Kitabı oku: «Una Vez Abandonado», sayfa 4
CAPÍTULO SEIS
Tan pronto como Riley se metió en su carro, repasó la información que el decano Autrey le había dado. Comenzó a recordar los detalles de la muerte de Deanna Webber.
“Por supuesto”, recordó, encontrando la vieja noticia en su celular. “La hija de la congresista”.
La representante Hazel Webber era una nueva política que estaba casada con un abogado prestigioso de Maryland. La muerte de su hija había estado en los encabezados el otoño pasado. Riley no le había prestado mucha atención a la historia en ese momento. Parecía más un chisme lascivo que una noticia real, algo que Riley pensaba que solo era asunto de la familia.
Ahora pensaba distinto.
Encontró el número de teléfono de la oficina de la congresista Hazel Webber en Washington. Cuando marcó el número, una recepcionista que sonaba bastante eficiente contestó.
“Soy la agente especial Riley Paige de la Unidad de Análisis de Conducta del FBI”, dijo Riley. “Me gustaría concertar una reunión con la representante Webber”.
“¿Puedo preguntar de qué trata todo esto?”.
“Necesito hablar con ella sobre la muerte de su hija el otoño pasado”.
En ese momento cayó un silencio.
Riley dijo: “Siento molestar a la congresista y a su familia para hablar de esta terrible tragedia. Pero solo tenemos que atar unos cabos sueltos”.
Más silencio.
“Lo siento”, dijo la recepcionista lentamente. “Pero la representante Webber no está en Washington ahora mismo. Tendrá que esperar hasta que vuelva de Maryland”.
“¿Y cuándo volverá?”, preguntó Riley.
“No lo sé. Tendrá que volver a llamar”.
La recepcionista finalizó la llamada sin decir más.
“Ella está en Maryland”, pensó Riley.
Investigó y encontró que Hazel Webber vivía en los pastos de Maryland. El lugar no sería difícil de encontrar.
Pero antes de que Riley pudiera encender su carro, su teléfono celular vibró.
“Habla Hazel Webber”, dijo la persona en la línea.
Riley estaba sorprendida. La recepcionista debió haber llamado a la congresista inmediatamente después de colgarle a Riley. Ciertamente no había esperado que Webber se comunicara con ella directamente, y menos tan rápido.
“¿En qué puedo ayudarle?”, preguntó Webber.
Riley explicó de nuevo que quería hablar de algunos “cabos sueltos” respecto a la muerte de su hija.
“¿Podría ser un poco más específica?”, dijo Webber.
“Preferiría hacerlo en persona”, dijo Riley.
Webber se quedó callada por un momento.
“Me temo que eso es imposible”, dijo Webber. “Y agradecería que usted y sus superiores no nos molestaran más. Apenas estamos empezando a sanar. Estoy segura de que lo entiende”.
El tono helado de la mujer sorprendió a Riley. No detectó ni el menor rastro de dolor.
“Representante Webber, si usted me pudiera dar un poco de su tiempo...”.
“Le dije que no”.
Webber finalizó la llamada.
Riley estaba estupefacta. No tenía idea qué pensar de esta llamada.
Lo único que sí sabía con certeza es que había molestado bastante a la congresista.
Y tenía que ir a Maryland inmediatamente.
*
Fue un paseo en carro de dos horas bastante agradable. Puesto que había buen tiempo, Riley tomó una ruta que incluía el puente de la bahía de Chesapeake, pagando el peaje para disfrutar del paseo sobre el agua.
Pronto se encontró en los pastos de Maryland, donde vallas de madera hermosas cercaban pastos, y calles arboladas llevaban a elegantes casas y graneros que quedaban lejos de las carreteras.
Se detuvo en la verja afuera de la finca de los Webber. Un guardia fornido uniformado salió de su choza y se acercó a ella.
Riley le mostró su placa y se presentó.
“Estoy aquí para ver a la representante Webber”, dijo.
