de las ninfas y el dragoncillo, que había aprendido en su pueblo, ni la huérfana se reía con la franca expansión y natural sencillez de su carácter. Ambas estaban muy silenciosas: se miraban con ansiedad cuando algún ruido se sentía en la escalera; y al cerciorarse de que no era lo que aguardaban, caían la una en su abatimiento indiferente, la otra en su calmosa, melancólica y disimulada agitación.

Clara, á la madrugada, entró en el período de las conjeturas; forma con que el espíritu se da todos los tormentos imaginables. ¿Qué le había pasado? ¿Volcaría el coche? ¿le habrían salido ladrones con aquellos tremendos trabucos que pintan en las estampas? ¿Habría desistido del viaje? ¿Tendría tal vez amores con alguna muchacha del pueblo? ¿Le detendría alguna partida de realistas? Todo le ocurría menos lo cierto. En estos momentos fácil es tranquilizarse teniendo un poco de serenidad; pero nadie la tiene, y una ceguera profunda sustituye á la normal lucidez del entendimiento. Basta razonar en calma y decir: "¿No ha venido? Se habrá detenido casualmente. Mañana vendrá." Pero en vez de hacer este lógico razonamiento, lo que generalmente se piensa es esto: "¿No ha venido? Pues se ha muerto: le mataron."

Luego la noche contribuye á este tormento; la noche, que á todo da formas horribles, lo mismo á las cosas materiales que á las visiones internas. Clara, que no había podido ni podía dormir, no cesaba de percibir informes, bultos, sangre, obscuridad, repentinamente opuesta á una gran luz que alumbra horrores. Da calentura esa situación. Impaciencia febril se apodera de la sangre que se agita y circula, como si la rapidez de su marcha acelerase la llegada de lo que se espera. Esta contrariedad de nuestro deseo es más terrible, porque es lenta, sin límites. Delante no se ve sino la eternidad. No vienen á la mente las modificaciones que puede traer el próximo día. Aquella noche y aquella soledad parece que no han de tener fin.

Las primeras luces del día no hicieron, sin embargo, otra cosa que aumentar su tristeza. ¡Ayer! ¡Desde ayer le había estado esperando! Deseaba salir fuera y correr, preguntando á todos por el desventurado joven. Abrió el balcón, miró á la calle, creyendo que iba á verle pasar, y examinó á todos los transeúntes. Entonces le llamó la atención una persona que, fija en la esquina, la miraba con tenacidad. Segura de que no era él volvió la cara, y no se cuidó más de aquella persona.

Cerró el balcón, porque sentía fatiga y mucha necesidad irresistible de dormir. Fué á su cuarto, y sentada en una silla, recostó la cabeza sobre la cama. Pero en vez de dormir empezó á cavilar con tanto desvarío y agitación como durante la noche. Elías tampoco había vuelto. ¿Qué sería de él? ¡Oh, qué luz! Tal vez le había encontrado y estarían juntos en alguna parte.

En esto entró Pascuala que venía de la calle. La alcarreña se acercó á Clara, adornando la redonda y vasta fachada de su cara con impertinente sonrisa.

–¿Sabe usted lo que ha pasao?

–¿Qué? ¿qué hay?—dijo Clara con interés.

–Que aquel caballerito del otro día … pues … el señor militar … me paró en la esquina.

–¿Y á mí qué me importa eso?

–Que dice que viene acá.

–¡Jesús, acá! ¿Y á qué viene acá? Estamos solas.

–Pues es un caballero muy cumplido.

–¿Si? Pues no me he fijado.

–¿No le vió usted el otro día aquí … cuando el señor vino malo?

–Sí: parecía una buena persona. ¿Pero á qué quiere volver aquí?

–Usted bien se lo malicia. ¡Ah, qué picarona es usted! En aquel momento sonaron en el bolsillo de Pascuala las pesetas que el militar le había dado. Después se sintieron pasos en la escalera y sonó muy débilmente la campanilla.

–Es él—dijo la alcarreña.

