Kitabı oku: «Marianela», sayfa 7

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-XII-
El doctor Celipín

El señor Centeno, después de recrear su espíritu en las borrosas columnas del Diario, y la Señana, después de gustar el más embriagador deleite sopesando lo contenido en el calcetín, se acostaron. Habían marchado también los hijos a reposar sobre sus respectivos colchones. Oyose en la sala una retahíla que parecía oración o romance de ciego; oyéronse bostezos, sobre los cuales trazaba cruces el perezoso dedo.... La familia de piedra dormía.

Cuando la casa fue el mismo Limbo, oyose en la cocina rumorcillo como de alimañas que salen de sus agujeros para buscarse la vida. Las cestas se abrieron y Celipín oyó estas palabras:

–Celipín, esta noche sí que te traigo un buen regalo; mira.

Celipín no podía distinguir nada; pero alargando su mano tomó de la de María dos duros como dos soles, de cuya autenticidad se cercioró por el tacto, ya que por la vista difícilmente podía hacerlo, quedándose pasmado y mudo.

–Me los dio D. Teodoro—añadió la Nela—para que me comprara unos zapatos. Como yo para nada necesito zapatos, te los doy, y así pronto juntarás aquello.

–¡Córcholis!, ¡que eres más buena que María Santísima!… Ya poco me falta, Nela, y en cuanto apande media docena de reales… ya verán quién es Celipín.

–Mira, hijito, el que me ha dado ese dinero andaba por las calles pidiendo limosna cuando era niño, y después....

–¡Córcholis! ¡Quién lo había de decir!… D. Teodoro.... ¡Y ahora tiene más dinero!… Dicen que lo que tiene no lo cargan seis mulas.

–Y dormía en las calles y servía de criado y no tenía calzones… en fin, que era más pobre que las ratas. Su hermano D. Carlos vivía en una casa de trapo viejo.

–¡Jesús! ¡Córcholis! Y qué cosas se ven por esas tierras.... Yo también me buscaré una casa de trapo viejo.

–Y después tuvo que ser barbero para ganarse la vida y poder estudiar.

–Miá tú… yo tengo pensado irme derecho a una barbería.... Yo me pinto solo para rapar.... ¡Pues soy yo poco listo en gracia de Dios! Desde que yo llegue a Madrid, por un lado rapando y por otro estudiando, he de aprender en dos meses toda la ciencia. Miá tú, ahora se me ha ocurrido que debo tirar para médico.... Sí, médico, que echando una mano a este pulso, otra mano al otro, se llena de dinero el bolsillo.

–D. Teodoro—dijo la Nela—tenía menos que tú, porque tú vas a tener cinco duros, y con cinco duros parece que todo se ha de venir a la mano. Aquí de los hombres guapos. Don Teodoro y D. Carlos eran como los pájaros que andan solos por el mundo. Ellos con su buen gobierno se volvieron sabios. D. Teodoro leía en los muertos y D. Carlos leía en las piedras, y así los dos aprendieron el modo de hacerse personas cabales. Por eso es D. Teodoro tan amigo de los pobres. Celipín, si me hubieras visto esta tarde cuando me llevaba al hombro.... Después me dio un vaso de leche y me echaba unas miradas como las que se echan a las señoras.

–Todos los hombres listos somos de ese modo—observó Celipín con petulancia—. Verás tú qué fino y galán voy a ser yo cuando me ponga mi levita y mi sombrero de una tercia de alto. Y también me calzaré las manos con eso que llaman guantes, que no pienso quitarme nunca como no sea sino para tomar el pulso.... Tendré un bastón con una porra dorada y me vestiré… eso sí, en mis carnes no se pone sino paño fino… ¡Córcholis! Te vas a reír cuando me veas.

–No pienses todavía en esas cosas de remontarte mucho, que eres más pelado que un huevo—le dijo ella—. Vete poquito a poquito; hoy me aprendo esto, mañana lo otro. Yo te aconsejo que antes de aprender eso de curar a los enfermos, debes aprender a escribir para que pongas una carta a tu madre pidiéndole perdón y diciéndole que te has ido de tu casa para afinarte, hacerte como D. Teodoro y ser un médico muy cabal.