El guardia se alejó y habló en su micrófono. Luego se acercó a Riley de nuevo.
“La congresista dice que ha habido algún error”, dijo. “Ella no la está esperando”.
Riley sonrió tan ampliamente como pudo.
“Ah, ¿está demasiado ocupada en este momento? No hay problema, mi calendario no está tan apretado. Esperaré aquí hasta que tenga tiempo”.
El guardia frunció el ceño, tratando de intimidarla.
“Me temo que tendrá que irse, señora”, dijo.
Riley se encogió de hombros y actuó como si no hubiese entendido lo que quería decir.
“Ah no, está bien. No hay problema. Puedo esperar aquí”.
El guardia se alejó y habló en su micrófono de nuevo. Después de mirar a Riley fijamente por un momento, entró en su choza y abrió la puerta. Riley condujo por ella.
Condujo por una pradera amplia y cubierta de nieve donde un par de caballos andaban libremente. Era una escena pacífica.
Cuando llegó a la casa, era incluso más grande de lo que ella esperaba, una mansión contemporánea. Miró los otros edificios bien cuidados más allá de la vivienda.
Un hombre asiático la recibió en la puerta. Era aproximadamente tan grande como un luchador de sumo, lo que hacía que su traje formal de mayordomo se viera grotescamente inadecuado. Guio a Riley por un pasillo con un piso de madera de color marrón rojizo que se veía costoso.
Finalmente fue recibida por una mujer pequeña y sombría que la llevó a una oficina muy pulcra sin decir una sola palabra.
“Espere aquí”, dijo la mujer.
Salió de la oficina, cerrando la puerta detrás de ella.
Riley se sentó en una silla cerca del escritorio. Pasaron unos minutos. Se sintió tentada a echarle un vistazo a los materiales del escritorio o incluso a la computadora. Pero sabía que todos sus movimientos seguramente estaban siendo grabados con cámaras de seguridad.
Finalmente, la representante Hazel Webber entró en la sala.
Ella era una mujer alta, delgada pero imponente. No parecía lo suficientemente vieja como para haber estado en el Congreso durante tanto tiempo, ni parecía tener la edad suficiente como para tener una hija universitaria. La cierta rigidez alrededor de sus ojos pudiera ser habitual, o inducida por el Botox, o tal vez ambas.
Riley recordó haberla visto en la televisión. Normalmente cuando conocía a alguien que había visto en la TV, le impresionaba lo cuán diferentes que se veían en la vida real. Extrañamente, Hazel Webber se veía exactamente igual. Era como si fuera realmente de dos dimensiones, un ser humano casi anormalmente superficial en todos los sentidos.
Su atuendo también desconcertaba a Riley. ¿Por qué llevaba puesta una chaqueta sobre un suéter? La casa sin duda era lo suficientemente caliente.
“Parte de su estilo, supongo”, pensó Riley.
La chaqueta le daba un aspecto más formal y profesional que solo pantalones y un suéter. Tal vez también representaba una especie de armadura, una protección contra cualquier contacto humano genuino.
Riley se puso de pie para presentarse, pero Webber habló primero.
“Agente Riley Paige, UAC”, dijo. “Ya sé”.
Sin otra palabra, se sentó en su escritorio.
“¿Por qué está aquí?”, preguntó Webber.
Riley sintió una sacudida de alarma. Obviamente no tenía nada que decirle. Su visita era un engaño, y Webber le parecía el tipo de mujer que no era fácil de engañar. Esto superaba a Riley, y tenía que ingeniárselas ahora.
“Estoy aquí para pedirle información”, dijo Riley. “¿Su marido está en casa?”.
“Sí”, dijo la mujer.
“¿Sería posible hablar con ambos?”.
“Él sabe que está aquí”.
Su respuesta desarmó a Riley, pero trató de no demostrarlo. La mujer miró a Riley fijamente con sus ojos azules y fríos. Riley no vaciló. Solo mantuvo la mirada, preparándose para batallar.
