Kitabı oku: «Una Vez Anhelado», sayfa 2
Cayó un largo silencio. No parecía que Meredith se pondría a discutir con ella, y mucho menos abusar de su autoridad. Pero tampoco le diría que no importaba, no dejaría de presionarla.
Oyó a Meredith suspirar tristemente. “Garrett y Nancy tenían años distanciados y lo que le pasó lo está carcomiendo. Creo que eso sirve de lección, ¿o no? No debemos dar por sentado a ninguna persona de nuestras vidas. Siempre debemos hacer el intento”.
Riley casi deja caer el celular. Las palabras de Meredith pusieron el dedo en la llaga, en una llaga en la que Riley no había pensado por mucho tiempo. Riley había perdido el contacto con su hermana mayor hace años. Estaban distanciadas, y Riley no había pensado en Wendy durante mucho tiempo. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo su hermana en estos momentos.
“Prométeme que lo pensarás”, dijo Meredith luego de otra pausa.
“Lo haré”, dijo Riley.
Finalizaron la llamada.
Se sentía terrible. Meredith había estado a su lado durante momentos terribles y nunca había mostrado vulnerabilidad hacia ella antes. Ella odiaba decepcionarlo, y le acababa de prometer que lo consideraría.
Y no importaba qué tan desesperadamente quería negarse, Riley no estaba segura de poder hacerlo.
Capítulo Tres
El hombre se encontraba sentado dentro de su carro en el estacionamiento, viendo a la puta acercarse por la calle. Se llamaba a sí misma Chiffon; obviamente este no era su nombre real. Y estaba seguro que había muchas más cosas de ella que no sabía.
“Puedo obligarla a decirme”, pensó. “Pero aquí no. Hoy no”.
Tampoco la mataría aquí hoy. No, no aquí tan cerca de su lugar de trabajo habitual, el supuesto “Gimnasio Cinético”. Desde donde estaba sentado, podía ver los equipos de ejercicio decrépitos por las ventanas: tres cintas caminadoras, una máquina de remo y un par de máquinas de pesas. Por lo que sabía, nadie venía al gimnasio a ejercitarse.
“No de una manera socialmente aceptable”, pensó con una sonrisa.
No venía mucho a este lugar, no desde que había raptado a esa morena que había trabajado allí hace años. Obviamente no la había matado allí. La había llevado a un cuarto de motel para recibir “servicios adicionales”, prometiéndole pagarle mucho más dinero.
No había sido asesinato premeditado, ni siquiera en ese momento. La bolsa de plástico sobre su cabeza solo pretendía añadir un elemento de fantasía y peligro. Le sorprendió lo tan satisfecho que se había sentido una vez de haberlo hecho. Había sido un placer epicúreo y distintivo, incluso en todos los placeres que había experimentado en su vida.
Aún así, había ejercido más cuidado y moderación en sus encuentros amorosos desde entonces. O por lo menos lo había hecho hasta la semana pasada, cuando el mismo juego se volvió mortal de nuevo con esa acompañante. ¿Cómo es que se llamaba?
“Ah, sí”, recordó. “Nanette”.
Había sospechado en ese momento que Nanette quizás no era su verdadero nombre. Ahora jamás lo descubriría. En su corazón sabía que su muerte no había sido un accidente. Él había querido hacerlo. Y tenía la conciencia limpia. Estaba listo para hacerlo de nuevo.
La puta que se hacía llamar Chiffon estaba ya a media cuadra, vestida con una camiseta amarilla con escote bañera y una minifalda, tambaleando hacia el gimnasio en tacones altos y hablando por su teléfono celular.
Realmente quería saber si su verdadero nombre era Chiffon. Su encuentro profesional anterior había sido un fracaso, seguramente por culpa de ella. Algo de ella lo había inquietado.
Sabía que era mayor de lo decía ser. Era más que su cuerpo, incluso las putas adolescentes tenían estrías de parto. Y tampoco eran las arrugas de su rostro. Las putas envejecían más rápido que cualquier otro tipo de mujer.
