Kitabı oku: «Antes De Que Peque », sayfa 3

Yazı tipi:

CAPÍTULO CUATRO

Después de dejar a Ellington en el aparcamiento subterráneo de las oficinas del FBI (y de un beso rápido pero apasionado antes de que se marchara), Mackenzie se puso en camino hacia la Iglesia Católica del Sagrado Corazón. No esperaba encontrar gran cosa, así que no se sintió decepcionada cuando se encontró precisamente con eso.

Habían sustituido el portón de entrada, pero tenía el aspecto de una réplica exacta del que ya había visto en las fotos de la escena del crimen. Ascendió por las escaleras, que eran mucho más lujosas y ornamentadas que las que había en Cornerstone, hasta el nuevo portal. Entonces se dio la vuelta y observó la calle. No pudo evitar preguntarse si había algún tipo de simbolismo en el hecho de que hubieran clavado a los hombres en el portal principal.

Quizá se supone que están mirando hacia algo en particular, pensó Mackenzie. No obstante, lo único que veía eran coches aparcados, unos cuantos peatones, y señales de tráfico.

Miró a sus pies y a lo largo de los bordes del marco del portón. Había pequeñas formas amasadas que podían ser cualquier cosa. No obstante, ya había visto este color con anterioridad—el color de la sangre una vez se secaba en el hormigón pálido.

Volvió a mirar hacia las escaleras e intentó imaginarse a un hombre subiendo un cadáver por ellas. Sin duda alguna, sería todo un esfuerzo. Por supuesto, no sabía si Costas ya estaba muerto cuando le habían clavado en el portón, aunque parecía ser la probabilidad que estaban manejando.

Mientras estaba de pie junto al portón doble y echaba un vistazo a su alrededor, repasó los hechos que conocía gracias a los informes. Aquí se utilizaron el mismo tipo de puntas que se emplearon en la escena de Tuttle. La única herida en común entre los dos cadáveres era un enorme corte que recorría toda su frente—quizá como una alusión a la corona de espinas de Jesucristo.

Era difícil de imaginar una visión tan dantesca en la escalinata donde se encontraba de pie. Por lo general, la gente no solía pensar en muerte y sangre cuando estaban frente a las puertas de una iglesia.

Y quizá sea ese el motivo. Quizá esa sea una conexión con la motivación del asesino.

Sintiendo que quizá esa fuera una buena idea, Mackenzie bajó de nuevo por las escaleras hasta la calle. Le resultaba extraño moverse a este ritmo sin tener a Ellington a su lado, pero para cuando estuvo dentro del coche y en movimiento, su mente estaba solamente enfocada en el caso.

***

Por segunda vez ese día, Mackenzie se encontraba entrando a una casa abarrotada. El padre Costas había vivido en una casa agradable, una casa de dos pisos junto a los límites de la zona central. Salió a recibirle una mujer que se presentó como un miembro de la parroquia del Sagrado Corazón. Llevó a Mackenzie hasta una especie de despacho, donde le pidió que esperara un momento.

En cuestión de segundos, una mujer mayor entró a la sala. Parecía agotada y profundamente entristecida al sentarse en una butaca al otro lado del asiento donde estaba sentada Mackenzie en un sofá ornamentado.

“Lamento molestarla,” dijo Mackenzie. “No tenía ni idea de que tuviera tanta compañía en su casa.”

“Sí, yo tampoco tenía ni idea,” dijo la mujer. “Pero el funeral tiene lugar esta noche y hay toda esta gente que han llegado de todas partes. Familiares, conocidos, seres queridos de la iglesia.” Entonces sonrió con aspecto adormilado y añadió: “Me llamo Nancy Allensworth, soy la secretaria de la parroquia. ¿Me han dicho que usted es del FBI?”

“Sí señora. A riesgo de disgustarla todavía más, le diré que encontraron otro cadáver esta mañana, con el mismo tratamiento que había recibido el padre Costas. Este era un reverendo de una pequeña iglesia presbiteriana cerca de Georgetown.”

