Kitabı oku: «Torquemada en la hoguera», sayfa 11
–¡Ay! ¡ay!—observó la poetisa;—eso de las murgas es deplorable. Ya ha vuelto usted á caer en la sentina.»
Al oir esto, otro de los personajes que me escuchaban rompió por primera vez su silencio, y con atronadora voz, dando en la mesa un puñetazo que nos asustó á todos, dijo:
«No está sino muy bien, magnífico, sorprendente. Pues qué, ¿todo ha de ser lloriqueos, blanduras, dengues, melosidades y tonterías? ¿Se escribe para doncellas de labor y viejas verdes, ó para hombres formales y gentes de sentido común?»
Quien así hablaba era la tercera eminencia que componía el jurado, y me parece llegada la ocasión de describirlo.
III
D. Marcos había sido novelista. Desde que se casó con la comercianta en paños de la calle de Postas, dejó las musas, que no le produjeron nunca gran cosa ni le ayudaron á sacar el vientre de mal año. Continuaba, sin embargo, con sus aficiones; y ya que no se entregara al penoso trabajo de la creación, solía dedicarse al de la crítica, más fácil y llevadero. Siempre en sus novelas (la más célebre se titulaba El Candil de Anastasio) brillaba la realidad desnuda. De las muchas diferencias que existían entre su musa y la de Virgilio, la principal era que la de D. Marcos huía de las sencillas y puras escenas de la naturaleza; y así como el pez no puede vivir fuera del agua, la musa susodicha no se encontraba en su centro fuera de las infectas buhardillas, de los húmedos sótanos, de todos los sitios desapacibles y repugnantes. Sus pinturas eran descarnados cuadros, y sus tipos predilectos los más extraños y deformes seres. Un curioso aficionado á la estadística, hizo constar que en una de sus novelas salían veintiocho jorobados, ochenta tuertos, sesenta mujeres de estas que llaman del partido, hasta dos docenas y media de viejos verdes, y otras tantas viejas embaucadoras. Su teatro era la alcantarilla, y un fango espeso y mal oliente cubría todos sus personajes. Y tal era el temperamento de aquel hombre insigne, que cuanto Dios crió lo veía feo, repugnante y asqueroso. Estos epítetos los encajaba en cada página, ensartados como cuentas de rosario. Era prolijo en las descripciones, deteniéndose más cuando el objeto reproducido estaba lleno de telarañas, habitado por las chinches ó colonizado por la ilustre familia de las ratas, y su estilo tenía un desaliño sublime, remedio fiel del desorden de la tempestad. ¿Será preciso decir que usaba de mano maestra los más negros colores, y que sus personajes, sin excepción, morían ahogados en algún sumidero, asfixiados en laguna pestilencial, ó asesinados con hacha, sierra ú otra herramienta estrambótica? No es preciso, no, pues andan por el mundo, fatigando las prensas, más de tres docenas de novelas suyas, que pienso son leídas en toda la redondez del globo.
De su vida privada, se contaban mil aventuras á cual más interesantes. Mientras fué literato, su fama era grande, su hambre mucha, su peculio escaso, su porte de esos que llamamos de mal traer. El editor que compraba y publicaba sus lucubraciones, no era tan resuelto en el pagar como en el imprimir, achaque propio de quien comercia con el talento; y D. Marcos, cuyo nombre sonaba desde las márgenes del Guadalete hasta las del Llobregat, desfallecía cubierto de laureles, sin más oro que el de su fantasía, ni otro caudal que el de su gloria. Pero quiso la suerte que la persona del insigne autor no pareciese costal de paja á una viuda que tenía comercio de lana y otros excesos en la calle de Postas; hubo tierna correspondencia, corteses visitas, honesto trato; y al fin uniólos Himeneo, no sin que todo aquel barrio murmurara sobre el por qué, cómo y cuándo de la boda. Lo que las musas lloraron este enlace, no es para contado; porque viéndose en la holgura, trocó el escritor los poco nutritivos laureles por la prosáica hartura de su nueva vida; y cuéntase que colgó su pluma de una espetera, como Cide Hamete, para que de ningún ramplón novelista fuera en lo sucesivo tocada. Después de larga luna de miel, cual nunca se ha visto en comerciantes de tela, se afirma que no reinó siempre en el hogar la paz más octaviana. No están conformes los biógrafos de D. Marcos en la causa de ciertas riñas, que pusieron á la esposa en peligro de morir á manos de su esposo: unos lo atribuyen á veleidades del escritor; otros más concienzudos, y buscando siempre las causas recónditas de los sucesos humanos, á que el pesimismo adquirido cultivando las letras infiltróse de tal modo en su pensamiento, que llenó su vida de melancolía y fastidio. ¡Tal influjo tienen las grandes ideas en las grandes almas!
