Kitabı oku: «Madeleine Delbrêl. Poeta, asistente soci», sayfa 2

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El hecho es que Madeleine era inteligente y, si no siguió con el piano, fue sin duda debido a una frágil salud o simplemente porque carecía de las cualidades necesarias para seguir esta carrera.

Sus dotes artísticas eran muy variadas: dibujaba muy bien, componía poemas, también habría podido hacer teatro. Estaba dotada para la animación. Cuando era muy pequeña, en Burdeos, los amigos de su padre la llamaban cariñosamente «Guignolette» 8, lo que muestra su lado travieso; era capaz de entretener a todo un público.

¿Qué hay de su educación religiosa? Sabemos poca cosa, o nada, de los sentimientos personales de sus padres en esta época. Solo podemos hacer conjeturas que tienen el riesgo de proyectar en el pasado lo que sabemos sobre la evolución de su vida. Ambos eran creyentes, pero cada uno a su manera.

La fe de Lucile Junière fue cada vez más profunda en el transcurso de su vida, probablemente por influencia de Madeleine y también del padre Lorenzo, director espiritual de Madeleine y encargado espiritual del grupo de «La Caridad», como veremos más adelante.

La fe de Jules Delbrêl parece ser un tanto superficial. Lo que se puede saber por los intercambios que tendrá más tarde con Jacques Loew es que parece más que compartiera unas ideas a que fuera una experiencia personal de fe. ¿Eran practicantes los dos (o solo uno de ellos)? No sabemos nada. El hecho es que dieron a su hija una educación religiosa convencional. Ella misma dice: «Conocí personas excepcionales que me formaron en la fe de los 7 a los 12 años» 9.

¿Quiénes eran estas personas excepcionales? ¿Los sacerdotes de las parroquias a las que Madeleine fue enviada para la catequesis? ¿O bien está dando a entender que para la formación religiosa también fue ayudada por clases particulares? En cualquier caso, se preparará para su primera comunión en la parroquia, lo que debió de tener lugar el 22 de mayo de 1915.

Pero su abuela paterna, Marie Delbrêl-Lavergne, que era comadrona en Périgueux, muere el 21 de mayo. Ni hablar de primera comunión; hay que movilizarse rápido para enterrarla. A su regreso, Clémentine se acuerda de que Madeleine había pedido al párroco, el padre Tinardon, permiso para hacer sola la primera comunión, lo que le fue concedido. Madeleine comulgó, pues, por primera vez el 6 de junio.

Hemos tenido la suerte de tener dos cuadernos del retiro de preparación de Madeleine, uno de la primera comunión y otro de la confirmación al año siguiente de la primera comunión, justo antes de su partida familiar a París. Con una escritura muy pulcra, cuentan con detalle lo que el sacerdote había dicho en el retiro. Pero los comentarios de Madeleine son lo que más interesa, este en particular:

Cuando sea mayor intentaré convertir a las personas que todavía no gustan la dulzura que procura la religión. […] Si cuando sea mayor voy por el mundo, no me dejaré tentar por las malas compañías, y Jesús encontrará siempre en mí una amiga fiel 10.

¿Cómo imaginar que la que escribe estas frases será completamente atea tres o cuatro años después? Se percibe con facilidad que las palabras son muy convencionales: «La dulzura que procura la religión»; hay todavía en esta preadolescente algo de sentimental que la dureza del ateísmo que encontrará en París barrerá pronto.

Sin embargo, el deseo apostólico ya está presente. ¿No había fundado ella la Asociación de las Almas (asociación que no debía de contar con muchos miembros, aunque al menos estaba Clémentine) para rezar por la conversión de una de sus compañeras, que era atea? Esto muestra que París no fue su primer lugar de confrontación con el ateísmo. Ya sabía a los 12 años que se podía vivir sin Dios. Madeleine se enterará más tarde de que aquella compañera acabó convirtiéndose 11.

Expresa también su deseo apostólico en las resoluciones que toma en el retiro: «La vida es un apostolado que hay que ejercer», dice. Entre sus preocupaciones: la muerte, la cruz que hay llevar, la importancia de luchar contra sus defectos, y en particular, para ella, la soberbia. Seguramente le gusta lo que se le ha sugerido, y encontramos en sus notas los temas habituales de la predicación de la época, entre otros, la preocupación por la propia salvación. Nos encontramos con la clásica instrucción, muy estricta, sobre el espíritu, y, en cualquier caso, con poca preocupación pedagógica y muy poco adaptada a los niños: el párroco exponía las grandes verdades cristianas, como suele decirse, sobre la muerte, el juicio, el pecado, el infierno.