Riley dijo: “La Unidad de Análisis de Conducta está investigando un número inusual de suicidios aparentes en la Universidad de Byars”.
“¿Suicidios aparentes?”, dijo Webber, arqueando una sola ceja. “No describiría el suicidio de Deanna como ‘aparente’. A mi esposo y a mí nos pareció bastante real”.
Riley podría jurar que la temperatura de la sala había descendido unos grados. Webber no había mostrado ni la más mínima expresión cuando mencionó el suicidio de su propia hija.
“Tiene sangre fría”, pensó Riley.
“Quisiera que me explicara lo que pasó”, dijo Riley.
“¿Por qué? Estoy segura de que ha leído el informe”.
Obviamente Riley no lo había hecho, pero tenía que seguírselas ingeniando.
“Escucharlo con sus propias palabras sería de gran ayuda”, dijo.
Webber permaneció en silencio por un momento. Su mirada era inquebrantable. Pero la de Riley también lo era.
“Deanna resultó herida en un accidente montando a caballo el verano pasado”, dijo Webber. “Se fracturó bastante la cadera. Parecía probable que tendría que ser reemplazada por completo. Sus días de montar a caballo en competencias se habían acabado. Estaba desolada”.
Webber hizo una pausa por un momento.
“Estaba tomando oxicodona para el dolor. Se tomó una sobredosis de pastillas. Fue intencional y punto”.
Riley sintió que no le estaba contando todo.
“¿Dónde sucedió esto?”, preguntó.
“En su dormitorio”, dijo Webber. “Estaba cómoda en su cama. El médico forense dijo que murió de un paro respiratorio. Parecía estar profundamente dormida cuando la criada la encontró”.
Y entonces Webber parpadeó.
Había flaqueado en su batalla.
“¡Está mintiendo!”, pensó Riley.
El pulso de Riley se aceleró.
Ahora tenía que presionar, sondear con las preguntas correctas.
Pero antes de que Riley pudiera siquiera pensar en qué hacer, la puerta de la oficina se abrió. La mujer que había traído a Riley a la oficina entró.
“Congresista, necesito hablar con usted, por favor”, dijo.
Webber se veía aliviada a lo que se levantó de su escritorio y salió con su asistente.
Riley respiró profundamente.
Deseaba no haber sido interrumpida.
Estaba segura de que había estado a punto de resquebrajar la fachada engañosa de Hazel Webber.
Pero aún tenía chance para hacerlo.
Cuando Webber regresara, Riley comenzaría de nuevo.
Después de menos de un minuto, Webber volvió. Parecía haber recuperado su seguridad en sí misma.
Se quedó parada cerca de la puerta abierta y dijo, “Agente Paige, si realmente es la agente Paige, me temo que debo pedirle que se vaya”.
Riley tragó grueso.
“No entiendo”.
“Mi asistente acaba de llamar a la UAC. No están investigando suicidios en la Universidad de Byars. Ahora...”.
Riley sacó su placa.
“Sí soy la agente especial Riley Paige”, dijo con determinación. “Y haré todo lo posible para asegurarme de que tal investigación se ponga en marcha tan pronto como sea posible”.
Salió de la oficina.
En su camino fuera de la casa, entró en cuenta de que había hecho una enemiga, y una muy peligrosa.
Era un tipo de peligro diferente al que generalmente tenía que enfrentar.
Hazel Webber no era una psicópata cuyas armas de preferencia eran cadenas, cuchillos, armas de fuego o sopletes.
Era una mujer sin conciencia, y sus armas eran el dinero y el poder.
Riley prefería el tipo de adversario que podía noquear o disparar. Aún así, estaba dispuesta a lidiar con Webber y sus amenazas.
“Me mintió respecto a su hija”, dijo Riley.
Y ahora Riley estaba decidida a descubrir la verdad.