A los ojos del profano vulgo, D. Marcos era siempre el mismo. Aconsejaba á los jóvenes, procurando guiarles por el camino de la alcantarilla. Daba su opinión siempre que se la pidieran, y no negaba elogios á los escritores noveles, siempre que fuesen de su escuela colorista, que era la escuela del betún.
Este es el tercer personaje de los cuatro que formaban mi auditorio, y éste el que expuso su modo de pensar, diciendo:
«No está sino muy bien. Hay que pintar la vida tal como es: repugnante, soez, grosera. El mundo es así: no nos toca á nosotros reformarlo, suponiéndolo á nuestro capricho y antojo; nos cumple sólo retratar las cosas como son, y las cosas son feas. Ese joven que usted ha pintado ahí tiene demasiada luz, y le hace falta una buena dosis de negro. Hoy no saben dar claro-obscuro al estilo, y desde que han dejado de escribir ciertas personas que yo me sé, está la novela por los suelos. Si usted quiere hacer una obra ejemplar, rodee á ese caballerito de toda clase de lástimas y miserias; arroje usted sobre él la sombra siniestra de la sociedad, y la tal sociedad es de lo más repugnante, asqueroso é inmundo que yo me he echado á la cara. Y después, si le conviene ofrecer una lección moral á sus lectores, haga que el chico se trueque de la noche á la mañana, por la sola fuerza del hambre y del hastío, en un ser abyecto, revelando así el fondo de inmundicia que en el corazón de todo ser humano existe. Preséntele usted con toda la negra realidad de la vida, braceando en este océano de cieno, sin poder flotar, y ahogándose, ahogándose, ahogándose.... Pero, eso sí, déjele usted que se enamore con hidrofobia de la dama de enfrente, porque en ese gran recurso dramático ha de cimentarse todo el edificio novelesco. Si yo me encargara de desarrollar el plan, lo haría de ingenioso modo, nunca visto ni en novelas ni en dramas.
–¿A ver, á ver?—interrogamos todos, yo por afán de penetrar los pensamientos literarios mi amigo; los demás por curiosidad y deseo de ver en todo su horror la cloaca intelectual de aquel atroz ingenio.
–Yo haría lo siguiente—continuó:—le supondría muy desesperado, sin saber qué hace para comunicarse y entablar relaciones con la dama de enfrente. Suprimo eso del pajarito, que es insufrible. (La poetisa dejó traslucir, con un movimiento de indignación, su ultrajado amor de madre.) Él piensa unas veces meterse a bandido para robar a la dama; otras se le ocurre quemar la casa para sacar a la señora en brazos. Entre tanto se pone flaco, amarillo, cadavérico, con aspecto de loco o de brujo: la casa se cae a pedazos, y en su miseria se ve obligado a comer ratas. (Cantarranas cerró los ojos después de mirar al cielo con angustia.) Un día se le pasa por las mientes un ardid ingenioso, y para esto tengo que suponer que vive, no en la casa de enfrente, sino en la buhardilla de la misma casa. Modificada de este modo la escena, fácil es comprender su plan, que consiste en introducirse por el cañón de la chimenea y colarse hasta el piso principal.