Y antes que Clara pudiera impedírselo, la moza corrió, abrió la puerta, y el militar, que ya conocemos, entró en el pasillo, se descubrió con respeto y se acercó á Clara.

–¿A quién buscaba usted?—dijo Clara.—No está: ha salido.

–Sí está, no ha salido,—contestó el militar con aplomo.

–¿Quién? ¿Pero á quién buscaba usted?

–Fácil es comprender que no busco á ese viejo, cuyo trato aleja en vez de atraer á las personas.

–¿Pero qué quiere decir? ¿á qué viene usted?—le preguntó Clara con ligera expresión de alarma.—Estoy sola, váyase usted.

–Por lo mismo no me voy.

–Si usted no se va, llamaré, gritaré,—dijo Clara, resuelta sin duda á hacer lo que decía.

–Entonces reñiremos,—afirmó el militar con sonrisa de amistosa franqueza, que desarmó en parte el enojo de Clara.

–¡Por Dios, que va á llegar! ¿Pero quién es usted? ¿A qué viene usted aquí? ¿Quién le ha dado licencia para entrar? Usted es el que vino el otro día con él. Ya le reconozco; pero no entiendo á qué viene hoy. ¡Pascuala, Pascuala!

–No me mire usted como enemigo. Mi entrada ha sido singular; pero no soy un ladrón ni un asesino. Vengo como amigo: traigo paz y amistad. No tenga usted miedo, Clara. Vengo como amigo. Ya nos conocemos de un solo día, cuando vine aquí sosteniendo á ese pobre señor.

–¡Oh! y ahora puede venir—dijo Clara alarmada. Márchese usted, por Dios. Yo no le conozco, ni me importa todo eso que me ha dicho. Si él llega….

–Lo que menos me importa es ese viejo—contestó el militar.—Antes me interesaba un poco. Creí que era de usted pariente, su esposo tal vez. Pero después he sabido que es un tiranuelo que vive para martiriza á una pobre huérfana, que se muere da melancolía encerrada aquí. No puedo ver con indiferencia que una persona tan guapa, tan amable, tan digna de ser feliz, pase la vida en poder de esa fiera.

–¡Oh! Pues yo estoy bien así. Le agradezco á usted su bondad—contestó Clara;—pero no es necesaria. Váyase usted, por Dios.

–No me iré, no—dijo el militar, exaltándose un poco. Hace algunos días que me preocupa la idea de los martirios que usted debe sufrir. Siento un deseo muy grande de libertarla á usted de ese maniático, y creo que realizaré este propósito. He pasado por ahí cien veces al día y me ha dado horror el aspecto sombrío de esta casa, sepulcro en vida de tan bella criatura. Usted se reirá de mí, lo comprendo. Le parecerá extraño este interés que tomo por una persona á quien sólo he visto una vez; pero de este misterio no hay que hablar ahora. Lo que importa es que usted se decida á hacer lo que yo le aconseje. Sepa usted que he jurado no permitir que muera aquí de hastío y soledad. Estoy seguro de que usted, que con tanta sencillez me comunicó la única vez que nos vimos parte de sus desventuras, tendrá hoy la confianza que necesito, sabrá apreciar la nobleza de mis propósitos y no se opondrá á que se realicen.

Clara no sabía qué contestar. Estaba confundida al ver el generoso y fraternal interés que tenía por ella una persona á quien había visto tan poco. Esto hubiera llenado de orgullo á otra mujer; pero Clara era muy modesta, y ante aquella manifestación afectuosa no tuvo más que gratitud y vergüenza. Nunca creyó merecer aquello.

–Yo lo agradezco mucho, señor—dijo;—pero….

La verdad es que no podía decirle que era feliz y que deseaba continuar aquel género de vida. Era cierto lo que el militar decía. Era imposible vivir en compañía de aquella fiera. ¿Pero acaso no esperaba su salvación de otra persona? Esta idea la indujo á rechazar con más energía las ofertas que aquél le hacía.

