Kitabı oku: «Misericordia», sayfa 13

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XXVII

A la mañanita del siguiente día iba Benina camino de las Cambroneras, con su cesta al brazo, pensando, no sin inquietud, en las exaltaciones del buen Almudena, que le llevarían de pronto a la locura, si ella, con su buena maña, no lograba contenerle en la razón. Más abajo de la Puerta de Toledo encontró a la Burlada y a otra pobre que pedía con un niño cabezudo. Díjole su compañera de parroquia que había trasladado su domicilio al Puente, por no poderse arreglar en el riñón de Madrid con la carestía de los alquileres y la mezquindad del fruto de la limosna. En una casucha junto al río le daban hospedaje por poco más de nada, y a esta ventaja unía la de ventilarse bien en los paseos que se daba mañana y tarde, del río al punto y del punto al río. Interrogada por Benina acerca del ciego moro y de su vivienda, respondió que le había visto junto a la fuentecilla, pasado el Puente, pidiendo; pero que no sabía dónde moraba. «Vaya, con Dios, señora—dijo la Burlada despidiéndose—. ¿No va usted hoy al punto? Yo sí… porque aunque poco se gana, allí tiene una su arreglo. Ahora me dan todas las tardes un buen platao de comida en ca el señor banquero, que vive mismamente de cara a la entrada por la calle de las Huertas, y vivo como una canóniga, gozando de ver cómo se le afila la jeta a la Caporala cuando la muchacha del señor banquero me lleva mi gran cazolón de comestible… En fin: con esto y algo que cae, vivimos, Doña Benina, y puede una chincharse en las ricas. Adiós, que lo pase bien, y que encuentre a su moro con salud… Vaya, conservarse».

Siguió cada cual su rumbo, y a la entrada del Puente, dirigiose Benina por la calzada en declive que a mano derecha conduce al arrabal llamado de las Cambroneras, a la margen izquierda del Manzanares, en terreno bajo. Encontrose en una como plazoleta, limitada en el lado de Poniente por un vulgar edificio, al Sur por el pretil del contrafuerte del puente, y a los otros dos lados por desiguales taludes y terraplenes arenosos, donde nacen silvestres espinos, cardos y raquíticas yerbas. El sitio es pintoresco, ventilado, y casi puede decirse alegre, porque desde él se dominan las verdes márgenes del río, los lavaderos y sus tenderijos de trapos de mil colores. Hacia Poniente se distingue la sierra, y a la margen opuesta del río los cementerios de San Isidro y San Justo, que ofrecen una vista grandiosa con tanto copete de panteones y tanto verdor obscuro de cipreses… La melancolía inherente a los camposantos no les priva, en aquel panorama, de su carácter decorativo, como un buen telón agregado por el hombre a los de la Naturaleza.

Al descender pausadamente hacia la explanada, vio la mendiga dos burros… ¿qué digo dos? ocho, diez o más burros, con sus collarines de encarnado rabioso, y junto a ellos grupos de gitanos tomando el sol, que ya inundaba el barrio con su luz esplendorosa, dando risueño brillo a los colorines con que se decoraban brutos y personas. En los animados corrillos todo era risas, chacota, correr de aquí para allá. Las muchachas saltaban; los mozos corrían en su persecución; los chiquillos, vestidos de harapos, daban volteretas, y sólo los asnos se mantenían graves y reflexivos en medio de tanta inquietud y algarabía. Las gitanas viejas, algunas de tez curtida y negra, comadreaban en corrillo aparte, arrimaditas al edificio grandón, que es una casa de corredor de regular aspecto. Dos o tres niñas lavaban trapos en el charco que hacia la mitad de la explanada se forma con las escurriduras y desperdicios de la fuente vecinal. Algunas de estas niñas eran de tez muy obscura, casi negra, que hacía resaltar las filigranas colgadas de sus orejas; otras de color de barro, todas ágiles, graciosas, esbeltísimas de talle y sueltas de lengua. Buscó la anciana entre aquella gente caras conocidas; y mira por aquí y por allá, creyó reconocer a un gitano que en cierta ocasión había visto en el Hospital, yendo a recoger a una amiga suya. No quiso acercarse al grupo en que el tal con otros disputaba sobre un burro, cuyas mataduras eran objeto de vivas discusiones, y aguardó ocasión favorable. Esta no tardó en venir, porque se enredaron a trompada limpia dos churumbeles, el uno con las perneras abiertas de arriba abajo, mostrando las negras canillas; el otro con una especie de turbante en la cabeza, y por todo vestido un chaleco de hombre: acudió el gitano a separarlos; ayudole Benina, y a renglón seguido le embocó en esta forma:

«Dígame, buen amigo: ¿ha visto por aquí ayer y hoy a un ciego moro que le llaman Almudena?