–¡Qué horror!—exclamó la poetisa tapándose la cara con las manos.—¡Se va á tiznar! ¡Si al menos tuviera donde lavarse antes de presentarse á ella!…
–No importa que se tizne—continuó el novelista.—Yo pintaría á la dama muy hermosa, sí, pero con una contracción en el rostro que denotara sus feroces instintos. Ha tenido muchos amantes; es mujer caprichosa: uno de esos caracteres corrompidos que tanto abundan en la sociedad, marcando los distintos grados de relajacion á que llega en cada etapa la especie humana. Ha tenido, como decía, muchísimos querindangos, y al fin viene á enamorarse de un negro traído de Cuba por cierto banquero, que es un agiotista inicuo, un bandolero de frac.
Con estos antecedentes, ya puedo desarrollar la situación dramática, de un efecto horriblemente sublime. Veamos: ella está en su cuarto, lánguidamente sentada junto á un veladorcillo, y piensa en el Apolo de Azabache, charolado objeto de su pasión. Hojea un álbum, y de tiempo en tiempo su rostro se contrae con aquel siniestro mohín que la hace tan espantablemente guapa. De repente se siente ruido en la chimenea: la dama tiembla, mira, y ve que de ella sale saltando por encima de los leños encendidos, un hombre tiznado: en su delirio cree que es el negro: domínanla al mismo tiempo el estupor y la concupiscencia. La luz se apaga. ¡Pataplum!… ¿Qué les parece á ustedes esta situación?
–Digo que es usted el mismo demonio o tiene algún mágico encantador que lo inspire tan admirables cosas-respondí confuso ante la donosa invención de D. Marcos, que me parecía en aquel momento superior cuantos, entre antiguos y modernos, habían imaginado las más sutiles trazas de novela.
La poetisa estaba un tanto cabizbaja, no se si porque le parecía mejor lo suyo ó porque, teniendo por detestable el engendro de D. Marcos, consideraba á qué límite de fatal extravío pueden llegar los más esclarecidos entendimientos. No estará de más que con la mayor reserva diga yo aquí, para ilustrar á mis lectores, que la poetisa tenía, entre otros, un defecto que suele ser cosa corriente entre las hembras que agarran la pluma cuando sólo para la aguja sirven, es decir, la envidia.
«Pues verán ustedes ahora—continuó D. Marcos—cómo armo yo el desenlace de tan estupendo suceso. A la mañana siguiente hállase la dama en su tocador, y ha gastado dos pastas de jabón en quitarse el tizne de la cara. Su rabia es inmensa: está furiosa; ha descubierto el engaño, y en su desesperación da unos chillidos que se oyen desde la calle. El joven, por su parte, trata de huir, al ver el enojo de la que adora. Quiere matar al desconocido mandinga, de quien está celosísimo; pero en lugar de bajar la escalera, se ve obligado á subir por el mismo cañón de la chimenea para no ser visto de cierto Conde que entra á la sazón en la casa.
La fatalidad hace que no pueda subir por el cañón, habiendo sido tan fácil la bajada; y mientras forcejea trabajosamente para ascender, resbala y cae al sótano, y de allí, sin saber cómo, á un sumidero, yendo á parar á la alcantarilla, donde se ahoga como una rata. La ronda le encuentra al día siguiente, y le llevan, en los carros de la basura, al cementerio. Como aquí no tenemos Morgue, es preciso renunciar á un buen efecto final.»
Así habló el realista D. Marcos. Cantarranas estaba más nervioso que nunca, y la poetisa sacó un pomito de esencias, para aplicarlo al cartucho que tenía por nariz: este singular pomito era el flacon que había visto en todas las novelas francesas. Es la verdad que D. Marcos le inspiraba profunda repugnancia, y por eso le llamaba ella barril de prosa, sin duda por vengarse del otro, que en cierto artículo critico la llamó una vez espuerta de tonterías.
