Kitabı oku: «Torquemada en la hoguera», sayfa 9
CANTO TERCERO
Efectivamente, dos grandes y poderosas huestes iban a chocar en aquella planicie. ¿A qué describir el brillo de las armas, las empresas de los escudos, el ardor de los combatientes; el relinchar de los corceles y demás accidentes de la empellada refriega? La pluma, palpitando de emoción, vió los primeros encuentros, y no apartaba los ojos del que parecía ser rey del ejército por quien más tarde se decidió la victoria. El tal rey llevaba un casco de oro, armadura de bruñido acero, y oprimía los lomos de soberbio caballo tordo. Ninguno le igualaba en furor y osadía, razón por la cual su gente, entusiasmada con tal ejemplo, arrollaba á los contrarios cual si fuesen manadas de carneros.
Nuestra viajera no sabía cómo expresar su frenético alborozo ante la sublime tragedia.
«¡La gloria! ¡Qué gran cosa es la gloria!—exclamaba, siguiendo lo más cerca posible al rey victorioso.—Estoy en mi centro: ésta es la vida, esto es lo que cuadra á mi genio, esto es la felicidad: gracias á Dios que he encontrado lo que quería. ¡Y fuí tan imbécil que perdí el tiempo en frívolos amores y en livianos placeres! ¡La verdad es que se equivoca uno tontamente! Pero ya voy teniendo experiencia, y no me equivocaré más. La gloria es lo que más enaltece el alma. Mira, amiguito mío, cómo vencen los de aquí. Ya van los otros en retirada. ¡Grande y poderoso rey! Daría la mitad de mi vida por ponerme encima de su casco, de aquel áureo yelmo, ante cuya cimera se inclinarán con pavura todos los monarcas y naciones de la tierra. Vamos, esto me enajena. ¿No oyes cómo crujen las armas, cómo relinchan los caballos y cómo blasfeman los combatientes, encendidos en marcial coraje? ¡Gloriosa muerte la de los unos, y gloriosísima victoria la de los otros!»
Ésta fue decisiva para el rey del áureo casco y del caballo tordo. Su ejército triunfante persiguió en veloz carrera al enemigo, y la pluma siguió la triunfal marcha revoloteando sobre la cabeza del héroe. Corrían sin fatigarse hasta que llegó la noche. Luego se detuvieron, satisfechos de haber aniquilado en su fuga al ejército contrario. Acamparon los vencederos, se armó la tienda del Rey, preparósele comida y lecho; y en aquella hora de la reflexión y del reposo, pasada la exaltación primera, hasta la pluma bajó a la tierra cubierta de cadáveres, de sangre, de ruinas.
Entonces la viajera sintió frío glacial, extraordinaria fatiga y una modorra que no pudo vencer evocando los recuerdos del épico combate. En su letargo, creyó sentir los lamentos de los heridos, mezclados con horrorosas imprecaciones. No tardaron en venir las madres, las hermanas, los tiernos hijos, sosteniéndose entre sí, porque el dolor aflojaba sus desmayados cuerpos, alumbrándose con triste linterna para buscar al padre, al hijo, al esposo, al hermano. Hombres horribles, tipo medio entre el sayón y el sepulturero, cavaban la profunda y holgada fosa, donde eran arrojados los infelices muertos de ambos ejércitos. Las santas mujeres buscaban aún entre aquellos despojos, mal cubiertos por la tierra, á los seres queridos, y hasta hubieran escarbado para sacarlos de nuevo, si las voces y los lamentos que más allá se oían no les dieran la esperanza de que en otro lugar estarían quizás los que buscaban. Graznando lúgubremente, bajaron los buitres y demás aves que tienen su festín en los campos de batalla; la lluvia encharcó el piso, amasando lechos de fango y sangre para los pobres difuntos, y el frío remató á los heridos que esperaban escapar á la muerte. ¡Tremenda noche! Volviendo de su letargo, pudo observar la pluma que cuanto había visto no era alucinación, sino realidad clarísima. Quiso huir; pero se detuvo sobrecogida, porque en la cercana tienda del rey sonaron gritos y juramentos y fuerte choque de armas. Varios hombres salieron de allí luchando, y una voz dijo: «muera el tirano,» y otras exclamaron: «¡han asesinado al rey!» En efecto, así era: el héroe victorioso había sido sacrificado por sus ambiciosos generales, ávidos de repartirse el botín y apoderarse del reino.