–Usted no conoce á la persona con quien vive—continuó el militar.—Usted no le conoce, yo sí: ya me he informado de su carácter y de sus ideas. No sólo es un hombre extravagante é intratable, sino un fanático sin corazón, un hombre feroz, de perversos instintos y cálculos terribles. No: usted no puede seguir más tiempo en manos de ese hombre, que no es su pariente, ni su amigo: que se llama su protector, para hacer de usted una víctima de su orgullo brutal.

Clara comprendió, por la vehemencia con que el joven hablaba, que era cierto su interés, y conoció también que la pintura que del viejo hacía no era exagerada. El desconocido obraba con la mayor nobleza, sinceridad y buena fe. Era uno de esos caracteres inclinados á las aventuras difíciles y que implicaban la salvación peligrosa de los que sufrían. Su espíritu caballeresco, su corazón inclinado al bien, hallaron en aquel suceso un motivo de ocupación, y dedicó toda su actividad á la realización del más generoso propósito. Además, un sentimiento bastante enérgico de simpatía hacia aquella pobre huérfana, le impulsaba á proceder con tanta diligencia. Más adelante conoceremos el nombre y los hechos de este noble, caballero.

–Pero no esté usted más tiempo aquí—dijo Clara.—¿Cómo quiere usted convencerme de que se interesa por mí, si precisamente estando aquí me prueba lo contrario? Si él viene y le encuentra en la casa….

–No dirá nada. Ese hombre es tan miserable, que no le importa ni la felicidad ni el honor de usted: todo lo mirará con indiferencia. A usted no le queda más amparo que yo.

La huérfana, al oír estas palabras sintió un frío en el alma. El momento en que eran dichas hacía que parecieran una gran verdad. Su único, legítimo y verdadero amigo no vendría. Ya no le quedaba más amparo que el de un advenedizo.

–Nada más que yo; pero es bastante—continuó el joven con afectada voz.—Siga usted el plan que yo le marque: no haga usted caso de ese viejo. Yo seré para usted todo lo que puede ser un hombre de corazón y honradez. Tenga usted en mí la confianza que se tiene en lo que nos ha de salvar…. Y ahora, Clara, me voy. Pero no tardaré en volver á dar mis órdenes á la pobre prisionera, cuya felicidad pende de mí. ¡Qué orgullo siento en esto! Yo estaré siempre alerta. Si le ocurre á usted una nueva desventura, no necesita avisarme. Yo me hallaré aquí para socorrerla y animarla. No le queda á usted más amparo que yo. Piénselo usted bien. Adiós.

La decisión de aquel hombre desconocido, insinuado tan novelescamente en los secretos de la casa, era muy firme. Se había propuesto emprender una aventura generosa, á que le inclinaban al mismo tiempo un sentimiento de simpatía, y el deseo inveterado en él, de hacer bien.

Si había un poco de egoísmo en él, después lo veremos. Ya se marchaba, cuando Pascuala salió de la cocina asustada, y dijo:

–¡El amo!

–No abras—dijo Clara temerosa.—Espera: escóndase usted.

Pero Elías, que tenía llave, no necesitaba que le abrieran para entrar.

–No importa—dijo el militar, que trataba de serenar á Clara.

Coletilla abrió y entró. Venía cabizbajo y abstraído. Dió algunos pasos por el corredor sin ver al intruso; mas al llegar al extremo, notó aquel bulto, alzó la cabeza, y vió al joven, que se inclinaba ante él con mucho respeto.

CAPÍTULO XIV

#La determinación.#

–¿Qué busca usted? ¿quién es usted? ¿qué hace usted aquí?

–¿No me conoce usted? Soy el que hace unos días le trajo á usted muy mal parado á su casa, y venía á ver si estaba usted ya completamente restablecido.

–Si, señor; estoy bueno—contestó bruscamente, y entrando en la sala, á donde le siguió el joven:—¿no se ofrece nada más?

–Nada más, y me retiro: acabo de llegar—dijo con afectada naturalidad el militar.—Me retiro repitiéndole que me intereso mucho por su salud.

–Bien: ya me lo dijo usted el otro día,—respondió Coletilla dirigiendo miradas recelosas á Clara y á Pascuala.