Nancy Allensworth se llevó la mano a la boca en un gesto dramático que expresaba su sorpresa. “Dios mío,” dijo. Entonces, a través de lágrimas y dientes apretados, susurró, “¿Hasta dónde ha llegado este mundo cruel?”

Haciendo lo que podía por continuar con su investigación, Mackenzie siguió adelante. “Obviamente, como ha sucedido dos veces, tenemos razones para creer que podría suceder de nuevo, así que el tiempo apremia. Esperaba que pudiera responder a unas cuantas preguntas para mí.”

“Puedo intentarlo,” dijo, aunque estaba claro que estaba luchando para mantener a raya sus emociones.

“Como el Sagrado Corazón es una iglesia relativamente grande, me preguntaba si podría haber alguien en la congregación que hubiera contactado recientemente al padre Costas con alguna queja o agravio.”

“Que yo sepa, no. Pero ha de tener en cuenta que había mucha gente que se acercaba a él en confianza para confesar sus pecados o solucionar inquietudes espirituales en sus vidas.”

“¿Hay algo en particular durante el transcurso de los últimos años que se le ocurra pudiera haberle sentado mal a alguien? ¿Alguna cosa que pudiera molestar a alguien que quizá sentía reverencia por el padre Costas previamente?”

Nancy se miró las manos. Las estaba retorciendo con nerviosismo en su regazo, tratando de evitar que temblaran.

“Supongo que sí la hubo, pero sucedió antes de que empezara a trabajar aquí. Hubo una historia hace como diez años, un informe que sacó a la luz uno de los periódicos locales. Uno de los adolescentes que lideraban un grupo juvenil dijo que el padre Costas había abusado sexualmente de él. Fue muy explícito. Nunca hubo ninguna prueba de que fuera verdad y, para ser sinceros, no hay manera de que el padre Costas pudiera haber hecho algo así. Claro que, cuando una historia periodística como esa se propaga y tiene que ver con alguien dentro de la iglesia católica, se toma como si fuera una verdad incuestionable.”

“¿Cuáles fueron las consecuencias de esa historia?”

“Por lo que me contaron, recibió amenazas de muerte. El número de feligreses que acudía a la iglesia disminuyó en un quince por ciento. Empezó a recibir emails no solicitados llenos de pornografía homosexual.”

“¿Guardó alguno de esos emails?” preguntó Mackenzie.

“Durante un tiempo,” dijo Nancy. “Llamó a la policía al respecto, pero nunca fueron capaces de hacer ninguna conexión. Una vez estuvo claro que no había nada que se pudiera hacer al respecto, los borró de su cuenta. Yo nunca los vi personalmente.”

“¿Y qué hay del adolescente que realizó las acusaciones? Si nos pudiera dar un nombre, podríamos pasar a visitarle.”

Nancy sacudió la cabeza, con lágrimas corriéndole por el rostro. “Se acabó suicidando ese mismo año. Había una nota cerca del cadáver en la que confesaba que era gay. Resultó otro golpe para el padre Costas. Hizo que la historia pareciera todavía más probable.”

Mackenzie asintió, intentando pensar en cualquier otra vía de acceso. Sabía que, naturalmente, sería difícil obtener este tipo de información de una viuda de luto. Y cuando a esto se le añadía otro suceso pasado con un artículo periodístico que podía o no ser cierto, la cuestión se ponía mucho peor. Suponía que podía presionar en busca de más información sobre el joven que había presentado la queja y que había acabado suicidándose. Claro que también podía encontrar la información por su cuenta mientras dejaba que esta pobre mujer se preparara para el funeral del padre Costas.

“En fin, señora Allensworth, muchísimas gracias por su tiempo,” dijo Mackenzie, poniéndose en pie. “Le acompaño en el sentimiento.”

“Bendita seas, querida,” dijo Nancy. También se puso de pie y llevó a Mackenzie de regreso a través de la casa hasta la puerta principal.