«Viento querido, amigo mío, sácame de aquí—gritó la pluma agitando su fleco para volar.—Levántame; llévame por esos aires de Dios, que no quiero ver tantos horrores. ¡Maldita sea la gloria y malditos los pícaros que la inventaron! Parece mentira que me haya dejado alucinar por tan craso disparate. Ya ves que de la gloria no se saca cosa alguna, si no es la desesperación, el odio, la envidia y todas las bajezas de la ambición. ¡Cuánto más valen la dulce modestia y una apacible obscuridad! Gracias á Dios que he salido de las tinieblas del error. Tres veces me equivoqué; pero al fin la luz ha entrado en mi cabeza y ya tengo la certeza de no equivocarme más ¡Cuán claro veo ahora todo! ¡Qué bien considero y profundizo la verdad de las cosas! No, no volveré á incurrir en tales tonterías. Por supuesto, siempre es conveniente equivocarse para adquirir experiencia y estudiar y conocer la vida. Felizmente, ya sé á qué atenerme. Dichosos los que han pasado tantas amarguras y visto tantísimo mundo.... Pero si no tengo telarañas en los ojos, amigo vientecillo, allá á lo lejos se distingue una altísima torre que debe de ser de alguna catedral. Sí: á medida que nos acercamos se va destacando la mole del edificio.... No parece sino que Dios nos ha encaminado á este sitio para que nos arrepintamos de nuestras culpas y aprendamos que El es la única verdad, la única vida y el camino único, fuente de todas las cosas, consuelo de todas las aflicciones, asilo de todos los extraviados.... ¡Ay! vamos pronto, que ya tengo deseo de entrar allí: ¿no oyes repicar de las campanas? ¿no ves cómo el perfila con rayos de oro las mil estatuas erigidas en los pináculos y agujas que rematan el grandioso monumento por una y otra parte? Date prisa y lleguemos pronto, amiguito; ¡qué pesado te has vuelto! A ver si encontramos un agujerito por donde introducirnos.»
CANTO CUARTO
Dieron vueltas alrededor del templo, que era ojival y de sorprendente hermosura, y al fin, hallando un vidrio roto, se colaron dentro sin pedir permiso al sacristán. Soberbio espectáculo se ofreció á las miradas de nuestros dos viajeros. La vasta nave y sus haces de columnas delicadísimas, que remataban en palmeras, entretejiéndose para formar la bóveda; las ventanas rasgadas en toda la extensión del pavimento y cubiertas con el diáfano muro de cristales de colores; la multitud de figuras representativas; la fauna, la flora; la riqueza de los altares, las luces, los resplandecientes trajes de los sacerdotes; el incienso, formando azuladas nubes; el son del órgano, á veces suave y apagado como la respiración de un n;iño que duerme, después fuerte y estentóreo como el resoplido de un gigante colérico; el coro grave, y los rezos quejumbrosos, todo esto impresionó de tal modo á nuestra viajera, que estuvo un buen rato pegada á la bóveda, sin, atreverse á descender, sobrecogida de admiración, piedad y respeto.