Simplemente no sabía qué era; lo que sí sabía es que ella lo confundía. Tenía un entusiasmo infantil que no era la marca de una verdadera profesional, ni siquiera de una principiante.
Se reía demasiado, como una niña jugando con muñecas. Era demasiado entusiasta. Curiosamente, sospechaba que a ella realmente le gustaba su trabajo.
“Una puta que realmente disfruta del sexo”, pensó, viéndola acercarse. “¿Quién ha oído de tal cosa?”.
Francamente, eso le quitaba las ganas.
Bueno, al menos estaba seguro que no era policía. Se hubiera percatado de eso al instante.
Cuando ella se acercó lo suficiente como para poder verlo, él tocó su bocina. Dejó de hablar por teléfono por un momento y miró hacia donde se hallaba, protegiendo sus ojos del sol. Cuando vio que era él, lo saludó y le sonrió, una sonrisa que parecía totalmente sincera.
Luego caminó hacia la parte trasera del gimnasio, la entrada de los “empleados”. Se dio cuenta que probablemente tenía una cita dentro del burdel. No importaba, la contrataría otro día cuando estuviera de humor para un placer específico. Por ahora podía disfrutar de las otras prostitutas.
Recordó cómo habían dejado las cosas la última vez. Había sido alegre, buena y comprensiva.
“Vuelve cuando quieras”, le había dicho. “Será mejor la próxima vez. Nos llevaremos de lo mejor. Las cosas se pondrán muy emocionantes”.
“Ay, Chiffon”, murmuró en voz alta. “No tienes ni idea”.
Capítulo Cuatro
Riley oía disparos por todas partes. A su izquierda, oía los chasquidos ruidosos de pistolas. A su derecha, oía armamento más pesado, ráfagas de los rifles de asalto y subfusiles.
En medio de todo el alboroto, sacó su pistola Glock de su pistolera de cadera, se colocó en decúbito prono y disparó seis rondas. Se puso de rodilla y disparó tres rondas. Recargó su pistola hábilmente, luego se puso de pie y disparó seis rondas, y finalmente se arrodilló y disparó tres rondas más con su mano izquierda.
Se puso de pie y guardó su arma, luego se alejó de la línea de fuego y se quitó sus orejeras y gafas protectoras. El blanco con el contorno en forma de botella estaba a veintitrés metros de distancia. Incluso desde esta distancia, pudo ver que había agrupado sus disparos bastante bien. En las otras filas, los alumnos de la academia del FBI seguían practicando bajo la supervisión de su instructor.
Riley tenía tiempo sin disparar un arma, a pesar de siempre estar armada en el trabajo. Había reservado esta fila en el polígono de tiro de la Academia del FBI para ejercicios de tiro al blanco y, como siempre, sentir la fuerza de su arma la satisfacía.
Escuchó una voz detrás de ella.
“Pareces de la vida escuela”.
Se volvió y vio al agente especial Bill Jeffreys cerca, sonriendo. Ella le sonrió de vuelta. Riley sabía exactamente lo que él quería decir con “de la vida escuela”. El FBI había cambiado las reglas para poder calificar para obtener una pistola hace unos años. Disparar desde decúbito prono ya no era un requerimiento. Ahora se ponía más énfasis en disparar a los blancos de cerca, entre tres y siete metros de distancia. Eso era complementado con la instalación de realidad virtual donde los agentes eran inmersos en escenarios que implicaban enfrentamientos armados de cerca. Y los alumnos también pasaban por el notorio Hogan's Alley, una ciudad simulada donde se enfrentaban a terroristas falsos con pistolas de bolas de pintura.
“A veces me gustan las cosas de la vieja escuela”, dijo. “Supongo que algún día tendré que usar fuerza mortal a distancia”.
