Kitabı oku: «Historia crítica de la literatura chilena»

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© LOM ediciones Primera edición, diciembre 2018 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN: 978-956-00-1130-5 eISBN: 9789560012791 Coordinación general: Grínor Rojo / Carol Arcos Coordinación del volumen: Bernardo Subercaseaux Edición de textos: Catalina Olea Motivo de portada: «La cueca», óleo sobre tela de Mauricio Rugendas, hacia 1843 Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Registro N°: 212.018 Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

Índice

  Prefacio

  Introducción

  Republicanismo y literatura de ideas

 Independencia y literatura de ideasCamilo HenríquezCamilo Henríquez: La Camila o la patriota de Sudamérica (1817)Juan EgañaJuan Egaña: Cartas Pehuenches (1819)

  Construcción de la nación y literatura nacional

  «Identidad», costumbres y experiencia de la nación Andrés Bello José Victorino Lastarria Lastarria: «Discurso inaugural de la Sociedad Literaria de Santiago» (1842) Lastarria: Don Guillermo (1860) José Joaquín Vallejo José Joaquín Vallejo: artículos y estudios de costumbres chilenas (1841-1847) Mercedes Marín Alberto Blest Gana Blest Gana: Martín Rivas (1862) Blest Gana: Durante la Reconquista (1897)

  Americanismo e identidad nacional

  Un Chile americanista Francisco Bilbao Francisco Bilbao: El evangelio americano (1864) Benjamín Vicuña Mackenna Vicuña Mackenna: Los Lisperguer y la Quintrala (1877) Rosario Orrego 258 Rosario Orrego: Alberto, el jugador (1860) Vicente Pérez Rosales Vicente Pérez Rosales: Recuerdos del pasado (1882-1886)

  Autoría femenina

  Autoría femenina y literatura Martina Barros Borgoño: Recuerdos de mi vida

  El mundo del libro

  Formación de una sociedad lectora en el siglo XIX Traducción e idearios de la nación De la imprenta a la industria editorial Sociabilidad literaria

  Canon y exclusiones

  Historiografía literaria del siglo XIX Literatura indígena durante el siglo XIX

  Autores

Prefacio

Carol Arcos y Grínor Rojo

Presentamos aquí el segundo volumen de los cinco previstos para nuestra Historia Crítica de la Literatura Chilena. Este está dedicado a la producción literaria que en nuestro país se genera en torno a los procesos de Independencia y formación del Estado nacional o, dicho de una manera más exacta, consagrado a aquella producción que aparece en el período que abarca desde la Primera Junta Nacional de Gobierno hasta las décadas del setenta y ochenta del siglo XIX (la modernización de Santiago que lleva a cabo el intendente Benjamín Vicuña Mackenna, entre 1872 y 1875, la Guerra del Pacífico de 1879 a 1883, el fin de la mal llamada Pacificación de la Araucanía en 1883 y el paso por Chile de Rubén Darío, entre 1886 y 1889, son límites histórico-culturales admisibles para un deslinde cronológico competente de este período). En lo esencial se trata del primero de los cuatro volúmenes con que nos hemos propuesto cubrir la era republicana y que, como muy bien lo explica su coordinador, Bernardo Subercaseaux, se ocupa de una literatura que entonces se está produciendo en –a la vez que contribuyendo a– la configuración de una identidad nacional. Las máximas figuras de la época, Bello, Lastarria, Blest Gana incluso el muy americanista Bilbao, así lo entienden. La literatura no se ha diferenciado aún entre nosotros a estas alturas, o no se ha diferenciado completamente, de otras modalidades de discurso. El tiempo de lo literario en el sentido moderno de este vocablo no ha llegado a nuestro país todavía, aun cuando sea ya posible avizorar, en algunos casos excepcionales, esa especialización por venir.