–Sí, señora: halo visto… jablao con él—replicó el gitano, mostrando dos carreras de dientes ideales por su blancura, igualdad y perfecta conservación, que se destacaban dentro del estuche de dos labios enormes y carnosos, de un violado retinto—. Le vide en la puente… díjome que moraba dende anoche en las casas de Ulpiano… y que… no sé qué más… Desapártese, buena mujer, que esta bestia es mu desconsiderá, y cocea…».

Huyó Benina de un brinco, viendo cerca de sí las patas traseras de un grandísimo burro, que dos gandules apaleaban, como para conocerle las mañas y proveer a su educación asnal y gitanesca, y se fue hacia las casas que le indicó con un gesto el de la perfecta dentadura.

Arranca de la explanada un camino o calle tortuosa en dirección a la puente segoviana. A la izquierda, conforme se entra en él, está la casa de corredor, vasta colmena de cuartos pobres que valen seis pesetas al mes, y siguen las tapias y dependencias de una quinta o granja que llaman de Valdemoro. A la derecha, varias casas antiquísimas, destartaladas, con corrales interiores, rejas mohosas y paredes sucias, ofrecen el conjunto más irregular, vetusto y mísero que en arquitectura urbana o campesina puede verse. Algunas puertas ostentan lindos azulejos con la figura de San Isidro y la fecha de la construcción, y en los ruinosos tejados, llenos de jorobas, se ven torcidas veletas de chapa de hierro, graciosamente labrado. Al aproximarse, notando Benina que alguien se asomaba a una reja del piso bajo, hizo propósito de preguntar: era un burro blanco, de orejas desmedidas, las cuales enfiló hacia afuera cuando ella se puso al habla. Entró la anciana en el primer corral, empedrado, todo baches, con habitaciones de puertas desiguales y cobertizos o cajones vivideros, cubiertos de chapa de latón enmohecido: en la única pared blanca o menos sucia que las demás, vio un barco pintado con almazarrón, fragata de tres palos, de estilo infantil, con chimenea de la cual salían curvas de humo. En aquella parte, una mujer esmirriada lavaba pingajos en una artesa: no era gitana, sino paya. Por las explicaciones que esta le dio, en la parte de la izquierda vivían los gitanos con sus pollinos, en pacífica comunidad de habitaciones; por lecho de unos y otros el santo suelo, los dornajos sirviendo de almohadas a los racionales. A la derecha, y en cuadras también borriqueñas, no menos inmundas que las otras, acudían a dormir de noche muchos pobres de los que andan por Madrid: por diez céntimos se les daba una parte del suelo, y a vivir. Detalladas las señas de Almudena por Benina, afirmó la mujer que, en efecto, había dormido allí; pero con los demás pobres se había largado tempranito, pues no brindaban aquellos dormitorios a la pereza. Si la señora quería algún recado para el ciego moro, ella se lo daría, siempre y cuando viniese la segunda noche a dormir.