«Me falta poco para llorar, amigo vientecillo—dijo.—Aunque un poco tardío, mi arrepentimiento es seguro. ¡Con cuánto gozo abro mis ojos á la luz de la verdad! ¿Y habrá quien sostenga que puede haber dicha, reposo y paz fuera de la religión sacratísima? Santa y sublime fe: á tí vengo fatigada de las luchas del mundo, el alma llena de congojas y atormentada por el recuerdo de mis pasados extravíos. Inexperta y alucinada, juzgué que el mejor empleo y ocupación de mi ser era el amor, los goces ó la incitante gloria, cosas ¡ay! de liviana realidad que se desvanecen pasada la ilusión primera. Mi alma está pura, y anhela reposarse en el bien. Aborrezco el mundo; pienso sólo en Dios, imán de nuestros corazones, fuente de toda salud, principio de toda inteligencia. Aquí, en este santo y bello asilo, creado por el arte y la fe, he de pasar lo que me resta de vida. Segurísima estoy ahora de no variar de inclinaciones ni de pensamiento. Aquí, siempre aquí. Dulce es, entre todas las dulzuras, zambullir el pensamiento en la idea de Dios, adorarle, contemplarle, confundirnos ante su presencia como granos de polvo ó frágiles plumas que somos las criaturas Vientecillo, puedes marcharte, que yo me quedo aquí para toda la vida. ¡Cuán feliz soy!»
Calló la pluma y se acurrucó con devota compostura en la punta de una de las espinas que ceñían la frente del dorado Cristo suspendido en lo más alto del retablo. Cesaron los cantos, apagáronse las luces. Rumores extraños de misales que se cierran, de goznes rechinantes, de papeles de música que se arrollan, de cortinas que se corren tapando un santo, de llaves que crujen en la enmohecida cerradura, de acólitos que tropiezan corriendo hacia la sacristía, de rosarios que se guardan, sustituyeron á la imponente salmodia de antes; y las pisadas de los hombres y las faldas de las mujeres levantaron ligera nube de polvo que subió á confundirse con los desgarrados celajes del incienso, vagabundos aún por las altas bóvedas, como los jirones de nubes que corren por el cielo después de una tempestad.
Vino la noche, y los vidrios se obscurecieron, tomando tintas suaves y misteriosas. La gran nave quedó por fin en completa sombra; mas en lo alto de sus muros velaban, como espectros de moribundo resplandor, las pintadas efigies de cristal. En el centro del lóbrego santuario lucía un punto de luz: era la lámpara del altar, que como un alma despierta y vigilante oraba en el recinto. Su débil claridad apenas iluminaba los pies del Santo Cristo próximo, y el blanco cuerpo de un obispo de mármol que, tendido en su mausoleo, parecía como que á ratos abría la boca para bostezar.
Pasaron horas y más horas, que por lo largas parecían noches empalmadas, sin días que las separasen, y la pluma acabó sus rezos y los volvió á empezar, y acabados de nuevo, y agotado todo el repertorio de oraciones que sabía, dijo otras que sacaba de su cabeza, hasta que al fin, no ocurriéndosele nada, aburrida de aburrirse, se dejó decir:
«Vientecillo, me alegro de que no te hayas ido. Ven acá un momento: ¿sabes que siento así como ganas de dar un paseíto por ahí fuera? No es que quiera abandonar este sitio, pues lo dicho dicho: aquí he de estarme toda la vida. Es que, hablando con sinceridad, esto es bastante triste, no sé, no sé… las horas tienen una longitud desmesurada. Si me apuras, te diré con mi habitual franqueza que me aburro soberanamente. ¿Por qué no hemos de salir á refrescarnos la cabeza y a ver el cielo? pues por mucha que sea nuestra devoción, no hemos de estar siempre reza que te reza, y conviene dar al ánimo esparcimiento para cobrar fuerzas y … ya me entiendes. Salgamos, que en realidad no tiene maldita gracia que nos estemos aquí hechos unos pasmarotes. Y repara que después que aquellos señores acabaron de cantar, esto está tan solo y obscuro que antes impone miedo que piedad. Larguémonos fuera un ratito, que una cosa es la fe y otra el saludable recreo del cuerpo y del alma.