Yo no sabía qué hacer en presencia de dos fallos tan autorizados y al mismo tiempo tan contradictorios. Vacilaba entre figurar á mi héroe dando migajas de pan al pajarito, ó metiendo la cabeza en los sumideros del palacio de su amada. Miré al magnífico Duque, y le ví con la cabeza gacha y colgante, como higo maduro. La poetisa se hallaba en un paroxismo de furor secreto. ¿Cómo podía yo decidirme por una solución contraria á las ideas de Cantarranas, cuando éste era mi Mecenas, ó, para valerme de una de sus más queridas figuras, corpulento roble que daba sombra á este modesto hisopo de los campos literarios? Y al mismo tiempo, ¿cómo desairar á Don Marcos, tan experimentado en artes de novela? ¿Cómo renunciar á su plan, que era el más nuevo, el más extraño, el más atrevido, el más sorprendente de cuántos había concebido la humana fantasía? En tan crítica situación me hallaba con el manuscrito en las manos, la boca abierta, los ojos asombrados, indeciso el magín y agitado el pecho, cuando vino á sacarme de mi estupor y á cortar el hilo de mis dudas la voz del cuarto de los personajes que el jurado componían. Hasta entonces había permanecido mudo, en una butaca vieja, cuyas crines por innumerables agujeros se salían: allí estaba, con aspecto de esfinge, acentuado por la singular expresión de su rostro severo. Creo que ha llegado la ocasión de describir á este personaje, el más importante sin duda de los cuatro, y voy á hacerlo.
IV
Si cuarenta años de incansable laboriosidad, de continuos servicios prestados al arte, á las letras y á la juventud, son título bastante para elevar á un hombre sobre sus contemporáneos, ninguno debiera estar más por cima de la vulgar muchedumbre que D. Severiano Carranza, conocido entre los árcades de Roma por Flavonio Mastodontiano. Era casi académico, porque siempre que vacaba un sillón se presentaba candidato, aunque nunca quisieron elegirle. Su fuerte era la erudición; espigaba en todos los campos: en la historia, en la poesía, en las artes bellas, en la filosofía, en la numismática, en la indumentaria. Recuerdo su última obra, que estremeció al mundo de polo á polo, por tratar de una cuestión grave, á saber: de si el Arcipreste de Hita tenía ó no la costumbre de ponerse las medias al revés, decidiéndose nuestro autor por la negativa, con gran escándalo y algazara de las Academias de Leipsick, Gottinga, Edimburgo y Ratisbona, las cuales dijeron que el célebre Carranza era un alma de cántaro al atreverse á negar un hecho que formaba parte del tesoro de creencias de la humanidad. ¿Pues y su disertación sobre los colmillos del jabalí de Erymantho, que fué causa de un sin fin de mordiscadas entre los más famosos eruditos? No diré nada, pues corre en manos de todo el mundo, de su famoso discurso sobre el modo de combinar las tes y las des en el metro de Arte Mayor, el cual le alzara á los cuernos de la luna, si antes, para gloria de España y enaltecimiento de sí propio, no hubiera escrito y dado á la estampa la nunca bastante encarecida Oda á la invención de la pólvora, en que llamaba á este producto químico atmósfera flamínea. Esta es su única obra de fantasía. Las demás son todas eruditas, porque vive consagrado á los apuntes. Como crítico, no se le igualaba ni el mismo Cantarranas, aunque no faltan biógrafos que le equiparan á él, y hubo alguno que aseguró le aventajaba en muchas cosas. Basta decir que Carranza había leído cuanto salió de plumas humanas, siendo de notar que todo libro que pasase por su memoria dejaba en ella un pequeño sedimento ó depósito, aunque no fuera más grande que una gota de agua.