Dando las gracias a la esmirriada, salió Benina, y se fue por toda la calle adelante, atisbando a un lado y otro. Esperaba distinguir en alguno de aquellos calvos oteros la figura del marroquí tomando el sol o entregado a sus melancolías. Pasadas las casas de Ulpiano, no se ven a la derecha más que taludes áridos y pedregosos, vertederos de escombros, escorias y arena. Como a cien metros de la explanada hay una curva o más bien zig-zag, que conduce a la estación de las Pulgas, la cual se reconoce desde abajo por la mancha de carbón en el suelo, las empalizadas de cerramiento de vía, y algo que humea y bulle por encima de todo esto. Junto a la estación, al lado de Oriente, un arroyo de aguas de alcantarilla, negras como tinta, baja por un cauce abierto en los taludes, y salvando el camino por una atarjea, corre a fecundar las huertas antes de verterse en el río. Detúvose allí la mendiga, examinando con su vista de lince el zanjón, por donde el agua se despeña con turbios espumarajos, y las huertas, que a mano izquierda se extienden hasta el río, plantadas de acelgas y lechugas. Aún siguió más adelante, pues sabía que al africano le gustaba la soledad del campo y la ruda intemperie. El día era apacible: luz vivísima acentuaba el verde chillón de las acelgas y el morado de las lombardas, derramando por todo el paisaje notas de alegría. Anduvo y se paró varias veces la anciana, mirando las huertas que recreaban sus ojos y su espíritu, y los cerros áridos, y nada vio que se pareciese a la estampa de un moro ciego tomando el sol. De vuelta a la explanada, bajó a la margen del río, y recorrió los lavaderos y las casuchas que se apoyan en el contrafuerte, sin encontrar ni rastros de Mordejai. Desalentada, se volvió a los Madriles de arriba, con propósito de repetir al día siguiente sus indagaciones.

En su casa no encontró novedad; digo, sí: encontró una, que bien pudiera llamarse maravilloso suceso, obra del subterráneo genio Samdai. A poco de entrar, díjole Doña Paca con alborozo: «Pero, mujer, ¿no sabes…? Deseaba yo que vinieras para contártelo…

–¿Qué, señora?

–Que ha estado aquí D. Romualdo.

–¡D. Romualdo!… Me parece que usted sueña.

–No sé por qué… ¿Es cosa del otro mundo que ese señor venga a mi casa?

–No; pero…

–Por cierto que me ha dado qué pensar… ¿Qué sucede?

–No sucede nada.

–Yo creí que había ocurrido algo en casa del señor sacerdote, alguna cuestión desagradable contigo, y que venía a darme las quejas.

–No hay nada de eso.

–¿No le viste tú salir de casa? ¿No te dijo que acá venía?

–¡Qué cosas tiene! Ahora me va a decir a mí el señor a dónde va, cuando sale.

–Pues es muy raro…

–Pero, en fin, si vino, a usted le diría…

–¿A mí qué había de decirme, si no le he visto?… Déjame que te explique. A las diez bajó a hacerme compañía, como acostumbra, una de las chiquillas de la cordonera, la mayor, Celedonia, que es más lista que la pólvora. Bueno: a eso de las doce menos cuarto, tilín, llaman a la puerta. Yo dije a la chiquilla: «Abre, hija mía, y a quien quiera que sea le dices que no estoy». Desde el escándalo que me armó aquel tunante de la tienda, no me gusta recibir a nadie cuando no estás tú… Abrió Celedonia… Yo sentía desde aquí una voz grave, como de persona principal, pero no pude entender nada… Luego me contó la niña que era un señor sacerdote…

–¿Qué señas?

–Alto, guapo… Ni viejo, ni joven.

–Así es—afirmó Benina, asombrada de la coincidencia—. ¿Pero no dejó tarjeta?

–No, porque se le había olvidado la cartera.

–¿Y preguntó por mí?

–No. Sólo dijo que deseaba verme para un asunto de sumo interés.

–En ese caso, volverá.

–No muy pronto. Dijo que esta tarde tenía que irse a Guadalajara. Tú habrás oído hablar de ese viaje.

–Me parece que sí… Algo dijeron de bajar a la estación, y de la maleta, y no sé qué.

–Pues, ya ves… Puedes llamar a Celedonia para que te lo explique mejor. Dijo que sentía tanto no encontrarme… que a la vuelta de Guadalajara vendría… Pero es raro que no te haya hablado de ese asunto de interés que tiene que tratar conmigo. ¿O es que lo sabes y quieres reservarme la sorpresa?

–No, no: yo no sé nada del asunto ese… ¿Y está segura la Celedonia del nombre?

–Pregúntaselo… Dos o tres veces repitió: «Dile a tu señora que ha estado aquí D. Romualdo».