–Calla, mujer.... ¿Pues qué creías que la escritura no es lo primero?… Deja tú que yo coja una pluma en la mano y verás qué rasgueos de letras y qué perfiles finos para arriba y para abajo, como la firma de D. Francisco Penáguilas.... ¡Escribir!, a mí con esas… a los cuatro días verás qué cartas pongo.... Ya las oirás leer y verás qué concéitos los míos y qué modo aquel de echar retólicas que os dejen bobos a todos. ¡Córcholis! Nela, tú no sabes que yo tengo mucho talento. Lo siento aquí dentro de mi cabeza, haciéndome burumbum, burumbum, como el agua de la caldera de vapor.... Como que no me deja dormir, y pienso que es que todas las ciencias se me entran aquí, y andan dentro volando a tientas como los murciélagos y diciéndome que las estudie. Todas, todas las ciencias las he de aprender, y ni una sola se me ha de quedar.... Verás tú…

–Pues debe de haber muchas. Pablo Penáguilas que las sabe todas, me ha dicho que son muchas y que la vida entera de un hombre no basta para una sola.

–Ríete tú de eso.... Ya me verás a mí…

–Y la más bonita de todas es la de D. Carlos.... Porque mira tú que eso de coger una piedra y hacer con ella latón. Otros dicen que hacen plata y también oro. Aplícate a eso, Celipillo.

–Desengáñate, no hay saber como ese de cogerle a uno la muñeca y mirarle la lengua, y decir al momento en qué hueco del cuerpo tiene aposentado el maleficio.... Dicen que don Teodoro le saca un ojo a un hombre y le pone otro nuevo, con el cual ve como si fuera ojo nacido.... Miá tú que eso de ver un hombre que se está muriendo, y con mandarle tomar, pongo el caso, media docena de mosquitos guisados un lunes con palos de mimbre cogidos por una doncella que se llame Juana, dejarle bueno y sano, es mucho aquel.... Ya verás, ya verás cómo se porta D. Celipín el de Socartes. Te digo que se ha de hablar de mí hasta en la Habana.

–Bien, bien—dijo la Nela con alegría—: pero mira que has de ser buen hijo, pues si tus padres no quieren enseñarte es porque ellos no tienen talento, y pues tú lo tienes, pídele por ellos a la Santísima Virgen y no dejes de mandarles algo de lo mucho que vas a ganar.

–Eso sí lo haré. Miá tú, aunque me voy de la casa, no es que quiera mal a mis padres, y ya verás como dentro de poco tiempo ves venir un mozo de la estación cargado que se revienta con unos grandes paquetes; y ¿qué será? Pues refajos para mi madre y mis hermanas y un sombrero alto para mi padre. A ti puede que te mande también un par de pendientes.

–Muy pronto regalas—dijo la Nela sofocando la risa—. ¡Pendientes para mí!…

–Pero ahora se me está ocurriendo una cosa. ¿Quieres que te la diga? Pues es que tú debías venir conmigo, y siendo dos, nos ayudaríamos a ganar y a aprender. Tú también tienes talento, que eso del pesquis a mí no se me escapa, y bien podías llegar a ser señora, como yo caballero. ¡Qué me había de reír si te viera tocando el piano como doña Sofía!

–¡Qué bobo eres! Yo no sirvo para nada. Si fuera contigo sería un estorbo para ti.

–Ahora dicen que van a dar vista a don Pablo, y cuando él tenga vista nada tienes tú que hacer en Socartes. ¿Qué te parece mi idea?… ¿No respondes?

Pasó algún tiempo sin que la Nela contestara nada. Preguntó de nuevo Celipín, sin obtener respuesta.

–Duérmete, Celipín—dijo al fin la de las cestas—. Yo tengo mucho sueño.

–Como mi talento me deje dormir, a la buena de Dios.