CANTO QUINTO
Salieron por donde habían entrado, y al hallarse fuera, la pluma prorrumpió en exclamaciones:
«¡Oh, gracias á Dios que veo otra vez el profundo cielo, las altas estrellas y la luna! ¡Qué hermosura! Paréceme que hace años que no he visto este admirable espectáculo, siempre nuevo y seductor. Mira, alarguemos nuestro paseíto, que en nada se admira tanto á Dios como en la naturaleza, ni nada es en ésta tan bello como la noche. Vaya, con franqueza, amigo viento: ¿no es esto más hermoso que el antro sombrío y estrecho de la catedral? Compara aquella lámpara con estas luminarias celestiales que tenemos encima de nuestras cabezas.... Sigamos un poquitín más allá; que si no volviéramos, ya encontraríamos otra catedral en que meternos. Hay muchas, mientras que cielos no hay más que uno.... ¡Cuánto se aprende viviendo! ¿Sabes lo que se me ha ocurrido? Pues que la religión es cosa admirable; pero que consagrarse enteramente á ella sin pensar en nada más, me parece una gran majadería. Ya voy teniendo experiencia, y veo todas las cosas con mucha claridad. Para alabar á Dios y honrarle, me parece á mí que antes que pasarnos la vida metidas en las iglesias, debemos las plumas emplear constantemente nuestro pensamiento en conocer y apreciar las leyes por el mismo Dios creadas. Yo, si quieres que te hable con el corazón en la mano, no tengo muchas ganas de volver á la catedral, fuera de que ya hemos perdido el camino y no lo encontraremos fácilmente. ¿No te parece que debemos lanzarnos por esos espacios anchísimos buscando en ellos la razón de todas las cosas? Siento tal curiosidad, que no sé qué haría por satisfacerla. ¡Saber! Ese es el objeto de nuestra vida; en saber consiste la felicidad. No negaré yo que la Fe es muy estimable; pero la Ciencia, amigo mío, ¡cuánto más estimable es! Por consiguiente, te confieso con toda ingenuidad que he variado de ideas, pero con el firme propósito de que ésta sea la última vez. Quiero, á fe de pluma de origen divino, examinar cómo y por qué se mueven esos astros; á qué distancia están unos de otros; qué tamaño y qué cantidad de agua tienen los mares; qué hay dentro de la tierra; cómo se hacen la lluvia, el rayo, el granizo; de qué diablos está compuesto el sol; qué cosa es la luz y qué el calor, etcétera, etc. Me da la gana de saber todas esas cosas. Gracias á Dios que he encontrado la verdadera y legítima ocupación de mi espíritu. Ni el amor pastoril, ni los placeres sensuales, ni la terrible y estúpida gloria, ni el misticismo estéril, enaltecen al ser. ¡El conocimiento! ahí tienes la vida, la verdadera vida, amigo vientecillo. Bendigo mis errores, de cuyas tinieblas saqué la luz de mi experiencia y la certeza del destino que tenemos las plumas. Llévame, amigo, llévame por ahí, pronto, que hay mucho que ver y mucho que estudiar.»
Corrieron, volaron, y la pluma no se cansaba de sus observaciones especulativas. Estudió la marcha de los astros y las distancias á que están de la tierra; atravesó el inmenso Océano de una orilla á otra; hízose cargo de la configuración y trazado de las costas; midió el globo, fijando la atención en la diversidad de sus climas y habitantes; penetró en las cavernas profundas, donde existen los indescifrables documentos de la Mineralogía, y leyó el gran libro Geológico, en cuyas páginas ó capas hablan idioma parecido al de los jeroglíficos la multitud de fósiles, siglos muertos que tan bien saben contar el misterio de las pasadas vidas; todo lo estudió, lo conoció y se lo metió en el magín, y entre tanto no cesaba de repetir:
«¡Gran cosa es la Ciencia! ¡Y cuánto me felicito de haber entrado por este camino, el único digno de nuestro noble origen!… Pero lo que me enfada es que nunca llegamos al fin: á medida que voy aprendiendo, se me presentan nuevos misterios y enigmas. Yo quisiera aprendérmelo todo de una vez. Es mucho cuento éste de que nunca se le ve el fondo al odre de la sabiduría. ¡Ay! Vientecillo perezoso, corre más, á ver si conseguimos llegar á un punto donde no haya más tierra, ni más mar, ni más cielo, ni más estrellas.... Esto no se acaba nunca. Corramos, volemos, que no ha de haber cosa que yo no vea ni examine, ni arcano que no se me revele. He de saber cómo es Dios, cómo es el alma humana, de dónde salimos las plumas y á dónde volvemos, después de dar nuestro último vuelo e el viaje de la existencia.»