Interrogada la chiquilla, confirmó todo lo expresado por Doña Paca. Era muy lista, y no se le escapaba una sola palabra de las que oyera al señor eclesiástico, y describía con fiel memoria su cara, su traje, su acento… Benina, confusa un instante por la rareza del caso, lo dio pronto al olvido por tener cosas de más importancia en qué ocupar su entendimiento. Halló a Frasquito tan mejorado, que acordaron levantarle del lecho; mas al dar los primeros pasos por la habitación y pasillo, encontrose el galán con la novedad de que la pierna derecha se le había quedado un poco inválida… Esperaba, no obstante, que con la buena alimentación y el ejercicio recobraría dicho miembro su actividad y firmeza. Pronto le darían de alta. Su reconocimiento a las dos señoras, y principalmente a Benina, le duraría tanto como la vida… Sentía nuevo aliento y esperanzas nuevas, presagios risueños de obtener pronto una buena colocación que le permitiera vivir desahogadamente, tener hogar propio, aunque humilde, y… En fin, que estaba el hombre animado, y con la inagotable farmacia de su optimismo se restablecía más pronto.

Como a todo atendía Nina, y ninguna necesidad de las personas sometidas a su cuidado se le olvidaba, creyó conveniente avisar a las señoras de la Costanilla de San Andrés, que de seguro habrían extrañado la ausencia de su dependiente.

«Sí, hágame el favor de llevarles un recadito de mi parte—dijo el galán, admirando aquel nuevo rasgo de previsión—. Dígales usted lo que le parezca, y de seguro me dejará en buen lugar».

Así lo hizo Benina a prima noche, y a la mañana siguiente, con la fresca, emprendió de nuevo su caminata hacia el Puente de Toledo.

XXVIII

Encontrose a un anciano harapiento que solía pedir, con una niña en brazos, en el Oratorio del Olivar, el cual le contó llorando sus desdichas, que serían bastantes a quebrantar las peñas. La hija del tal, madre de la criatura, y de otra que enferma quedara en casa de una vecina, se había muerto dos días antes «de miseria, señora, de cansancio, de tanto padecer echando los gofes en busca de un medio panecillo». ¿Y qué hacía él ahora con las dos crías, no teniendo para mantenerlas, si para él solo no sacaba? El Señor le había dejado de su mano. Ningún santo del cielo le hacía ya maldito caso. No deseaba más que morirse, y que le enterraran pronto, pronto, para no ver más el mundo. Su única aspiración mundana era dejar colocaditas a las dos niñas en algún arrecogimiento de los muchos que hay para párvulas de ambos sexos. ¡Y para que se viera su mala sombra!… Había encontrado un alma caritativa, un señor eclesiástico, que le ofreció meter a las nenas en un Asilo; pero cuando creía tener arreglado el negocio, venía el demonio a descomponerlo… «Verá usted, señora: ¿conoce por casualidad a un señor sacerdote muy apersonado que se llama D. Romualdo?

–Me parece que sí—repuso la mendiga, sintiendo de nuevo una gran confusión o vértigo en su cabeza.

–Alto, bien plantado, hábitos de paño fino, ni viejo ni joven.

–¿Y dice que se llama D. Romualdo?

–D. Romualdo, sí señora.

–¿Será… por casualidad, uno que tiene una sobrinita nombrada Doña Patros?

–No sé cómo la llaman; pero sobrina tiene… y guapa. Pues verá usted mi perra suerte. Quedó en darme, ayer por la tarde, la razón. Voy a su casa, y me dicen que se había marchado a Guadalajara.

–Justamente…—dijo Benina, más confusa, sintiendo que lo real y lo imaginario se revolvían y entrelazaban en su cerebro—. Pero pronto vendrá.

–A saber si vuelve».