Un minuto después se veía a sí mismo en figura semejante a la de D. Teodoro Golfín, poniendo ojos nuevos en órbitas viejas, claveteando piernas rotas y arrancando criaturas a la muerte, mediante copiosas tomas de mosquitos guisados un lunes con palos de mimbre cogidos por una doncella. Viose cubierto de riquísimos paños, con las manos aprisionadas en guantes olorosos y arrastrado en coche, del cual tiraban cisnes, que no caballos, y llamado por reyes o solicitado de reinas, por honestas damas requerido, alabado de magnates y llevado en triunfo por los pueblos todos de la tierra.

-XIII-
Entre dos cestas

La Nela cerró sus conchas para estar más sola. Sigámosla; penetremos en su pensamiento. Pero antes conviene hacer algo de historia.

Habiendo carecido absolutamente de instrucción en su edad primera; habiendo carecido también de las sugestiones cariñosas que enderezan el espíritu de un modo seguro al conocimiento de ciertas verdades, habíase formado Marianela en su imaginación poderosa un orden de ideas muy singular, una teogonía extravagante y un modo rarísimo de apreciar las causas y los efectos de las cosas. La idea de Teodoro Golfín era exacta al comparar el espíritu de Nela con los pueblos primitivos. Como en éstos, dominaba en ella el sentimiento y la fascinación de lo maravilloso; creía en poderes sobrenaturales, distintos del único y grandioso Dios, y veía en los objetos de la Naturaleza personalidades vagas que no carecían de modos de comunicación con los hombres.

A pesar de esto, la Nela no ignoraba completamente el Evangelio. Jamás le fue bien enseñado; pero había oído hablar de él. Veía que la gente iba a una ceremonia que llamaban misa, tenía idea de un sacrificio sublime; mas sus nociones no pasaban de aquí. Habíase acostumbrado a respetar, en virtud de un sentimentalismo contagioso, al Dios crucificado; sabía que aquello debía besarse; sabía además algunas oraciones aprendidas de rutina; sabía que todo aquello que no se poseía debía pedirse a Dios; pero nada más. El horrible abandono en que había estado su inteligencia hasta el tiempo de su amistad con el señorito de Penáguilas era causa de esto. Y la amistad con aquel ser extraordinario, que desde su oscuridad exploraba con el valiente ojo de su pensamiento infatigable los problemas de la vida, había llegado tarde. En el espíritu de la Nela estaba ya petrificado lo que podremos llamar su filosofía, hechura de ella misma, un no sé qué de paganismo y de sentimentalismo, mezclados y confundidos. Debemos añadir que María, a pesar de vivir tan fuera del elemento común en que todos vivimos, mostraba casi siempre buen sentido y sabía apreciar sesudamente las cosas de la vida, como se ha visto en los consejos que daba a Celipín. La grandísima valía de su alma explica esto.

La más notable tendencia de su espíritu era la que la impulsaba con secreta pasión a amar la hermosura física, donde quiera que se encontrase. No hay nada más natural, tratándose de un ser criado en soledad profunda bajo el punto de vista de la sociedad y de la ciencia, y en comunicación abierta y constante, en trato familiar, digámoslo así, con la Naturaleza, poblada de bellezas imponentes o graciosas, llena de luz y colores, de murmullos elocuentes y de formas diversas. Pero Marianela había mezclado con su admiración el culto, y siguiendo una ley, propia también del estado primitivo, había personificado todas las bellezas que adoraba en una sola, ideal y con forma humana. Esta belleza era la Virgen María, adquisición hecha por ella en los dominios del Evangelio, que tan imperfectamente poseía. La Virgen María no habría sido para ella el ideal más querido, si a sus perfecciones morales no reuniera todas las hermosuras, guapezas y donaires del orden físico, si no tuviera una cara noblemente hechicera y seductora, un semblante humano y divino al mismo tiempo, que a ella le parecía resumen y cifra de toda la luz del mundo, de toda la melancolía y paz sabrosa de la noche, de la música de los arroyos, de la gracia y elegancia de todas las flores, de la frescura del rocío, de los suaves quejidos del viento, de la inmaculada nieve de las montañas, del cariñoso mirar de las estrellas y de la pomposa majestad de las nubes cuando gravemente discurren por la inmensidad del cielo.