Nada cambió durante el retiro de confirmación al año siguiente, salvo una referencia más frecuente al Evangelio; pero la escritura de Madeleine cambió; ella se fortaleció, adquirió un aspecto más atractivo, menos infantil. El tono es más personal.

Durante este retiro se ve confrontada, por mediación de otra compañera, con una cuestión fundamental: ¿cómo un Dios bueno pudo crear el infierno? Y la reencarnación, ¿no es mejor solución que el purgatorio para alcanzar la pureza necesaria sin la que el cielo no se nos abre? Aparece también la palabra «espiritismo». Consultan a una catequista, que se desentiende enviando a las dos chiquillas a la ciencia infalible del párroco.

Este intenta salir airoso y sin molestarse mucho, y les dice que esas no son cosas que deban preguntarse las niñas. Pero ellas insisten. Entonces les expone los grandes principios sobre el hecho de que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que le deja en su libertad, y que Dios, si bien puede prever que el hombre sea condenado, no necesariamente lo desea. Estas palabras parecen aclarar a Madeleine, que quiso recurrir a esto por si algún día su fe fuera tentada. Pide a su «pequeño Jesús» que lleve a otras personas a la comunión eucarística.

Durante los últimos años de esta época de la infancia, la muerte está muy presente en su entorno más inmediato. En 1913 desaparece su bisabuelo. Después, en 1915, su abuela paterna, Marie Lavergne, como acabamos de ver. En 1916, su abuelo paterno muere en Montluçon, donde los padres de Madeleine probablemente lo habían acogido después de la muerte de su esposa.

Más tarde, en mayo de 1918, cuando Madeleine tiene ya 14 años y su familia se establece en París, desaparece Daniel Mocquet, su tío, marido de su tía Alice, hermana de su madre, que se queda sola con un niño de 8 años (Jean, primo de Madeleine); se hará cargo más tarde de la cerería de los Junière.

Madeleine, a la que se le había dado una buena posición social, tiene desde muy joven la experiencia de la muerte de las generaciones precedentes con el añadido de la guerra, que planea constantemente su amenaza sobre los jóvenes. En Montluçon vio pasar a muchos soldados, a veces gravemente heridos, por los que su padre no escatimaba ni tiempo ni fatigas.

Es también la época en la que escribe sus primeros poemas. En esto sigue el ejemplo de su padre. Su estilo es bastante banal y convencional. ¡Pero qué importa! Ella lo intenta, y su sensibilidad encuentra en la poesía una forma de expresión que nunca abandonará, hasta 1928, fecha en la que se lanzará hacia otra forma de arte, en este caso, el de la caridad.

Por ahora, en estas primeras tentativas no es necesario ver las primicias de una vocación literaria futura. Muchos niños se han lanzado a escribir pequeños poemas cuya veta rápidamente se agota. Los que compone Madeleine son muy torpes: el primero que conocemos está escrito con ocasión del nuevo año de 1914. Firma como Nénette, su apodo familiar. Las ocasiones de los poemas son las fiestas familiares, la guerra, las despedidas de Marcelle Régnier, su amiga, en septiembre de 1916. Durante la guerra, Madeleine se muestra animada por un espíritu patriótico vehemente que refleja a todas luces su entorno:

Que los franceses muy vivamente

destruyan Alemania,

así como a su jefe, un demente

el que maldice a Francia, quien gana (agosto de 1914).

Uno de los poemas está fechado el 22 de septiembre de 1915. Está dirigido a un soldado, probablemente su tío Daniel Mocquet. Se ve incluso cómo Madeleine estaba impregnada del espíritu de su tiempo: quien combate por Francia es un héroe que

fue elegido para la gloria de servir en medio de nuestros trances,

nuestra patria, nuestra bandera, Francia.

No es seguro que esto corresponda completamente al espíritu de los que combatían en las trincheras.