–¿Y no me manda usted nada?

–Nada más sino que me deje usted en paz. ¿No va usted á la procesión?

Está muy lucida.

–No estoy para procesiones.

–¿Le gusta á usted saber lo que pasa en las casas de los realistas?—añadió el anciano con el acento amargo y receloso propio de su carácter.—Aquí no se conspira. Y si yo conspirara, lo haría de modo que no vinieran á sorprenderme los lechuguinos de la Milicia Nacional.

Clara estaba temblando. La parecía que el militar, ofendido por aquel insulto, iba á desenvainar el tremendo sable que llevaba en la cintura y á descargarlo sobre la cabeza del realista. Pero aquel sonrió desdeñosamente y dijo:

–Amigo, veo que me juzga usted mal. Puede estar seguro de que no me ocuparé en delatarle. ¿Qué daño puede hacer usted?

–¿Yo?… Daño….—respondió el fanático con una mueca feroz, que en él equivalía á la sonrisa.

–Poco será el que usted haga y por poco tiempo. Eso se lo juro á usted.

Con que voy á hacerle el favor de marcharme. Adiós.

Dirigióse á la salida, no sin tratar de expresar á Clara con una mirada lo que antes le había dicho con muchas palabras, es decir, que confiara en él y esperara. Hubiera querido verse acompañado de la joven hasta la puerta; pero la infeliz no se atrevió. Cuando el militar estuvo fuera, Coletilla se volvió á Clara, y con irritados ademanes, le dijo:

–¿Hace mucho que entró aquí ese hombre?

–No, señor: un momento antes de usted llegar—respondió temblando Clara.

–¿Y por qué le habéis abierto? ¿No dije que no abrierais á nadie?

–Venía á preguntar por usted.

–¿Por mí? Ya…—contestó Elías con furia.—Algún espía del Gobierno. Pero ya me figuro la verdad. Este es algún mozalbete que te hace la corte.

–¿A mí? No, señor. Si no le conozco, no le he visto nunca, dijo Clara temblando.

–Pues yo le he visto rondando esta calle. Sí, señora, le he visto. No me lo niegues. ¡Tú tienes tratos con él, tú le has hablado, tú le has dado cita aquí!…

Clara no había visto nunca á Elías tan encolerizado contra ella. Las inculpaciones que le hacía ofendieron tanto su inocencia, que en aquel momento sintió lo que nunca había sentido: una secreta aversión hacia aquel hombre.

–Yo he sido un padre para ti, Clara; pero tú no has sabido apreciar mi protección—continuó Coletilla con encono.—Tú eres una ingrata, una mujer sin juicio; abusas de la libertad que te doy, abusas de mi alejamiento de la casa. Pero yo juro que te enmendarás. Es preciso que hoy mismo tome la determinación que había pensado. Si, hoy mismo. Ahora mismo.

–Le digo á usted que no sé quien es ese hombre; que hoy ha entrado aquí á preguntar por usted. Yo no sé quién es ni me he ocupado nunca de semejante persona.

–Hipócrita, ¿piensas que creo en tu aire de mosquita muerta? Fíese usted de las niñas apocaditas. Pero tus travesuras se concluirán, Clara. Ya no comprometerás otra vez mi reposo como hoy. Yo estoy siempre fuera, y no quiero que durante mi ausencia se convierta esta casa en un infame garito.

Clara no podía creer aquellas palabras. Ya sabemos que era poco ducha en contestar cuando el terrible anciano la reprendía. Y esta vez su honor ofendido no encontró tampoco las palabras que en aquella situación convenían. Negó y lloró tan sólo, argumento que el realista tomó como la última expresión de la hipocresía y el engaño.

–Prepárate, Clara, á salir de aquí. No mereces los sacrificios que he hecho por ti. A ver si ahora compras florecitas y arreglas cintajos para coquetear en la ventana. Vas á vivir de aquí en adelante en compañía de unas personas cuya protección no mereces tampoco. Pero éstas son tan caritativas, que te admitirán por consideraciones á mí. Prepárate. Esta tarde mismo voy á llevarte á casa de esas señoras, y allí vivirás. Ellas te enseñarán á ser mujer de bien, y allí veremos si vuelves á tus locuras, veremos si te apartas del buen camino. Vivirás con ellas; las ayudarás y servirás en sus labores, y te enseñarán lo que no puedes aprender en mi casa, sola y sin guía.