No había fecha que él no supiera, ni nombre que ignorara, ni dato que le fuera desconocido, ni coincidencia que se escapase á su penetración y colosal memoria. Bien es verdad que de este almacén sacaba el cargamento de sus críticas, las cuales tenían más de indigestas que de sabrosas, porque no existe cosa antigua que no sacara á colación, ni autor clásico que no desenterrara á cada paso para llevarle y traerle como á los gigantones en día de Corpus. Escribiendo, era prolijo: su estilo se componía de las más crespas y ensortijadas frases que es dado imaginar. Pulía de tal modo su prosa, que parecía una cabellera con cosmético y bandolina, pudiendo servir de espejo; y sus versos eran tales, que se les creerían rizados con tenacillas. Nunca repitió una palabra en un mismo pliego de papel, por miedo á las redundancias y sonsonetes. En cierta ocasión, habiendo hablado en un artículo del mondadientes de marfil de una dama, viéndose obligado á repetirlo por la fuerza de la sintaxis y pareciéndole vulgar la palabra palillo, llamó á aquel objeto el ebúrneo estilete. Por esta razón aparecían en sus escritos unas palabrejas que sus enemigos, en el furor de la envidia, llamaban estrambóticas. Tratarle á él de pedante era cosa corriente entre los malignos gaceterillos, que molestan siempre á los grandes hombres, como las pulgas al león.
La persona del erudito Carranza era tan notable como sus obras. Componíase de un destroncado cuerpo sobre dos no muy iguales piernas, brazos pequeños y los hombros cansadísimos; exornando todo el edificio un sombrero monumental, bajo el cual solía verse, en días despejados, la cabeza más arqueológica que ha existido. Después de la corbata, que afectaba cierto desaliño, lo que más descollaba era la boca, donde en un tiempo moraron todas las gracias, y ahora no quedaba ni un diente; y la nariz hubiera sido lo más inverosímil de aquel rostro si no ocuparan el primer lugar unos espejuelos voluminosos tras los cuales el ojo perspicaz y certero del crítico fulguraba.
Estos ojos fueron los que me miraron con severidad que me turbó; esta boca fue la que con voz tan solemne como cascada, tomó la palabra y dijo:
«¡Oh extravío de las imaginaciones juveniles! ¡Oh ruindad de sentimientos! ¡Oh corrupción del siglo! ¡Oh bajeza de ideas! ¡Oh pérdida del buen gusto! ¡Oh aniquilamiento de las clásicas reglas! ¿Hay más formidable máquina de disparates que la que usted escribió ni mayor balumba de despropósitos que la que esa señora y ese caballero han dicho? ¿En qué tiempos vivimos? ¿Qué república tenemos? Vaya usted, señora, á coser sus calcetas y á espumar el puchero, y usted D. Marcos, á cuidar sus hijos si los há, y usted, joven, á aprender un oficio, que más cuenta le tiene cualquier ocupación, aunque sea ingrata y vil, que componer libros. Pues qué, ¿es el campo de las letras dehesa de pasto para toda clase de pecus, ó jardín frondosísimo donde sólo los más delicados ingenios pueden hallar deleites y amenidades? Id, cocineros del pensamiento, á condimentar vulgares sopas y no sabrosos platos; que no es dado á tan groseras manos preparar los exquisitos manjares que se sirven en el ágape de los dioses.»
Como Semíramis cuando ve aparecer la sombra de Nino para echarle en cara sus trapicheos; como Hamlet cuando oye al espectro de su padre revelándole los delitos de la señá Gertrudis; como Moisés cuando vislumbra á Jehová en la zarza ardiente, así nos quedamos todos: mudos, fríos, petrificados de espanto. El apóstrofe de aquel hombre, tenido por un oráculo; su singular aspecto, su severa mirada y el eco de su vocecilla, nos infundieron tal pavor, que hubo de transcurrir buen espacio de tiempo antes que yo tomase aliento, y sacara la poetisa su flacon, y cerrara la boca el excelente Duque.