¿Oyó Madeleine evocar en su familia, durante su estancia en Montluçon, el movimiento obrero, que agitaba desde hacía treinta años la cuenca de carbón de Commentry, de la que Montluçon, ciudad de más de 35.000 habitantes en 1911, era su caladero, con su industria pesada y, concretamente, la siderurgia? Además, en la estación de Montluçon vio trabajar a muchos del ferrocarril, pues la familia del jefe de estación vivía allí mismo; estos no eran, con toda seguridad, ajenos a lo que sucedía en torno a las minas de carbón.

En Commentry, ciudad situada a unos quince kilómetros, un socialista salió elegido alcalde por primera vez en el mundo en 1882. El ayuntamiento de Montluçon se convirtió en socialista en 1892. Diez años más tarde, en 1902, el congreso constitutivo del Partido Socialista francés, de Jules Guesde y Édouard Vaillant, se instaló en Commentry. El movimiento obrero, que progresivamente se impregnará de ideología marxista, tenía allí uno de sus centros de operaciones, con mucho movimiento y efervescencia. Se puede suponer que Jules Delbrêl, muy abierto a las evoluciones de la sociedad, estuvo interesado en este movimiento y habló de él. Pero ningún documento nos permite saber si esto marcó a Madeleine.

En 1916, Jules Delbrêl era nombrado en Denfert-Rochereau jefe de las estaciones parisinas de la línea de Sceaux. La familia llegaba a París, donde Madeleine iba a vivir su adolescencia y su juventud, antes de partir a Ivry-sur-Seine en 1933.

2

EL CAMINO DE UNA ARTISTA
(1916-1928)

Madeleine estaba acostumbrada a las mudanzas. No nos es difícil imaginar el deseo mezclado de ansiedad que habita en esta niña de 12 años, abierta a todo lo que la vida pueda aportarle, cuando aterriza en la capital el 22 de septiembre de 1916. Esta etapa de su vida será decisiva por los descubrimientos que se van a suceder y las múltiples relaciones que, progresivamente, va a entablar. La estabilidad geográfica que encontrará allí le va a permitir tejer una amplia red de relaciones.

Este será el escenario de una evolución personal marcada primero por el paso al ateísmo y después por el cambio radical de su conversión, el 29 de marzo de 1924. Esta la llevará a sufrir cambios profundos en su vida, consecuencias visibles de una experiencia interior que mantendrá en secreto, aunque algunos matices de sus poemas dejen presentir este espacio misterioso.

Pero aún no estamos ahí. De momento, la familia se instala en el número 3 de la plaza Denfert-Rochereau, en el piso oficial de la empresa asignado a Jules Delbrêl. Este tiene 47 años. Al asignarle este puesto, la dirección toma conciencia de la degradación progresiva de su estado de salud. Ya antes de la muerte de su madre, en 1915, había estado de baja médica un mes. En el mes de agosto siguiente tiene que parar de nuevo para tratarse de problemas cardíacos y hacer frente a sus insoportables cefaleas.

Obviamente, apenas está capacitado para asumir responsabilidades de peso. El puesto que le ha sido confiado se presenta ante él como una honrosa salida; se trata de un trabajo de supervisión que no le exige mucho por las limitaciones horarias. Pero el reposo que le ofrece este nombramiento, debido seguramente al buen estado de los servicios, le durará poco.

La enfermedad avanza inexorable, tanto en el plano físico como en el mental. El mal que padece le afecta a la vista e irá quedándose ciego. Su carácter también se degrada; la relación entre Jules y Lucile es cada vez más tensa. Madeleine tiene que afrontar, en el umbral de su adolescencia, el desencuentro de sus padres, que terminará, años más tarde, en su separación definitiva.

¿Cómo, en estas circunstancias tan difíciles, podría guardar su equilibrio emocional, la solidez interior que le caracteriza a pesar de sus problemas de salud personales recurrentes? ¿Cómo ha podido sostener en lo sucesivo la misma atención y el mismo afecto a sus padres sin jamás tomar partido por uno de ellos? Espontáneamente se piensa en el trabajo de la gracia en ella y la invasión de su humanidad por la caridad.

Pero también, ya lo hemos apuntado, fue muy querida por sus padres; sufrió su ruptura, pero nunca padeció ningún abandono o descuido de ellos. Con su madre experimentó una ternura y delicadeza de sentimientos que más tarde se expresarán en su relación de adultas de una forma muy bella; en su padre encontró un amor que la empujaba a desarrollar sus talentos artísticos.

