Kitabı oku: «Tormento», sayfa 2
III
Rosalía, por su parte, rivalizaba aquel día en fecunda actividad con su sin par marido. Con un pañuelo liado a la cabeza, cubierto el cuerpo de ajadísima bata, trabajaba sin descanso ayudada de una amiga y de la criada de la casa. Perseguían las tres el polvo con implacable saña, y mientras una la emprendía a escobazos con el suelo, la otra azotaba los trastos con el zorro. La nube las envolvía y cegaba como el humo de la pólvora envuelve a los héroes de una batalla; mas ellas, con indomable bravura, despreciando al enemigo que se les introducía en los pulmones, se proponían no desmayar hasta expulsarle de la casa. Funcionaba después lo que un aficionado a las frases podría llamar la artillería del aseo, el agua, y contra esto no tenía defensa el sofocador enemigo. La moza convirtió en lago la cocina, y era de ver cómo lo vadeaba Rosalía, recogidas las faldas, y calzada con unas botas viejas de su marido. Maritornes, de rodillas, lavaba los baldosines, recogiendo con trapos el agua terrosa y espesa para exprimirla dentro de un cubo, mientras las otras dos fregoteaban los cacharros, haciendo un ruido de cencerrada que era la música de aquel áspero combate. La señora metía todo el brazo dentro de la tinaja para acicalar bien su cavidad oscura, y la amiga sacaba lustre al latón y al cobre con segoviana tierra y estropajo. Ver como del fondo general de suciedad iban saliendo en una y otra pieza el brillo y fineza del aseo, era el mayor gusto de las tres hembras, y el éxito les encalabrinaba los nervios y las hacía trabajar con más ahínco y fe más exaltada. El agua negra del cubo arrastraba todo a lo profundo. Así el polvo vuelve a la tierra después de haber usurpado en los aires el imperio de la luz; pero, ¡ay!, la tierra le envía de nuevo desafiando las energías poderosas que le persiguen, y esta alternativa de infección y purificación es emblema del combate humano contra el mal y de los avances invasores de la materia sobre el hombre, eterna y elemental batalla en que el espíritu sucumbe sin morir o triunfa sin rematar su enemigo.
Por inveterada costumbre de dar órdenes, Rosalía no cerraba el pico durante el trabajo, aunque el de las otras dos mujeres fuera tal que no necesitase ninguna suerte de estímulo. La diligente amiga que la ayudaba oía su nombre cada medio minuto.
«Amparo, ¿pero qué haces? Te tengo dicho que no empieces una cosa antes de acabar otra. Más fuerza, hija, más fuerza. Parece que no tienes alma… Vamos, vivo… Yo quisiera que todas tuvieran este genio mío… ¿Pero qué haces, criatura? ¿No tienes ojos?».
A la criada, mujer seca y musculosa, no la dejaba tampoco en paz ni un solo momento.
«Por Dios, Prudencia, mueve esos remos… ¡qué posma!… Es una desesperación… ¡Que siempre he de estar yo rodeada de gente así!».
En tanto, el gran Thiers… digo, Bringas, allá en otra región de la descompuesta casa, no paraba ni callaba un solo instante.
«Felipe, el martillo… Pero hombre, te quedas como un bobo mirando los retratos y no atiendes a lo que te digo… Dame la tuerca… Mira, allí está. Todo lo pierdes, todo se te olvida… ¡Qué cabeza, hijo, te ha dado Dios! Se lo contaré todo a tu amo para que te tire de las orejas y te despabile… ¿Qué se te ha perdido en la cómoda para que mires tanto a ella? ¡Ah!, las figuritas de porcelana… Vamos, hijo, formalidad. Aguanta ahora la escalera… ¡Eh!, chiquillo, trae las tenazas, el destornillador… pronto, menéate».
Un viejo, protegido de la casa, ayudaba también; pero a este no se le permitía poner sus manos en nada, como no fuera para levantar grandes pesos, porque era muy torpe y en todas partes dejaba huella tristísima de su inhabilidad destructora.