Como ha sido nuestra intención para la totalidad del proyecto, privilegiamos en el presente volumen, y con mayor razón al tener en cuenta la índole todavía imprecisa de lo literario, la conexión entre literatura y sociedad, a la vez que prestábamos la atención que requiere a la pregunta por el canon. Considerando que la nuestra aspira a ser una «historia crítica», no lo sería si nos quedáramos satisfechos con la reproducción del panteón de lo existente y ya legitimado o a repetirlo en los mismos términos en que se lo conoce hasta la fecha. A sabiendas de que el canon literario se está construyendo y reconstruyendo siempre, por lo que, aun cuando el presente no lo invente, sí lo selecciona y lo jerarquiza, nuestra tarea ha consistido en poner el canon chileno al día, en hacer que esa literatura chilena de otros tiempos dialogue con los gustos y preocupaciones de los lectores de hoy. Quisimos, por ejemplo, que tuvieran ahora su lugar la escritura de las mujeres del siglo XIX, así como el testimonio de las voces indígenas, ambos importantes pero tratados descuidadamente en historias anteriores a la nuestra.

Reiteramos que el lector que hemos previsto es un lector culto, tanto nacional como internacional, pero no necesariamente un lector especializado. Esperamos así que este volumen, con el que damos comienzo a nuestra presentación de la era republicana, pueda también constituirse en una fuente de consulta estándar para todos aquellos que piensan, que todavía piensan, que la escritura, y sobre todo la escritura producida con fines estéticos, es merecedora de algún aprecio. Es el valor del atrevimiento poético del cual hablaba Andrés Bello, esa figura fundacional de la cultura chilena, en su legendario discurso de instalación de la Universidad de Chile, el 17 de septiembre de 1843.

Agradecemos a todos quienes han cooperado con nosotros. A los diecinueve articulistas, maestro cada uno de ellos en su especialidad respectiva; a Bernardo Subercaseaux, coordinador del tomo, así como a sus colaboradores; a Catalina Olea, que se encargó de preparar la edición; a los colegas del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile y a su directora, la profesora Lucía Stecher, que nos otorgaron un respaldo permanente, interesados únicamente en la calidad de lo que deseábamos producir; a LOM ediciones y en particular a Silvia Aguilera, que con tanta generosidad y paciencia disculpan nuestros atrasos; y, cómo no, a la secretaria de las secretarias, a Marieta Alarcón.

Santiago de Chile, 22 de mayo de 2018

Introducción

Bernardo Subercaseaux

Si pensamos en términos amplios, el gran tema y la gran tarea en que están empeñados los escritores, intelectuales y políticos del siglo XIX es en la construcción de la nación. Particularmente en la primera mitad del siglo, y hasta 1860, figuras como Camilo Henríquez, Juan Egaña, José Victorino Lastarria, Andrés Bello, Francisco Bilbao, Benjamín Vicuña Mackenna e incluso Alberto Blest Gana están comprometidos –a través de sus distintos quehaceres: la política, el servicio público, la diplomacia, la historiografía y la literatura– con la idea de construir una nación moderna, que obedezca a una cosmovisión de cuño ilustrado y que, en desmedro del providencialismo religioso, abra las posibilidades de la agencia humana –en todos los órdenes, ya sean políticos, económicos y culturales. El discurso de la élite y de los letrados criollos (todos los nombrados forman parte de esa cofradía) escenifica la construcción de una nación de ciudadanos. Se trata de educar y civilizar en el marco de un imaginario de progreso de rasgos utópicos, un imaginario que en el plano político e ideológico se expresa en las vertientes republicana y liberal, en la conciencia de que la educación y la literatura están destinadas a desempeñar un rol central en esta tarea. No hay que olvidar, en este plano, el aporte de algunos exiliados argentinos como Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi.