La casa se veía vacía ahora. A Riley le sorprendió que no se topó con ni una sola persona en su camino a su carro. Sentía que podía robar la casa sin que nadie se diera cuenta.
Salió, se metió en su carro y comenzó a conducir.
A lo que se acercó a la puerta de la mansión, ella vio que estaba cerrada. El guardia corpulento que la había dejado entrar y el mayordomo enorme estaban parados allí. Ambos tenían sus brazos cruzados, y obviamente estaban esperándola.
CAPÍTULO SIETE
Los dos hombres definitivamente se veían amenazantes. También se veían un poco ridículos, el más pequeño de los dos con su uniforme de guardia, su compañero más grande con su traje formal de mayordomo.
“Parecen payasos de circo”, pensó.
Pero sabía que no estaban tratando de ser graciosos.
Riley detuvo su carro justo en frente de ellos. Bajó su ventanilla, sacó la cabeza y los llamó.
“¿Hay algún problema, señores?”.
El guardia se colocó justo en frente de su carro.
El mayordomo inmenso se acercó a la ventanilla del pasajero.
Habló en una voz retumbante.
“A la representante Webber le gustaría aclarar un malentendido”.
“¿Cuál malentendido?”.
“Quiere que entienda que los hurgones no son bienvenidos aquí”.
Ahora Riley entendía todo.
Webber y su asistente habían llegado a la conclusión de que Riley era una impostora, no una agente del FBI. Probablemente sospechaban que era una reportera que se estaba preparando para escribir una historia de la congresista.
Estos dos chicos estaban más que acostumbrados a lidiar con reporteros metiches.
Riley sacó su placa de nuevo.
“Creo que ha habido un malentendido”, dijo. “Realmente soy una agente especial del FBI”.
El gran hombre sonrió. Evidentemente creía que la placa era falsa.
“Bájese del carro, por favor”, dijo.
“No, gracias”, dijo Riley. “Realmente agradecería si abriera la puerta”.
Riley había dejado la puerta de su carro abierta. El gran hombre la abrió.
“Bájese del carro, por favor”, repitió.
Riley gruñó en voz baja.
“Esto no terminará bien”, pensó.
Riley se bajó del carro y cerró la puerta. Los dos hombres se pararon lado a lado cerca de ella.
Riley se preguntó cuál de ellos iba a dar el primer paso.
Entonces el gran hombre sonó sus nudillos y avanzó hacia ella.
Riley se acercó a él.
Cuando trató de alcanzarla, ella lo agarró por su solapa y la manga de su brazo izquierdo y lo desbalanceó. Luego giró sobre su pie izquierdo y se agachó. Apenas sintió el peso del hombre cuando todo su cuerpo voló sobre su espalda. Cayó boca abajo fuertemente contra la puerta del carro y luego aterrizó de cabeza en el suelo.
“El carro fue el que más sufrió”, pensó con consternación.
El otro hombre ya se estaba moviendo hacia ella, y se dio la vuelta para mirarlo.
Le dio una patada en la ingle. Él se inclinó de dolor, y Riley sabía que el altercado había terminado.
Arrebató la pistola del hombre de la funda.
Luego inspeccionó su trabajo.
El hombre más grande aún estaba tirado al lado del carro, mirándola con una expresión aterrorizada. La puerta del carro estaba abollada, pero no tan gravemente como Riley había temido. El guardia uniformado estaba de manos y rodillas, jadeando.
Le acercó la pistola al guardia.
“Aquí tienes”, dijo en una voz gentil.
El guardia alcanzó la pistola con manos temblorosas.
Riley la alejó de él.
“No”, dijo. “No hasta que abras la puerta”.
Tomó al hombre de la mano y lo ayudó a ponerse de pie. Tambaleó hacia la choza y abrió la puerta de hierro. Riley caminó hacia el carro.
“Permiso”, le dijo al enorme hombre.