Por experiencia propia, Riley sabía que en la vida real los enfrentamientos casi siempre eran de cerca, y que muchas veces eran inesperados. De hecho, realmente había tenido que pelear mano a mano en dos casos recientes. Había matado a uno de los atacantes con su propio cuchillo y al otro con una piedra.
“¿Crees que esto prepara a los chicos para la realidad?”, preguntó Bill, asintiendo con la cabeza hacia los alumnos que ya habían terminado y que estaban saliendo del polígono de tiro.
“No realmente”, dijo Riley. “En RV, tu cerebro acepta la situación como real, pero no hay ningún peligro inminente, ningún dolor, no hay ninguna rabia que controlar. Dentro de ti sabes que realmente no existe ninguna posibilidad de morir”.
“Eso es correcto”, dijo Bill. “Tendrán que descubrir la realidad como lo hicimos nosotros muchos años atrás”.
Riley lo observó de lado mientras se alejaban del polígono de tiro.
Como ella, él tenía cuarenta años de edad y su pelo marrón tenía algunas canas. Se preguntó lo que significaba que se encontraba a sí misma comparándolo con su vecino esbelto.
“¿Cuál era su nombre?”, se preguntó. “Ah, sí — Blaine”.
Blaine era apuesto, pero no estaba segura si podía hacerle la competencia a Bill. Bill era grande, sólido y muy atractivo.
“¿Qué te trae por estos lados?”, le preguntó.
“Me dijeron que estarías aquí”, dijo.
Riley entrecerró los ojos con inquietud. Probablemente no era solo una visita amistosa. Detectó por su expresión que no estaba listo para decirle lo que quería aún.
“Si quieres hacer todo el ejercicio, puedo marcarte el tiempo”, dijo Riley.
“Te lo agradecería”, dijo Riley.
Pasaron a una sección separada del campo de tiro, donde no estaría en riesgo de ser alcanzada por las balas perdidas de los alumnos.
Mientras Bill operaba un cronómetro, Riley pasó por todas las etapas del curso de calificación de pistola del FBI, disparando a la diana a tres, luego a cinco, luego a siete, luego a quince metros de distancia. La quinta y última etapa fue la única parte que le pareció poco desafiante, disparar desde detrás de una barricada a 25 metros de distancia.
Riley se quitó su protector de cabeza cuando terminó. Ella y Bill caminaron a la diana y revisaron su trabajo. Todas las marcas de impacto estaban bien agrupadas.
“Cien por ciento — una puntuación perfecta”, dijo Bill.
“Más le vale”, dijo Riley. Odiaría el hecho de que se estuviese oxidando.
Bill señaló hacia la valla trasera más allá del blanco.
“Es surrealista, ¿no?”, dijo.
Algunos ciervos de cola blanca pastaban en la cima de la colina. Realmente se habían reunido allí mientras ella había estado disparando. Estaban a su alcance, incluso con su pistola. Pero no se veían ni un poco molestos por las miles de balas que golpeaban los blancos justo debajo de la cresta por la que andaban.
“Sí”, dijo ella, “y hermoso”.
Los ciervos eran comunes en esta época del año. Era temporada de caza, y de alguna manera sabían que estarían seguros aquí. De hecho, los terrenos de la academia del FBI se habían convertido en una especie de refugio para muchos animales, incluyendo zorros, pavos salvajes y marmotas.
“Un par de días atrás, uno de mis estudiantes vio un oso en el estacionamiento”, dijo Riley.
Riley dio unos pasos hacia la valla trasera. Los ciervos levantaron sus cabezas, la miraron fijamente y se fueron trotando. No le tenían miedo a los disparos, pero no querían que la gente se acercara mucho.
“¿Cómo supones que lo saben?”, preguntó Bill. “Quiero decir, que es seguro aquí. ¿No es que todos los disparos suenan iguales?”.
Riley simplemente negó con la cabeza. Era un misterio para ella. Su padre la había llevado a cazar de pequeña. Para él, los ciervos eran simplemente recursos, alimentos y piel. No le había molestado el matarlos hace tantos años. Pero eso había cambiado.