–¡Las señoras de Porreño!—pensó Clara con horror, aquéllas tan erguidas y finchadas, que le daban miedo siempre que le hablaban, dejándole una impresión de tristeza que no podía borrar en muchos días.

–Estas ideas del día—continuó Elías como hablando solo,—pervierten hasta á las muchachas más recatadas. ¡Estas ideas del día, esta lepra social!… ¡se difunde sin saber cómo!… ¡penetra en todas partes! ¡Quién lo había de decir!… Ya se ve… sola en esta casa… Irás, Clara, en casa de esas señoras. Ten presente que no lo mereces, porque ellas son personas muy principales y virtuosas, libres del contagio del día. Haz cuenta que entras en un santuario.

No había remedio. La fatal determinación, que, sin conocerla, había asustado tanto á la huérfana, estaba irremisiblemente tomada. Clara se iba á vivir con aquellas misteriosas señoras, en cuya casa, según Coletilla decía, no habían penetrado las ideas del día. Hacía tiempo que él tenía este deseo para vivir más á sus anchas; pero nunca se hubiera atrevido á proponerlo á las tres venerables matronas, si éstas, con una generosidad que él no se cansaba de admirar, no se lo hubieran indicado. Era ya cosa resuelta; así es que Coletilla, al ocurrir la escena que hemos referido, no quiso retardar ni un momento la determinación, y partió á casa de sus amigas á darles aviso, dejando á Clara entregada al dolor más profundo.

Digamos algo de las relaciones que anteriormente había tenido Elías con aquellas tres nobilísimas damas.

A fines del siglo era Elías mayordomo mayor de la casa de los Porreños y Venegas. La ruina de esta histórica casa data de aquella misma época. Don Baltasar Porreño, Marqués de Porreño, que había sido Consejero íntimo de Carlos IV, entabló un pleito con un pariente suyo, descendiente de los Marqueses de Vedia. Este pleito duró diez años, y en él perdió Porreño casi toda su fortuna, contrayendo deudas espantosas. Después tuvo la desdicha de sostener á Godoy en la conspiración de Aranjuez, y caído Carlos IV, el Príncipe heredero no perdonó medio de hacerle daño. Su hermano don Carlos Porreño cometió el despropósito de afrancesarse durante la guerra, y la protección de Junot y de Víctor no sirvieron sino para que fuera después condenado á perpetua proscripción.

Aquella casa ilustre y poderosa llegó al extremo de la ruina con la muerte del Marqués; los acreedores embargaron sin respetar los preclaros timbres de la familia, y después de liquidadas las cuentas é inventariados los bienes muebles é inmuebles, no les quedó á los herederos sino una miseria. A la vuelta de Francia, Fernando olvidó que el Marqués de Porreño había sido su enemigo en la conspiración de Aranjuez, y concedió una pensión á su hermana. El hijo varón del Marqués había muerto en el viaje, navegando hacia América, y de la casa antigua y poderosa no quedaron más que tres señoras, á saber: la hermana y la hija del Marqués de Porreño, y la hija de su hermano don Carlos, que siguió á Napoleón, y murió, según se decía, en Praga, al volver de la campaña de Rusia.

Después del triste fin de la casa, Elías siguió fiel á sus antiguos amos. Al volver de la guerra, se presentó á aquellos tres gloriosos vestigios y les ofreció de nuevo sus servicios; pero las tres damas no tenían ya bienes que administrar. De su caudalosa fortuna no les restaba sino unas tierras de pan llevar en el término de Colmenarejo, y unos viñedos de muy poco valor junto á Hiendelaencina. La administración se reducía á tomar las cuentas cada trimestre á dos colonos que cultivaban aquellas heredades. Pero las señoras de Porreño, después de su decadencia, miraban á Elías como un buen amigo, le trataban de igual á igual (¡lo que puede la decadencia!), aunque el antiguo mayordomo no traspasaba nunca, ni en sus conversaciones, el límite respetuoso que separa á un hijo de zafios labradores (frase suya) de tres damas pertenecientes á la más esclarecida nobleza.