Hay que subrayar también que recibió una educación muy libre. Sus padres depositaban en ella una confianza merecida de la que nunca abusó. Aunque era hija única y la habrían podido proteger, sus padres la dejaban salir con sus amigos desde que cumplió 15 o 16 años; amaba la vida, bailaba y no dudaba en fumar.

Hay que añadir que Madeleine entraba en la vida sin presión. En esta época, las hijas de familias burguesas, como era su caso, no hacían estudios universitarios, salvo raras excepciones. Incluso el bachillerato estaba reservado solo para los chicos. Accedían al matrimonio las chicas que podían, y para ello se preparaban ejercitando labores domésticas y aprendiendo junto a sus madres a llevar una casa.

Asimismo, Madeleine podía dar curso libre a perfeccionar sus aptitudes artísticas. Recibe clases de dibujo. Se permite incluso el lujo de seguir en la Sorbona cursos de filosofía durante dos años; volveremos sobre esto.

Algunas de sus amigas se sorprendieron de que no se hubiera convertido en una persona egoísta. Pues no solo sus padres le daban una gran libertad, no solo ambos la querían profundamente, sino que se puede decir que adulaban a su hija, que tenía tanto talento, contaba con variados y prometedores dones, y estaba muy abierta a la vida. Aunque la vanidad fuera para ella una tentación real 1, crecerá sana.

Generosa, atenta con los demás, con carácter de líder, exprimía la vida al máximo sin acapararla para sí misma. Sabía hacer amigas por todas partes por donde pasaba y, a pesar de ser reservada en lo que le afectaba, entablaba amistades profundas y duraderas. En Mussidan, no obstante, se la llamaba «la parisina»; pero ¿no era acaso su ropa demasiado a la moda la que impresionaba desfavorablemente?

Las circunstancias, sin embargo, no eran las ideales a su llegada a París en 1916. Primero, la guerra está en su apogeo; aunque el frente se ha estabilizado y París sigue protegida de los bombardeos alemanes, que no llegarán hasta 1918, momento en que se notarán las restricciones.

Precisamente en el transcurso de este último año de guerra sucede un grave acontecimiento, al que ya hemos aludido, que va a afectar a la familia Delbrêl. El 28 de mayo, Daniel Mocquet, esposo de Alice Junière, tío de Madeleine, desaparece en el frente. Jules Delbrêl se esforzará enormemente por encontrar, sin éxito, el rastro del desaparecido y para ayudar a su cuñada en los trámites administrativos.

Su responsabilidad en los ferrocarriles le permitirá facilitar a la cerería Junière la distribución de sus productos, dificultada por la guerra. Pero, en 1921, muere el abuelo materno de Madeleine, dejando a su hija Alice sola para dirigir la empresa.

Estas preocupaciones agravan la salud, ya muy frágil, de Jules Delbrêl. Durante el invierno de 1918-1919 se ve obligado de nuevo a estar de baja cuatro meses por una fatiga cardíaca. ¿Somatizaba Madeleine, por su parte, estas preocupaciones, que no podían sino dañar a una adolescente de 14 años? ¿O bien la gripe que coge hacia finales de 1918 es portadora de un tropismo particular, como a veces sucede? El hecho es que se ve afectada por una parálisis de piernas de la que no se librará hasta el verano siguiente, después de una temporada en Mussidan, en la que, según el consejo del médico, cambia las muletas por la bicicleta, lo que la restituirá. Sin embargo, de esta enfermedad un tanto misteriosa conservará la fatiga, pero también una fuerte voluntad para afrontarla y curarse.

Estos años están, pues, marcados por la inquietud, la tristeza de las separaciones, el sufrimiento de los seres queridos. Pero también en este momento se abren nuevas perspectivas con la asistencia asidua al salón del doctor Armaingaud. Este apasionado de Montaigne acoge cada domingo por la noche a sus amigos, de los que forman parte la familia Delbrêl. Lucile no acude más que de vez en cuando, pero Jules y su hija son fieles a la cita.

El doctor se interesa por esta adolescente que compone poemas y parece ávida de aprender y de entender. Él es positivista, ateo sin agresividad; poco a poco, esta atmósfera impregna a Madeleine, que dirá más tarde que la inteligencia contaba mucho para ella, y que se dejaba llevar por los atractivos de la razón, que rápidamente barrían la formación cristiana que había recibido en la catequesis.