Al fin nos repusimos del terror, y Carranza, advirtiendo el buen efecto que sus palabras habían producido, arremetió de nuevo contra nosotros, y de tal modo se ensañó con D. Marcos, que pienso no le quedara hueso sano. La poetisa estaba turulata y no hacía más que abanicarse para disimular su enojo, mientras Cantarranas parecía inclinado, en fuerza de su natural bondad, á ponerse de parte del tremendo crítico.
«¡Y para esto me han llamado!—decía éste.—La culpa tiene quien, dejando serias ocupaciones y la sabrosa compañía de las musas, asiste á estas lecturas, donde le hacen echar los bofes con tantísimo desatino.»
Entonces yo, desafiando con un arrojo que ahora me espanta la cólera del Aristarco, le dije:
«Pero ya que he tenido la osadía de traerle a usted aquí, oh varón insigne, ¿no me será permitido pedirle la más gran merced que hacerme pudiera, ayudando con sus luces á mejorar este engendro mío que con tan mala estrella viene al mundo?
–Sí, lo haré de muy buen grado—contestó el sabio, trocándose repentinamente en el hombre más suave y meloso de la tierra.—Voy á decir cómo desarrollaría yo mi pensamiento; pero han de prometerme que no he de ser interrumpido por aplausos ni otra manifestación semejante. Empezaré, pues, declarando que yo colocaría la acción de mi obra en tiempos remotos, en los tiempos pintorescos é interesantes, cuando no había alumbrado público, y sí muchas rondas y gran número de corchetes; cuando los galanes se abrían en canal por una palabrilla, y las damas andaban con manto por esas callejuelas, seguidas de Celestinas y rodrigones; cuando se guardaba con siete llaves el honor, sin que eso quiera decir que no se perdiese en un santiamén. Yo no sé cómo hay ingenios tan romos que novelan con cosas y personas de la época presente, donde no existen elementos literarios, según todos los hombres doctos hemos probado plenamente. Al demonio no se le ocurriría pintar aventuras en una calle empedrada y con faroles de gas. Por Dios y por los santos, ¿cabe nada más ridículo que un diálogo amoroso, en que aparece á cada momento la palabra usted, hecha para preguntar cómo está el tiempo, los precios de la carne, etc.?… Pues bien: yo figuraría mis personajes en el siglo XVII, y abriría la escena con gran ruido de cuchilladas y muchos pardieces y voto á sanes; después el ir y venir de los alguaciles, y, por último, la voz cascada de una vieja alcahueta que acude con su farolito á reconocer la cara del muerto.»
Todos nos mirábamos, sorprendidos ante el pintoresco cuadro que en un periquete habia trazado aquel maestro incomparable.