Ellas no eran niñas. La hermana del Marqués, llamada doña María de la Paz Jesús, pasaba un poquito más allá de los cincuenta, aunque se conservaba muy bien. Su sobrina (hija mayor del mismo don Baltasar), que se llamaba Salomé, estaba haciendo constantemente intrincados cálculos para ver de qué manera, sumando sus años, podían resultar cuarenta tan sólo. La tercera, llamada doña Paulita (nunca se pudo quitar este diminutivo), hija de don Carlos, el afrancesado, tenía treinta y dos, cumplidos el día de la Encarnación. Esta doña Paulita era una santa.

Vivían humildemente, casi pobremente; pero con mucho arreglo. Varias veces habían propuesto á Elías que se llevase á Clara á vivir con ellas, por la razón de que sola en su casa, la muchacha se había de contaminar necesariamente con las ideas del siglo. Coletilla no accedió al principio por respeto; pero al fin acogió la idea, y ya hemos visto como se preparó á realizarla. Además, doña María de la Paz Jesús, que era mujer de gran iniciativa, había concebido el proyecto de un arreglo doméstico muy conveniente para Elías y para ellas. Este proyecto consistía en que Elías tomara el piso segundo de aquella casa, el cual ellas tenían como depósito de los muebles de la grandiosa casa antigua, de que no habían querido desprenderse. El mayordomo aplazó para más adelante este arreglo.

–Señoras, al fin traigo esa chica—dijo Coletilla, presentándose á las de Porreño.

–Bien, amigo—exclamó Salomé;—tráigala usted en seguida, esta misma tarde.

–Pero, señoras—continuó,—esa muchacha tiene muy mala cabeza. Es preciso que ustedes empleen en ella una severidad muy grande. De otro modo es imposible sacar partido.

–¿Pero qué ha hecho?—exclamó doña Paulita, la santa.

Elías contó la aparición del militar en su casa; contó los antecedentes peligrosos de Clara, su deseo de parecer bien, la compra de las flores, las composiciones del vestido, y las tres damas comenzaron á hacer aspavientos. Salomé entonó un sermón, y doña Paulita se hizo cuatro cruces desde la frente al estómago y desde un hombro á otro.

–Descuide usted, amigo, que ya la enmendaremos dijo María de la Paz Jesús.

–Bien se comprende esa desenvoltura … las muchachas del día—dijo Salomé quitándose los espejuelos,—son todas así. Y ya … como esa Clarita no tiene mala cara … si … una carilla así … desvergonzada y graciosilla … pues … aquello no es hermosura.

–Pero, don Elías, ¿es cierto eso de que ha hablado con hombres?—exclamó Paz con una solemnidad arquiepiscopal, que era en ella muy frecuente.—¿Pero qué basilisco es ese? … Mas no importa. Ya la enmendaremos nosotras. Ya la enseñaremos á portarse como una mujer de bien…. ¡Ay! la honestidad está por los suelos. ¡Qué siglo!

–¡Ahí!—exclamó doña Paulita, después de concluir en voz baja un Padre nuestro;—estas ideas del día … ¡Jesús, qué sociedad! Pero todo se enmienda; y los más pecadores son los que más pronto salen de su error. Tráigala usted, don Elías, que yo confío en que esa desdichada entrará por el buen camino, y será una santa tal vez. ¿No lo fué María la Egipciaca?

Elías manifestó con repetidos movimientos de cabeza que estaba conforme con estas apreciaciones. Salió de la casa, y una hora después volvió acompañado de Clara.

Para hacer comprender lo que Clara encontró de terrible en la determinación del realista, conviene describir prolijamente la casa y sus extraordinarios habitantes.

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30 eylül 2018
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