Kitabı oku: «El misterio del Atlas de Oliva»

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Diez Suricatos

© del texto: Borja Galmés Belmonte

© corrección del texto: Equipo BABIDI-BÚ

© de esta edición:

Editorial BABIDI-BÚ, 2020

Fernández de Ribera 32, 2ºD

41005 - Sevilla

Tlfn: 912.665.684

info@babidibulibros.com

www.babidibulibros.com

Primera edición: noviembre, 2020

ISBN: 978-84-18499-16-6

Producción del ebook: booqlab

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra»


Índice

1 El primer día de clase

2 El Atlas de Oliva

3 Un secreto inesperado

4 Agosto de 1501

5 La pandilla se pone en marcha

6 La investigación de Tania

7 La visita al museo

8 La búsqueda se reinicia

9 Otra vez en el museo

10 Bajo la cruz de Santiago

11 Arcetri 1636

12 Los dos genios

13 A los pies del caballo

14 Cónclave en el centro comercial

15 La real acequia (1575)

16 La clave del caballo

17 Nochebuena

18 De nuevo en clase

19 Un sencillo paseo

20 El abuelo

21 El ojo del Rey Jorge

22 Real observatorio astronómico de Madrid: diciembre de 1808

23 Roam

24 La persecución

25 Los pliegos

26 El destino final

27 Un guiño del destino

28 Su legítimo dueño

Epílogo

A mis padres que tanto me enseñaron.

A mis hijos a quienes tanto quisiera enseñar.

1
El primer día de clase

Cuando Tania oyó el despertador de su madre, ya llevaba un buen rato despierta. Por lo menos media hora. Y eso, para alguien a quien le gusta dormir, era un tiempo más que notable. Pero aquel día no era un día como los demás. No solo terminaban las vacaciones de verano, lo que suponía el inicio de un nuevo curso escolar, sino que, además, ella y su hermano Guille estrenaban instituto. Sus padres habían decidido, ya a mediados del curso anterior, cambiarlos al colegio del barrio. Por tanto, tendrían que esforzarse para hacer de nuevo amigos, tratar con profesores diferentes, etc. Ella ya estaba mentalizada desde hacía tiempo, pero para Guille fue un duro golpe cuando se enteró. El único consuelo para este era que seguirían juntos, pues, a pesar de que el hermano de Tania aún no tenía edad para ir al instituto, resultaba que el centro del barrio era lo que llamaban un CEIPSO, es decir un centro de educación infantil, primaria y secundaria.

Al escuchar los pasos de su madre, Tania se levantó de la cama de un respingo, se calzó sus zapatillas de estar por casa y se dirigió a la cocina con la intención de preparar su desayuno y el de su hermano. Aunque Guille ya tenía diez años, cuatro menos que ella, seguía preparándole el desayuno. Quizás era una costumbre adquirida desde hacía tiempo, seguramente fruto del sentido de la responsabilidad que siempre había mostrado Tania desde pequeña. Alguien le había comentado alguna vez que eso era el síndrome del hermano mayor. Sea como fuere, no le importaba hacerlo, y hasta le gustaba la sensación que experimentaba al ver la cara de su hermano sintiéndose cuidado y protegido por ella. Lo cierto era que, desde muy pequeñitos, siempre se habían llevado muy bien. Bueno, a veces se peleaban, como todos los hermanos, pero se querían mucho.

Guille se levantó bastante más adormilado que Tania, y llegó hasta la cocina junto con su madre.

—Vamos, chicos, que hoy es el primer día y no podemos llegar tarde —dijo esta.

Tras un par de vasos de leche, unas tostadas y algunos gritos y carreras, ya estaban listos para afrontar el gran reto que se les planteaba por delante.

Al llegar a la entrada de su nuevo centro escolar, ambos no pudieron evitar pararse en seco y compartir una mirada cómplice que denotaba una especie de vértigo por adentrarse en ese pequeño mundo envasado entre aquellos muros, a sabiendas de que aún no habían hecho méritos suficientes como para acreditar su pertenencia a él.