Le parecía extraño ahora que lo pensaba. No le costaba usar fuerza letal contra un ser humano cuando era necesario. Podía matar a un hombre en un santiamén. Pero matar a una de estas criaturas ahora parecía inimaginable.
Riley y Bill caminaron hacia un área de descanso cercana y se sentaron juntos en un banco. Aún parecía no querer explicarle por qué quería hablar con ella.
“¿Cómo te está yendo solo?”, preguntó con una voz dulce.
Sabía era una pregunta delicada y vio a Bill hacer un gesto de dolor. Su esposa lo había dejado recientemente después de años de tensión entre su trabajo y su vida familiar. Bill había estado preocupado por la posibilidad de perder el contacto con sus hijos jóvenes. Ahora estaba viviendo en un apartamento en la ciudad de Quántico y pasaba tiempo con sus hijos los fines de semana.
“No lo sé, Riley”, dijo. “Creo que nunca me acostumbraré a estar solo”.
Estaba claramente deprimido y solo. Ella había sufrido como él durante su reciente separación y divorcio. También sabía que los momentos después de una separación eran especialmente frágiles. Aunque la relación no hubiera sido tan buena, te encuentras a ti mismo en un mundo de extraños, extrañando los años de familiaridad, no sabiendo muy bien qué hacer contigo mismo.
Bill tocó su brazo. “A veces pienso que lo único que me queda en la vida eres tú”, dijo emotivamente.
Riley sintió ganas de abrazarlo en ese momento. Cuando trabajaron como compañeros, Bill había salido a su rescate un montón de veces, tanto física como emocionalmente. Pero sabía que tenía que tener cuidado. Y sabía que las personas podían ser un poco locas en circunstancias como estas. Ella había llamado a Bill una noche en medio de una borrachera proponiéndole que tuvieran una aventura. Ahora las situaciones eran contrarias. Podía sentir su dependencia de ella, ahora que estaba comenzando a sentirse lo suficientemente fuerte y libre como para estar sola.
“Hemos sido buenos compañeros”, dijo. Era soso, pero no se le ocurrió otra cosa.
Bill respiró profundamente.
“Quiero hablarte justamente de eso”, dijo. “Meredith me dijo que te había llamado sobre el caso de Phoenix. Estoy trabajando en él. Necesito un compañero”.
Riley se sintió un poco irritada. La visita de Bill estaba empezando a parecer una emboscada.
“Le dije a Meredith que lo pensaría”, dijo.
“Y ahora yo te estoy pidiendo que trabajes en el caso”, dijo Bill.
Un silencio cayó entre ellos.
“¿Y Lucy Vargas?”, preguntó Riley.
La agente Vargas era una novata que había trabajado estrechamente con Bill y Riley en su caso más reciente. Ambos quedaron impresionados con su trabajo.
“Su tobillo no ha sanado”, dijo Bill. “No estará en el campo por otro mes”.
Riley se sentía tonta por haberlo preguntado. Cuando ella, Bill y Lucy habían acorralado a Eugene Fisk, el llamado “asesino de las cadenas”, Lucy se había caído, fracturándose el tobillo en el proceso. Obviamente no volvería al trabajo tan rápido.
“No lo sé, Bill”, dijo Riley. “Este descanso del trabajo me está cayendo bien. He estado pensando en solo enseñar de ahora en adelante. Solo puedo decirte lo que le dije a Meredith”.
“Que lo pensarás”.
“Sí”.
Bill dejó escapar un gruñido de descontento.
“¿Podríamos al menos reunirnos y hablar del tema?”, preguntó. “¿Tal vez mañana?”.
Riley se enmudeció por un momento.
“Mañana no”, dijo. “Mañana tengo que ver a un hombre morir”.