La persona de Dios representábasele terrible y ceñuda, más propia para infundir respeto que cariño. Todo lo bueno venía de la Virgen María, y a la Virgen debía pedirse todo lo que han menester las criaturas. Dios reñía y ella sonreía. Dios castigaba y ella perdonaba. No es esta última idea tan rara para que llame la atención. Casi rige en absoluto a las clases menesterosas y rurales de nuestro país.

También es común en éstas, cuando se junta un gran abandono a una gran fantasía, la fusión que hacía la Nela entre las bellezas de la Naturaleza y aquella figura encantadora que resume en sí casi todos los elementos estéticos de la idea cristiana. Si a la soledad en que vivía la Nela hubieran llegado menos nociones cristianas de las que llegaron; si su apartamiento del foco de ideas hubiera sido absoluto, su paganismo habría sido entonces completo habría adorado la Luna, los bosques, el fuego, los arroyos, el sol.

Esta era la Nela que se crió en Socartes, y así llegó a los quince años. Desde esta fecha su amistad con Pablo y sus frecuentes coloquios con quien poseía tantas y tan buenas nociones, modificaron algo su modo de pensar; pero la base de sus ideas no sufrió alteración. Continuaba dando a la hermosura física cierta soberanía augusta; seguía llena de supersticiones y adorando en la Santísima Virgen como un compendio de todas las bellezas naturales; haciendo de esta persona la ley moral, y rematando su sistema con las más extrañas ideas respecto a la muerte y la vida futura.

Encerrándose en sus conchas, Marianela habló así:

–Madre de Dios y mía, ¿por qué no me hiciste hermosa? ¿Por qué cuando mi madre me tuvo no me miraste desde arriba?… Mientras más me miro más fea me encuentro. ¿Para qué estoy yo en el mundo?, ¿para qué sirvo?, ¿a quién puedo interesar?, a uno solo, Señora y madre mía, a uno solo que me quiere porque no me ve. ¿Qué será de mí cuando me vea y deje de quererme?… porque ¿cómo es posible que me quiera viendo este cuerpo chico, esta figurilla de pájaro, esta tez pecosa, esta boca sin gracia, esta nariz picuda, este pelo descolorido, esta persona mía que no sirve sino para que todo el mundo le dé con el pie. ¿Quién es la Nela? Nadie. La Nela sólo es algo para el ciego. Si sus ojos nacen ahora y los vuelve a mí y me ve, caigo muerta… Él es el único para quien la Nela no es menos que los gatos y los perros. Me quiere como quieren los novios a sus novias, como Dios manda que se quieran las personas.... Señora madre mía, ya que vas a hacer el milagro de darle vista, hazme hermosa a mí o mátame, porque para nada estoy en el mundo. Yo no soy nada ni nadie más que para uno solo.... ¿Siento yo que recobre la vista? No, eso no, eso no. Yo quiero que vea. Daré mis ojos porque él vea con los suyos; daré mi vida toda. Yo quiero que D. Teodoro haga el milagro que dicen. ¡Benditos sean los hombres sabios! Lo que no quiero es que mi amo me vea, no. Antes que consentir que me vea, ¡Madre mía!, me enterraré viva; me arrojaré al río.... Sí, sí; que se trague la tierra mi fealdad. Yo no debía haber nacido....

Y luego, dando una vuelta en la cesta, proseguía:

–Mi corazón es todo para él. Este cieguito que ha tenido el antojo de quererme mucho, es para mí lo primero del mundo después de la Virgen María. ¡Oh! ¡Si yo fuese grande y hermosa; si tuviera el talle, la cara y el tamaño… sobre todo el tamaño de otras mujeres; si yo pudiese llegar a ser señora y componerme!… ¡Ay!, entonces mi mayor delicia sería que sus ojos se recrearan en mí… Si yo fuera como las demás, siquiera como Mariuca… ¡qué pronto buscaría el modo de instruirme, de afinarme, de ser una señora!… ¡Oh! ¡Madre y reina mía, lo único que tengo me lo vas a quitar!… ¿Para qué permitiste que le quisiera yo y que él me quisiera a mí? Esto no debió ser así:

Y derramando lágrimas y cruzando los brazos, añadió medio vencida por el sueño:

–¡Ay! ¡Cuánto te quiero, niño de mi alma! Quiéreme mucho, a la Nela, a la pobre Nela que no es nada.... Quiéreme mucho.... Déjame darte un beso en tu preciosísima cabeza… pero no abras los ojos, no me mires… ciérralos, así, así.