«El joven pobre que ha puesto usted en la buhardilla, donde está muy retebién, le figuraría yo un hidalgo de provincias, sin blanca y con malísima estrella. Ha llegado á Madrid en busca de fortuna, y solicita que le hagan capitán de Tercios, para lo cual anda de ceca en meca, sin poder conseguir otra cosa que desprecios. La dama de enfrente es de la más alta nobleza, hija de algún montero mayor de la Casa Real, ó cosa por el estilo, lo cual hace que tenga entrada en Palacio, y sea bien quista de Reyes, Príncipes é Infantes. Meteremos en el ajo algún rapabarbas o criado socarrón que haga de tercero, porque novela ó comedia sin rapista charlatán y enredador, es olla sin tocino y sermón sin agustino. ¡Y cómo había yo de pintar las escenas de tabernas, las cuchilladas, las pendencias que dirige siempre un tal Maese Blas ó Maese Pedrillo! ¿Pues y las escenas de amor? ¡Qué discreción, qué ternezas, qué riqueza metafórica había yo de poner allí! Carta acá, carta allá, y entrevista en las Descalzas todos los días, porque la Condesa vieja es tan devota, que no se mueve un clérigo ni fraile en las iglesias de Madrid sin que ella vaya á meter sus narices en la función. El hidalguillo tañe su laúd que se las pela, y la dama le manda décimas y quintillas. Ambos están muy amartelados. Pero cata aquí que el padre, que es un Condazo muy serio, con su gorguera de encajes que parece un sol, gran talabarte de pieles y unos gregüescos como dos colchones, quiere que se case con Don Gaspar Hinojosa, Afán de Rivera, etc., etc., etc., que es Contralor, hijo del Virrey de Nápoles, y Secretario del general qué sé yo cuántos, que ha tomado á Amberes, Ostende, Maestrich ú otra plaza cualquiera. El Rey tiene gran empeño en estas nupcias, y la Reina dice que quiere ser madrina del bodorrio. Ahora es ella. La dama está fuera de sí, y el hidalguillo se rompe la cabeza para inventar un ardid cualquiera que le saque de tan espantoso laberinto. ¡Oh terrible obstáculo! ¡Oh inesperado suceso! ¡Oh veleidades del destino! ¡Oh amargor de la vida! Lo peor y más trágico del caso es que el padre se ha enterado de que hay un galán que corteja á la niña, y se enfurece de tal modo, que si le coge, le parte la cabeza en dos con su espada toledana. Cuenta al Rey lo que pasa; la Reina le echa fuerte reprimenda á nuestra heroína, y todos convienen en que el galán aquél es un majagranzas, que no merece ni descalzarle el chapín á la doncella. El mozo ya no rasca laúdes ni vihuelas, y se pasea por el Cerrillo de San Blas muy cabizbajo y melancólico. Los criados del Conde le andan buscando para darle una paliza; pero escapa de ella, gracias á las tretas del socarrón de su lacayo, que no por estar muerto de hambre deja de ser maestro en artimañas y sutilezas. Los amantes van á ser separados para siempre. Y lo peor es que el D. Gaspar se enfurruña, y ya no quiere casarse, y dice que si topa en la calle al pobre hidalgo, le pondrá como nuevo. ¿Qué hacer? ¡Tate!… Aquí está el quid de la dificultad ¿Cómo desenredar esta enmarañada madeja? Pues verán ustedes de qué manera ingeniosa, con qué donosura y originalidad desato yo este intrincado nudo, en que el lector, suspenso de los imaginarios hechos, los mira como si fuesen reales y efectivos. ¿Que les parece á ustedes que voy á inventar? ¿A ver?»
Todos nos quedamos con la boca abierta, sin saber qué contestarle. Yo, sobre todo, ¿cómo había de imaginar cosa alguna que igualara á los profundos pensamientos de aquel pozo de ciencia?
«Pues verán ustedes—prosiguió.—Hallándose las cosas como he dicho, de repente …¡Que novedad! ¡Qué agudísima é inesperada anagnórisis!… Pues es el caso que el muchacho tiene un tío, oidor en Indias. Este tío oidor, que es todo un letrado y persona de pro, muere legando un caudal inmenso; de modo que cuando menos se lo piensa, el hidalguillo se ve con doscientos mil escudos en el arca, y es más rico que el Conde de enfrente. Cátate que en un momento le obsequian todos y le guardan más miramientos que si fuera el mismo Duque de Lerma, Ministro universal. El padre de la dama se ablanda; ésta se marcha á Platerías diciendo que va á comprar unas arracadas, pero con el disimulado fin de ver al hidalguillo y oir de sus mismo labios la noticia de la herencia; la Reina se desenoja; el Rey dice que les ha de casar, ó deja de ser quien es. D. Gaspar se va furioso á las guerras de la Valtellina, donde le matan de un arcabuzazo, y, por fin, los dos jóvenes se casan, son muy obsequiados, y viven luengos años en paz y en gracia de Dios. Así, señores, desarrollaría yo el pensamiento de esta novela, que, expuesta de tal modo, pienso no seria igualada por ninguna de cuantas en lengua italiana ó española se han escrito, desde Bocaccio hasta Vicente Espinel, que yo las he leído todas, y aquí pudiera referirlas ce por be, sin que me quedara una en la cuenta.»