Capítulo Cinco
Riley miró por la ventana de la habitación donde Derrick Caldwell moriría pronto. Estaba sentada al lado de Gail Bassett, la madre de Kelly Sue Bassett, la víctima final de Caldwell. El hombre había matado a cinco mujeres antes de su captura.
Le había costado aceptar la invitación de Gail a la ejecución. Solo había visto una ejecución, en ese entonces como testigo voluntario, sentada entre periodistas, abogados, agentes, asesores espirituales y el presidente del jurado. Ahora ella y Gail estaban entre los nueve parientes de las mujeres que Caldwell había asesinado, todos hacinados en un espacio reducido, sentados en sillas plásticas.
Gail, una pequeña mujer de sesenta años de edad con un rostro delicado, se había mantenido en contacto con Riley a lo largo de los años. Su esposo había muerto antes de la ejecución, y le había escrito a Riley que no tenía a nadie que la acompañara en ese momento. Así que Riley había accedido a asistir.
La cámara de muerte estaba justo al otro lado de la ventana. Los únicos muebles de la habitación eran la camilla de ejecución, una mesa en forma de cruz. Una cortina plástica azul colgaba en la cabecera de la camilla. Riley sabía que las vías intravenosas y los químicos letales estaban detrás de esa cortina.
Un teléfono rojo en la pared conectaba con la oficina del gobernador. Solo sonaría en caso de una decisión de clemencia. Nadie esperaba que eso sucediera esta vez. Un reloj que colgaba encima de la puerta de la habitación era la única otra decoración visible.
En Virginia, los delincuentes condenados podían elegir entre la silla eléctrica y la inyección letal. Casi siempre escogían la segunda opción. Si el prisionero no escogía nada, asignaban la inyección.
A Riley le sorprendió el hecho que Caldwell no había optado por la silla eléctrica. Era un monstruo impenitente que parecía estar esperando su muerte con los brazos abiertos.
Eran las 8:55 cuando se abrió la puerta. Riley oyó unos murmullos en la sala cuando varios miembros del equipo de ejecución metieron a Caldwell en la cámara. Dos guardias lo flanqueaban, cada uno agarrando un brazo, y otro lo seguía. Un hombre bien vestido entró de último, era el director de la prisión.
Caldwell vestía un pantalón azul, una camisa azul y unas sandalias sin calcetines. Estaba esposado y encadenado. Riley no lo había visto en años. En su corto tiempo como asesino en serie había tenido el cabello largo y rebelde y una barba desgreñada, un look bohemio apropiado para un artista callejero. Ahora estaba bien afeitado y se veía bastante ordinario.
Aunque no luchó, se veía asustado.
“Qué bueno”, pensó Riley.
Miró la camilla y alejó la mirada de nuevo. Parecía estar tratando de no mirar la cortina plástica azul. Por un momento, miró fijamente por la ventana de la sala de observación. De pronto parecía estar más tranquilo y más sereno.
“Ojalá pudiera vernos”, murmuró Gail.
No podía verlos debido a un vidrio de visión unilateral; Riley no compartía el deseo de Gail. Caldwell ya la había mirado mucho para su gusto. Para capturarlo, había ido de encubierto. Había pretendido ser un turista en el paseo marítimo de la playa Dunes y lo había contratado para dibujar su retrato. La había adulado mucho mientras trabajaba, diciéndole que era la mujer más hermosa que había dibujado en mucho tiempo.
Supo en ese entonces que era su próxima víctima potencial. Esa noche había sido la carnada, dejándolo acecharla por la playa. Cuando había intentado atacarla, los agentes de respaldo no tuvieron problemas para atraparlo.
Su captura había sido bastante sosa. El descubrimiento de que había descuartizado y guardado a sus víctimas en un congelador había sido otra cosa. Estar junto en frente y haber visto el momento exacto en el que habían abierto el congelador fue uno de los momentos más desgarradores de la carrera de Riley. Aún sentía compasión por los familiares de las víctimas, Gail entre ellas, por tener que identificar a sus esposas, hijas y hermanas descuartizadas...