En la puerta, Mackenzie le dio a Nancy una tarjeta de visita con su nombre y su número. “Entiendo que está pasando por un momento muy duro,” dijo Mackenzie. “Pero si hay cualquier cosa que se le ocurra en los próximos días, llámeme por teléfono.”

Nancy recibió la tarjeta sin decir ni una palabra y la deslizó dentro de su bolsillo. Entonces se dio la vuelta, luchando claramente con un ataque de lágrimas, y cerró la puerta.

Mackenzie se dirigió de vuelta a su coche, sacando su teléfono móvil. Marcó el número del agente Harrison, que le respondió al instante.

“¿Va todo bien?” le preguntó.

“Todavía no lo sé,” dijo Mackenzie. “¿Puedes hacerme un favor e investigar hace como unos diez años para ver qué puedes encontrar sobre el padre Costas respecto a unas alegaciones de abuso sexual por parte del líder de un grupo juvenil? Me gustaría tener tantos detalles sobre el caso como sea posible.”

“Claro. ¿Crees que puede haber una pista ahí?”

“No lo sé,” dijo ella. “Pero me parece que sin duda merece la pena investigar a un chico que dijo que había sido abusado sexualmente por un sacerdote al que han clavado en el portón de su iglesia.”

“Claro, parece buena idea,” dijo Harrison.

Terminó con la llamada, de nuevo acosada por imágenes del Asesino del Espantapájaros y Nebraska. Obviamente, ya había tratado con asesinos que atacaban desde un contexto religioso. Y algo que sabía sobre ellos era que podían ser impredecibles y muy determinados. No iba a arriesgarse en absoluto y, como consecuencia, no dejaría ningún detalle por investigar.

Y aun sí, mientras se montaba de nuevo en el coche, cayó en la cuenta de que un chico del que han abusado sexualmente parecía una pista bastante sólida. Además, si no fuera por él, lo único que tenía a su disposición era regresar a las oficinas del FBI y ver qué podía sonsacar de los archivos mientras esperaba a que el equipo forense encontrara alguna pista.

Y sabía que, si se quedaba sentada sin hacer nada, esperando a alguna apertura en el caso, el asesino podía estar ahí fuera planeando su siguiente movimiento.

CAPÍTULO CINCO

Eran las 3:08 en el salpicadero del coche cuando el sacerdote salió de la iglesia.

Observó al sacerdote a través del limpiaparabrisas desde la distancia. Sabía que era un hombre santo, su reputación era estelar y su parroquia había sido afortunada. Aun así, era bastante decepcionante. A veces pensaba que los hombres devotos deberían ser distinguidos del resto del mundo, para hacerlos más fáciles de identificar. Quizá como en esas antiguas pinturas religiosas donde se mostraba a Jesús con un gran círculo dorado alrededor de su cabeza.

Se echó a reír al pensar en esto mientras observaba cómo el sacerdote se reunía con otro hombre delante de un coche junto a la iglesia. El otro hombre era algún tipo de ayudante. Ya había visto antes a este ayudante, pero no estaba pendiente de él. Era uno de los últimos eslabones de la cadena de poder dentro de la iglesia.

No, a él le interesaba más el sacerdote principal.

Cerró los ojos mientras los dos hombres hablaban. En el silencio de su coche, se puso a rezar. Sabía que podía rezar en cualquier parte y que Dios le escucharía. Ya llevaba algún tiempo sabiendo que a Dios no le importaba donde estuvieras cuando rezabas o cuando confesabas tus pecados. No era necesario que estuvieras en algún edificio enorme y de decoración estridente. De hecho, la Biblia indicaba que esos aposentos tan elaborados eran una ofensa a Dios.

Cuando terminó con su oración, pensó en ese pasaje de las escrituras. Lo pronunció en voz alta, con voz lenta y áspera.