Díjole después el pobre viejo que se moría de hambre; que no había entrado en su boca, en tres días, más que un pedazo de bacalao crudo que le dieron en una tienda, y algunos corruscos de pan, que mojaba en la fuente para reblandecerlos, porque ya no tenía hueso en la boca. Desde el día de San José que quitaron la sopa en el Sagrado Corazón, no había ya remedio para él; en parte alguna encontraba amparo; el cielo no le quería, ni la tierra tampoco. Con ochenta y dos años cumplidos el 3 de Febrero, San Blas bendito, un día después de la Candelaria, ¿para qué quería vivir más ni qué se le había perdido por acá? Un hombre que sirvió al Rey doce años; que durante cuarenta y cinco había picado miles de miles de toneladas de piedra en esas carreteras de Dios, y que siempre fue bien mirado y puntoso, nada tenía que hacer ya, más que encomendarse al sepulturero para que le pusiera mucha tierra, mucha tierra encima, y apisonara bien. En cuantito que colocara a las dos criaturas, se acostaría para no levantarse hasta el día del Juicio por la tarde… ¡y se levantaría el último! Traspasada de pena Benina al oír la referencia de tanto infortunio, cuya sinceridad no podía poner en duda, dijo al anciano que la llevara a donde estaba la niña enferma, y pronto fue conducida a un cuarto lóbrego, en la planta baja de la casa grande de corredor, donde juntos vivían, por el pago de tres pesetas al mes, media docena de pordioseros con sus respectivas proles. La mayor parte de estos hallábanse a la sazón en Madrid, buscando la santa perra. Sólo vio Benina una vieja, petiseca y dormilona, que parecía alcoholizada, y una mujer panzuda, tumefacta, de piel vinosa y tirante, como la de un corambre repleto, con la cara erisipelada, mal envuelta en trapos de distintos colores. En el suelo, sobre un colchón flaco, cubierto de pedazos de bayeta amarilla y de jirones de mantas morellanas, yacía la niña enferma, como de seis años, el rostro lívido, los puños cerrados en la boca. «Lo que tiene esta criatura es hambre—dijo Benina, que habiéndola tocado en la frente y manos, la encontró fría como el mármol.

–Puede que así sea, porque cosa caliente no ha entrado en nuestros cuerpos desde ayer».

No necesitó más la bondadosa anciana, para que se le desbordase la piedad, que caudalosa inundaba su alma; y llevando a la realidad sus intenciones con la presteza que era en ella característica, fue al instante a la tienda de comestibles, que en el ángulo de aquel edificio existe, y compró lo necesario para poner un puchero inmediatamente, tomando además huevos, carbón, bacalao… pues ella no hacía nunca las cosas a medias. A la hora, ya estaban remediados aquellos infelices, y otros que se agregaron, inducidos del olor que por toda la parte baja de la colmena prontamente se difundió. Y el Señor hubo de recompensar su caridad, deparándole, entre los mendigos que al festín acudieron, un lisiado sin piernas, que andaba con los brazos, el cual le dio por fin noticias verídicas del extraviado Almudena.

Dormía el moro en las casas de Ulpiano, y el día se lo pasaba rezando de firme, y tocando en un guitarrillo de dos cuerdas que de Madrid había traído, todo ello sin moverse de un apartado muladar, que cae debajo de la estación de las Pulgas, por la parte que mira hacia la puente segoviana. Allá se fue Benina despacito, porque el sujeto que la guiaba era de lenta andadura, como quien anda con las nalgas encuadernadas en suela, apoyándose en las manos, y estas en dos zoquetes de palo. Por el camino, el hombre de medio cuerpo arriba aventuró algunas indicaciones críticas acerca del moro, y de su conducta un tanto estrafalaria. Creía él que Almudena era en su tierra clérigo, quiere decirse, presbítero del Zancarrón, y en aquellos días hacía las penitencias de la Cuaresma majometana, que consisten en dar zapatetas en el aire, comer sólo pan y agua, y mojarse las palmas de la mano con saliva. «Lo que canta con la cítara ronca, debe de ser cosa de funerales de allá, porque suena triste, y dan ganas de llorar oyéndolo. En fin, señora, allí le tiene usted tumbado sobre la alfombra de picos, y tan quieto que parece que lo han vuelto de piedra».