“Demasiado bellas como para vivir”, había dicho el asesino.
A Riley le asustó mucho el hecho de que él la había visto a ella de esa manera. Ella nunca se había considerado hermosa y los hombres, incluso su ex marido, Ryan, rara vez le decían que lo era. Caldwell era una excepción cruel y horrible.
Se preguntaba qué significaba que un monstruo patológico la había considerado una mujer perfectamente hermosa. ¿Había reconocido algo dentro de ella que era tan monstruoso como él? Había tenido pesadillas sobre sus ojos admiradores, sus palabras melosas y su congelador lleno de partes durante unos años después de su juicio y condena.
El equipo de ejecución colocó a Caldwell en la camilla de ejecución, le quitó las esposas, grilletes y sandalias y lo sujetaron con unas correas de cuero, dos por el pecho, dos para sostener sus piernas, dos alrededor de sus tobillos y dos alrededor de sus muñecas. Sus pies descalzos daban a la ventana. Era difícil ver su rostro.
De repente, las cortinas se cerraron sobre las ventanas del observatorio. Riley entendió que esto era ocultar la fase de la ejecución donde algo pudiera salir mal, que al equipo le cuestora encontrar una vena adecuada, por ejemplo. Aún así, le pareció peculiar. Las personas en ambos observatorios estaban a punto de ver a Caldwell morir, pero no tenían permitido presenciar la inserción mundana de las agujas. Las cortinas se mecían un poco, aparentemente por los movimientos de los miembros del equipo que estaban del otro lado.
Cuando abrieron las cortinas de nuevo, las vías intravenosas estaban en su lugar, pasando de los brazos del prisionero por huecos en las cortinas plásticas. Algunos miembros del equipo de ejecución se habían colocado detrás de las cortinas, donde administrarían las drogas letales.
Un hombre sostenía el auricular del teléfono rojo, listo para contestar una llamada que seguramente nunca llegaría. Otro le hablaba a Caldwell, sus palabras un sonido apenas audible debido al mal sistema de sonido. Le estaba preguntando a Caldwell si tenía unas palabras finales.
En cambio, la respuesta de Caldwell se escuchó bastante bien.
“¿Está aquí la agente Paige?”, preguntó.
Sus palabras impactaron a Riley.
El funcionario no respondió. No tenía derecho a saber la respuesta a esa pregunta.
Después de un silencio tenso, Caldwell habló de nuevo.
“Díganle a la agente Paige que hubiese deseado poder plasmar su belleza con mi arte”.
Aunque Riley no podía ver su rostro claramente, pensó haberlo oído soltar una risita.
“Eso es todo”, dijo. “Estoy listo”.
Riley estaba llena de rabia, horror y confusión. Esto era lo último que había esperado. Derrick Caldwell había elegido hablar de ella en sus momentos finales. Y era incapaz de hacer algo al respecto por estar sentada detrás de este vidrio irrompible.
Lo hizo comparecer ante la justicia pero, a la final, logró vengarse de una forma enfermiza.
Sintió la pequeña mano de Gail sosteniendo la suya.
“Dios mío”, pensó Riley. “Me está consolando”.
Riley trató de controlar sus náuseas.
Caldwell dijo una cosa más.
“¿Lo sentiré cuando comience?”.
Tampoco recibió respuesta a esa pregunta. Riley podía ver el líquido moverse por los tubos transparentes de las vías. Caldwell respiró profundamente y aparentemente se quedó dormido. Su pie izquierdo tembló un par de veces, y luego se quedó inmóvil.
Después de un momento, uno de los guardias pellizcó ambos pies, sin obtener una reacción. Parecía un gesto bastante peculiar, pero Riley entendió que el guardia estaba asegurándose que el sedante estuviera funcionando y que Caldwell estaba totalmente inconsciente.
El guardia les dijo algo inaudible a las personas que se encontraban detrás de la cortina. Riley vio líquido moverse por las vías de nuevo. Sabía que esta segunda droga detendría sus pulmones. En poco tiempo, una tercera droga detendría su corazón.