Tania entró en su clase intentando pasar desapercibida, aunque, muy a su pesar, rápidamente fue consciente de cómo la mayoría de las miradas la seguían. Lamentablemente, ella era la extraña, la nueva. Se sentó con urgencia en el primer pupitre que encontró libre, lejos de las primeras filas y, mirando hacia la nada, esperó unos interminables minutos hasta que llegó la profesora de lengua. Mientras esta se presentaba como la señorita Adela, su nueva tutora, Tania no dejaba de murmurar en su interior.

—Que no diga nada de los nuevos, que no diga nada de los nuevos…

—Y, además, hoy damos la bienvenida a una alumna nueva en este curso. ¿Quieres ponerte de pie y presentarte a tus compañeros, hija? —indicó, para desgracia de Tania, la señorita Adela.

Aquello no podía empezar peor. Se levantó tímidamente y con voz trémula dijo:

—Hola, me llamo Ta-Tania —tartamudeó sin poder evitarlo.

—¿Tatania? —repitió la señorita Adela, mientras una carcajada resonaba en toda la clase.

«Perfecto —pensó—. ¡Me acaba de crucificar! De esta ya no me recupero».

Las primeras horas de clase transcurrieron sin más incidencias, lo que supuso un gran alivio para Tania. Cuando sonó el timbre para salir al recreo, esta se acordó repentinamente de su hermano. Había estado tan ensimismada con su estreno en el nuevo colegio, que no se había parado a pensar hasta ahora qué tal le habría ido a Guille. Confiaba en que hubiera tenido mejor suerte que ella. Así que, nada más salir de clase, se puso a buscar a su hermano entre los alumnos de su curso. Tras unas cuantas vueltas al recinto, finalmente lo encontró acurrucado en una esquina del patio de los de primaria, con la cabeza entre las rodillas. Inmediatamente, se acercó hasta él.

—¿Qué te pasa, Guille? —le preguntó Tania al oírle sollozar.

Guille levantó levemente la cabeza y volvió a refugiarla entre sus brazos.

—Es un día difícil, ¿verdad? —dijo su hermana.

—Creo que hoy se han reído de mí. No sé si seré capaz de hacer amigos en este cole —murmuró él.

Entonces Tania se sentó junto a su hermano y, juntando sus cabezas, lo abrazó fuertemente. Así permanecieron largo rato, hasta que una voz los sacó de su ensimismamiento.

—Guille, ¿sabes jugar de portero? Nos falta uno.

Al levantar la mirada, vieron a uno de los niños de la clase de Guille con el balón apoyado en jarras en la cintura. Guille se secó las lágrimas lo más rápida y disimuladamente que pudo, se levantó y se fue con él. Tania vio cómo su hermano se incorporaba al partido que estaban jugando los chicos de su clase, mientras, sin darse cuenta, su boca dibujaba una media sonrisa. Según se alejaba del campo de fútbol, pensó:

«Pues sí, debe de ser el síndrome del hermano mayor».

Los días de clase fueron sucediéndose de un modo tal, que pronto Tania sintió como si hubiese estado en aquel centro desde hacía muchos años. El entorno se fue haciendo familiar de un modo muy natural. Y lo más importante, ella y su hermano empezaron a entablar amistad con sus compañeros. Tania se llevaba bien con todos los de su clase. Bueno, con casi todos. Porque luego estaba Maikel. Maikel era el típico gallito que anda buscando el conflicto a todas horas, de esos que piensan que lo que distingue a un tío por encima del resto es el músculo y la chulería mal llevada. Y para colmo, dado que era repetidor, el año de más que sacaba al resto de compañeros de clase le confería una especie de absurdo estatus superior al de los demás.

Por suerte, Tania había hecho bastante amistad con un pequeño grupo. Especialmente con Eva, con la que había descubierto que compartía numerosas inquietudes. Eva era una chica despierta, generosa y divertida, a pesar de que, a veces, podía parecer algo brusca. De hecho, su principal defecto, o cualidad quizás, consistía en que decía las verdades de forma excesivamente explícita y gratuita.