Aquí terminó el dictamen de D. Severiano Carranza, fénix de los literatos. Esta lección tercera era ya demasiado carga de bochorno y humillación para mí. Y ¿cómo había yo de continuar leyendo, si en un dos por tres me habian mostrado aquellos personajes la flaqueza de mi entendimiento, apto tan sólo para bajas empresas? Me afrentaron, y de sus enseñanzas saque menos provecho que vergüenza. Sí: lo digo con la entereza del que ya ha desistido de caminar por el escabroso sendero de la literatura, y confiesa todos sus yerros y ridiculeces. Cuando D. Severiano acabó, la poetisa hizo un mohín de fastidio, señal de que el discurso no le había parecido de perlas, D. Marcos se reía del insigne erudito, y el Duque de Cantarranas … (rubor me cuesta el confesarlo, porque le estimo sobremanera, y desearía ocultar todo lo que le menoscabase; pero la imparcialidad me obliga á decirlo) el Duque se había dormido, cosa inexplicable en quien siempre fué la misma cortesía.
Otro suceso doloroso tengo que referir, y sabe Dios cuánto me cuesta revelar cosas que puedan obscurecer algún tanto la fama que rodea á estas cuatro venerandas personas. ¿Revelaré este funesto incidente? ¿Llevaré la mundanal consideración y el efecto particular hasta el extremo de callar la verdad, hija de Dios, sin la cual ninguna cosa va á derechas en este mundo? No; que antes que nada es mi conciencia, y además, si enseño una flaqueza de mis cuatro amigos, no por eso van á perder la estimación general quienes tantos y tan grandes merecimientos y títulos de gloria reúnen. Hay momentos en que los más rutilantes espíritus sufren pasajero eclipse, y entonces, mostrándose la naturaleza en toda su desnudez, aparecen las malas pasiones que bullen siempre en el fondo del alma humana.
Esto fué lo que pasó á mis cuatro jueces en aquella noche funesta. Sucedió que unas palabras de D. Marcos, que fué siempre algo deslenguado, irritaron al augusto crítico. Quiso intervenir Cantarranas, y como la poetisa dijese no sé qué tontería de las muchas que tenía en la cabeza, D. Marcos la increpó duramente; salió á defenderla con singular tesón el Duque, y recibió de pasada, y como sin querer, un furibundo sopapo. Desde entonces fué aquello un campo de Agramante, y es imposible pintar el jaleo que se armó. Daba el erudito á D. Marcos, D. Marcos al Duque, este al erudito, el cual se vengaba en la poetisa, que arañaba á todos y chillaba como un estornino, siendo tal la baraúnda, que no parecía sino que una legión de demonios se había metido en mi casa. No pararon los irritados combatientes hasta que D. Marcos no derramó sangre á raudales, rasguñado por la poetisa; hasta que ésta no se desmayó, dejando caer sus postizos bucles, y haciéndome en la frente un chichón del tamaño de una nuez; hasta que el Duque no se le fraccionó en dos pedazos completos la mejor levita que tenía; hasta que Carranza no perdió sus espejuelos y la peluca, que era bermeja y muy sebosa.
Así terminó la sesión que ha dejado en mí recuerdos pavorosos. He revelado esta lamentable escena por amor á la verdad y porque debo ser severo con aquellos que más valen y más fama gozan. De todos modos, si hago esta confesión, no es con ánimo de publicar debilidades, sino por hacer patente lo miserable de la naturaleza humana, que aún en los más elevados caracteres deja ver alguna ocasión su fondo de perversidad.