Muy a menudo uno de los consortes necesitaba del autorizado dictamen del otro para colocar cualquier objeto, y se oían a lo largo de aquel pasillo gritos y llamamientos como de quien pide socorro. «Bringas, ven, ven acá. No podemos colocar esta percha». O bien entraba Amparo sofocadísima en la sala, diciendo:
«Don Francisco, que a estos clavos se le han torcido las puntas».
–Hija, yo no puedo estar en todo. Esperar un poco.
A pesar de ser tan supino el criterio decorativo de Bringas, este no se fiaba de sí mismo, y quería consultar con su mujer peliagudos problemas.
«Rosalía… ven acá, hija… A ver dónde te parece que coloque estos cuadros. Creo que el Cristo de la Caña debe ir al centro».
–Poco a poco; al centro va el retrato de Su Majestad…
–Es verdad. Vamos a ello.
–Se me figura que Su Majestad está muy caída. Levántala un poquito, un par de dedos. ¿Así?
–Bien.
–¿En dónde pongo a O'Donnell?
–A ese le pondría yo en otra parte… por indecente.
–¡Mujer…!
–Ponle donde quieras.
–Ahora colgaremos a Narváez… Por este lado irá el retrato de D. Juan de Pipaón. ¡Felipe!… ¿En dónde está ese condenado chico?
Un momento después:
«Bringas, Bringas, acude acá».
–¿Qué hay?
–¡Que se nos viene encima la percha!
–Allá voy.
–Bringas, entre las tres no podemos con la piedra del lavabo.
–Que vaya el señor Canencia. Cuidado, cuidado… Canencia, eche usted allá una mano con mil demonios… ¡Cómo me rompan la piedra…!
En presencia de estas dificultades, Bringas decía como Napoleón cuando supo que se había perdido la batalla de Trafalgar: «Yo no puedo estar en todas partes».
Felipe Centeno, que servía a un pariente de D. Francisco, estaba allí aquel día como prestado para ayudar a los señores en su grande faena. Ni un momento de respiro le daban aquel señor tan activo y aquella dama, que era la misma pólvora. Si hubiera tenido tres cuerpos, no le bastaran para atender a todo: «Felipe, coge con mucho cuidado el florero y ponlo sobre el entredós. Ahora vamos a colocar los guardabrisas… Felipe, vete a la cocina y trae agua… Eh, Juanenreda, ven aquí; lleva la escalera a la alcoba, que vamos a emprenderla con la corona de la colgadura de la cama».
¡Qué fatigas!, pero al mismo tiempo, ¡qué triunfos!… Llegada la noche, satisfechos y envanecidos los dos esposos de su obra, se sentaban estropeadísimos, y la contemplaban lisonjeándose mutuamente con encomiásticas apreciaciones. «La sala ha quedado muy bien. ¡Lástima que no cupiera el árbol genealógico de los Pipaones y el Santo Tomás Apóstol, copia de Mengs!.. ¿No estará un poco alta la lámpara?… Para mañana quedarán algunos perfiles. La verdad es, hija, que tenemos una casa magnífica. ¡Vaya un golpe de gabinete! Mirado desde aquí, con toda la puerta abierta, tiene algo de regio. ¿No te parece que estás viendo la sala de Gasparini? Será ilusión, pero se podría jurar que está más guapo tu abuelo, y que luce más aquí con su uniforme de alabardero, haciendo juego con el manto rojo del Cristo de la Caña. La alfombra no tiene nada que pedir. Yo empalmé tan bien el pedazo que te dieron hace dos años en Palacio con el que lograste hace un mes, y casé con tanto cuidado las piezas, que no se conoce la diferencia de dibujo… Ya te podían haber dado la pareja completa de los candelabros de bronce… pero en aquella casa todo se hace con el mayor desorden… Las velas de colores dentro de los guarda-brisas hacen un efecto mágico. Si se encendieran parecería cosa de las Mil y una noches».