Aún viéndose absolutamente aterrorizado, el hombre se movió hacia un lado como un cangrejo gigante, quitándose del camino de Riley. Se metió en el carro y condujo por la puerta. Arrojó la pistola en el suelo.
“Ya no creen que soy una reportera”, pensó.
También estaba segura de que le dejarían saber eso a la congresista muy rápidamente.
*
Un par de horas más tarde, Riley detuvo su carro en el estacionamiento del edificio de la UAC. Se quedó sentada en su carro durante unos instantes. No había venido ni una sola vez durante su mes de permiso. No esperaba estar de vuelta tan pronto. Se sentía realmente extraño.
Apagó el motor, guardó las llaves, se bajó del carro y entró en el edificio. Durante su camino a su oficina, amigos y colegas le dieron la bienvenida. Unos se veían muy sorprendidos de verla.
Se detuvo en la oficina de su compañero habitual, Bill Jeffreys, pero él no estaba allí. Probablemente estaba en un caso, trabajando con otra persona.
Sintió una leve punzada de tristeza, incluso de celos.
En muchos sentidos, Bill era su mejor amigo en el mundo.
Aún así, suponía que quizás esto era lo mejor. Bill sabía que ella y Ryan habían vuelto, y él no estaba de acuerdo. La había ayudado mucho durante su ruptura y divorcio. No creía que Ryan había cambiado.
Cuando abrió la puerta de su oficina, tuvo que verificar para asegurarse de que estaba en el lugar correcto. Todo se veía muy limpio y bien organizado. ¿Le habían dado su oficina a otro agente? ¿Alguien más había estado trabajando aquí?
Riley abrió un cajón y encontró archivos familiares, aunque ahora mejor ordenados.
¿Quién le había arreglado todo esto?
Desde luego no fue Bill. Él sabría sabido que lo mejor era no hacerlo.
“Lucy Vargas, tal vez”, pensó.
Lucy era una agente joven que había trabajado con ella y con Bill. Si Lucy era la culpable de esta orden, al menos lo había hecho para tratar de ayudarla.
Riley se sentó en su escritorio por unos minutos.
Imágenes y recuerdos empezaron a inundarla... El ataúd de la niña, sus padres devastados y el sueño terrible de Riley de la chica colgada rodeada de recuerdos. También recordó cómo el decano Autrey había evadido sus preguntas, y cómo Hazel Webber había mentido descaradamente.
Se recordó a sí misma lo que le había dicho a Hazel Webber. Había prometido poner en marcha una investigación oficial. Y había llegado el momento de cumplir esa promesa.
Tomó el teléfono de su oficina y marcó a su jefe, Brent Meredith.
Cuando el jefe de equipo contestó, ella dijo: “Señor, habla Riley Paige. Me pregunto si podría...”.
Estaba a punto de pedirle unos minutos de su tiempo cuando la interrumpió.
“Agente Paige, ven a mi oficina ahora mismo”.
Riley se estremeció.
Meredith estaba muy enojado con ella por algo.
CAPÍTULO OCHO
Cuando Riley entró en la oficina de Brent Meredith, lo encontró parado al lado de su escritorio esperándola.
“Cierra la puerta”, dijo. “Siéntate”.
Riley hizo lo que le ordenó.
Aún de pie, Meredith se quedó callado por unos momentos. Solo miró a Riley. Era un hombre grande con rasgos negros y angulares. Y él era intimidante incluso cuando estaba de buen humor.
No estaba de buen humor ahora mismo.
“Hay algo que quieres decirme, ¿agente Paige?”, preguntó.
Riley tragó grueso. Supuso que ya se había enterado de ciertas cosas que había hecho.
“Tal vez debes empezar primero”, dijo sumisamente.
Él se acercó a ella.
“Acabo de recibir dos quejas de ti de mis superiores”, dijo.
Riley se sintió muy mal. Sabía de quién Meredith estaba hablando. Las quejas vinieron del agente especial encargado Carl Walder, un hombre despreciable que ya había suspendido a Riley más de una vez por insubordinación.