-XIV-
De cómo la Virgen María se apareció a la Nela

Los pensamientos que huyen cuando somos vencidos por el sueño, suelen quedarse en acecho para volver a ocuparnos bruscamente cuando despertamos. Así ocurrió a Mariquilla, que habiéndose quedado dormida con los pensamientos más raros acerca de la Virgen María, del ciego, y de su propia fealdad, que ella deseaba ver trocada en pasmosa hermosura, con ellos mismos despertó cuando los gritos de la Señana la arrancaron de entre sus cestas. Desde que abrió los ojos, la Nela hizo su oración de costumbre a la Virgen María; pero aquel día la oración fue una retahíla compuesta de la retahíla ordinaria de las oraciones y de algunas piezas de su propia invención, resultando un discurso que si se escribiera habría de ser curioso. Entre otras cosas, la Nela dijo:

Anoche te me has aparecido en sueños, Señora, y me prometiste que hoy me consolarías. Estoy despierta y me parece que todavía te estoy mirando y que tengo delante tu cara, más linda que todas las cosas guapas y hermosas que hay en el mundo.

Al decir esto, la Nela revolvía sus ojos con desvarío en derredor de sí… Observándose a sí misma de la manera vaga que podía hacerlo, pensó de este modo:—A mí me pasa algo.

–¿Qué tienes, Nela?, ¿qué te pasa, chiquilla?—le dijo la Señana, notando que la muchacha miraba con atónitos ojos a un punto fijo del espacio—. ¿Estás viendo visiones, marmota?

La Nela no respondió porque estaba su espíritu ocupado en platicar consigo mismo, diciéndose:

–¿Qué es lo que yo tengo?… No puede ser maleficio, porque lo que tengo dentro de mí no es la figura feísima y negra del demonio malo, sino una cosa celestial, una cara, una sonrisa y un modo de mirar que, o yo estoy tonta, o son de la misma Virgen María en persona. Señora y madre mía, ¿será verdad que hoy vas a consolarme?… ¿Y cómo me vas a consolar? ¿Qué te he pedido anoche?

–¡Eh!… chiquilla—gritó la Señana con voz desapacible, como el más destemplado sonido que puede oírse en el mundo—. Ven a lavarte esa cara de perro.

La Nela corrió. Había sentido en su espíritu un sacudimiento como el que produce la repentina invasión de una gran esperanza. Mirose en la trémula superficie del agua, y al instante sintió que su corazón se oprimía.

–Nada…—murmuró—tan feíta como siempre. La misma figura de niña con alma y años de mujer.

Después de lavarse, sobrecogiéronla las mismas extrañas sensaciones que había experimentado antes, al modo de congojas placenteras. Marianela, a pesar de su escasa experiencia, tuvo tino para clasificar aquellas sensaciones en el orden de los presentimientos.

–Pablo y yo—pensó—hemos hablado de lo que se siente cuando va a venir una cosa alegre o triste. Pablo me ha dicho también que poco antes de los temblores de tierra se siente una cosa particular, y las personas sienten una cosa particular… y los animales sienten también una cosa particular.... ¿Irá a temblar la tierra?

Arrodillándose tentó el suelo.

–No sé… pero algo va a pasar. Que es una cosa buena no puedo dudarlo.... La Virgen me dijo anoche que hoy me consolaría.... ¿Qué es lo que tengo?… ¿Esa Señora celestial anda alrededor de mí? No la veo, pero la siento, está detrás, está delante.