La comida se trajo aquel día, por ser de mucho tráfago, de la fonda más cercana, y los niños, que habían pasado todo el día en la casa de Caballero, vinieron por la noche a acostarse. Enredaban tanto con la novedad de la casa y de su cuarto, que Rosalía tuvo que administrarles algunos azotes para que entraran en razón, y de esta suerte no concluyó sin lágrimas un día de tantas satisfacciones.
En los sucesivos, el gozo, el orgullo, la hinchazón de los Bringas por las ventajas de su nuevo domicilio se manifestaban en el acto de enseñarlo y ofrecerlo a los amigos que les visitaban. D. Francisco y su señora acompañaban las visitas por toda la casa, mostrando pieza por pieza sin omitir ninguna, y encareciendo la holgura, la capacidad y adecuada aplicación de cada una.
«Es la mejor casa de Madrid—decía con la nariz ahuecada Rosalía, guiando por aquellos laberintos a la señora de García Grande, su amiga cariñosa—. Yo digo que si la hubiéramos fabricado nosotros no habríamos repartido mejor todas las piezas».
Uno y otro consorte se quitaban alternativamente la palabra de la boca para encomiar su casa, que era única y sin segundo, al decir de ambos; pues en este matrimonio, y particularmente en ella, se había arraigado la creencia de que los bienes propios eran siempre muy superiores a los que disfrutaban los demás tristes mortales.
«Vea usted la alcoba, Cándida… ¡qué hermosa pieza y qué abrigadita! No entra aquí el aire por ninguna parte».
–Note usted… rara vez se ve un estucado más bien puesto.
–En este otro cuartito es donde yo me lavo. ¿Ve usted qué mono? Es pequeñín, pero sobra espacio.
–Ya lo creo que sobra. Note usted estos pasillos. Si esto parece la Plaza de Toros… Lo menos tienen vara y media de ancho.
–Aquí podrán correr caballos. En este cuarto es donde tengo mi costura, y aquí estaremos todo el día Amparo y yo. Sigue la habitación de Paquito, con luces al patio. Ahí tiene él sus libros tan bien puestitos, su mesa para escribir los apuntes de clase, su cama y su percha.
–Note usted, Cándida, qué hermosas luces. Aquí, en verano, se ve a leer hasta las cuatro a la tarde.
–Ahora vea usted qué comedor, qué desahogo. Cabe perfectamente la mesa de ocho personas. En la otra casa estábamos tan estrechos que el aparador parecía venírsenos encima, y cuando la criada pasaba con los platos Bringas tenía que levantarse.
–Note usted, Cándida, este papel imitando roble… Cada día inventan esos extranjeros cosas más bonitas…
–En este otro cuartito, que da también al patio, es donde Bringas tiene todo su instrumental… Esto es un taller en regla. Ha de ver usted también la cocina. Es quizás…
–Y sin quizás la más hermosa que hay en Madrid… Ahora el cuarto de la muchacha… oscurito sí, pero ella ¿para qué quiere luces?
Volviendo a la sala, después de esta excursión apologética y triunfal, la Pipaón de la Barca, nunca saciada de alabar su vivienda y de felicitarse por ella, no daba paz a la lengua.