Meredith gruñó: “Walder me dijo que recibió una llamada del decano de una universidad pequeña”.
“Sí, la Universidad de Byars. Pero si me das un momento para explicar...”.
Meredith le interrumpió otra vez.
“El decano dijo que entraste en su oficina e hiciste unas acusaciones ridículas”.
“Eso no fue exactamente lo que sucedió, señor”, dijo Riley.
Pero Meredith siguió.
“Walder también recibió una llamada de la representante Hazel Webber. Ella dijo que entraste a su casa y la amenazaste. Incluso le mentiste respecto a un caso inexistente. Y luego agrediste a dos miembros de su personal. Los amenazaste a punta de pistola”.
La acusación enfureció a Riley.
“Eso no fue realmente lo que sucedió, señor”.
“Entonces ¿qué sucedió?”.
“Fue la pistola del guardia”, dijo.
Tan pronto como las palabras salieron de su boca, Riley entró en cuenta...
“Eso no salió nada bien”.
“¡Estaba devolviéndosela!”, dijo.
Pero supo al instante...
“Eso no ayudó en nada”.
Cayó un largo silencio.
Meredith respiró profundamente. Finalmente dijo: “Más te vale que tengas una buena explicación para tus actos, agente Paige”.
Riley respiró profundamente.
“Señor, ha habido tres muertes sospechosas en la Universidad de Byars durante este año escolar. Supuestamente fueron suicidios, pero yo no lo creo”.
“Esta es la primera vez que he escuchado de esto”, dijo Meredith.
“Entiendo, señor. Y vine aquí para hablarte de todo esto”.
Meredith se quedó parado, esperando otra explicación.
“Una amiga de mi hija tenía una hermana en la Universidad de Byars. Lois Pennington, una estudiante de primer año. Su familia la encontró ahorcada en su garaje el domingo pasado. Su hermana no cree que fue un suicidio. Entrevisté a sus padres, y...”.
Meredith gritó tan duro que fue oído en el pasillo.
“¿Entrevistaste a sus padres?”.
“Sí, señor”, dijo Riley en voz baja.
Meredith se tomó un momento para tratar de calmarse.
“¿Tengo que decirte que este no es un caso de la UAC?”.
“No, señor”, dijo Riley.
“De hecho, según lo que sé hasta ahora, este no es un caso en absoluto”.
Riley no sabía qué decir a continuación.
“¿Qué te dijeron sus padres?”, preguntó Meredith. “¿Creen que fue suicidio?”.
“Sí”, dijo Riley en voz baja.
Ahora Meredith parecía no saber qué decir. Movió la cabeza con desaliento.
“Señor, sé cómo suena esto”, dijo Riley. “Pero el decano de Byars escondía algo. Y Hazel Webber me mintió sobre la muerte de su hija”.
“¿Cómo lo sabes?”.
“¡Solo lo sé!”.
Riley miró a Meredith con una expresión suplicante.
“Señor, después de todos estos años, seguramente sabes que mis instintos son buenos. Cuando siento algo, casi siempre tengo razón. Tienes que confiar en mí. Algo no cuadra en las muertes de estas chicas”.
“Riley, sabes que así no funcionan las cosas”.
Riley estaba sorprendida. Meredith rara vez la llamaba por su nombre, solo cuando estaba realmente preocupada por ella. Sabía que él la valoraba, apreciaba y respetaba, y ella sentía lo mismo por él.
Se recostó contra su escritorio y se encogió de hombros.
“Tal vez tienes razón, y tal vez estés equivocada”, dijo con un suspiro. “De cualquier forma, no puedo convertirlo en un caso de la UAC solo por tus instintos. Tendrían que haber más pruebas”.
Meredith la miró con una expresión de preocupación.