Pasó por junto a las máquinas de lavado en dirección al plano inclinado y miraba con despavoridos ojos a todas partes. No veía más que las figuras de barro crudo que se agitaban con gresca infernal en medio del áspero bullicio de las cribas cilíndricas, pulverizando el agua y humedeciendo el polvo. Más adelante, cuando se vio sola, se detuvo, y poniéndose el dedo en la frente y clavando los ojos en el suelo con la vaguedad que imprime a aquel sentido la duda, se hizo esta pregunta:

–¿Pero yo estoy alegre o estoy triste?»

Miró después al cielo, admirándose de hallarlo lo mismo que todos los días (y era aquél de los más hermosos) y avivó el paso para llegar pronto a Aldeacorba de Suso. En vez de seguir la cañada de las minas para subir por la escalera de palo, se apartó de la hondonada por el regato que hay junto al plano inclinado, con objeto de subir a las praderas y marchar después derecha y por camino llano a Aldeacorba. Este camino era más bonito y por eso lo prefería casi siempre. Había callejas pobladas de graciosas y aromáticas flores, en cuya multitud pastaban rebaños de abejas y mariposas; había grandes zarzales llenos del negro fruto que tanto apetecen los chicos; había grupos de guinderos, en cuyos troncos se columpiaban las madreselvas, y había también corpulentas encinas, grandes, anchas, redondas, hermosas, oscuras, que parece se recreaban contemplando su propia sombra.

La Nela seguía andando despacio, inquieta de lo que en sí misma pasaba y de la angustia deliciosa que la embargaba. Su imaginación fecunda supo al fin hallar la fórmula más propia para expresar aquella obsesión, y recordando haber oído decir: Fulano o Zutano tiene los demonios en el cuerpo, ella dijo:—«Yo tengo los ángeles en el cuerpo.... Virgen María, tú estás hoy conmigo. Esto que siento son las carcajadas de tus ángeles que juegan dentro de mí. Tú no estás lejos, te veo y no te veo, como cuando vemos con los ojos cerrados».

La Nela cerraba los ojos y los volvía a abrir. Habiendo pasado junto a un bosque, dobló el ángulo del camino para llegar a un sitio donde se extendía un gran bardo de zarzas, las más frondosas, las más bonitas y crecidas de todo aquel país. También se veían lozanos helechos, madreselvas, parras vírgenes y otras plantas de arrimo, que se sostenían unas a otras por no haber allí grandes troncos. La Nela sintió que las ramas se agitaban a su derecha; miró… ¡Cielos divinos! Allí estaba dentro de un marco de verdura la Virgen María Inmaculada, con su propia cara, sus propios ojos, que al mirar ponían en sí mismos toda la hermosura del cielo. La Nela se quedó muda, petrificada, y con una sensación que era al mismo tiempo el fervor y el espanto. No pudo dar un paso, ni gritar, ni moverse, ni respirar, ni apartar sus ojos de aquella aparición maravillosa.

Había aparecido entre el follaje, mostrando completamente todo su busto y cara. Era, sí, la auténtica imagen de aquella escogida doncella de Nazareth, cuya perfección moral han tratado de expresar por medio de la forma pictórica los artistas de diez y ocho siglos, desde San Lucas hasta los contemporáneos. La humanidad ha visto esta sacra persona con distintos ojos, ora con los de Alberto Dürer, ora con los de Rafael Sanzio, o bien con los de Van Eick o Bartolomé Murillo. Aquella que a la Nela se apareció era según el modo Rafaelesco, que es el más sobresaliente de todos, si se atiende a que la perfección de la belleza humana se acerca más que ningún otro recurso artístico a la expresión de la divinidad. El óvalo de su cara era menos angosto que el del tipo sevillano, ofreciendo la graciosa redondez del tipo itálico. Sus ojos de admirables proporciones, eran la misma serenidad unida a la gracia, a la armonía, con un mirar tan distinto de la frialdad como del extremado relampagueo de los ojos andaluces. Sus cejas eran delicada hechura del más fino pincel y trazaban un arco sutil y delicioso. En su frente no se concebían el ceño del enfado ni las sombras de la tristeza, y sus labios un poco gruesos, dejaban ver al sonreír los más preciosos dientes que han mordido manzana del Paraíso. Sin querer hemos ido a parar a nuestra madre Eva, cuando tan lejos está la que dio el triunfo a la serpiente de la que aplastó su cabeza; pero la consideración de las distintas maneras de la belleza humana conduce a estos y a otros más lamentables contrasentidos. Para concluir el imperfecto retrato de aquella visión divina que dejó desconcertada y como muerta a la pobre Nela, diremos que su tez era de ese color de rosa tostado, o más bien moreno encendido que forma como un rubor delicioso en el rostro de aquellas divinas imágenes, ante las cuales se extasían lo mismo los siglos devotos que los impíos.