Riley se encontró pensando en lo que estaba viendo mientras la respiración de Caldwell se hacía más lenta. ¿Cómo era diferente esto de las veces que ella misma había usado fuerza letal? Ella había matado a varios asesinos en el cumplimiento de su deber.
Pero esto no era nada como esas otras muertes. En comparación, era extrañamente controlada, limpia, clínica, inmaculada. No parecía correcta. Irracionalmente, Riley se encontró pensando...
“No debí haberlo dejado llegar a este punto”.
Sabía que no tenía razón, que había llevado a cabo la captura de Caldwell con profesionalismo. Pero aún así pensó...
“Debí haberlo matado yo misma”.
Gail sostuvo la mano de Riley por diez largos minutos. Finalmente, el funcionario que estaba al lado de Riley dijo algo que Riley no pudo escuchar.
El director salió de detrás de la cortina y habló en una voz bastante clara como para ser entendida por todos los testigos.
“La pena de muerte fue ejecutada con éxito a las 9:07 a.m.”.
Luego las cortinas se cerraron de nuevo. Los testigos ya habían visto lo que habían venido a ver. Los guardias entraron en el observatorio e instaron a todos a irse lo más pronto posible.
Gail tomó la mano de Riley de nuevo a lo que todos salieron al pasillo.
“Siento que dijo lo que dijo”, le dijo Gail.
Riley se sobresaltó. ¿Cómo podría Gail preocuparse por los sentimientos de Riley en un momento como este, cuando por fin había comparecido ante la justicia el asesino de su propia hija?
“¿Cómo te sientes, Gail?”, preguntó mientras caminaban rápidamente hacia la salida.
Gail caminó en silencio por un momento. Tenía una expresión vacía en su rostro.
“Está hecho”, dijo finalmente, su voz fría y entumecida. “Está hecho”.
Salieron del edificio a la luz del día. Riley pudo ver dos muchedumbres al otro lado de la calle, cada una fuertemente controlada por la policía. En un lado había un grupo que estaba de acuerdo con la ejecución, tenían carteles odiosos, algunos soeces y obscenos. Estaban llenos de júbilo, y era comprensible. Del otro lado estaban los que abogaban en contra de la pena de muerte, también con sus propios carteles. Habían pasado toda la noche aquí celebrando una vigilia. Estaban mucho más tranquilos.
Riley no sintió compasión por ninguno de los dos grupos. Estas personas estaban aquí por ellos mismos, para hacer un espectáculo público de su indignación y rectitud, actuando en aras de su propia autocomplacencia. En su opinión, no tenían por qué estar aquí—no estaban entre aquellos cuyo dolor y aflicción era demasiado real.
Había una multitud de reporteros entre la entrada y las muchedumbres con camiones de prensa cerca. Mientras Riley caminaba entre ellos, una mujer corrió hasta ella con un micrófono y un camarógrafo detrás de ella.
“¿Agente Paige? “¿Eres la agente Paige?”, preguntó.
Riley no respondió. Ella intentó pasar a la reportera.
La reportera la siguió tenazmente. “Nos enteramos que Caldwell la mencionó en sus últimas palabras. ¿Algún comentario?”.
Otros reporteros se acercaron a ella, haciendo la misma pregunta. Riley apretó los dientes y siguió por la multitud. Por fin logró liberarse de ellos.
Se encontró pensando en Meredith y Bill mientras se apresuraba para llegar a su carro. Ambos la habían implorado a tomar un nuevo caso. Y estaba evitando darles una respuesta.
“¿Por qué?”, se preguntó.
Se acababa de escapar de los reporteros. ¿Estaba tratando de escapar de Bill y Meredith también? ¿Estaba tratando de escapar de quién era realmente y de todo lo que tenía que hacer?