“Agente Paige, has pasado por muchas cosas difíciles últimamente. Estuviste en algunos casos peligrosos, y tu compañero casi fue envenenado en el último. Y ahora tienes un nuevo miembro de la familia a quien cuidar y...”.
“¿Y qué?”, preguntó Riley.
Meredith hizo una pausa y luego dijo: “Te puse de licencia hace un mes. Me pareció que creías que era una buena idea. La última vez que hablamos, incluso me pediste más tiempo. Creo que es lo mejor. Toma todo el tiempo que necesites. Necesitas más descanso”.
Riley se sentía desalentada y derrotada. Pero sabía que no tenía sentido discutir. La verdad era que Meredith estaba en lo cierto. No había forma de que él pudiera tomar este caso basándose en lo que le había dicho. Sobre todo no con un asqueroso como Walder acorralándolo.
“Lo siento, señor”, dijo. “Me iré a casa ahora”.
Se sintió terriblemente sola a lo que salió de la oficina de Meredith. Pero no estaba dispuesta a dejar de lado sus sospechas. Su corazonada era demasiado fuerte para eso. Ella sabía que tenía que hacer algo.
“Lo primero es lo primero”, pensó.
Tenía que conseguir más información. Tenía que demostrar que algo andaba mal.
Pero ¿cómo sería capaz de hacerlo sola?
*
Riley llegó a su casa media hora antes de la cena. Entró en la cocina y encontró a Gabriela preparando otra de sus deliciosas especialidades guatemaltecas, gallo en perro, un guiso picante.
“¿Las chicas están en casa?”, preguntó Riley.
“Sí. Están en la habitación de April haciendo tarea juntas”.
Riley se sintió un poco aliviada. Por lo menos parecía que las cosas iban bien en casa.
“¿Y Ryan?”, preguntó Riley.
“Me llamó y me dijo que llegaría tarde”.
Riley sintió una punzada de inquietud. Le recordaba de los malos tiempos con Ryan. Pero se dijo a sí misma que no debía preocuparse. El trabajo de Ryan era exigente después de todo. Y, además, el trabajo de Riley la mantenía fuera de casa mucho más de lo que quisiera.
Subió y prendió su computadora. Realizó una búsqueda sobre la muerte de Deanna Webber, pero no encontró nada nuevo. Luego buscó información sobre Cory Linz, la otra chica que había muerto. De nuevo encontró muy poca información.
Realizó una búsqueda de obituarios recientes que mencionaron la Universidad de Byars y le aparecieron seis. Una de las personas había muerto en un hospital después de una larga batalla con cáncer. De los otros, reconoció las fotos de tres jóvenes. Eran Deanna Webber, Lois Pennington y Cory Linz. Pero no reconoció al joven y a la joven de los otros dos obituarios. Sus nombres eran Kirk Farrell y Constance Yoh, ambos estudiantes de segundo año.
Por supuesto, ninguno de los obituarios indicaba que el difunto se había suicidado. La mayoría de ellos no hablaban mucho de la causa de muerte.
Riley se reclinó en su silla y suspiró.
Ella necesitaba ayuda. Pero ¿a quién podía acudir? Aún no tenía acceso a los técnicos de Quántico.
Se estremeció ante una posibilidad.
“No, Shane Hatcher no”, pensó.
El genio criminal que había escapado de Sing Sing la había ayudado en varios casos. Su fracaso, o su reticencia, a recapturarlo había consternado a sus jefes en la UAC.
Sabía perfectamente cómo contactarlo.
De hecho, podía hacerlo ahora, usando su computadora.
“No”, pensó Riley, temblando de nuevo. “Absolutamente no”.
Pero ¿a quién más podía acudir?
Ahora recordó algo que Hatcher le había dicho cuando estuvo en una situación similar.
“Y creo que sabes con quién hablar dentro del FBI cuando eres una persona no grata. A esta persona no le importan un bledo las reglas”.
Riley sintió un cosquilleo de emoción.
Sabía exactamente a quién pedirle ayuda.
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