Kitabı oku: «Historia crítica de la literatura chilena», sayfa 3
Desfase entre el ideal y la realidad
Hasta aquí nos hemos movido en el plano de las ideas, del deber ser, en el ámbito de un constructivismo utópico de cuño ilustrado. ¿Pero qué pasaba en la realidad con los libros y la lectura? ¿Con la educación? ¿Con la República de facto? Fuente importante son los testimonios de los viajeros, de personajes como John Miers, el botánico e ingeniero inglés que visitó Chile e Hispanoamérica entre 1818 y 1819, o de Alexander Caldcleuhg, que estuvo en el país en los mismos años que Miers, o de María Graham, la escritora y viajera británica que llegó a Valparaíso en 1822.
John Miers, refiriéndose al conocimiento y manejo del español en la sociedad chilena de la época, observa que «el idioma practicado usualmente entre los chilenos está lejos del límpido castellano». Luego de señalar que el idioma español es uno de los de mayor riqueza léxica y expresiva entre las lenguas modernas, Miers nos dice que «el de los chilenos», en cambio, «[…] es pobre y ramplón, agudizado por una intolerable pronunciación nasal y una carencia de vocabulario escasamente suficiente para expresar sus limitadas ideas». Agrega luego:
Algunos con quienes me he reunido no tienen remota idea de geografía, o incluso de la topografía de su propio país; son ignorantes sobre la ubicación relativa de los diferentes Estados de la América hispana, como lo son también respecto a otras partes del mundo. Muchos, entre las personas más cultas de las clases acomodadas, me han inquirido si Inglaterra está en Londres, o si Londres en Inglaterra, o si la India está cerca de ella y otras preguntas similares. He encontrado la misma ignorancia entre letrados y doctores sabios de la ley. Puede decirse –concluye– que la formación cultural (humanista) existe escasamente entre ellos (cit. en Piwonka: 180).
Respecto a la educación, le llama poderosamente la atención que al mejor colegio de Santiago, con capacidad para más de 300, sólo llegan 120 alumnos. Se refiere a la Academia San Luis, heredera del Convictorio Carolingio de los jesuitas, a la que acudían los hijos de los hacendados y de los comerciantes más poderosos. Refiriéndose al Instituto Nacional de Santiago, señala que allí «se enseña gramática, latín y aritmética; se inician en los principios de la teología y la filosofía; la aritmética se lleva escasamente más allá de la instrucción en las cuatro reglas elementales; y la filosofía enseñada… no es más que una serie de dogmas ininteligibles e inútiles» (181).
Con respecto a la lectura y los libros, su testimonio es lapidario: «El egoísmo y petulancia de los chilenos es proporcional a su ignorancia […] es un orgullo no requerir del conocimiento de libros; de hecho, tienen escasamente algunos y en ocasiones no pueden soportar el problema de leer aquellos que poseen» (181). Se está refiriendo a la élite letrada y a los patriarcas de la oligarquía local. «Recuerdo –agrega– que el presidente del Senado, un hombre respetado por sus compatriotas, una voz autorizada y escuchada, alardeaba de no haber examinado un libro durante 30 años», mientras otro funcionario principal del gobierno, quien se jacta de ser «un hombre culto y erudito», con «inmodestia similar» insinúa que «para él el conocimiento extraído de los libros» resulta «innecesario». «Por consiguiente –concluye–, los libros son entre ellos muy escasos» (181).
Como extranjero que traía libros entre sus pertenencias, su testimonio con respecto a la censura es elocuente: «ningún libro era permitido sin estar visado por algún funcionario de la aduana, ni inclusive enviarse de Valparaíso a Santiago sin el examen más estricto, con el propósito de prevenir la introducción de cualquier trabajo que tendiese al […] conocimiento herético […] se ordenó que cada libro ofensivo fuera destruido» (181). Estas prohibiciones, señala finalmente, sólo afectan a los extranjeros, puesto que, como los chilenos no tienen ningún placer en leer, no vale la pena importar libros, ya que no producen utilidades.