Y así transcurrió un lapso de tiempo indeterminable, y ni se veía el fin de la Ciencia, ni la sed de saber encontraba donde saciarse por completo. Ya habían recorrido toda la atmósfera que rodea nuestro planeta; y la buena pluma, cansada y aburrida, sin fuerzas para avanzar más, giraba alrededor de su eje con desorden y aturdimiento, como un astro que se vuelve loco y olvida la ley de su rotación.
«¡Ay! vientecillo—exclamaba lánguidamente,—ya estoy confusa, ya estoy mareada. ¿De qué vale la ciencia, si al fin, después de tanto investigar más me espanta lo que ignoro que me satisface lo que sé ¡Ay! compañero mío de desengaños, sólo sé que no se una condenada palabra de nada. Esto es para volverse una loca. Llévame á un sitio recóndito donde encuentre el consuelo del olvido. Quiero aniquilarme; quiero reposar en completa calma, dando paz al pensamiento y á la imaginación siempre ambiciosa. ¡Cuántas equivocaciones en tan breve tiempo! Ni el amor, ni el placer, ni la gloria, ni la religión, ni la ciencia me satisfacen. El lugar de paz y de contento perdurable con que soñaba para pasar la vida, no se encuentra en parte alguna. Experiencia lenta y dolorosa, ¿de qué sirves? Si ese lugar que busco no existe por aquí, forzosamente ha de existir en alguna otra región. Busquémoslo, amigo leal y ya inseparable.... Veo que no estás menos aburrido y desilusionado que yo. ¡Ay! yo desfallezco; apenas puedo sostenerme en tus brazos; todo me desagrada: el aire, la luz, los árboles, la mar, el espacio, las estrellas, el sol.»
Fijaron la vista en la tierra, de la cual muy cerca estaban, y vieron una como procesión que se dirigía á un bosquecillo frondoso, entre cuya verdura se destacaban objetos de blanquísimo mármol. Era un cementerio, y la procesión un entierro. Observaron nuestros viajeros que sobre la tierra había sido colocado un ataúd pequeño y azul. Abriéronlo algunos de los circunstantes, y todos los demás se agruparon en derredor para ver las facciones de la muerta: era una niña como de diez años, coronada de flores, las manecitas cruzadas en actitud de rezar no se sabe qué y semejante á un ángel de cera, tan bonito y puro, que al verle todos se admiraban de que se hubiera tomado el trabajo de vivir.
«Aquí, aquí quiero estar siempre, querido vientecillo. Suéltame, déjame caer»—dijo la pluma, desasiéndose de los brazos de su amado conductor, para caer dentro del ataúd.
Este se cerró, y el vientecillo, que empezaba á dar revoloteos para sacarla con maña, no pudo conseguirlo, y la pluma quedó dentro.
¿Acabarán con esto tus paseos, oh alma humana?
Abril de 1872.
LA CONJURACIÓN DE LAS PALABRAS
Erase un gran edificio llamado Diccionario de la Lengua Castellana, de tamaño tan colosal y fuera de medida, que, al decir de los cronistas, ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de estas que, destinadas á varios usos, vemos en las casas de los hombres. Si hemos de creer á un viejo documento hallado en viejísimo pupitre, cuando ponían al tal edificio en el estante de su dueño, la tabla que lo sostenía amenazaba desplomarse, con detrimento de todo lo que había en ella. Formábanlo dos anchos murallones de cartón, forrados en piel de becerro jaspeado, y en la fachada, que era también de cuero, se veía un ancho cartel con doradas letras, que decían al mundo y á la posteridad el nombre y significación de aquel gran monumento.