«Porque a mí, querida Cándida, que no me saquen de estos barrios. Todo lo que no sea este trocito no me parece Madrid. Nací en la plazuela de Navalón, y hemos vivido muchos años en la calle de Silva. Cuando paso dos días sin ver la plaza de Oriente, Santo Domingo el Real, la Encarnación y el Senado, me parece que no he vivido. Creo que no me aprovecha la misa cuando no la oigo en Santa Catalina de los Donados, en la capilla Real o en la Buena Dicha. Es verdad que esta parte de la Costanilla de los Ángeles es algo estrecha, pero a mí me gusta así. Parece que estamos más acompañados viendo al vecino de enfrente tan cerca, que se le puede dar la mano. Yo quiero vecindad por todos lados. Me gusta sentir de noche al inquilino que sube; me agrada sentir aliento de personas arriba y abajo. La soledad me causa espanto, y cuando oigo hablar de las familias que se han ido a vivir a ese barrio, a esa Sacramental que está haciendo Salamanca más allá de la Plaza de Toros, me dan escalofríos. ¡Jesús qué miedo!… Luego este sitio es un coche parado. ¡Qué animación! A todas horas pasa gente. Toda, toda, todita la noche está usted oyendo hablar a los que pasan, y hasta se entiende lo que dicen. Créalo usted, esto acompaña. Como nuestro cuarto es principal, parece que estamos en la calle. Luego todo tan a la mano… Debajo la carnicería; al lado ultramarinos; a dos pasos puesto de pescado; en la plazuela botica, confitería, molino de chocolate, casa de vacas, tienda de sedas, droguería, en fin, con decir que todo… No podemos quejarnos. Estamos en sitio tan céntrico, que apenas tenemos que andar para ir a tal o cual parte. Vivimos cerca de Palacio, cerca del Ministerio de Estado, cerca de la oficina de Bringas, cerca de la capilla Real, cerca de Caballerizas, cerca de la Armería, cerca de la plaza de Oriente… cerca de usted, de las de Pez, de mi primo Agustín…».
En el momento de nombrar a esta persona sonó la campanilla de la puerta; alguien entró en la casa.
«Es él—dijo Bringas—; pero se ha ido adentro pasito a paso para que no se le sienta».
–Ha comprendido que hay visita—indicó Rosalía riendo—, y ni a tres tiros le harán entrar en la sala. Es tan raro…
IV
Difícil es fijar el escalón social que en la casa de Bringas ocupaba Amparo, la Amparo, Amparito, la señorita Amparo, pues de estas cuatro maneras era nombrada. Hallábase en el punto en que se confunden las relaciones de amistad con las de servidumbre, y no podía decir si la subyugaba una dulce amiga o si un ama despótica la favorecía. Las obligaciones de esta joven en la casa eran tantas y la retribución de afecto tan tasada y regateada, que desde luego se puede asegurar que entraba allí en calidad de pariente pobre y molesto. Este es el parentesco más lejano que se conoce, y conviene declarar que el de sangre, entre las familias de Sánchez Emperador y Pipaón, era de aquellos que no coge el galgo más corredor. La madre de Amparo era Calderón como la madre de Rosalía, pero de ramas muy apartadas, cuyo entronque se hubiera encontrado (si algún desocupado lo buscara) en un montero de Palacio que pasó al servicio de la Vallabriga y del infante D. Luis.
Poco trato tenía Bringas con Sánchez Emperador; pero aquél había recibido antaño del padre de Rosalía inestimable servicio, y fue constante en el agradecimiento. Poco antes de morir llamó a D. Francisco el desgraciado conserje de la Escuela de Farmacia y le dijo: «Todos mis ahorros los he gastado en mi enfermedad. No dejo a mis pobres hijas más que los treinta días del mes. Si usted me promete hacer por ellas todo lo que pueda, me moriré tranquilo». Bringas, que era hombre de buen corazón, prometió ampararlas según la medida de su modesto pasar, y supo cumplir su promesa.
Luego que dieron tierra a su padre, instaláronse las dos huérfanas en la casa más reducida y más barata que encontraron, e hicieron ese voto de heroísmo que se llama vivir de su trabajo. El de la mujer sola, soltera y honrada era y es una como patente de ayuno perpetuo; pero aquellas bien criadas chicas tenían fe, y los primeros desengaños no las desalentaron. Muy mal lo hubieran pasado sin la protección manifiesta de Bringas, y la más o menos encubierta de otros amigos y deudos de Sánchez Emperador.