Pasado el primer instante de estupor, lo que primero fue observado por Marianela, causándole gran confusión, fue que la bella Virgen tenía una corbata azul en su garganta, adorno que ella no había visto jamás en las Vírgenes soñadas ni en las pintadas. Inmediatamente observó también que los hombros y el pecho de la divina mujer se cubrían con un vestido, en el cual todo era semejante a los que usan las mujeres del día. Pero lo que más turbó y desconcertó a la pobre muchacha fue ver que la gentil imagen estaba cogiendo moras de zarza… y comiéndoselas.

Empezaba a hacer los juicios a que daba ocasión esta extraña conducta de la Virgen, cuando oyó una voz varonil y chillona que decía:

–¡Florentina, Florentina!

–Aquí estoy, papá; aquí estoy comiendo moras silvestres.

–¡Dale!… ¿Y qué gusto le encuentras a las moras silvestres?… ¡Caprichosa!… ¿no te he dicho que eso es más propio de los chicuelos holgazanes del campo que de una señorita criada en la buena sociedad?… criada en la buena sociedad?

La Nela vio acercarse con grave paso al que esto decía. Era un hombre de edad madura, mediano de cuerpo, algo rechoncho, de cara arrebolada y que parecía echar de sí rayos de satisfacción como el sol los echa de luz; pequeño de piernas, un poco largo de nariz, y magnificado con varios objetos decorativos, entre los cuales descollaba una gran cadena de reloj y un fino sombrero de fieltro de alas anchas.

–Vamos, mujer—dijo cariñosamente el señor D. Manuel Penáguilas, pues no era otro—, las personas decentes no comen moras silvestres ni dan esos brincos. ¿Ves?, te has estropeado el vestido… no lo digo por el vestido, que así como se te compró ese, se te comprará otro… dígolo porque la gente que te vea podrá creer que no tienes más ropa que la puesta.

La Nela, que comenzaba a ver claro, observó los vestidos de la señorita de Penáguilas. Eran buenos y ricos; pero su figura expresaba a maravilla la transición no muy lenta del estado de aldeana al de señorita rica. Todo su atavío, desde el calzado a la peineta, era de señorita de pueblo en día del santo patrono titular. Mas eran tales y tan supinos los encantos naturales de Florentina, que ningún accidente comprendido en las convencionales reglas de la elegancia podía oscurecerlos. No podía negarse, sin embargo, que su encantadora persona estaba pidiendo a gritos una rústica saya, un cabello en trenzas y al desgaire, con aderezo de amapolas, un talle en justillo, una sarta de corales, en suma, lo que el pudor y el instinto de presunción hubieran ideado por sí, sin mezcla de ninguna invención cortesana.

Cuando la señorita se apartaba del zarzal, D. Manuel acertó a ver a la Nela a punto que esta había caído completamente de su burro, y dirigiéndose a ella, gritó:

–¡Oh!… ¿aquí estás tú?… Mira, Florentina, esta es la Nela… recordarás que te hablé de ella. Es la que acompaña a tu primito… a tu primito. ¿Y qué tal te va por estos barrios?…

–Bien, Sr. D. Manuel. ¿Y usted, cómo está?—repuso Mariquilla, sin apartar los ojos de Florentina.

–Yo tan campante, ya ves tú. Esta es mi hija. ¿Qué te parece?

Florentina corría detrás de una mariposa.

–Hija mía, ¿a dónde vas?, ¿qué es eso?—dijo el padre, visiblemente contrariado—. ¿Te parece bien que corras de ese modo detrás de un insecto como los chiquillos vagabundos?… Mucha formalidad, hija mía. Las señoritas criadas entre la buena sociedad no hacen eso… no hacen eso....