Por dentro era un laberinto tan maravilloso, que ni el mismo de Creta se le igualara. Dividíanlo hasta seiscientas paredes de papel con sus numeros llamados páginas. Cada espacio estaba subdividido en tres corredores ó crujías muy grandes, y en estas crujías se hallaban innumerables celdas, ocupadas por los ochocientos ó novecientos mil seres que en aquel vastísimo recinto tenían su habitación. Estos seres se llamaban palabras.
Una mañana sintióse gran ruido de voces, patadas, choque de armas, roce de vestidos, llamamientos y relinchos, como si un numeroso ejército se levantara y vistiese á toda prisa, apercibiéndose para una tremenda batalla. Y á la verdad, cosa de guerra debía de ser, porque á poco rato salieron todas ó casi todas las palabras del Diccionario, con fuertes y relucientes armas, formando un escuadrón tan grande que no cupiera en la misma Biblioteca Nacional. Magnífico y sorprendente era el espectáculo que este ejército presentaba, según me dijo el testigo ocular que lo presenció todo desde un escondrijo inmediato, el cual testigo ocular era un viejísimo Flos sanctorum, forrado en pergamino que en el propio estante se hallaba á la sazón.
Avanzó la comitiva hasta que estuvieron todas las palabras fuera del edificio. Trataré de describir el orden y aparato de aquel ejército siguiendo fielmente la veraz, escrupulosa y auténtica narración de mi amigo el Flos sanctorum. Delante marchaban unos heraldos llamados Artículos, vestidos con magníficas dalmáticas y cotas de finísimo acero: no llevaban armas, y sí los escudos de sus señores los Sustantivos que venían un poco más atrás. Estos, en número casi infinito, eran tan vistosos y gallardos que daba gozo verlos. Unos llevaban resplandecientes armas del más puro metal, y cascos en cuya cimera ondeaban plumas y festones; otros vestían lorigas de cuero finísimo, recamadas de oro y plata; otros cubrían sus cuerpos con luengos trajes talares, á modo de senadores venecianos. Aquellos montaban poderosos potros ricamente enjaezados, y otros iban á pie. Algunos parecían menos ricos y lujosos que los demás; y aun puede asegurarse que había bastantes pobremente vestidos, si bien éstos eran poco vistos, porque el brillo y elegancia de los otros como que les ocultaba y obscurecía. Junto á los Sustantivos marchaban los Pronombres; que iban á pie y delante, llevando la brida de los caballos, ó detrás, sosteniendo la cola del vestido de sus amos, ya guiándoles á guisa de lazarillos, ya dándoles el brazo para sostén de sus flacos cuerpos, porque, sea dicho de paso, también había Sustantivos muy valetudinarios y decrépitos, y algunos parecían próximos á morir. También se veían no pocos Pronombres representando á sus amos, que se quedaron en cama por enfermos ó perezosos, y estos Pronombres formaban en la línea de los Sustantivos como si de tales hubieran categoría. No es necesario decir que los había de ambos sexos; y las damas cabalgaban con igual donaire que los hombres, y aun esgrimían las armas con tanto desenfado como ellos.
Detrás venían los Adjetivos, todos á pie; y eran como servidores ó satélites de los Sustantivos, porque formaban al lado de ellos, atendiendo á sus órdenes para obedecerlas. Era cosa sabida que ningún caballero Sustantivo podía hacer cosa derecha sin el auxilio de un buen escudero de la honrada familia de los Adjetivos; pero éstos, á pesar de la fuerza y significación que prestaban á sus amos, no valían solos ni un ardite, y se aniquilaban completamente en cuanto quedaban solos. Eran brillantes y caprichosos adornos y trajes, de colores vivos y formas muy determinadas; y era de notar que cuando se acercaban al amo, este tomaba el color y la forma de aquellos, quedando transformado al exterior aunque en esencia el mismo.
Como a diez varas de distancia venían los Verbos, que eran unos señores de lo más extraño y maravilloso que puede concebir la fantasía.