Distinguió, en efecto, Benina la inmóvil figura del ciego, en un vertedero de escorias, cascote y basuras, que hay entre la vía y el camino de las Cambroneras, en medio de una aridez absoluta, pues ni árbol ni mata, ni ninguna especie vegetal crecen allí. Siguió adelante el despernado, y Benina, con su cesta al brazo, subió gateando por la escombrera, no sin trabajo, pues aquel material suelto de que formado estaba el talud, se escurría fácilmente. Antes de que ganar pudiera la altura en que el africano se encontraba, anunció a gritos su llegada, diciéndole: «¡Pero, hijo, vaya un sitio que has ido a escoger para ponerte al sol! ¿Es que quieres secarte, y volverte cuero para tambores?… ¡Eh… Almudena, que soy yo, que soy yo la que sube por estas escaleras alfombradas!… Chico, ¿pero qué?… ¿Estás tonto, estás dormido?».

El marroquí no se movía, la cara vuelta hacia el sol, como un pedazo de carne que se quisiera tostar. Tirole la anciana una, dos, tres piedrecillas, hasta que consiguió acertarle. Almudena se movió con estremecimiento; y poniéndose de rodillas, exclamó: «B'nina, tú B'nina.

–Sí, hijo mío: aquí tienes a esta pobre vieja, que viene a verte al yermo donde moras. ¡Pues no te ha dado mala ventolera! ¡Y que no me ha costado poco trabajo encontrarte!

–¡B'nina!—repitió el ciego con emoción infantil, que se revelaba en un raudal de lágrimas, y en el temblor de manos y pies—. Tú vinir cielo.

–No, hijo, no—replicó la buena mujer, llegando por fin junto a él, y dándole palmetazos en el hombro—. No vengo del cielo, sino que subo de la tierra por estos maldecidos peñascales. ¡Vaya una idea que te ha dado, pobre morito! Dime: ¿y es tu tierra así?».

No contestó Mordejai a esta pregunta; callaron ambos. El ciego la palpaba con su mano trémula, como queriendo verla por el tacto.

«He venido—dijo al fin la mendiga—porque me pensé, un suponer, que estarías muerto de hambre.

–Mí no comier

–¿Haces penitencia? Podías haberte puesto en mejor sitio…

–Este micor… monte bunito.

–¡Vaya un monte! ¿Y cómo llamas a esto?

–Monte Sinaí… Mí estar Sinaí.

–Donde tú estás es en Babia.

–Tú vinir con ángeles, B'nina… tú vinir con fuego.

–No, hijo: no traigo fuego ni hace falta, que bastante achicharradito estás aquí. Te estás quedando más seco que un bacalao.

Micor… mí quierer seco… y arder como paixa.

–En paja te convertirías si yo te dejara. Pero no te dejo, y ahora vas a comer y beber de lo que traigo en mi cesta.

–Mí no comier… mí ser squieleto».

Sin esperar a más razones, Almudena extendió las manos, palpando en el suelo. Buscaba su guitarro, que Benina vio y cogió, rasgueando sus dos cuerdas destempladas.

«¡Dami, dami!—le dijo el ciego impaciente, tocado de inspiración».

Y agarrando el instrumento, pulsó las cuerdas, y de ellas sacó sonidos tristes, broncos, sin armónica concordancia entre sí. Y luego rompió a cantar en lengua arábiga una extraña melopea, acompañándose con sonidos secos y acompasados que de las dos cuerdas sacaba. Oyó Benina este canticio con cierto recogimiento, pues aunque nada sacó en limpio de la letra gutural y por extremo áspera, ni en la cadencia del son encontró semejanza con los estilos de acá, ello es que la tal música resultaba de una melancolía intensa. Movía el ciego sin cesar su cabeza, cual si quisiera dirigir las palabras de su canto a diferentes partes del cielo, y ponía en algunas endechas una vehemencia y un ardor que denotaban el entusiasmo de que estaba poseído.

«Bueno, hijo, bueno—le dijo la anciana cuando terminó de cantar—. Me gusta mucho tu música… Pero ¿el estómago no te dice que a él no le catequizas con esas coplas, y que le gustan más las buenas magras?

Comier tú… mí cantar… Comier yo con alegría de ser tú migo.

–¿Te alimentas con tenerme aquí? ¡Bonita substancia!

–Mí quierer ti…

–Sí, hijo, quiéreme; pero haz cuenta de que soy tu madre, y que vengo a cuidar de ti.

–Tú ser bunita.

–¡Mia que yo bonita… con más años que San Isidro, y esta miseria y esta facha!».