Podría pensarse que se trata –en el caso del ingeniero y botánico inglés– de un testimonio sesgado, debido a que fracasó en sus proyectos mineros. Hay, sin embargo, otros testimonios que corroboran lo relatado por Miers. La viajera y escritora inglesa María Graham donó a la Biblioteca Nacional en 1823, cuando abandonó el país, una cantidad importante de libros que quedaron apilados y sólo muchos años después fueron incorporados a la colección de la Biblioteca. La donante ni siquiera recibió una nota de agradecimiento. Alexander Caldcleugh, viajero inglés que estuvo en Chile en los mismos años que Miers, aunque menciona algunas bibliotecas particulares de importancia como la de Manuel de Salas, ratifica –con tintas más moderadas– algunas de las observaciones de Miers. Andrés Bello, en 1829, recién llegado al país, en una carta que da cuenta de sus primeras impresiones sobre la vida cultural, expresa «cierto desencanto»: «La poesía –dice– no tiene aquí muchos admiradores» y «El Mercurio chileno», periódico que califica de excelente, «no tiene quizás sesenta lectores en todo el territorio de la República» (cit. en Mellafe: s/p). Vicuña Mackenna se quejó más de una vez en la prensa debido a que los libros se vendían en Santiago en almacenes, entre papas, sebo, géneros y aceite, lo que era una afrenta para una mentalidad ilustrada.
Salta a la vista, a partir de estos testimonios, la disparidad entre, por una parte, la situación de la cultura letrada en los años posteriores a la Independencia, y, por otra, el ánimo y las preconcepciones de la comunidad de lectores ilustrados en sus alcances utópicos y constructivistas, con propuestas de un canon para la nueva nación. Se hace visible la conjunción de un pensamiento moderno con una sociedad arcaica, el desfase que media entre el proyecto de modernización republicano y liberal y la realidad cultural existente. Se trata de una disociación que abre un viejo tema de la élite en América Latina, el de la pugna entre los hombres montados a caballo en ideas y los hombres montados a caballo en la realidad, contienda que, como ha señalado Elias Palti, no se trata de la oposición entre ideas y realidad, sino entre dos discursos opuestos o entre visiones diversas de la realidad (2007).
Desde antes de la Independencia y durante todo el siglo XIX, esta polaridad fue abordada por políticos e intelectuales hispanoamericanos, y lo fue básicamente en torno a tres órdenes de argumentos que se hicieron presente en la prensa, en la correspondencia y en la historiografía de la época. La primera es la postura «autoritaria», que se opone a todo cambio que altere el statu quo y las condiciones orgánicas de la vida socio-económica (a las que, por ende, congela). Esta postura se expresa bien en una carta que escribió Diego Portales desde Lima a su socio José Manuel Cea, en 1822: «La democracia que tanto pregonan las luces es un absurdo en países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud […] para establecer una verdadera República» (cit. en Silva Castro: 15). Sugiere luego el tipo de gobierno que hay que adoptar: «un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo» y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden. La segunda es una postura de «mediación» y de posibilismo, que busca establecer puentes y regular la temperatura ideológica de las ideas políticas modernas. Por ejemplo, Simón Bolívar en su Carta de Jamaica, de 1815, aboga persuasivamente no por la adopción ipso facto de una forma de gobierno acorde a las ideas modernas, ni por una que petrifique lo existente, sino por la que fuese más posible de acuerdo a la acomodación de los ideales republicanos con la realidad geográfica, social y política de ese momento. También Andrés Bello ejerció una mediación de esta índole con respecto a las ideas y al quehacer intelectual de la generación de 1842, permitiendo la continuidad del pensamiento de los jóvenes liberales en un contexto portaliano que les era adverso. En su magisterio intelectual, Bello colaboró con borrar las diferencias causadas por la Independencia y por las sucesivas confrontaciones entre liberales y conservadores, al comienzo y al final del gobierno de Montt. La tercera postura es la de aquellos que se instalan de modo «intransigente» en las ideas y doctrinas modernas, postura que encarna José Victorino Lastarria cuando fustiga las concesiones doctrinarias, la política que él llama «de la madre rusa», de esa madre que sorprendida en las estepas por una manada de lobos fue arrojando a sus pequeños, uno tras otro, tratando inútilmente de saciar a los lobos, hasta que cayó ella misma devorada. «Esa es la política –decía– de los sacrificios inútiles […] No, no debemos abandonar nunca la lógica y la integridad de las doctrinas» (cit. en Orrego Luco: 12). En definitiva: ¡Que se salve la libertad… aunque perezca el mundo!