D. Manuel tenía la costumbre de repetir la última frase de sus párrafos o discursos.

–No se enfade usted, papá—repitió la joven, regresando después de su expedición infructuosa hasta ponerse al amparo de las alas del sombrero paterno—. Ya sabe usted que me gusta mucho el campo y que me vuelvo loca cuando veo árboles, flores, praderas. Como en aquella triste tierra de Campó donde vivimos no hay nada de esto....

–¡Oh! No hables mal de Santa Irene de Campó, una villa ilustrada, donde se encuentran hoy muchas comodidades y una sociedad distinguida. También han llegado allá los adelantos de la civilización… de la civilización. Andando a mi lado juiciosamente puedes admirar la Naturaleza; yo también la admiro sin hacer cabriolas como los volatineros. A las personas educadas entre una sociedad escogida se las conoce sólo por el modo de andar y por el modo de contemplar los objetos todos. Eso de estar diciendo a cada instante: «¡ah!, ¡oh!… ¡qué bonito!… ¡Mire usted, papá!», señalando a un helecho, a un roble, a una piedra, a un espino, a un chorro de agua, no es cosa de muy buen gusto.... Creerán que te has criado en algún desierto.... Con que anda a mi lado.... La Nela nos dirá por dónde volveremos a casa, porque a la verdad, yo no sé dónde estamos.

–Tirando a la izquierda por detrás de aquella casa vieja—dijo la Nela—se llega muy pronto.... Pero aquí viene el Sr. D. Francisco.

En efecto, apareció D. Francisco gritando:

–Que se enfría el chocolate....

–Qué quieres, hombre.... Mi hija estaba tan deseosa de retozar por el campo, que no ha querido esperar, y aquí nos tienes de mata en mata como cabritillos… de mata en mata como cabritillos.

–A casa, a casa. Ven tú también, Nela, para que tomes chocolate—dijo Penáguilas, poniendo su mano sobre la cabeza de la vagabunda—. ¿Qué te parece mi sobrina?… Vaya que es guapa.... Florentina, después que toméis chocolate, la Nela os llevará a pasear a entrambos, a Pablo y a ti, y verás todas las hermosuras del país, las minas, el bosque, el río....

Florentina dirigió una mirada cariñosa a la infeliz criatura, que a su lado parecía hecha expresamente por la Naturaleza para hacer resaltar más la perfección y magistral belleza de algunas de sus obras.

Al llegar a la casa esperábalos la mesa con las jícaras donde aún hervía el espeso licor guayaquileño y un montoncillo de rebanadas de pan. También estaba en expectativa la mantequilla, puesta entre hojas de helechos, sin que faltaran algunas pastas y golosinas. Los vasos transparente y fresca agua reproducían en su convexo cristal estas bellezas gastronómicas, agrandándolas.

–Hagamos algo por la vida—dijo D. Francisco, sentándose.

–Nela—indicó Pablo—tú también tomarás chocolate.

No lo había dicho, cuando Florentina ofreció a Marianela el jicarón con todo lo demás que en la mesa había. Resistíase a aceptar el convite; mas con tanta bondad y con tan graciosa llaneza insistió la señorita de Penáguilas, que no hubo más que decir. Miraba de reojo D. Manuel a su hija, cual si no se hallara completamente satisfecho de los progresos de ella en el arte de la buena educación, porque una de las partes principales de esta consistía, según él, en una fina apreciación de los grados de urbanidad con que debía obsequiarse a las diferentes personas según su posición, no dando a ninguna ni más ni menos de lo que le correspondía con arreglo al fuero social; y de este modo quedaban todos en su lugar y la propia dignidad se sublimaba, conservándose en el justo medio de la cortesía, el cual estriba en no ensoberbecerse demasiado delante de los ricos, ni humillarse demasiado delante de los pobres… ni humillarse demasiado delante de los pobres....

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Litres'teki yayın tarihi:
01 aralık 2018
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190 s. 1 illüstrasyon
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