Y luego estaban Camilo y Álex. Milo, como le gustaba a Camilo que le llamasen, ya que su nombre le resultaba un poco anticuado, era de esas personas que tienen cierta tendencia natural para atraer la calamidad sobre ellos mismo. De aquellos que hacen reír a los demás sin pretenderlo. Pero, por encima de todo eso, era un chico con un gran corazón. Y Álex era una persona un poco tímida, demasiado callada a veces, pero de esos amigos en los que siempre puedes confiar. La verdad es que habían constituido una pequeña pandilla un tanto heterogénea y dispar, pero que funcionaba perfectamente como conjunto.

2
El Atlas de Oliva

Hacía ya unos días que se notaba cómo las tardes se acortaban precipitando el ocaso. Dado que no tenía deberes y sus padres no la dejaban ver más la tele ni podía jugar al ordenador entre semana, Tania se entregó a uno de sus hábitos furtivos favoritos, que no era otro que el de husmear y hojear los libros antiguos de su padre. La estantería del salón exhibía una importante colección de facsímiles, gran parte de los cuales habían sido del abuelo Guillermo, lo cual hacía que aquellos ejemplares tuvieran mayor valor aún para su padre. No sabía muy bien por qué, pero a Tania todos esos libros la atraían de un modo casi mágico. Le encantaba abrir sus tapas y descubrir sus páginas cuajadas de escrituras indescifrables, de delicados dibujos de mil colores, o de mapas que parecían pintados por un niño... Pero era algo que debía hacer siempre a escondidas, pues sus padres se enfadaban si la veían trajinando entre aquellos libros. Así que, tras prepararse un colacao, cogió su taza y se adentró en el salón sin ni tan siquiera encender la luz, que ya iba siendo necesaria, y se plantó frente a aquella estantería. ¿Por cuál empezaría hoy? ¿Por el Imago Mundi? ¿Por el Historia Rerum? Aquellos nombres en latín que no llegaba a entender del todo eran como un canto de sirenas para Tania. Sin saber muy bien por qué, su mano se dirigió hacia el Atlas de Oliva, un pequeño libro en el que aparecían dibujados algunos mapas antiguos. Según su padre, ese libro, que lo había conseguido casualmente en un mercadillo medieval de Arganda del Rey, era el más auténtico de todos. La mayoría de los volúmenes de aquella pequeña biblioteca eran facsímiles, no carentes de valor, sin duda, pero realizados con medios modernos. Sin embargo, este era algo más. Parecía ser también una copia exacta, pero casi de la misma antigüedad que el original. Su padre lo había llevado en alguna ocasión a analizar por diversos expertos en la materia. No se trataba de ningún facsímil actual, ya que no tenía registro alguno. Todo parecía indicar que se trataba de un libro realmente antiguo. Sin embargo, todos coincidían en que no había constancia de ninguna copia del Atlas de Oliva que se hubiera realizado en el Siglo XVII, fecha a la que parecía pertenecer aquel volumen, a tenor de los materiales y técnica utilizados. Así pues, aquel era, sin duda, el libro más misterioso de toda la colección de su padre, y quizás por eso, era el que mayor fascinación despertaba en Tania.

Cuando cogió el pequeño volumen, no pudo evitar deslizar sus dedos por encima de las filigranas arabescas repujadas sobre el cuero de sus tapas. A continuación, abrió el libro con cuidado y comenzó a recorrer, uno por uno, los increíbles mapas antiguos que iban apareciendo con cada vuelta de página, mientras aspiraba ese peculiar olor que desprendían aquellas hojas gruesas y acartonadas, al tiempo que trataba de reconocer los lugares allí representados. De repente, escuchó las llaves de su padre tintineando en la cerradura de la puerta, acompañadas de un: «hola, ya estoy en casa».

Nerviosa, cerró bruscamente el códice para colocarlo de nuevo en su sitio. Sin embargo, la premura hizo que derramara sin querer algo de su colacao sobre el libro. Tania se sintió aterrada. Había manchado el interior de la tapa de uno de aquellos preciados volúmenes. No se atrevía ni a imaginar el disgusto que aquello supondría para su padre. Abatida por el sentimiento de culpabilidad, colocó de nuevo el libro en la estantería, pensando que, quizás, cuando se secase la mancha, no se notaría. Acto seguido, salió hacia el hall para dar un beso a su padre. Aquel beso le supo a traición, lo que hizo que se retirara a su cuarto con el corazón agitado por todo lo que había sucedido en tan solo unos segundos.