No es posible decir su sexo, ni medir su estatura, ni pintar sus facciones, ni contar su edad, ni describirlos con precisión y exactitud. Basta saber que se movían mucho y á todos lados, y tan pronto iban hacia atrás como hacia adelante y se juntaban dos para andar emparejados. Lo cierto del caso, según me aseguró el Flos sanctorum, es que sin los tales personajes no se hacía cosa á derechas en aquella República, y si bien los Sustantivos eran muy útiles, no podían hacer nada por sí, y eran como instrumentos ciegos cuando algún señor Verbo no los dirigía. Tras éstos venían los Adverbios, que tenían cataduras de pinches de cocina; como que su oficio era prepararles la comida á los Verbos y servirles en todo. Es fama que eran parientes de los Adjetivos, como lo acreditaban viejísimos pergaminos genealógicos, y aun había Adjetivos que desempeñaban en comisión la plaza de Adverbios, para lo cual bastaba ponerles una cola ó falda que decía: mente.
Las Preposiciones eran enanas, y más que personas parecían cosas, moviéndose automáticamente: iban junto á los Sustantivos para llevar recado á algún Verbo, ó viceversa. Las Conjunciones andaban por todos lados metiendo bulla; y una de ellas especialmente, llamada que, era el mismo enemigo y á todos los tenía revueltos y alborotados, porque indisponía á un señor Sustantivo con un señor Verbo, y á veces trastornaba lo que éste decía, variando completamente el sentido. Detrás de todos marchaban las Interjecciones, que no tenían cuerpo, sino tan sólo cabeza, con gran boca siempre abierta. No se metían con nadie, y se manejaban solas; que aunque pocas en número es fama que sabían hacerse valer.
De estas palabras, algunas eran nobilísimas, y llevaban en sus escudos delicadas empresas, por donde se venía en conocimiento de su abolengo latino o árabe; otras, sin alcurnia antigua de que vanagloriarse, eran nuevecillas, plebeyas o de poco más o menos. Las nobles las trataban con desprecio. Algunas había también en calidad de emigradas de Francia, esperando el tiempo de adquirir nacionalidad. Otras, en cambio, indígenas hasta la pared de enfrente, se caían de puro viejas, y yacían arrinconadas, aunque las demás guardaran consideración a sus arrugas; y las había tan petulantes y presumidas, que despreciaban a las demás mirándolas enfáticamente.
Llegaron á la plaza del Estante la ocuparon de punta á punta. El verbo Ser hizo una especie de cadalso ó tribuna con dos admiraciones y algunas comas que por allí rodaban, y subió á él con intención de despotricarse; pero le quitó la palabra un Sustantivo muy travieso y hablador llamado Hombre, el cual, subiendo á los hombros de sus edecanes, los simpáticos Adjetivos Racional y Libre, saludó á la multitud, quitándose la H, que á guisa de sombrero le cubría, empezó á hablar en estos ó parecidos términos:
«Señores: la osadía de los escritores españoles ha irritado nuestros ánimos, y es preciso darles les justo y pronto castigo. Ya no les basta introducir en sus libros contrabando francés, con gran detrimento de la riqueza nacional, sino que cuando por casualidad se nos emplea, trastornan nuestro sentido y nos hacen decir lo contrario de nuestra intención. (Bien, bien.) De nada sirve nuestro noble origen latino, para que esos tales respeten nuestro significado. Se nos desfigura de un modo que da grima y dolor. Así, permitidme que me conmueva, porque las lágrimas brotan de mis ojos y no puedo reprimir la emoción.» (Nutridos aplausos.)
El orador se enjugó las lágrimas con la punta de la e, que de faldón le servía, y ya se preparaba á continuar, cuando le distrajo el rumor de una disputa que no lejos se había entablado.
Era que el Sustantivo Sentido estaba dando de mojicones al Adjetivo Común, y le decía:
«Perro, follón y sucio vocablo, por tí me traen asendereado, y me ponen como salvaguardia de toda clase de destinos. Desde que cualquier escritor no entiende palotada de una ciencia, se escuda con el Sentido Común, y ya le parece que es el más sabio de la tierra. Vete, negro y pestífero Adjetivo, lejos de mi, ó te juro que no saldrás con vida de mis manos.»