“Y cuando ores, no has de hacerlo como los hipócritas. Que a ellos les encanta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para que puedan ser vistos por los hombres.”

Volvió a mirar al sacerdote, que en este momento se alejaba del hombre y se dirigía hacia otro coche.

“Hipócrita,” dijo. Su voz albergaba una mezcla de tristeza y de malicia.

También sabía que la Biblia advertía sobre una plaga de falsos profetas en los tiempos finales. Esa era la razón de que, después de todo, se hubiera decidido a realizar su tarea actual. Los falsos profetas, los hombres que hablaban de glorificar a Dios mientras miraban con avaricia los platos de la recolecta mientras los pasaban alrededor de la congregación—los mismos que predicaban sobre santidad y pureza al tiempo que miraban a los jovencitos con ojos llenos de lujuria—eran los peores de todos. Eran peor que los traficantes de drogas y los asesinos. Eran peor que los violadores y los pervertidos más deplorables que había por las calles.

Todo el mundo lo sabía, aunque nadie hiciera nada acerca de ello.

Hasta ahora. Hasta que él había escuchado la voz de Dios hablándole, diciéndole que lo rectificara.

Era su tarea librar al mundo de estos falsos profetas. Era una tarea sangrienta, pero era la tarea de Dios. Y eso era todo lo que él necesitaba saber.

Volvió a mirar al sacerdote, metiéndose al coche y saliendo de la iglesia.

Después de un rato, tambien salió de su aparcamiento. No siguió al sacerdote demasiado de cerca, sino que le escoltó a una distancia segura.

Cuando llegó a un semáforo, apenas podía escuchar el ruido musical de su maletero mientras varias de sus puntas industriales tintineaban dentro de su caja.

CAPÍTULO SEIS

Ella está ascendiendo hacia la iglesia, y la luna de sangre proyecta la silueta de su cuerpo en el pavimento con el aspecto de un insecto estirado—una mantis religiosa o quizá un ciempiés. Suena una campana, una enorme campana por encima de la catedral, congregando a las gentes para que vengan a presentar su devoción y cantar sus alabanzas.

Sin embargo, Mackenzie no consigue entrar a la iglesia. Hay un grupo de gente en la escalinata frontal, congregándose junto al portón de entrada. Allí ve a Ellington, además de a McGrath, Harrison, a su madre y su hermana, incluso a su antiguo compañero, Bryers, y algunos de los hombres con los que ha trabajado mientras era detective en Nebraska.

“¿Qué están haciendo?” se pregunta.

Ellington se vuelve hacia ella. Tiene los ojos cerrados. Lleva puesto un traje elegante, con una corbata del color de la sangre. Le sonríe, con los ojos aún cerrados, y se lleva una mano a los labios. Junto a él, su madre apunta al portón principal de la iglesia.

Su padre está allí. Maniatado, crucificado. Le está mirando directamente a Mackenzie, con la mirada de un maniaco y los ojos abiertos de par en par. Puede observar la locura en sus ojos y en su sonrisa maliciosa.

“¿Has venido a salvarte a ti misma?” le pregunta.

“No,” contesta Mackenzie.

“Bueno, sin duda no viniste a salvarme a mí. Es demasiado tarde para eso. Ahora haz una reverencia. Reza. Encuentra tu paz en mí.”

Y como si alguien le hubiera partido en dos desde dentro, Mackenzie cae de rodillas. Se arrodilla del todo, rozándose las rodillas en el hormigón. Por todos lados, la congregación comienza a cantar en diversos idiomas. Mackenzie abre la boca de la que salen palabras sin forma, uniéndose a la sonata. Vuelve a mirar a su padre y ve que tiene un aura de fuego alrededor de su cabeza. Está muerto ahora, con la mirada en blanco y carente de expresión, y de la boca le cae un reguero de sangre que se acumula a sus pies.

Y continúa el sonido de la campana, repitiéndose una y otra vez.

Sonando…

Sonando. Algo está sonando.