La posición social de Rosalía Pipaón de la Barca de Bringas no era, a pesar de su contacto con Palacio y con familias de viso, la más a propósito para fomentar en ella pretensiones aristocráticas de alto vuelo; pero tenía un orgullete cursi que le inspiraba a menudo, con ahuecamiento de nariz, evocaciones declamatorias de los méritos y calidad de sus antepasados. Gustaba asimismo de nombrar títulos, de describir uniformes palaciegos y de encarecer sus buenas relaciones. En una sociedad como aquella, o como esta, pues la variación en diez y seis años no ha sido muy grande; en esta sociedad, digo, no vigorizada por el trabajo, y en la cual tienen más valor que en otra parte los parentescos, las recomendaciones, los compadrazgos y amistades, la iniciativa individual es sustituida por la fe en las relaciones. Los bien relacionados lo esperan todo del pariente a quien adulan o del cacique a quien sirven, y rara vez esperan de sí mismos el bien que desean. En esto de vivir bien relacionada, la señora de Bringas no cedía a ningún nacido ni por nacer, y desde tan sólida base se remontaba a la excelsitud de su orgullete español, el cual vicio tiene por fundamento la inveterada pereza del espíritu, la ociosidad de muchas generaciones y la falta de educación intelectual y moral. Y si aquella sociedad anterior al 68 difería algo de la nuestra y consistía la diferencia en que era más puntillosa y más linfática, en que era aún más vana y perezosa, y en que estaba más desmedrada por los cambios políticos y por la empleomanía; era una sociedad que se conmovía toda por media docena de destinos mal retribuidos y que dejaba entrever cierto desprecio estúpido hacia el que no figuraba en las altas nóminas del Estado o en las de Palacio, siquiera fuesen de las más bajas.
Por eso Rosalía no podía perdonar a las hijas de Emperador que fuesen ramas de arbusto tan humilde como el conserje de un establecimiento de enseñanza ¡un portero! Además Sánchez Emperador había sido colocado en la Farmacia por D. Martín de los Heros, y su filiación progresista bastaba para que Rosalía abriera mentalmente un abismo entre las libreas del Estado y las de Palacio.
Cuando Amparo y Refugio se sentaban a la mesa de Rosalía lo que acontecía tres o cuatro veces al mes no perdía ocasión esta de mostrarles de un modo significativo la superioridad suya. Mas no sabía hacerlo con la delicadeza y el fino tacto de las personas marcadas de ese sello de nobleza que está juntamente en la sangre y en la educación; no sabía hacerlo de modo que al inferior no le doliese la herida de su inferioridad; hacíalo con formas afectadas que ocultaban mal la grosería de su intención. Al mismo tiempo solía tener Rosalía con ellas rasgos de impensada crueldad que brotaban de su corazón como la mala yerba de un campo sin cultivo. Este detalle pinta a la señora de Bringas y da completa idea de su limitada inteligencia así como de su perversa educación moral, vicio histórico y castizo, pues no lo anula ni aun lo disimula el barniz de urbanidad con que resplandecen, a la luz de las relaciones superficiales, la gran mayoría de las personas de levita y mantilla. Además la lucha por la existencia es aquí más ruda que en otras partes; reviste caracteres de ferocidad en el reparto de las mercedes políticas; y en la esfera común de la vida, tiene por expresión la envidia en variadas formas y en peregrinas manifestaciones. Se da el caso extraño de que el superior tenga envidia del inferior, y ocurre que los que comen a dos carrillos defiendan con ira y anhelo una triste migaja. Todo esto, que es general, puede servir de base para un conocimiento exacto de las humillaciones que aquella señora imponía a sus protegidas, y de la sequedad con que les hacía sentir el peso de su mano al darles la limosna.
Bringas no era así. Cuando Amparo llegaba muerta de cansancio a la casa y la de Pipaón con desabrido tono le decía: «Amparo, ve ahora mismo a la calle de la Concepción Jerónima y tráeme los delantalitos de niño que dejé apartados»; cuando la hacía recorrer distancias enormes, y luego la mandaba a la cocina, y por cualquier motivo trivial la reprendía con aspereza, el bueno de D. Francisco sacaba la cara en defensa de la huérfana, pidiendo a su mujer tolerancia y benignidad.
«Déjala que trabaje—observaba Rosalía—. ¿Pues qué?, si al fin ha de vivir de sus obras. ¿Crees tú que va a tener alguna herencia? Acostúmbrala a los mimos, y entonces verás de qué se mantiene cuando nosotros por cualquier motivo le faltemos. Están muy mal acostumbradas esas niñas… Es preciso, Bringas, que cada cual viva según sus circunstancias».