*
Riley estaba feliz de estar en casa. La muerte que había presenciado esa mañana la había dejado con una sensación de vacío y el viaje de regreso a Fredericksburg había sido cansón. Pero cuando abrió la puerta de su casa adosada, algo no parecía estar bien.
Había demasiado silencio. April ya debería haber regresado de la escuela. ¿Dónde estaba Gabriela? Riley entró en la cocina y la encontró vacía. Encontró una nota sobre la mesa de la cocina.
“Me voy a la tienda”, decía. Gabriela había ido a la tienda.
Riley agarró el espaldar de una silla cuando se vio inmersa en una ola de pánico. April había sido secuestrada de la casa de su padre en otra ocasión en la que Gabriela había ido a la tienda.
Oscuridad, un atisbo de una llama.
Riley se dio la vuelta y corrió al pie de las escaleras.
“April”, gritó.
No hubo respuesta.
Riley corrió por las escaleras. Los dormitorios estaban vacíos. No había nadie en su pequeña oficina.
El corazón de Riley latía con fuerza, sin importar que su mente le estaba diciendo que era una tonta. Su cuerpo no estaba escuchando a su mente.
Corrió al piso inferior y luego a la cubierta trasera.
“April”, gritó.
Pero nadie jugaba en el patio de al lado y no había niños a la vista.
Logró controlarse para no dejar escapar otro grito. No quería que los vecinos se convencieran de que estaba realmente loca. No tan pronto.
Buscó en su bolsillo, sacó su teléfono celular y le envió un mensaje de texto a su hija.
No recibió ninguna respuesta.
Riley entró en su casa y se sentó en el sofá. Sujetaba su cabeza con sus manos.
Estaba de nuevo en el sótano de poca altura, acostada sobre la suciedad en la oscuridad.
Pero la luz se estaba moviendo hacia ella. Podía ver su rostro cruel en el resplandor de las llamas. Pero no sabía si el asesino venía por ella o por April.
Riley se obligó a separar la visión de su realidad.
“Peterson está muerto”, se dijo enfáticamente. “Nunca nos volverá a torturar”.
Se sentó en el sofá y trató de concentrarse en el aquí y en el ahora. Estaba aquí en su nueva casa, en su nueva vida. Gabriela había ido a la tienda. April seguramente estaba en algún sitio cercano.
Su respiración se volvió más lenta, pero no pudo obligarse a ponerse de pie. Tenía miedo que iría al patio y gritaría de nuevo.
Después de lo pareció ser mucho tiempo, Riley oyó la puerta principal abrirse.
April entró por la puerta, cantando.
Ahora Riley pudo ponerse de pie. “¿Dónde coño andabas?”.
April se veía sobresaltada.
“¿Cuál es tu problema, Mamá?”.
“¿Dónde andabas? ¿Por qué no respondiste mi mensaje de texto?”.
“Disculpa, tenía el celular en silencio. Estaba en casa de Cece, Mamá. Al otro lado de la calle. Cuando nos bajamos del autobús escolar, su mamá nos ofreció helado”.
“¿Y cómo iba a saber dónde andabas?”.
“No creía que llegarías a casa antes que yo”.
Riley se oyó a sí misma gritar, pero no pudo contenerse. “No me importa lo que creas. No estabas pensando. Siempre tienes que dejarme saber…”.
Las lágrimas que corrían por las mejillas de April finalmente la detuvieron.
Riley recuperó el aliento, corrió hacia April y la abrazó. Al principio, el cuerpo de April estaba rígido por su rabia, pero Riley la sintió relajarse poco a poco. Entró en cuenta que ella también estaba llorando.
“Lo siento”, dijo Riley. “Lo siento. Es solo que hemos pasado por tantas… tantas cosas terribles”.
“Pero ya todo acabó”, dijo April. “Mamá, ya todo acabó”.
Ambas se sentaron en el sofá. Era un sofá nuevo, lo había comprado luego de mudarse a esta casa. Lo había comprado para su nueva vida.