Ella, que siempre se vestía con estilo, como su madre, empieza a dejarse ganar por el lado superficial de la vida, y las afirmaciones de la fe le parecían pasadas de moda en relación con el pensamiento racional, que parece dar respuesta a todo.

Las personas que iba conociendo en el salón del doctor Armaingaud eran muy diferentes. Desgraciadamente, nos falta información más amplia para poder esbozar un panorama general de aquella asamblea. Sin embargo, el testimonio de Françoise Mathieu, nieta del doctor Guichard, amigo de Armaingaud, nos permite desvelarlo un poco.

Guichard era dentista cirujano y profesor de ortodoncia en la escuela dental de la Tour d’Auvergne. Este salvará a Madeleine, más tarde, de una septicemia sacándole once dientes en la misma intervención. En aquel momento participaba en la Asociación Amigos de Montaigne, de la que será secretario general. Iba a las reuniones con su hija Denyse, que simpatizó mucho con Madeleine. Ambas serán amigas hasta el punto de que Madeleine será madrina de Françoise, la hija de Denyse: «Mi madre era cristiana, como las de las demás chicas del círculo. […] No solo había ateos, sino también cristianos. Su punto en común era ser personas muy originales, ávidas de ideas libres» 2.

El círculo de los Amigos de Montaigne no era, pues, una asamblea de ateos convencidos y militantes. Se caracterizaba más bien por la libertad de opinión.

A pesar de las apariencias tan libres, a Madeleine no le faltaba la capacidad de una vida interior excepcional para una chica de su edad. Clémentine Laforêt, en su lenguaje algo inseguro, reveló cómo componía los poemas:

Le encantaba escribir y hacer versos. Cuando paseábamos las dos juntas, tenía 16 años… 15 o 16 años… Me decía: «Ahora no hables, estoy trabajando». Así que íbamos sin decir nada. ¡A mí no me parecía una cosa muy alegre! Le decía: «¿Ya has terminado de componer tus versos?». «Espera, yo te avisaré». Y a veces me los recitaba, y luego los escribía cuando volvíamos. Porque muchos poemas de La route 3 los hizo siendo muy joven.

Esta actitud la confina a veces en cierto aislamiento sobre sí misma. Permanece escondida, no le gusta que se le hagan demasiadas preguntas, según cuenta Clémentine. Esta a la que llaman la «Guignolette» ha dado paso a una chica reservada, seria, sin el sentido del humor que tendrá más tarde.

Hélène Jüng, una de las amigas de entonces, da testimonio; esta también componía poemas y siguió un itinerario semejante al de Madeleine; después de un período de ateísmo, se convirtió y entró en las dominicas de Béthanie. En esta época la ve como «una adolescente lírica y grave, sin el humor fino que mostrará más adelante» 4.

Madeleine dejó que poco a poco se insinuara en ella una forma de escepticismo decepcionado que se instala con la pérdida de la fe y que culminará en un cierto número de poemas escritos en torno a los años 1920-1921, y en el célebre texto «Dieu est mort, vive la mort». En «L’éternel renouveau» 5, en enero de 1921, meditando sobre los ciclos de la naturaleza, escribe:

Pero, por qué lamentar lo que se amaba ayer,

puesto que mañana volveremos a ver las mismas cosas. […]

Si todo brota y todo crece, es con el fin de morir.

En 1922, a los 17 años, escribe «Dieu est mort, vive la mort» 6. Expresa una confesión de fe atea sin ninguna concesión, con una ironía mordaz en la que las flechas alcanzan a los que pretenden cambiar el mundo y que tendrán que dejarlo, a los enamorados que pronuncian la palabra «siempre» con una ingenuidad desconcertante que Madeleine muestra con una alegría destructiva.

Podría haber llegado al campo del existencialismo, pero quiere permanecer libre, incluso podría haberse pasado al lado de los que pensaban que el suicidio era una solución posible para la desesperación. Amaba demasiado la vida. De hecho, decide divertirse. Para ella, divertirse es salir, bailar, distraerse, como se diría hoy, «pasarlo bien».