Refugio, la más pequeña de las dos, se cansó pronto de la protección de su vanidosa pariente. Era su carácter algo bravío y amaba la independencia. El tono, el aire de su protectora, así como los trabajos que les imponía, la irritaban tanto, que renunció al arrimo de la casa y despidiose un día para no volver más. Amparo, que era humildísima y de carácter débil, continuó amarrada al yugo de aquella gravosa protección. Tenía además bastante buen sentido para comprender que la libertad era más triste y más peligrosa que la esclavitud en aquel singular caso.
Cuando se retiraba por las noches a su domicilio, después de hacer recados penosos, algunos muy impropios de una señorita; después de coser hasta marearse, y de dar mil vueltas ocupada en todo lo que la señora ordenaba, esta le solía dar unas nueces picadas, o bien pasas que estaban a punto de fermentar, carne fiambre, pedazos de salchichón y mazapán, dos o tres peras y algún postre de cocina que se había echado a perder. En ropa de uso, rarísimas eran las liberalidades de Rosalía, porque ella la apuraba tanto que al dejarla no servía para maldita cosa. Pero no faltaba algún jirón sobrante, algún pedazo de faya deshilachada o de paño sucio, los recortes de un vestido, retazos de cinta, botones viejos. Bringas, por su parte, no regateaba a su protegida las mercedes de su habilidad generosa, y estaba siempre dispuesto a componerle el paraguas, a ponerle clavo nuevo al abanico o nuevas bisagras al cajoncito de la costura. Fuera de esto (conviene decirlo en letras de molde para que lo sepa el público), Amparo recibía semanalmente de su protector una cantidad en metálico, que variaba según las fluctuaciones del tesoro de aquel hombre ahorrativo y económico en altísimo grado. Bringas tenía en el cajón de la derecha de su mesa (que era de las que llaman de ministro), varios apartadijos de monedas. De allí salía todo lo necesario para los diferentes gastos de la casa con una puntualidad y un método que quisiéramos fuese imitado por el Tesoro público. Allí lo superfluo no existía mientras no estuvieran cubiertas todas las atenciones. En esto era Bringas inexorable, y gracias a tan saludable rigor, en aquella casa no se debía un maravedí ni al Sursum Corda (expresión del propio Thiers). Los restos de lo necesario pasaban semanalmente a la partida y al cestillo de lo superfluo, y aun había otro hueco a donde afluía lo sobrante de lo superfluo, que era ya, como se ve, una quinta esencia de numerario, y la última palabra del orden doméstico. De esta tercera categoría rentística procedían los alambicados emolumentos de Amparo, que generalmente tenían adecuada forma en pesetas ya muy gastadas y en los cuartos más borrosos. Todo lo apuntaba D. Francisco en su libro, que era hecho por él mismo con papel de la oficina, y muy bien cosido con hilo rojo. El bendito hombre tenía la meritoria debilidad de engañar a su mujer cuando le pedía cuenta de aquellos despilfarros semanales, y si había dado catorce, decía en tono tranquilizador guardando el libro:
«Sosiégate, mujer. No le he dado más que nueve reales… Ni sé yo cómo se arreglará la pobre para pagar la casa este mes, porque la gandulona de su hermana no le ayudará nada… Pero no podemos hacer más por ella. Y milagro parece que vayamos saliendo adelante con tantas atenciones. Este mes el calzado de los niños nos desequilibra un poco. Espero que Agustín se acuerde de lo que prometió respecto al pago del colegio y del piano de Isabelita. Si lo hace, vamos bien. Si no, renunciaré a gabán nuevo para este invierno. Y lo mismo digo de tu sombrero, hijita… Ya ves; el tonto de mi primo podría regalarte uno de alto precio; pero él no se hace cargo de las verdaderas necesidades, y no conviene darle a entender que confiamos en su generosidad. Mucho tacto con él, que estos caracteres huraños suelen tener una perspicacia y una desconfianza extraordinarias».