No menos inspirado hablando que cantando, Almudena le dijo: «Tú ser com la zucena, brancaCom palmera del D'sierto cintura tuya… rosas y casmines boca tuya… la estrella de la tarde ojitas tuyas.

–¡María Santísima! Todavía no me había yo enterado de lo bonita que soy.

Donzellas tudas, invidia de ti tenier ellasHiciéronte manos Dios con regocijación. Loan ti ángeles con cítara.

–¡San Antonio bendito!… Si quieres que te crea todas esas cosas, me has de hacer un favor: comer lo que te traigo. Después que tengas llena la barriga hablaremos, pues ahora no estás en tus cabales».

Diciéndolo, iba sacando de la cesta pan, tortilla, carne fiambre y una botella de vino. Enumeraba las provisiones, creyendo que así le despertaría el apetito, y como argumento final le dijo: «Si te empeñas en no comer, me enfado, y no vuelvo más a verte. Despídete de mi boca de rosas, y de mis ojitos como las estrellas del cielo… Y luego has de hacer todo lo que yo te mande: volverte a Madrid, y vivir en tu casita como antes vivías.

–Si tú casar migo, sí… Si no casar, no.

–¿Comes o no comes? Porque yo no he venido aquí a perder el tiempo echándote sermones—declaró Benina desplegando toda la energía de su acento—. Si te empeñas en ayunar, me voy ahora mismo.

Comier tú…

–Los dos. He venido a verte, y a que almorcemos juntos.

–¿Casar tú migo?

–¡Ay qué pesado el hombre! Pareces un chiquillo. Me veré obligada a darte un par de mojicones… Ha, morito, come y aliméntate, que ya se tratará lo del casorio. ¿Piensas que voy yo a tomar un marido seco al sol, y que se va quedando como un pergamino?».

Con estas y otras razones logró convencerle, y al fin el desdichado dejó de hacer ascos a la comida. Empezando con repulgos, acabó por devorar con voracidad. Pero no abandonaba su tema, y entre bocado y bocado, decía: «Casar yo tigodirnos terra mía… Yo casar por arreligión tuya si quierer tú… Tú casar por arreligión mía, si quierer ella… Mí ser d'Israel… Bautisma jacieron mí señoritas confirencia… Poner mí nombre Joseph Marien Almudena

–José María de la Almudena. Si eres cristiano, no me hables a mí de otras arreligiones malas.

–No haber más que un Dios, uno solo, sólo Él—exclamó el ciego, poseído de exaltación mística—. Él melecina a los quebrantados de corazón… Él contar número estrellas, y a tudas ellas por nombre llama. Adoran Adonai el animal y tuda cuatropea, y el pájaro de ala… ¡Alleluyah!

–Hombre, sí, cantemos ahora las aleluyas para que no nos haga daño la comida.

–Voz de Adonai sobre las aguas, sobre aguas mochas. La voz de Adonai con forza, la voz de Adonai con jermosura. La voz de Adonai quiebra los alarzes del Lebanón y Tsión como fijos de unicornios… La voz de Adonai corta llamas de fuego, face temblar D'sierto; fará temblar Adonai D'sierto de Kader… La voz de Adonai face adoloriar ciervas… En palacio suyo tudas decir grolia. Adonai por el diluvio se asentó… Adonai bendecir su puelbro con paz…».

Aún prosiguió recitando oraciones hebraicas en castellano del siglo XV, que en la memoria desde la infancia conservaba, y Benina le oía con respeto, aguardando que terminase para traerle a la realidad y sujetarle a la vida común. Discutieron un rato sobre la conveniencia de tornar a la posada de Santa Casilda; mas no parecía él dispuesto a complacerla en extremo tan importante, mientras no le diese ella palabra formal de aceptar su negra mano. Trató de explicar la atracción que, en el estado de su espíritu, sobre él ejercían los áridos peñascales y escombreras en que a la sazón se encontraba. Realmente, ni él sabía explicárselo, ni Benina entenderlo; pero el observador atento bien puede entrever en aquella singular querencia un caso de atavismo o de retroacción instintiva hacia la antigüedad, buscando la semejanza geográfica con las soledades pedregosas en que se inició la vida de la raza… ¿Es esto un desatino? Quizás no.

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09 nisan 2019
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