Pero, atención, no sale con las chicas de familias conocidas de sus padres o las que conoce en casa del doctor Armaingaud y algunas otras cuidadosamente escogidas. Madeleine no lleva una vida desordenada. Podemos pensar que sus padres estaban al tanto en vistas de un buen matrimonio, como veremos más tarde. Ella «surfea» sobre una juventud desbordante de vida, disfruta de la vida al mismo tiempo que de la educación liberal de sus padres. Le gusta especialmente bailar. Cuando escriba en 1946 el célebre «Bal de l’obéissance», lo hará con las expresiones que muestran que había adquirido una gran experiencia en el baile.

Los testimonios de sus amigas son reveladores. Una de ellas, Lucette Majorelle, cuenta:

Recuerdo que un día habíamos bailado también en casa de Madeleine; no era uno de esos días con una velada especial; así que, cuando Madeleine se estaba yendo, porque ya era tarde, dijo: «Venga, cojamos el tocadiscos bajo el brazo y vayámonos…». Cruzamos un puente, eran las tres de la madrugada, y todos juntos, éramos dieciocho o veinte, continuamos bailando en casa de un chico que conocía Madeleine, que nos había ofrecido su piso. Entonces Madeleine, siempre desenfadada, se dejaba llevar por un entusiasmo loco.

Lo extraordinario es que su madre no solo la dejaba hacer, sino que más bien la animaba; le ayudaba a buscar vestidos elegantes y originales; porque, como ya hemos visto, a Madeleine le gustaban los vestidos bonitos. ¿Sería alguno de esos vestidos o de esos sombreros que había guardado los que llevaría más tarde cuando iba con la familia sonriendo con amabilidad por su originalidad? ¿No hablará sobre la pobreza a sus compañeras refiriéndose a esos vestidos, que estarían sin duda pasados de moda, pero que todavía se podían llevar, porque seguían siendo bonitos? 7

Lucette Majorelle testimonia:

La seguía viendo en el salón, llevaba un traje de tafetán negro, estaba deslumbrante […] Era muy elegante, mucho […] Ese vestido, hecho por su madre, aunque, sabéis, se podría decir que era de Lanvin 8 en tafetán negro, con estilo, tenía una blusa de seda algo desfasada. Era deslumbrante.

¡Qué contraste entre sus pensamientos íntimos sobre la muerte, siempre victoriosa, sobre la ausencia de Dios y la esperanza, y ese amor por la vida, ese baile loco, este remolino caótico sobre los escombros de un mundo perdido! ¿No es un buen contraste? ¿No es más bien un desafío? ¿Una manera de afrontar el absurdo, sin mirarlo, aunque sabiendo que está aquí y que triunfará? Estamos en los «Años locos». ¡Hay que divertirse!

Sin embargo, a veces, ella lo mira de frente. Algunos de sus poemas lo testimonian. Como el que tituló simplemente «Gel» y que deja traslucir cómo la vida superficial que lleva está en realidad congelada:

Y por un día mi corazón tranquilo y superficial

será como el estanque de hielo rígido,

perfectamente blanco y luminoso y frío.

Yo seré el jardín que camufle la helada 9.

Y en «Dieu est mort, vive la mort», insiste:

Mientras Dios vivía, la muerte no era una muerte para siempre.

La muerte de Dios ha hecho la nuestra más segura.

La muerte se ha convertido en la cosa más segura.

Hay que saberlo.

No hay que vivir como esas personas para quienes la vida es lo más grande 10.

Madeleine volverá sobre este texto repetidas veces a lo largo de su vida, signo de lo importante que era para ella, que lo consideraba como un paso importante en su propio itinerario; lo modificará ligeramente; incluso meterá en 1961 en la carpeta donde lo conservaba un artículo del periódico Le Monde que recogía la disertación filosófica de una joven premiada en el concurso general cuyo tema era sobre el sentido de la vida, como si Madeleine, a través de estas hojas yuxtapuestas, hubiera querido decir a los jóvenes: «Esto es lo que he sido, he conocido vuestra angustia, vuestros miedos al absurdo; he experimentado lo que vosotros sentís…».

Del juego macabro al que se entrega en este texto, manifestando un cierto placer amargo, emerge una categoría de personas que escapa, al menos algo, a su ironía. Contrariamente a lo que se podría pensar, estos no son los humanistas, ya que las personas a las que socorren o que buscan salvar serán, a pesar de los esfuerzos de los beneficiados, engullidos por la muerte; Madeleine dirige una mirada benevolente, aunque permanezca distante, a los que son consecuentes, es decir, a los que hacen las cosas para que perduren: «Los albañiles, los carpinteros, los fotógrafos, los artistas. Hacen cosas que perduran, hacen perdurar cualquier cosa de las personas» 11.

La futura artista se afirma ya en su juicio. Al menos será consecuente; buscará hacer durar esta vida que se le escapa. Sus poemas quedarán como el testimonio de alguien que no ha caído en el absurdo de la existencia humana. Es también la época en la que aprende dibujo en casa de una tal señora Francelle con Lucette Majorelle, después de haber abandonado el piano y de una gripe que se le complica en 1918 o 1919.

Pero, en torno a los 18 años, Madeleine no hace otra cosa que bailar, salir, divertirse o escribir poemas desesperados. Busca también cultivarse. Sigue algunos cursos en la Sorbona. Pero no es la asistencia a las clases de Léon Brunschvicg lo que le va a permitir salir del universo frío y desesperante en el que habita a pesar de su alegría exterior.

Este filósofo, miembro de la Academia de las Ciencias Morales y Políticas, que presidirá a partir de 1932, profesaba, no obstante, un pensamiento complejo. Se había confrontado con Pascal. Decía de sí mismo que profesaba un «ateísmo discreto»; pero, por encima de todo, buscaba criticar las razones equivocadas para creer o no creer. No excluía la religión, pero esta tenía que alojarse en los límites de la razón:

A la verdadera razón, tal y como se revela en el progreso del conocimiento científico, le corresponde llegar hasta la religión verdadera, tal y como se presenta en la reflexión filosófica, es decir, como una función del espíritu desarrollándose según las normas capaces de garantizar la unidad y la integridad de la conciencia 12.

Filosofía «idealista» a la que quizá Madeleine no pudo fácilmente acceder, a pesar de la exigencia intelectual que la animaba. Sin duda, no tenía las bases que le habrían permitido integrar el universo filosófico y, además, era muy joven. Hélène Jüng testimonió que sus preocupaciones eran otras:

Hacia 1920 estábamos juntas en las clases de filosofía de la Sorbona. Un día, al salir con la cabeza llena de tesis y antítesis, subíamos el bulevar Saint-Michel cambiando impresiones –¡que las teníamos!–; nació una gran decisión, en consonancia con la primavera que florecía en la plaza Médicis, los árboles reverdeciendo en el jardín de Luxemburgo, bajo un sol deslumbrante: permanecer siempre jóvenes pasara lo que pasara, sin importar el paso de los años.

En lo tocante a Dios, había abordado la cuestión, no sin inquietar a algunos padres de sus amigos. En particular, la familia de Lucette Majorelle, con la que iba a clases de dibujo y que vivían en la plaza Saint-Michel. Madeleine tenía 19 años en aquella época y llevaba, según el testimonio de esta joven, una vida muy libre: «Mamá siempre me decía: “Sabes que no me gusta, no me agrada que vayas con Madeleine; confío en ti, pero no debes salir con una chica que a esa edad no cree en nada”».

Y Madeleine, a la que Lucette debía de contarle las reservas de su madre, respondía: «¿Sabes, Lucette?, respeto del todo tus convicciones; yo no creo absolutamente en nada, pero en fin…». Atea sin reservas, aunque no militante y profundamente respetuosa con la fe de los demás, esta era Madeleine, lo que puede explicar su dolorosa sorpresa cuando descubra más tarde en Ivry el antagonismo combativo de los cristianos y los comunistas.

Sin embargo, en la Sorbona parece que no se limitaba a seguir las clases de filosofía, sino también las de historia e historia del arte. Si acogemos el testimonio de Clémentine Laforêt, no asistía a estas clases como simple oyente; tuvo que hacer los exámenes, pues a un profesor en concreto le había llamado la atención:

Cuando se fue de la Sorbona obtuvo dos condecoraciones, una por historia del arte y la otra por historia. Una vez el profesor dijo: «¿Quién es Madeleine Delbrêl?». Ella permaneció impasible, pero su vecina hizo señas al profesor indicando que era ella. Entonces la felicitó personalmente.

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