Es su teléfono. Con una sacudida, Mackenzie se despierta. Apenas registra su reloj sobre la mesita, que marca las 2:10 de la madrugada. Responde al teléfono, tratando de quitarse de encima los vestigios de la pesadilla que todavía tiene en mente.

“Aquí White,” dice.

“Buenos días,” le contesta la voz de Harrison. Por dentro, Mackenzie se siente decepcionada. Había estado esperando escuchar la voz de Ellington. Le habían sacado de allí para llevar a cabo alguna tarea que le había asignado McGrath, cuyos detalles eran incompletos por decirlo suavemente. Le había prometido llamarle en algún momento, pero hasta ahora, no había tenido noticias de él.

Harrison, pensó adormilada. ¿Qué demonios quiere ahora?

“Es demasiado pronto para esto, Harrison,” le dice.

“Lo sé,” dice Harrison. “Lo lamento, pero te llamo por encargo de McGrath. Ha habido otro asesinato.”

***

A través de una serie de mensajes de texto, Mackenzie reunió todas las piezas que necesitaba. Una pareja rebelde había aparcado en las sombras de un aparcamiento de una iglesia conocida para hacer el amor. En el momento que las cosas empezaban a tomar forma, la chica había visto algo extraño en la puerta. Le había asustado lo suficiente como para concluir con las actividades planeadas para la noche. Claramente disgustado, el chico cuyo acto de exhibicionismo había sido interrumpido, se había acercado sigilosamente hasta la puerta para encontrarse con un cuerpo desnudo clavado en ella.

La iglesia en cuestión era una de las más célebres de la zona: la Iglesia Comunitaria Living Word, una de las más grandes de la ciudad. Salía a menudo en las noticias, ya que el presidente de la nación solía atender sus servicios. Mackenzie nunca había estado allí (no había entrado a una iglesia desde que pasara por un fin de semana plagado de culpabilidad en la universidad) pero el tamaño y la importancia del lugar se registraron claramente en su mente mientras giraba para meter su coche en el aparcamiento.

Estaba entre los primeros que habían acudido a la escena. El equipo de CSI estaba allí, acercándose a la entrada principal de la iglesia. Solo había una agente saliendo del coche, que aparentemente le había estado esperando. No le sorprendió lo más mínimo ver que se trataba de Yardley, la agente que se había encargado del primer caso con el padre Costas.

Yardley se reunió con ella en el pavimento que llevaba hasta la entrada principal. Parecía cansada pero emocionada de esa manera con la que solo se podía identificar otro agente.

“Agente White,” dijo Yardley. “Gracias por venir tan deprisa.”

“Claro. ¿Eres la primera persona en la escena?”

“Así es. Me enviaron hace unos quince minutos. Harrison me llamó para que viniera.”

Mackenzie estuvo a punto de hacer un comentario, pero se calló. Es extraño que no me llamara a mí primero, pensó. Quizá McGrath le esté dejando hacer la parte de Ellington. Tiene sentido, ya que fue la primera en encargarse de la escena del padre Costas.

“¿Ya has visto el cadáver?” preguntó Mackenzie mientras se dirigían hacia el portón de entrada siguiendo al equipo de CSI.

“Sí. Desde unos metros de distancia. Es idéntico a los demás.”

En unos pocos pasos, Mackenzie pudo comprobarlo con sus propios ojos. Se quedó algo rezagada, permitiendo a los chicos del CSI y del equipo forense que realizaran su trabajo. Al percibir que tenían por detrás a dos agentes a la espera, ambos equipos trabajaron con rapidez y eficiencia, asegurándose de que dejaban algo de espacio a las dos agentes para que realizaran sus propias observaciones.

Yardley estaba en lo cierto. La escena era exactamente la misma, hasta el detalle de la marca alargada sobre el entrecejo. La única diferencia radicaba en que la ropa interior de este hombre parecía haberse caído por sí sola—o quizá se la habían bajado hasta los tobillos a propósito.