Si bien las «bellas letras» no son un mero reflejo de las alternativas del pensamiento, la literatura de la Independencia a lo largo del siglo irá dando curso a la independencia de la literatura, a la par de esta dialéctica entre las ideas y la sociedad. Desde las fricciones, flujos e intersticios entre lo moderno y lo arcaico, y de los sustratos sociales e ideológicos que nutren y sustentan estas refriegas, se irá conformando el imaginario literario de Alberto Blest Gana, la figura más destacada de la literatura chilena del siglo XIX. Piénsese, por ejemplo, en su obra Martín Rivas (1862), en las figuras de Don Dámaso Encina (que representa el sustrato convencional hispano-católico), en el personaje Martín Rivas (que es la figura de la mediación en la perspectiva de la construcción de la nación) y en Rafael San Luis (que encarna la voz de la intransigencia liberal y romántica).
El tránsito de la literatura de la Independencia a la independencia de la literatura se hace sobre todo patente en la segunda mitad del siglo XIX. Por una parte, con fenómenos como el paso de la lectura colectiva a la lectura individual, con la presencia creciente de lectoras y también de mujeres que escriben y se incorporan al campo literario, y, hacia fin de siglo, con el modernismo y una poesía que se rebela contra el eterno «Canto a Junín», además de una narrativa que se apropia del naturalismo y que desde ese parámetro se hace cargo de la decadencia de la oligarquía e incorpora poco a poco nuevos sectores sociales y ámbitos al imaginario literario. Paralelamente, se da una profesionalización del escritor que deja ya de ser un personaje polifacético y se distancia de concepciones instrumentales de la literatura para valorarla en su especificidad.
Obras citadas
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Henríquez, Camilo. «Prospecto». Aurora de Chile. Santiago: Febrero de 1812.
--------------------------. «Uno de los muchos modos…». Aurora de Chile. Santiago: 19 de marzo de 1812.
--------------------------. «Es preciso ilustrar al pueblo». Aurora de Chile. Santiago: 7 mayo de 1812.
--------------------------. «Del plan de organización del Instituto Nacional de Chile, escuela central y normal para la difusión y adelantamiento de los conocimientos útiles». Aurora de Chile. Santiago: 25 de junio de 1812.
Hernández, Roberto. Los primeros pasos del arte tipográfico en Chile y especialmente en Valparaíso. Camilo Henríquez y la publicación de la Aurora en Chile. Valparaíso: Victoria, 1930.
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Mellafe, Rolando. Historia de la Universidad de Chile. Santiago: Universidad de Chile, 1992.
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Palti, Elías. El tiempo y la política. Buenos Aires: 2007.
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Poblete, Juan. Literatura chilena del siglo XIX: entre públicos lectores y figuras autorales. Santiago: Cuarto Propio, 2003.
Silva Castro, Raúl. Ideas y confesiones de Portales. Santiago: Del Pacífico, 1954.
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Subercaseaux, Bernanrdo. Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Tomo I. Santiago: Universitaria, 2011.
1 Idea que aparece en el «Discurso» de 1842 y que Lastarria repite en Investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile. Santiago: 1844.
Camilo Henríquez
José Leandro Urbina
Más que un escritor en sentido moderno, Camilo Henríquez González (1769-1825) fue un «hombre de letras», un destacado portavoz de la revolución americana del siglo XIX. Fray Camilo Henríquez, nacido en la ciudad de Valdivia el 20 de julio de 1769, fue hijo del capitán español don Félix Henríquez y Santillán (1745-1798) y de doña Rosa González y Castro (1747-1798). Mayor de otros tres hermanos, dos hombres –uno muerto en la infancia y el otro, al parecer, en el sitio de Rancagua– y una mujer, doña Melchora.
Sus padres lo enviaron a Santiago a los nueve años y luego, en 1784, a estudiar a Lima bajo la tutela de su tío Juan Nepomuceno González. Allí ingresó a la orden de los Ministros de los Enfermos Agonizantes de San Camilo de Lelis (o «de la Buena Muerte»). Fue alumno de fray Isidoro de Celis, profesor sobresaliente, gran propagandista de la razón y la ciencia, así como del teólogo chileno fray Ignacio Pinuer. Se incorporó al noviciado en 1787 y profesó como sacerdote el 28 de enero de 1790.
Pero en Lima no todo funcionó de manera ideal para este joven inquieto. A pesar de que el ambiente intelectual del virreinato favorecía el esfuerzo autodidacta por acrecentar su formación, las lecturas «excomulgadas» de los escritores ilustrados del siglo XVIII le acarrearían problemas con la Inquisición.
Según Silva Castro: «Todos sus biógrafos repiten que Camilo Henríquez fue perseguido por la Inquisición en 1809, acusado de un delito que no se conoce» (6).
José Toribio Medina, en su libro sobre la Inquisición en Chile, afirma que fray Camilo estuvo tres veces preso; una en el año 1796, la segunda en 1802 y finalmente en 1809. Sobre esta última detención, Luis Montt sostiene que los problemas se debieron, como hemos dicho, a su lectura de libros heréticos en los que aprendió de política: «Hacíalo este último estudio en los libros de Rousseau y otros autores franceses que, aunque prohibidos en los dominios españoles, eran los que podían darle nociones más exactas y verdaderas» (24). Y sobre la detención de éste añade: «No demoró mucho el Santo Oficio en mandar a sus alguaciles a la celda del fraile que se le presentaba como reo. Se encontraron en ella efectivamente algunos libros excomulgados» (24).
Tal vez esta experiencia, en cierta medida traumática, ayudó a producir la notable aversión a la tiranía, el oscurantismo y la superstición que reflejan sus escritos. Pero, sin duda, fue su encuentro directo con la represión política el que hizo cristalizar las ideas y sentimientos que darán dirección a su futuro accionar.
Para ahorrarle sinsabores, su orden lo envía en «comisión» a Quito, lo que puede considerarse como una forma de destierro. Este episodio marcará de manera definitiva su visión sobre el destino americano bajo el régimen imperial español. En esa ciudad presenciaría los esfuerzos de los patriotas ecuatorianos por instalar una primera junta de gobierno en 1809 y el castigo despiadado que en 1810 infligieron las fuerzas realistas a ese movimiento. Dadas estas circunstancias, fray Camilo considera irse a un convento en el Alto Perú, pero termina volviendo a Chile en 1811 donde se involucra vigorosamente en la política local. En 1817, recordando aquellos días, escribe entusiasta en El Censor de Buenos Aires: «Hallé a mis paisanos comprometidos y con dulces esperanzas de ser libres y dichosos. Ellos me abrieron los brazos y me colmaron a porfía de bondades y honores. Me hicieron después escribir una proclama a los pueblos, que estaban para elegir representantes para su Congreso Nacional» (Antología: 14).
En Camilo Henríquez se funden el hombre de acción y el intelectual ilustrado. Toda su labor estará destinada a la promoción y legitimación de la causa independentista. Es por eso que en enero de 1811, cuando la Junta de Gobierno busca convocar a un Congreso para traspasar la autoridad que se le había delegado el 18 de septiembre del año anterior, Henríquez se unirá a este proceso con su Proclama de Quirino Lemachez en la que hace un llamado a votar por representantes dignos de la gran causa americana y también capaces de declarar en última instancia la independencia de Chile. La Proclama contiene casi todos los rasgos de la escritura del fraile: sus afirmaciones imperativas, la confusión entre anhelos y realidades, su desiderata y su sentido de urgencia. De cualquier manera, dicho texto termina por anclarlo en el país, pues como él mismo escribirá más tarde en El Censor de Buenos Aires en septiembre de 1817:
Los enemigos secretos remitieron aquella proclama y una acusación vehemente contra mí, al virrey Abascal. Enseguida, el señor Blanco insertó en su apreciable periódico de Londres dicha proclama. Por todo esto, no me fue ya posible trasladarme al Perú. Ni era decente, ni era conforme a mis sentimientos y principios que yo no ayudase a mis paisanos en la prosecución y defensa de la causa más ilustre que ha visto el mundo (Antología: 14).
Su labor de propagandista, en torno a ciertos tópicos característicos del republicanismo, lo sitúa sin duda como detentador de las posiciones políticas más progresistas. A su incansable labor se debe el primer diario chileno, la Aurora de Chile, cuyo primer número apareció el 13 de febrero de 1812. En abril del año siguiente fundará El Monitor Araucano, sucesor de la Aurora, y donde escribe usando los seudónimos de Quirino Lemachez y Patricio Leal. Hablaba un francés correcto y, para servir mejor al periodismo, en «poco más de un mes» aprendió el inglés. Asimismo, fundó El Mercurio de Chile en 1822 y al año siguiente El Nuevo Corresponsal. Exiliado en la capital argentina fue redactor de La Gaceta, de El Censor y del Diario de la Convención de Chile, ya en 1822.
Sus obras literarias son obras de propaganda, en las que la preocupación estética es marginal. El carácter pedagógico de la escritura de Henríquez es un rasgo que no puede ser pasado por alto. Todo artículo, todo discurso salido de su pluma tiene como centro el propósito didáctico. El pueblo debe ser informado, debe ser educado en el conocimiento de la libertad.
Es por eso que, para hacer justicia a fray Camilo como figura literaria, habría que considerar más bien los trabajos en la Aurora de Chile como su obra representativa. Artículos, proclamas y ensayos vigorosos, influidos por la temprana estética romántica que los cargaba de grandilocuencia, son sin duda literatura de función didáctica. Su concepción de la poesía lo dice todo: «La poesía es un arte divino cuando reviste con sus gracias las verdades útiles; cuando truena sobre el crimen; cuando nos inspira sentimientos de virtud, dignidad y libertad, valiéndose del dulce imperio que ejerce sobre nuestros ánimos» (cit. en Silva Castro: 56).
En noviembre de 1811, recibida una imprenta completa desde Estados Unidos, el gobierno de Chile ordenó comprarla con fondos del Estado y la trasladó a Santiago instalándola en el edificio de la Universidad de San Felipe. Se pagó por ella 8.000 pesos. Un decreto de enero de 1812 nombra como redactor a Camilo Henríquez con la misión de ilustrar al pueblo.
El primer número de la Aurora de Chile, periódico ministerial y político, apareció el 13 de febrero de 1812. Antes había aparecido el «Prospecto» en el que Henríquez anuncia la aparición del periódico con el evidente entusiasmo del que conoce la potencia de la herramienta que tiene en sus manos. Aunque fray Camilo hable aquí de ilustración, esta noción agrupa sin duda todo lo relativo a la educación, la política, la justicia y la libertad. Ellas configuran el camino que conduce a la independencia, la autonomía y, finalmente, a la realización de la comunidad y el individuo.
Debemos advertir que muchos de los artículos publicados en la Aurora de Chile han sido criticados por sus «generalizaciones inocuas y a veces simplemente vacías de sentido», según Silva Castro (58). Pero hay que insistir en la semi-solitaria labor de este ideólogo de la Revolución Emancipadora, en su esfuerzo por introducir todo un léxico nuevo y muy ajeno a las aspiraciones políticas y los sentimientos de lo que Vicuña Cifuentes, citado por Silva Castro, llama «la parte timorata de la población» (18), así como a los reaccionarios realistas, apodados despectivamente «los sarracenos», a quienes fray Camilo calificaría de «tontos» en su artículo «Diversos grupos de sarracenos» (Antología: 197).
La enorme batalla contra la ignorancia, una especie de prédica en el desierto, con todos los matices del caso, produce lógicamente esa serie de estrategias discursivas no siempre muy coherentes y muchas veces notablemente marcadas por el «desaliento». Se ha criticado también su lenguaje rimbombante, pomposo, impregnado de retórica romántica, pero no se puede ignorar que ese era el tipo de lenguaje en que muchos en su época expresaban las pasiones políticas y en el que la energía revolucionaria se hacía manifiesta. Creemos que en este caso, más que un juicio sobre la originalidad de sus ideas y sus usos retóricos, es necesaria una evaluación temática para poner en perspectiva los problemas que Henríquez detectó en la sociedad chilena, algunos de los cuales siguen teniendo vigencia hasta nuestros días.
Además de su conocida tarea de periodista, hay que destacar que fray Camilo sirvió a la Patria Vieja en varios cargos políticos concretos: fue senador entre 1812 y 1814 y presidente del Senado en 1813. Sin ser un parlamentario demasiado activo, participó de manera importante en la creación del Reglamento Constitucional Provisorio de 1812, escrito con la ayuda de Joel R. Poinsett, primer cónsul general de los Estados Unidos en Chile, y luego en un reglamento de protección de los pueblos indígenas, el cual, según Amunátegui: «quedó solamente en el papel sin llegar a encarnarse en los hechos, a causa de las perturbaciones de la política y de las peripecias de la guerra» (114).
Durante su primera estancia en Chile publica en el Semanario Republicano y en el Monitor Araucano sus letrillas satíricas, algunas con seudónimo, entre las que se cuentan: La procesión de los lesos, La faramalla y Los morrones. Luego publicaría en Buenos Aires, donde había organizado la Sociedad del Buen Gusto del Teatro, algunas reflexiones sobre este arte y Camila o la patriota de Sud América, publicada en 1817 pero nunca representada. La inocencia en el asilo de las virtudes fue su segunda obra pero tampoco se publicó. La verdad es que en materia de literatura fray Camilo no dejó marcas duraderas. Para él, la actividad teatral proporcionaba un espacio donde dar continuación a la instrucción política, pues de otra manera aquella se convertía en una recreación fútil. En un artículo titulado «Del entusiasmo revolucionario», aparecido en La Aurora del 10 de septiembre de 1812, había establecido que: «Yo considero al teatro únicamente como una escuela pública y bajo este respecto es innegable que la dramática es un gran instrumento en las manos de la política» (Antología: 157).
Será Osorio, habiendo derrotado a los ejércitos patriotas desgastados en rencillas entre sus principales caudillos, O’Higgins y los Carrera, quien pondrá fin a la Patria Vieja en la Batalla o Desastre de Rancagua el primero y 2 de octubre de 1814. Cuando el 5 de octubre Osorio y las huestes realistas hacen su entrada triunfante en Santiago, se está produciendo ya la fuga masiva de patriotas hacia la Argentina. Para el 19 de octubre, más de dos mil refugiados habían cruzado hacia Mendoza. Muchos de ellos fueron incorporados al Ejército argentino y formarían la base del Ejército libertador. Otros, que como fray Camilo habían participado en la batalla desde el campo intelectual y político y que estaban expuestos a castigos severos, seguirían su camino hasta Buenos Aires para iniciar allí sus vidas de exiliados.
Fray Camilo vivió modestamente a su llegada a Buenos Aires, padeciendo algunas estrecheces económicas. Se dedicó entonces al estudio de las matemáticas y la medicina. Pero no demoraría mucho en estar de vuelta en las labores periodísticas y en más de un frente. Su colaboración a partir de abril de 1815 en la redacción de La Gaceta de Buenos Aires lo obligaba, además, a producir una sección mensual titulada «Observaciones acerca de algunos asuntos útiles». Estos trabajos se los había conseguido don Diego Antonio Barros, un chileno avecindado en esa ciudad que admiraba la inteligencia de Henríquez y decidió ayudarle a encontrar un trabajo a la altura de sus méritos. Sin embargo, el empleo no duró mucho. Por contrato, Henríquez estaba obligado a defender en una publicación lo que había atacado en la otra. Su artículo, contra ciertas medidas de gobierno, debía ser desdicho en La Gaceta. No pudo. Los problemas de conciencia que le ocasionaba la modalidad de trabajo que le imponían estos dos medios hicieron que fray Camilo dejara de escribir para ellos en 1815, después de ocho meses.
Vuelve a sus estudios, termina los de medicina sin llegar a practicarla y se dedica con entusiasmo a las matemáticas, pero la pobreza no lo abandona. El 13 de febrero de 1817, Juan de Alagón y el doctor Félix Ignacio Frías, como secretario, firmarán la carta donde el cabildo de Buenos Aires le ofrece a Camilo Henríquez el puesto de redactor en la publicación semanal de El Censor, periódico oficial del cabildo. Agradecido, lo redactará semanalmente desde febrero de 1817 hasta julio de 1818.
Empero, su delicado estado de salud terminó alejándolo definitivamente de este oficio. Sólo reaparecerá en 1821 colaborando con artículos sobre ciencia en El Curioso, por el breve tiempo que duró el periódico fundado por Juan Crisóstomo Lafinur, con quien mantendría una amistad que duró hasta la muerte de éste en Chile.
Las ideas de fray Camilo no fueron siempre consistentes. En el exilio escribió un ensayo que merece nuestra atención y que fue, al parecer, ordenado por el jefe de gobierno Carlos María de Alvear, partidario de un protectorado de Inglaterra. Este ensayo, escrito como informe, lo tituló «Ensayo acerca de las causas de los sucesos desastrosos de Chile». Fue rescatado por Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui desde «esa especie de limbo que se denomina Biblioteca Nacional», según los autores, y publicado en 1854. En este documento fray Camilo se retracta de sus anteriores discursos republicanos y revolucionarios, momentáneamente influido por las ideas de monarquía constitucional que sostenían, entre otros, Belgrano, San Martín y Rivadavia. Hablamos de influencia pasajera, ya que, al volver a Chile invitado por O’Higgins en 1821, retomará su ideario republicano. Raúl Silva Castro interpreta este documento como «una biliosa reacción motivada por el desastre de Rancagua» (191).
En febrero de 1822, fray Camilo viaja de regreso a Chile. O’Higgins lo había nombrado con anterioridad «Capellán de Ejército del Estado Mayor General» y luego recibirá nuevos nombramientos y honores. Los temores que lo retuvieron en Argentina, basados en su estrecha relación con José Miguel Carrera, habían sido aplacados. En adelante se dedicará a una serie de tareas entre las que se contaban el ser director de la Biblioteca Nacional, reemplazando a Manuel de Salas, y una vuelta al periodismo como redactor de la Gaceta Ministerial. Posteriormente se encarga de un boletín al cual bautizó como Mercurio de Chile y que tendría como función realizar el catastro del país. De su iniciativa nace también el Diario de la convención de Chile, dedicado a la publicación de documentos oficiales. También funda El nuevo Corresponsal, donde cuenta con la ayuda de su amigo el poeta Lafinur como redactor.
Pero más tareas le esperaban. En 1823 Chiloé y Copiapó lo eligen diputado suplente y ese mismo año se le designa como oficial mayor del Departamento de Relaciones Exteriores. Sin embargo, no podrá ejercer en este cargo, ya que el peso de sus obligaciones afecta su frágil salud. Cuenta Luis Montt: «La lucha también lo había debilitado. Había combatido contra las preocupaciones políticas, sociales y religiosas de una sociedad profundamente atrasada y fanática» (123).
Se encuentra agobiado por la multiplicidad de ofertas y deberes que la nueva nación obviamente le impone. Un país carente de hombres con una formación adecuada para sobrellevar las tareas del Estado, necesitaba explotar al máximo los recursos humanos disponibles. Unos pocos tenían que cubrir una enormidad de tareas y entre esos pocos estaba fray Camilo.