Se entiende a la nación y la República como una institución política nueva, distinta de los imperios, de las monarquías y de los principados, lo que implica un corte radical con el pasado colonial. Los letrados liberales, que son desde 1842 el sector más activo de la cultura escrita, se auto-perciben situados en la vivencia colectiva de un tiempo que perfila un «ayer» hispánico y un Ancién Regime que se rechaza y que se considera como un residuo, como un «antes» que cabe «regenerar». Tal es el ethos anímico que desde la emancipación caracteriza al sector más significativo de la intelligenzia letrada, la que se manifiesta y actúa en su dimensión operativa de modo creciente en distintos dispositivos, como son los aparatos e instituciones del Estado, la prensa, el sistema educativo, el parlamento, la diplomacia, la historiografía y también en las obras literarias. Se trata de establecer una nación y al mismo tiempo una literatura nacional. Es dentro de este contexto que la mayoría de los escritores decimonónicos son intelectuales polifacéticos que transitan en diferentes espacios, cuyas obras en casi todos los casos incluyen, además de sus creaciones literarias, textos políticos, diplomáticos, históricos, jurídicos y periodísticos. En esa perspectiva puede afirmarse que durante gran parte de siglo XIX la literatura carece de autonomía y que transita desde la literatura de la Independencia, con vocación fundacional y utilitaria, hasta la independencia de la literatura, con vocación estética. Este recorrido se plasmará a fines del siglo, particularmente con el modernismo rubendariano. Hay en este tránsito algunas excepciones y anticipaciones; escritores cuya obra está a medio camino de este recorrido. Por ejemplo, el caso de Alberto Blest Gana, sin duda el autor más significativo del siglo XIX, cuya presencia está relevada en el tomo que el lector tiene entre sus manos.

En términos de realidad histórica, el Chile del siglo XIX fue una nación más bien oligárquica, excluyente y centrada en la capital y en Valparaíso. Una nación en la que, sobre todo en la primera mitad del siglo, persistían costumbres y estructuras sociales tributarias del pasado colonial (pelucones, Partido Conservador e Iglesia Católica). Aun así, no fue una sociedad compacta o unívoca; de allí que plumas y pensadores importantes hayan acuñado, desde una mirada contestataria, el concepto de «regeneración». Dicho concepto apuntaba a la necesidad de cambiar las conciencias y lograr una ciudadanía activa y educada como parte de la nueva comunidad conformada por lo que debía ser la República. Para muchos de los escritores decimonónicos, la literatura tenía o debía tener un rol central en esta tarea. No en balde, Blest Gana subtituló Martín Rivas como «novela de costumbres político-sociales».

La construcción de la nación –y de la patria– desde los territorios de la conciencia hasta los geográficos (piénsese en la obra de José Joaquín Vallejo) será el gran emprendimiento de ese siglo fundacional, siglo que tiene como trasfondo en cuanto a la producción literaria e intelectual el imaginario de una primera modernidad. Un imaginario instalado en la élite de una sociedad estratificada, que tiene en su cúspide a la oligarquía agraria y en sus escalones inferiores a funcionarios del Estado y a sectores mesocráticos incipientes, los que miran de preferencia hacia arriba. Moviéndose en este último ambiente se encuentran los escritores, a menudo críticos del orden oligárquico, quienes desde un progresismo variopinto se empeñan en fundar una literatura propia, preponderantemente por la vía de la narrativa y del ensayo y, en menor grado, de la poesía y del teatro. Es en este contexto que se dan las apropiaciones de las corrientes intelectuales y estéticas de la Europa decimonónica, del pensamiento ilustrado y del neoclasicismo, del liberalismo y del romanticismo, del costumbrismo, del positivismo y del naturalismo. Ello siempre en el marco de una sociedad que política y socialmente marcha a la retaguardia y de una élite que, por lo general, mira hacia afuera más que hacia adentro.

Si bien en una introducción se requieren planteamientos generales, no puede pensarse que todos los autores y autoras que figuran en este tomo son ideológicamente similares o que no tuvieron, a lo largo del siglo, transformaciones en sus concepciones de la literatura y de la historia. Un ejemplo en este sentido lo constituyen las trayectorias de José Victorino Lastarria y Benjamín Vicuña Mackenna y el punto de vista diverso que, a pesar de sus ideas liberales, tuvieron respecto a temas como la «Pacificación de la Araucanía» o respecto a lo que debería ser el discurso histórico y literario. Recuérdese también las polémicas sobre la historiografía y la lengua entre Bello y algunos miembros de la Sociedad Literaria de 1842. Un caso significativo, por su radicalidad americanista y secular, y que por cierto le significó el destierro, fue el de Francisco Bilbao y también, en términos de una mirada irónica hacia el centralismo capitalino, el de José Joaquín Vallejo y sus cuadros de costumbres escritos desde la provincia.

En el momento de la Independencia se estima que la población de Chile es de alrededor de setecientos mil habitantes, de los cuales sólo el 10% sabe leer y escribir, y hacia 1890 esta cifra se empina en algo más del 30%. Son datos que de por sí constituyen indicios de una sociedad estratificada en la que los flujos literarios circulan de preferencia en determinados sectores de la sociedad, particularmente en el vecindario decente, situación que va ir cambiando a fines de siglo con la presencia de nuevos actores sociales, lo que se traduce –como veremos en el tomo siguiente– en una diversificación sociocultural y literaria. Pero no sólo la sociedad decimonónica era excluyente; también lo ha sido, casi hasta nuestros días, la propia historiografía literaria sobre ese período. Ella ha consolidado un canon preponderantemente masculino, silenciando en cambio las autorías literarias femeninas, es decir, a figuras como Mercedes Marín del Solar, Rosario Orrego y Martina Barros, entre otras. Autorías que son rescatadas en esta historia crítica. De hecho, como señala el texto de Juan Poblete, a partir de 1850 las mujeres desempeñaron en torno al folletín un rol significativo en la formación de una sociedad lectora y también en términos de la sociabilidad literaria.

Por último, se producen transformaciones importantes en el campo literario durante la segunda mitad del siglo: el aumento en el número de traducciones por año hacia 1890; la apertura de librerías importantes en la capital, con catálogo y capacidad para despachar, como las de los hermanos Cueto desde mediados de siglo y la Librería Miranda en la década del ochenta; y el tránsito desde la primera y rudimentaria imprenta que llega al país en 1811, hasta las máquinas que van abandonando la tipografía manual generando así nuevas condiciones materiales de producción literaria, cuestión que se va a consolidar en las primeras décadas del siglo XX, con el tránsito de la imprenta a la editorial. Factor no poco significativo en términos de la autonomía de lo literario y de la diversificación de la prensa, con presencia creciente de autores mesocráticos y populares.

Republicanismo y literatura de ideas

Independencia y literatura de ideas

Bernardo Subercaseaux

La modernidad no es una cosa, ni tampoco un libro, ni un recetario de normas. Es un horizonte de expectativas que se instala desde el Renacimiento, la Ilustración y la Revolución Francesa, que abre las posibilidades de la agencia humana en todos los órdenes y que en el plano político apunta al Estado-nación como institución propia de la modernidad. Desde esta perspectiva puede afirmarse que el imaginario de la modernidad con un hálito de ruptura se instala en el espacio público chileno a partir de la Independencia (1810). La idea de nación y de República implica el paso de ser súbditos a ser ciudadanos. Si bien no es lo que ocurre en la realidad, es lo que piensan y desean los criollos ilustrados. Supuestamente el individuo se desgaja de la antigua sociedad estamental y corporativa y entra a formar parte de una sociedad de carácter contractual, surgida, como plantea François Xavier Guerra (2000), de un nuevo pacto social. No se trata de un mero cambio institucional, pues los actores del proceso tienen la conciencia de estar fundando una nueva sociedad, una nueva política y una nueva cultura.

Los letrados criollos que después de la Independencia se ocupan de la literatura, del libro y de la lectura lo hacen en función de este nuevo orden de la nación. Pertenecen, básicamente, a las generaciones de 1810 y 1842, generación esta última que se percibe a sí misma –a pesar del interregno de casi treinta años– como continuadora y depositaria de la anterior. Las figuras más destacadas de la primera son Camilo Henríquez (1769-1825), Manuel de Salas (1754-1841) y Juan Egaña (1768-1836), y de la segunda José Victorino Lastarria (1817-1888), Francisco Bilbao (1823-1865), algunos exiliados argentinos como Domingo Sarmiento y discípulos de los anteriores que empiezan a participar en la vida pública a fines del decenio de Manuel Bulnes (1841-1851), como Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886). Todos ellos poseen una misma concepción de lo literario y conforman una comunidad de lectores en la medida que comparten códigos, valores, supuestos e ideales, lo que incide en los textos que producen, en sus prácticas lectoras y en la valoración de ciertos autores o de uno u otro título, preferencias que se manifiestan en el periodismo y en las ideas posteriores a la Independencia, pero también en obras literarias de distintos géneros.

¿Cuáles son, entonces, las características que comparten estas figuras y que nos permiten hablar de una sensibilidad literaria y de prácticas lectoras compartidas, de una comunidad de interpretación que a partir de ciertos códigos va a perfilar el espacio público y cultural de la época?

Todos ellos son intelectuales polifacéticos al estilo decimonónico, que asumen la Ilustración desde una racionalidad militante y que conciben sus fundamentos filosófico-políticos como la base de su pensamiento y de su acción, a la razón como instancia ordenadora del conocimiento, a la libertad como valor supremo y a la República como la forma de gobierno más adecuada para la nueva nación. Son letrados que participan del optimismo histórico y de la idea del progreso indefinido, que perciben a la educación como el instrumento para formar ciudadanos y a la cultura letrada como el ámbito más adecuado para esa formación. Todos ellos vivieron persecución y exilio por sus ideas. Camilo Henríquez en 1809 fue visitado por la Inquisición en su celda limeña de Fraile de la Orden de la Buena Muerte. Como se relata en los Anales de la Inquisición, en la primera visita, tras registrar muebles y estantes, el inquisidor se retiró luego de no encontrar nada. Sin embargo, el denunciante, que era un fraile dominico, insistió y la Inquisición dispuso una nueva pesquisa, encontrando esta vez en el interior del colchón algunos libros prohibidos, entre otros, de Rousseau y Voltaire. Como consecuencia de esa segunda visita, Camilo Henríquez fue conducido a un calabozo del Santo Oficio. Ocultar esos libros en su cama era ya una forma temprana de incluirlos en el canon, de escoger lo que había que leer. Después del Desastre de Rancagua, Camilo Henríquez se exilió en Argentina. También fueron perseguidos y desterrados por sus ideas, en algún punto de su trayectoria, Juan Egaña, Manuel de Salas, Lastarria, Bilbao, Sarmiento y Vicuña Mackenna.

Todos ellos tenían una concepción enciclopédica y no restrictiva de lo literario, que iba mucho más allá de lo que entonces se entendía por las «bellas letras». Literatura era no sólo la expresión imaginaria, sino toda expresión escrita, y aún más, toda actividad letrada que tuviese un fin edificante, que apuntara a transformar los residuos de la mentalidad colonial en virtudes cívicas y en una nueva conciencia nacional. Camilo Henríquez hablaba de «escritos luminosos para la suerte de la humanidad» englobando en este concepto a los libros de imaginación y a los de pensamiento. Otras frases, como «feliz el pueblo –escribía en La Aurora del 7 de mayo de 1812– que tiene poetas» y «a los poetas seguirán los filósofos, a los filósofos los políticos profundos», son sobre todo escritos de pensamiento (cuyo retraso se debía a la pereza de la razón), los que alcanzan para Camilo Henríquez un rango superior. Se trata, decía, de «la sublime ciencia de hacer felices a las naciones». De allí que refiriéndose al arribo desde Estados Unidos en 1812 de la primera y muy rudimentaria imprenta que se instala en el país, Camilo Henríquez la bautizó como «la máquina de la felicidad». Imprenta que años más tarde, durante la Reconquista, sería rebautizada por los realistas como «la máquina de las mentiras», convirtiendo a los patriotas ilustrados o «sabios» que la usaban en «revoltosos», «caudillos» y «tiranos», y a sus escritos en «papeles sediciosos» que propiciaban «conductas delincuentes» (expresiones que se encuentran en documentos realistas del período 1814-1817 y en la Memoria histórica sobre la revolución de Chile, de Melchor Martínez).

Tres décadas más tarde, Lastarria, en el discurso inaugural de la Sociedad Literaria de 1842, reafirmando la concepción enciclopédica de la literatura, señalaba que «entre sus cuantiosos materiales», esta incluye «las concepciones elevadas del filósofo i del jurista, las verdades irrecusables del matemático i del historiador, los desahogos de la correspondencia familiar» y por último «los raptos, los éxtasis deliciosos del poeta» (100). De hecho, al revisar las actas de la Sociedad, llama la atención la variedad de materias que se tratan en las sesiones. Francisco Bilbao lee un trabajo sobre sicología y soberanía popular; Juan, hijo de Andrés Bello, lee una obra de teatro y una descripción geográfica de Egipto; Santiago Lindsay recita poemas patrióticos, otro joven diserta sobre el espíritu feudal y aristocrático, y varias sesiones se dedican al análisis de las cualidades que debería tener un libro para la instrucción general del pueblo.


«La máquina de la felicidad».

Otro rasgo que comparten estos autores es la seriedad y solemnidad con que acometen la tarea intelectual. En La Aurora de Chile, primer periódico que se editó en el país y que dirigido por Camilo Henríquez publicó entre 1812 y 1813 un total de 62 ediciones, no hay ni un solo rasgo de humor, ni siquiera un guiño; el lenguaje es siempre solemne, formal, sentencioso, inflamado y grave. Por su parte, en la Sociedad Literaria de 1842 llama la atención la normatividad estricta de las sesiones. Está –según consignan las actas– expresamente prohibido fumar y ningún miembro puede salir a la calle durante las reuniones; hay –por reglamento– un fiscal que debe controlar la asistencia y sentarse siempre –también por reglamento– al lado izquierdo del Director.


Aurora de Chile, periódico ministerial y político. Tomo I, nº 3 (27 de febrero de 1812). Disponible en Memoria Chilena, Biblioteca Nacional de Chile <http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-70777.html. Accedido en 26/11/2018>.

Las actas de la Sociedad hacen pensar, más que en jóvenes románticos, en déspotas ilustrados. Por encima de lo anecdótico, los rasgos de solemnidad revelan, tanto en Camilo Henríquez como en los jóvenes de 1842, una determinada conciencia histórica. Se auto-perciben como artífices y cruzados en las batallas de la Independencia (el primero) y de la Civilización (los segundos). El hálito fundacional y la voluntad de construcción no dejan resquicios para el humor ni siquiera en la lectura. Francisco Bilbao afirmaba muy orondo que

El Quijote no había conseguido hacerlo reír ni una sola vez. No hay espacio ni para el irracionalismo, ni para el vuelco emotivo personal. Y si hay emotividad, esta es colectiva y se manifiesta en la actitud mesiánica y voluntarista con que perciben la tarea de educar el espíritu para modificar la sociedad. Vicuña Mackenna, en sus crónicas, recuerda a Bilbao en una calle barrosa presidiendo a un grupo de jóvenes en procesión, llevando, como iluminado, un árbol de la libertad hecho de mostacillas.

Son antecedentes que revelan una vivencia compartida y una escenificación colectiva del tiempo histórico nacional. Hablamos de escenificación porque esta vivencia implica una teatralización del tiempo histórico y de la memoria común. Escenificar el tiempo en el sentido de que se establecen relaciones de anterioridad (con un «ayer» colonial que se perfila como un lastre, como un pasado que hay que dejar atrás y superar) relaciones de simultaneidad (con un «hoy» o presente que se inicia con la Independencia y desde cuyo ángulo se adopta un punto de vista) y relaciones de posterioridad (con un «mañana» de connotaciones teleológicas, constructivistas o utópicas). Desde una escenificación de la temporalidad se establece un relato, o un metarrelato, una narración y códigos compartidos que implican y animan toda índole de discursos. En el caso de las figuras que hemos mencionado, se trata de una vivencia colectiva del tiempo histórico en clave de fundación, dentro de una concepción profana del tiempo. Es el tiempo del nacimiento de la nación, del corte con un «antes», un tiempo que perfila un «ayer» hispánico y un Ancien régime que se rechaza y que se considera como residuo de un pasado al que cabe borrar o, cuando menos, «regenerar». Frente a ese «ayer» se alza un «hoy» que exige emanciparse de ese mundo tronchado, en función de un «mañana» que gracias a la educación, a las virtudes cívicas, a la libertad y al progreso está llamado a ser –como se decía entonces– «luminoso y feliz». Corresponde a un ideario republicano y liberal que a comienzos del siglo XIX representaba una dirección cultural minoritaria cuyo agente era la élite letrada criolla. Se trata, en el momento de la Independencia, de una utopía que responde a una concepción de la historia, pero de una utopía que en el momento de la Independencia puede considerarse como una «verdad prematura», puesto que en el curso del siglo esa dirección cultural irá paulatinamente convirtiéndose en hegemónica –en función de los intereses de la élite (pero beneficiando también a las capas medias)–, proyectándose con extraordinaria vehemencia a través de diarios, revistas, historiografía, tratados de jurisprudencia, discursos políticos, logias masónicas, clubes de reformas, novelas, piezas de teatro, estado docente y hasta moda y actitudes vitales. Como señala un filósofo italiano, «[…] cada concepción de la historia va siempre acompañada por una determinada experiencia del tiempo que está implícita en ella y que la condiciona. Del mismo modo, cada cultura es ante todo una determinada experiencia del tiempo y no es posible una nueva cultura sin una modificación de esa experiencia» (Agamben: 131). Vivencias temporales distintas articulan distintos sistemas de representación literaria, y los modos como las sociedades memorizan y conservan el pasado.

La paulatina hegemonía que esta constelación va a ejercer sobre la élite y la sociedad chilena, y su tensión con la visión ultramontana y conservadora (que se afincó en «el peso de la noche» y en el sustrato hispano-católico), dominan casi todo el espacio intelectual visible del siglo XIX y muy especialmente hasta 1880. Las figuras ilustradas que hemos mencionado son, con sus luces y sus sombras, la base de este edificio.

El pensamiento y los escritos de Camilo Henríquez, de Manuel de Salas, de Juan Egaña, en fin, de todos los que participaron en la Independencia, está permeado –con matices de diferencia– por esta escenificación del tiempo fundacional. También lo está el pensamiento y la literatura de la generación de 1842, de Lastarria, de Vicuña Mackenna y otros. No es casual que las primeras publicaciones periódicas del Chile independiente utilicen casi siempre títulos como Aurora, El despertar o El crepúsculo, o que la mayoría de los escritos de estos autores recurran con frecuencia a dos sistemas metafóricos o analógicos de hálito fundacional: el lumínico y el vegetal. Los escritos de prensa y ensayos que Camilo Henríquez califica de «luminosos» son escritos que están plagados de «rayos», «chispas», «relámpagos», «aurora», «luz», «oscuridad», «resplandecer» y «porvenir brillante»; se trata de un campo metafórico en que el sol y la luz –que vivifican lo lumínico– simbolizan la libertad y la razón, escenificando un «ayer» oscuro. Por otra parte, la larga serie de sustantivos, verbos y adjetivos del repertorio metafórico vegetal a los que se recurre («semilla», «raíces», «tronco», «plantar», «crecer», «sembrar», «florecer», «cultivar», «follaje», «brotes», «botón», «ramas», «flores», frutos», etc.) obedece a una concepción teleológica del decurso histórico y del progreso. La humanidad, entonces, es percibida con la metáfora del árbol, de un árbol que podrá –con la independencia y la libertad– desarrollarse hasta la plenitud de sus posibilidades, hasta dar «frutos». Se busca, en todos los órdenes, escenificar un tiempo nuevo, reinventar una identidad nacional alejada del pasado español. Construir lo chileno con base en la negación del legado hispánico. Ello se manifiesta en el ensayo histórico y en el periodismo de ideas, pero también, como veremos, en textos literarios como El Mendigo (1843) de José Victorino Lastarria. Desde esta perspectiva, la historia intelectual del siglo XIX pone en discusión, a nuestro juicio, afirmaciones de autores como Luis Mizón, quien señala que «la mentalidad autoritaria, herencia colonial de la Ilustración católica, regalista con influencia galicana y utilitaria, es más importante en la Independencia y en todo el siglo XIX que el enciclopedismo ateo» (32).

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