Uno de los chicos del equipo de CSI les miró a las dos. Parecía estar algo malhumorado, hasta algo triste.

“El fallecido es Robert Woodall. Es el sacerdote principal aquí.”

“¿Estás seguro?” preguntó Mackenzie.

“Sin ninguna duda. Mi familia acude a esta iglesia. He escuchado los sermones de este hombre al menos unas cincuenta veces.”

Mackenzie se acercó más al cadáver. La puerta de Living World no estaba recargada ni decorada como la de Cornerstone o la del Sagrado Corazón. Estas eran más modernas, realizadas con madera resistente que estaba diseñada y envejecida para que pareciera algo similar a la puerta de un cobertizo.

Como los demás, al pastor Woodall le habían clavado las manos y le habían atado los tobillos con un cable grueso. Mackenzie examinó sus genitales a la vista, preguntándose si la palpable desnudez había sido una decisión del asesino que había expuesto el cuerpo. No pudo ver nada fuera de lo normal y decidió que la ropa interior debía de habérsele caído por sí sola, quizá debido al peso de la sangre que se había acumulado allí. Las heridas que habían derramado esa sangre eran numerosas. Tenía unos cuantos rasguños en el tórax. Y aunque no se podía ver su espalda, los regueros de sangre que se derramaban por su cintura y se adentraban en sus piernas indicaban que habría unos cuantos allí también.

Entonces Mackenzie percibió otra herida—una herida estrecha que le trajo a la memoria las imágenes de su pesadilla.

Había un corte en el costado derecho de Woodall. Era superficial pero claramente visible. Había algo preciso al respecto, casi inmaculado. Se inclinó más de cerca y apuntó. “¿A qué se te parece esto?” les preguntó a los chicos de CSI.

“Yo también lo noté,” dijo el hombre que había reconocido al Pastor Woodall. “Parece algún tipo de incisión. Quizá realizada por algún tipo de cuchilla de artesano—un cuchillo X-Acto o algo parecido.”

“Pero las demás incisiones y heridas de arma blanca,” dijo Mackenzie, “las han hecho con una cuchilla ordinaria, ¿no es cierto? Los ángulos y los bordes…”

“Sí, ¿eres una persona religiosa?” le preguntó el hombre.

“Parece que esa sea la pregunta de las últimas veinticuatro horas,” dijo ella. “A pesar de la respuesta, entiendo la importancia de un corte en el costado. Es el lugar donde atravesaron a Jesucristo con una lanza cuando estaba colgado de la cruz.”

“Sí,” dijo Yardley por detrás de ella. “Pero no había sangre, ¿no es cierto?”

“Correcto,” dijo Mackenzie. “Según las escrituras, salió agua de la herida.”

Entonces, ¿por qué decidió el asesino resaltar esa herida? se preguntó. ¿Y por qué no estaba en las otras víctimas?

Se echo hacia atrás y observó la escena mientras Yardley charlaba con unos cuantos miembros del CSI y del equipo forense. Este caso ya le estaba inquietando bastante, pero esta herida fortuita en el costado de Woodall hizo que se preocupara de que hubiera algo más oculto en todo el asunto. Había simbolismo, pero también había un simbolismo estructurado.

Obviamente, el asesino ha pensado las cosas con cuidado, pensó. Tiene un plan y lo está realizando metódicamente. Lo que es más, la adición de este corte preciso en el costado demuestra que no está matando por matar—sino que está transmitiendo un mensaje.

“¿Pero qué mensaje?” se preguntó a sí misma en silencio.

En las horas oscuras de la noche, permaneció de pie en la entrada a la Iglesia Comunitaria de Living World y trató de encontrar ese mensaje en el lienzo del cadáver del pastor.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺131,21
Yaş sınırı:
16+
Litres'teki yayın tarihi:
10 ekim 2019
Hacim:
242 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9781640299993
İndirme biçimi:

Bu kitabı okuyanlar şunları da okudu