Y al decir esto, el Sentido enarbóló la t, y dándole un garrotazo con ella á su escudero, le dejó tan mal parado, que tuvieron que ponerle un vendaje en la o, y bizmarle las costillas de la m porque se iba desangrando por allí á toda prisa.
«Haya paz, señores—dijo un Sustantivo Femenino llamado Filosofía, que con dueñescas tocas blancas apareció entre el tumulto. Mas en cuanto le vió otra palabra llamada Música, se echó sobre ella y empezó á mesarla los cabellos y á darle coces, cantando así:
–Miren la bellaca, la sandia, la loca; ¿pues no quiere llevarme encadenada con una Preposición, diciendo que yo tengo Filosofía? Yo no tengo sino Música, hermana. Déjeme en paz y púdrase de vieja en compañía de la Alemana que es otra vieja loca.
–Quita allá, bullanguera—dijo la Filosofía arrancándole a la Música el penacho ó acento que muy erguido sobre la u llevaba;—que allá, que para nada vales, ni sirves más que de pasatiempo pueril.
–Poco á poco, señoras mías—gritó un Sustantivo, alto, delgado, flaco y medio tísico, llamado el Sentimiento.—A ver, señora Filosofía si no me dice usted esas cosas á mi hermana tendremos que vernos las caras. Estése usted quieta y deje á Perico en su casa, porque todos tenemos trapitos que lavar, y si yo saco los suyos, ni con colada habrán de quedar limpios.
–Miren el mocoso—dijo la Razón que andaba por allí en paños menores y un poquillo desmelenada,—¿qué sería de esos badulaques sin mí? No reñir, y cada uno á su puesto, que si me incomodo....
–No ha de ser—dijo el Sustantivo Mal, que en todo había de meterse.
–¿Quién le ha dado á usted vela en este entierro, tío Mal? Váyase al Infierno, que ya está de más en el mundo.
–No, señoras; perdonen usías, que no estoy sino muy retebien. Un poco decaidillo andaba; pero después que tomé este lacayo, que ahora me sirve, me voy remediando.—Y mostró un lacayo, que era el Adjetivo Necesario.
–Quítenmela, que la mato—chillaba la Religión, que había venido á las manos con la Política;—quítenmela, que me ha usurpado el nombre para disimular en el mundo sus socaliñas y gatuperios.
–Basta de indirectas. ¡Orden!—dijo el Sustantivo Gobierno, que se presentó para poner paz en el asunto.
–Déjelas que se arañen, hermano—observó la Justicia;—déjelas que se arañen, que ya sabe vuecencia que rabian de verse juntas. Procuremos nosotros no andar también á la greña, y adelante con los faroles.»
Mientras esto ocurría, se presentó un gallardo Sustantivo, vestido con relucientes armas, y trayendo un escudo con peregrinas figuras y lema de plata y oro. Llamábase el Honor, y venía a quejarse de los innumerables desatinos que hacían los humanos en su nombre, dándole las más raras aplicaciones, y haciéndole significar lo que más les venía á cuento. Pero el sustantivo Moral, que estaba en un rincón atándose un hilo en la que se le había roto en la anterior refriega, se presentó, atrayendo la atención general. Quejóse de que se le subían á las barbas ciertos Adjetivos advenedizos, y concluyó diciendo que no le gustaban ciertas compañías, y que más le valia andar solo; de lo cual se rieron otros muchos Sustantivos fachendosos que no llevaban nunca menos de seis Adjetivos de servidumbre.
Entre tanto, la Inquisición, una viejecilla que no se podía tener, estaba pegando fuego á la hoguera que había hecho con interrogantes gastados, palos de T y paréntesis rotos, en la cual hoguera dicen que queria quemar á la Libertad que andaba dando zancajos por allí con muchísima gracia y desenvoltura. Por otro lado estaba el Verbo Matar, dando grandes voces, y cerrando el puño con rabia, decía de vez en cuando: