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¿VUELVEN LOS TIEMPOS DEL CHALEQUERO?

Misterioso homicidio en la calzada de la Villa de Guadalupe. Se encuentra degollada una anciana de ochenta años

Periódico El Imparcial, 28 de mayo de 1908

Extracto de nota

Muchos años han transcurrido desde que la calzada que conduce a la Villa de Guadalupe Hidalgo se hizo célebre, a la vez que temida, por las horrendas hazañas de aquel criminal a quien se conoció con el apodo del Chalequero.

Fue en la época en que cada cierto tiempo se hallaban tirados en distintos lugares de dicha calzada, pero muy especialmente cerca del Río Consulado, cadáveres de infelices mujeres, degolladas casi todas, después de que el feroz asesino hubiera saciado en ellas brutales instintos.

Ahora, parece que ya otro asesino de su calaña piensa sentar sus reales por el mismo rumbo, a juzgar por el homicidio que, con circunstancias verdaderamente horrorosas, se consumó la tarde del martes, a muy corta distancia de la calzada referida.

DE LAS MEMORIAS DE EUGENIO CASASOLA (I)
Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910

El tiempo se terminó. Ahora, encerrado entre cuatro paredes, lo único que me queda es redactar, a la mayor velocidad posible, un testimonio. No sé si alguien leerá este último grito desesperado, y mucho menos sabré lo que se piense de mí. Dadas las circunstancias, sólo puedo esperar que los hipotéticos lectores les den la razón a los médicos que me diagnosticaron. La Bestia vendrá por mí en cualquier momento. Hay ciertas noches en las que escucho cómo sus pezuñas avanzan por los pabellones, un sonido muy diferente al que hacen los pasos de los celadores. No me está buscando. Sabe muy bien dónde me encuentro, pero prefiere alargar el momento; disfruta con mi tortura, el olor de mi miedo la alimenta. Debo aferrarme a los recuerdos, a los hechos. Plasmar de la manera más coherente posible las situaciones que me trajeron hasta aquí. Me consuela saber que Ana y el pequeño Edmundo están a salvo. En medio de los errores que he cometido, tuve la lucidez de mandarlos con sus parientes de Guadalajara. La Bestia parece saberlo y verlo todo; sin embargo, en este momento tiene preocupaciones más importantes. Confío en que le bastará con mi sacrificio. Vendrá a arrancarme la lengua, pero no estoy contando con mi voz para derrotarla. Mi arma será la palabra escrita, plasmada en estas memorias. Y si no es suficiente, encontraré la manera de hacerle daño, de asestarle la herida mortal a esa Bestia agonizante. Un enemigo, a diferencia de un matrimonio, no termina con la muerte. El rencor sobrevive a la materia. También el odio. Algunos llaman a eso sentimientos. Yo prefiero decirles fantasmas.

Estoy divagando. Me prometí ser concreto en estas páginas. Mi vida le pertenece a la Bestia y sólo ella sabe cuándo bajará el telón. Sus pezuñas castigan las baldosas, intentan distraerme con su taconeo. Sin embargo, tengo otro recurso. La vela que pedí, alegando fobia a la luz eléctrica. Rellenaré mis oídos con cera. Eso aprendí de la Sebera…

Primero sordo, luego mudo, y al final tal vez ciego… No importa cómo disminuyan mis sentidos mientras tenga la escritura. Las palabras adecuadas que terminarán por derrocar a la Bestia de su trono.

III
Ciudad de México, mayo de 1908

–Damas y caballeros, me complace informarles que finalmente hemos encontrado el Eslabón Perdido…

Un murmullo se expandió entre los asistentes a la velada en casa de Madame Guillot. Carlos Roumagnac, inspector de la policía y científico social, paseó su mirada por el salón, consciente de que tenía al público en el bolsillo. Fue hacia las láminas cubiertas con papel cebolla, que reposaban sobre un atril, y descubrió la primera. Apareció el dibujo de un hombre mayor, de poblado bigote y piocha blanca, con lentes redondos sobre el rostro. Tenía un semblante serio, el aire de un sabio.

–Debemos al italiano César Lombroso –continuó Roumagnac– grandes avances en el campo de la antropología criminal. Él es el responsable de la teoría del “criminal nato”, que ha ayudado a la detención de numerosos malhechores en el mundo entero. Para hacer su importante estudio, Lombroso se basó en la autopsia de cuatrocientos criminales, en la observación de seis mil delincuentes vivos y en la investigación de más de veinticinco mil reclusos en cárceles europeas. Hoy en día, la policía de la Ciudad de México debe buena parte de su eficiencia a este médico visionario…

Roumagnac cambió de lámina. Ahora mostraba el dibujo de un indígena, con el cráneo desproporcionado y unas orejas enormes. Alrededor del rostro había una serie de números con sus correspondientes descripciones. El expositor utilizó un puntero para ir señalado cada uno, conforme continuaba con su charla.

–Lombroso sostiene que las tendencias criminales son propias de seres humanos involucionados, que han regresado a un estado similar al del hombre primitivo, y que por lo tanto son incapaces de controlar sus pulsiones agresivas. Todos ellos tienen rasgos claramente distintivos: frente huidiza y baja, asimetrías craneales, gran desarrollo de los pómulos, orejas en asa, y notoria pilosidad…

Madame Guillot, sentada junto a Eugenio en la tercera fila, le dio un ligero codazo a su amigo. Luego se inclinó y le susurró al oído:

–Esto me huele muy mal, querido. Seré una ignorante en el campo de la criminología, pero me parece evidente que el Dictador y su equipo de científicos han adoptado esta absurda teoría para justificar el trato que le dan a los desposeídos.

Eugenio acercó sus labios a la oreja de Madame Guillot e intentó hablar lo más bajo posible:

–¿De verdad lo crees? Lombroso es un criminalista muy reputado, y también el señor Roumagnac. Si piensas lo contrario, ¿entonces para qué lo invitaste a dar esta charla?

–Para abrirte los ojos a ti, y también a esta sarta de burgueses idiotizados. Tu periódico no hace más que justificar y difundir ideas abominables…

Roumagnac cambió a una lámina que mostraba el cuerpo de un hombre tatuado.

–Otras características de los criminales natos –dijo, esgrimiendo el puntero como una florete– es la utilización del tatuaje. También una mayor zurdería que en la generalidad de la población, así como notables tendencias al vino, al juego, al sexo y a las orgías. Y, por supuesto, un pensamiento fuertemente supersticioso…

Ahora, Madame Guillot pellizcó el brazo de Eugenio, y este casi lanzó un grito.

–¿Te das cuenta? Para nuestra brillante policía, indígena y pobre son sinónimos de delincuente. Lombroso es un retrógrada. Para criminalistas visionarios, prefiero a mi paisano Vidocq…

Roumagnac alzó de pronto la voz, como si hubiera escuchado los cuchicheos y quisiera opacarlos.

–En resumen, damas y caballeros, podemos decir que el delincuente nato es un individuo ancestral y degenerado, que exhibe los estigmas físicos y mentales del hombre primitivo. Representa una etapa intermedia entre el animal y el hombre; por lo tanto, Darwin puede descansar tranquilo en su tumba: el Eslabón Perdido ha sido encontrado. Y es el enemigo por excelencia de nosotros, los evolucionados Homo sapiens…

Una lluvia de aplausos se escuchó en el salón al concluir la conferencia de Roumagnac. Madame Guillot se revolvió en su silla, molesta con el evidente fracaso de su plan. Antes de levantarse para ordenarle a la servidumbre que ofrecieran los bocadillos y el coctel, arremetió una última vez contra el oído de Eugenio:

–Los Eslabones Perdidos somos todos nosotros. Y ni siquiera eso: nos quedamos en simios. Deberían encerrarnos en el zoológico.

Una vez servidos los licores, la concurrencia rodeó en semicírculo al expositor. Este recibió elogios, felicitaciones y hasta el franco coqueteo de la hija de un joyero. Roumagnac sonreía con condescendencia, acostumbrado como estaba a no ser cuestionado por nadie. Era un hombre seguro de sí mismo y creía firmemente en lo que acababa de exponer. Los pobres eran el verdadero lastre que impedía que el país abrazara de lleno la modernidad y prosperidad impulsadas por el Señor Presidente. Se sentía satisfecho de contribuir desde su trinchera, deteniendo y analizando a los criminales natos, y también manteniendo alejado al populacho de los barrios céntricos donde vivían y paseaban los ciudadanos de primera categoría.

Madame Guillot se abrió paso entre la gente. Tras dar un trago a su copa de vino, lanzó una pregunta a bocajarro:

–¿Y no se le ha ocurrido, don Carlos, que los problemas de criminalidad que vive la ciudad están en realidad relacionados con una terrible desigualdad social y no con unos hipotéticos Neandertales que acechan en los barrios bajos?

A Roumagnac se le fue chueco el vino que acababa de beber. Tosió, provocando que una parte del líquido le escurriera por la boca. Desconcertado, extrajo un pañuelo del bolsillo interior de su levita y se limpió los labios.

–Disculpe, el vino está fuerte –masculló.

En ese momento, Eugenio irrumpió entre la concurrencia con un grito:

–¡Démosle la bienvenida a los músicos!

Un cuarteto de cuerdas comenzó a tocar una versión de “Sobre las olas”. Eugenio tomó del brazo a Madame Guillot y la condujo a la biblioteca.

–Por favor, no arruines mis planes –suplicó–. Necesito hacerle una pregunta muy importante a don Carlos. Si lo incomodas, se irá y perderé una oportunidad inmejorable.

Madame Guillot zafó su brazo de la mano de Eugenio. Se acomodó el sombrero sobre la abundante cabellera pelirroja, y preguntó:

–¿Tiene que ver con alguno de tus reportazgos morbosos?

–Es más importante que eso.

–¿El mensaje de Murcia?

El rostro de Eugenio ensombreció.

–No digas más, querido –Madame Guillot pasó delicadamente una mano por su mejilla–. Don Carlos es todo tuyo. Iré a la cocina a comprobar que todo esté en orden…

Eugenio encontró la oportunidad de hablar en privado con Roumagnac. Tenía un par de habanos que había comprado para la ocasión. Le explicó que a Madame Guillot le disgustaba el humo de los puros y salieron al jardín a fumarlos. Tras la tormenta del día anterior, el cielo lucía limpio y despejado. La intensa luz de la luna proyectaba sombras demasiado humanas en la vegetación.

Conversaron algunas trivialidades. Después, Eugenio decidió ir al grano.

–El crimen recién ocurrido en el Río Consulado, ¿no le recuerda al famoso Chalequero?

–Vi la nota que publicó El Imparcial –respondió Roumagnac–. Fue un buen recordatorio.

Eugenio le dio una calada al puro y contuvo una mueca: prefería los cigarros normales.

–Llámeme loco, pero aunque sé que es imposible, podría apostar que el Chalequero está de regreso…

–No está loco, al contrario: es bastante intuitivo. Quizá debería dejar El Imparcial y unirse a nuestras filas.

–¿Qué quiere decir?

–Es muy probable que usted tenga razón y el asesino de esa anciana haya sido ni más ni menos que Francisco Guerrero.

–Pero si está en San Juan de Ulúa…

–No, señor. Si me ufano de la eficiencia de nuestro cuerpo policiaco, por algo será…

Roumagnac hizo una pausa estratégica, en la que aprovechó para saborear con toda calma su habano. Parecía que tener en vilo a su audiencia era parte de su sello personal.

–La nota de El Imparcial nos puso sobre aviso –dijo al fin, mientras exhalaba una densa bocanada de humo–. Hicimos una rápida investigación y se descubrió que el Chalequero fue puesto en libertad en 1904. Oficialmente le puedo decir que es el principal sospechoso y que la cacería del monstruo ha comenzado.

IV
Ciudad de México, junio de 1888

Como todas las madrugadas, la cantina La América se encontraba llena de trasnochadores. Gente que había asistido a la ópera en el Teatro Nacional y quería la del estribo. Parejas provenientes de algún baile, aún con la suficiente cuerda para continuar. Incluso los enlutados participantes de un velorio que querían sacudirse el resabio de la muerte a base de ajenjo o tequila, según la capacidad del bolsillo de cada quien. La barra estaba atestada y el humo del cigarro volvía la atmósfera irrespirable, pero a nadie parecía importarle. Las meseras no se daban abasto para saciar la sed de la concurrencia, y el ruido de los vasos de cristal al romperse era tan constante como el murmullo de las conversaciones.

Sentados en un gabinete, Julio y Eugenio bebían sendos fosforitos de café con alcohol, porque a esas alturas se habían gastado casi todo su dinero y no les alcanzaba para nada más. El joven pintor miraba a todos lados con desconfianza, mientras realizaba bocetos en servilletas sucias. Eugenio observaba a su amigo, con su bigote ralo y su nariz afilada, siempre sumido en oscuras meditaciones, refugiado en su mundo interior porque no encajaba en el de afuera. Parecía increíble que desde la cabeza de ese hombre tan frágil brotaran sátiros, medusas, mujeres-alacrán, dragones y demás fauna mitológica clásica o inventada por él mismo. Quizá, pensó Eugenio, son esos seres de pesadilla que lo habitan quienes agotan su energía y lo dejan sin fuerza para enfrentar la vida real. Se preguntó si Julio viviría muchos años, y deseó que sí, porque nunca había visto un pintor tan original y dotado.

–Me quiero pelear –dijo de pronto Julio, sin apartar la vista de la barra.

Eugenio dejó su fosforito sobre la mesa y preguntó, extrañado:

–¿Por qué? ¿Alguien te ofendió?

–No. Resulta que aquí todos se han peleado menos yo. Necesito probarme a mí mismo. Todos debemos hacerlo de vez en cuando, de lo contrario nos atrofia la comodidad.

–¿No te basta pelearte todos los días con los monstruos que pintas? Debes estar exhausto. Las mujeres que dibujas parecen malvadas y peligrosas. Si llego a toparme alguna en un callejón, me orinaré en los calzones.

–Las mujeres son domadoras. Algún día haré un cuadro sobre eso. Uno pequeño, porque su potencia estará en el significado y no en el tamaño. Una mujer desnuda con látigo dominando a un cerdo. ¿Te gusta la idea?

Eugenio le dio un trago a su café. Sabía a rayos, pero el alcohol que contenía lo reconfortaba.

–Hablando en serio, necesito tu consejo… Me enamoré de Murcia, no soporto que se acueste con otros hombres.

Por primera vez en un largo rato, Julio le dedicó una mirada a su amigo. Sus ojos eran oscuros, como un pedazo de noche sin estrellas. Justo arriba de él colgaba una lámpara de petróleo. Su luz rojiza parecía proyectar pequeñas llamas que bailaban sobre sus cabellos. Eugenio se sintió intimidado y pensó que –al igual que las criaturas que dibujaba– Julio también era un ser de las profundidades.

–Súbela a un barco y llévatela a Europa –dijo Julio, en tono grave–. Ahí sí entenderán tus pasiones. Si te quedas aquí, los destruirán a los dos. Eso hace esta ciudad. No son buenos tiempos para los rebeldes. Pronto haré lo mismo. Alemania o Francia. ¿En verdad quieres quedarte aquí? Ninguna de mis criaturas terribles se compara con la figura del Dictador.

Julio volvió a sus dibujos. Una mujer torturada por espinas comenzó a brotar en la servilleta.

–La otra noche –dijo Eugenio– pasó algo desagradable en su jacal. Cuando terminamos de hacer el amor, vi a un hombre que nos miraba por la ventana.

–Seguro era su padrote. La tragedia de Murcia es que no te pertenece a ti, ni siquiera se pertenece a sí misma. Tiene dueño. Por eso te la debes robar.

Un tumulto se armó al fondo del bar. Un grupo de hombres forcejeaba. Las meseras se apartaron, temerosas. Una silla se rompió en la cabeza de alguien y una botella se estrelló en la pared.

–Es mi oportunidad –dijo Julio. Se acabó su fosforito de un trago, se levantó y se dirigió hacia la trifulca con paso firme.

Era la primera vez que sonreía en toda la noche.

Domingo de peregrinación. Murcia y Eugenio caminaban a un lado de la carretera que llevaba al Santuario de la Villa de Guadalupe, en la colonia Peralvillo. Numerosos fieles de la Virgen marchaban en hilera, protegiéndose del sol con rebozos y sombreros de petate. Constantemente se escuchaban los cascabeles de las mulas que arrastraban a los tranvías colmados de pasajeros. En las cercanías del Río Consulado, la zona en la que trabaja Murcia, enfilaron hacia una pulquería. Una zanja apestosa la separaba de la carretera; a manera de puente, unos tablones de madera podrida habían sido depositados en el lodazal.

Se sentaron a una mesa. El encargado, que portaba un sombrero de ala ancha bordada de plata, se acercó a atenderlos.

–Dos sangre de tigre –pidió Murcia.

Como Eugenio puso cara de angustia, se apuró a decir:

–Es de tuna, no seas menso.

En la mesa había un plato con granos de maíz, arvejones, pepitas de calabaza y habas tostadas, que Eugenio se apuró a comer.

–Siempre venimos a tus pulquerías –dijo–. A ver qué día me dejas invitarte a mis rumbos.

–Estás loco. ¿Para qué?, si el pulque es muy sabroso. Además, lo tomo todos los días porque es medicinal. Cura dolores de muelas, tumores, y hasta la sífilis y la gonorrea.

El encargado se acercó con las bebidas y las depositó en la mesa. Cuando se retiró, Eugenio vio entre la gente que llenaba el lugar a un hombre sentado en una mesa del fondo. Su presencia era llamativa: vestía de negro, tenía bigote poblado y mirada penetrante. Tanto que, cuando sus ojos se cruzaron, Eugenio bajó la cabeza.

–¿Qué tienes? –preguntó Murcia–. Parece que viste al Diablo…

–Ese tipo que está allá, solo –dijo Eugenio–. No para de mirarnos. ¿Lo conoces?

Murcia le dio un trago a su pulque, comió un puñado de semillas y respondió mientras masticaba:

–Es el Chaleco. Un zapatero del barrio.

–Podría asegurar que lo he visto antes.

–¿Tú? Será en sueños. Me voy a poner celosa –Murcia soltó una risotada. Un grano de maíz salió volando de su boca, como si en medio de su fuerte carcajada se le hubiera desprendido un diente.

–¿Es tu amigo?

–Aquí todos lo conocen. Tiene varias mujeres…

–No quiero que te le acerques. Me da mala espina.

Su mirada volvió a cruzarse con la del extraño sujeto. Eugenio vio dos pozos negros, sin fondo. Su mente hizo una conexión y la sangre se le heló.

–Vámonos –dijo, mientras se levantaba y dejaba dinero sobre la mesa–. Es el hombre que nos espió la otra noche.

Eugenio no quiso desnudarse. Acostado junto a Murcia en su jacal, vigilaba la ventana con mirada nerviosa. Ella apagó la lámpara de petróleo para tranquilizarlo. Le desabotonó la camisa y comenzó a acariciarle el pecho. Aunque su mano quería bajar hacia la bragueta, continuó haciéndole cariños.

–No tenemos que hacerlo si no quieres. Puedes quedarte a dormir.

La luna iluminaba el jacal con una luz más potente que la de la lámpara de petróleo. La incomodidad de Eugenio aumentó.

–Quiero sacarte de aquí –dijo.

–¿Ahorita? Si ya es de madrugada…

–No. Me refiero al barrio. Es peligroso.

Murcia sonrió. Le dio un beso en la frente. Estaba contenta.

–¿Me llevarás en brazos a Catedral y pedirás mi mano ante todos los santos?

Eugenio se incorporó y la miró fijamente.

–Sí –dijo–. Ante Dios y ante el Diablo, si es preciso.

–Ay, chamaco. Es la calentura.

Murcia bajó la mano; sintió su verga dura, dispuesta. La estranguló con dulzura y dijo:

–Ya se te pasará. Así son todos los hombres.

UN NUEVO CRIMEN DEL FAMOSO CHALEQUERO

Los viejos instintos reviven. No bastó la expiación. Salió libre y volvió a delinquir

Periódico El Imparcial, 31 de mayo de 1908

Extracto de nota

“¿Volvemos a los tiempos del Chalequero?” fue el título con que encabezamos nuestro artículo informativo con el que El Imparcial dio cuenta del espeluznante crimen descubierto por un oficial de gendarmes en una de las márgenes del Río Consulado.

Desde el día 26 del actual, fecha en que el horripilante crimen se perpetró, la policía no descansó ni un momento en las indagaciones, y el reportazgo de El Imparcial en que hicimos mención al olvidado Chalequero fue un rayo de luz que iluminó el sendero que había de conducir al descubrimiento del culpable.

La policía indagó y fue así como se supo que Francisco Guerrero, alias el Chalequero, salió de la cárcel hace dos años, después de haber extinguido la pena de veinte años de prisión que se le impuso por el delito de homicidio perpetrado en la persona de Murcia Gallardo, encargada de una casa de asignación en la calle de Tepechichilco, a quien asesinó en igual forma que a la anciana a la que ya hemos aludido.

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ISBN:
9786078667345
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