Por la noche, mientras cenaban, Tania permaneció en silencio.

—¿Te pasa algo, Tania? —preguntó insistente su madre.

—No —respondió ella—, no me pasa nada.

—¿Estás segura? —insistió su padre.

—No, solo estoy cansada. Ha sido un día duro en el cole —aseveró esta, aumentando su sentimiento de culpa con una mentira más.

Tras la cena, Tania estaba ansiosa por poder acercarse a la librería y comprobar cómo había quedado el libro. Pero la permanente presencia de sus padres en el salón se lo impidió, de modo que tuvo que reprimir su impulso hasta mejor ocasión.

A la mañana siguiente, arrollada por la premura habitual de los días de clase, tampoco pudo comprobar el estado del libro, así que de nuevo tuvo que contener su impaciencia y posponer la revisión.

Durante toda la jornada estuvo pensando en ello, especialmente en el disgusto que se llevaría su padre al ver su más preciado tesoro literario destrozado por un simple colacao.

Cuando por fin llegó a casa tras las clases, Tania sacó sus llaves de la mochila y abrió la puerta con cierto sigilo. Definitivamente, le gustaba aquella sensación de independencia y madurez que le confería el tener sus propias llaves y poder entrar en casa sola. Tras el saludo al aire de rigor para comprobar quién había, percibió una sensación extraña. Era difícil de explicar, pero algo resultaba distinto en el ambiente. Quizás la ausencia de respuesta a su saludo, quizás la quietud que parecía percibirse más allá de aquel inusual silencio… Mientras intentaba analizar qué era lo que le causaba aquella sensación de extrañeza, vio a su padre acercarse pausadamente por el pasillo. ¡Eso era lo extraño! Su padre estaba en casa a una hora que no resultaba habitual. Pero ¿solo eso era lo extraño? El gesto serio y rígido de su padre le confirmó que había algo más.

—Tania, ven un momento al dormitorio, por favor. Allí están tu madre y tu hermano.

—¡Ya está! Lo ha descubierto —murmuró Tania para sí pensando en el libro—. Pero ¿qué pintan mamá y Guille en esta historia? Me parece que el castigo va a ser antológico.

Sin embargo, cuando entró en la habitación de sus padres, los rostros compungidos de su hermano y de su madre le hicieron entender que no se trataba de una regañina por un libro.

—Tania, siéntate, por favor —dijo su madre—. Acabamos de venir del hospital. Por la mañana han tenido que ingresar a la abuela Lucía con un fuerte dolor en el pecho. Su corazón estaba enfermo, y, finalmente, no ha podido resistir. Tania, la abuela ya no está con nosotros.

Tania tardó unos segundos en reaccionar. Al principio, no era del todo consciente de lo que le estaba diciendo su madre. Apenas pudo balbucear unas pocas palabras.

—Pero ¿¡cómo que ya no está!? Si el domingo estuvimos jugando con ella. ¡Y habíamos quedado en que este fin de semana íbamos a hacer tortitas juntas!

Fue entonces, al abalanzarse sobre su mente la imagen de la cocina de su abuela vacía, al darse cuenta de que ya no habría nadie allí para hacer aquellas tortitas, ni para hacer manualidades ni jugar a las cartas, cuando se hizo plenamente consciente de lo que le estaban diciendo sus padres. Una especie de sensación de calor y mareo se precipitó bruscamente sobre su cabeza, haciéndola estallar en el llanto más sincero que jamás había experimentado. Su padre la agarró fuertemente en un abrazo que casi le hacía daño, pero que, por otro lado, necesitaba con urgencia. A aquel abrazo se les unieron su madre y Guille, compartiendo un llanto ahogado que Tania pensaba que no acabaría nunca.

Había transcurrido casi media hora desde que le informaron de la muerte de su abuela, pero Tania seguía enormemente confusa. Creía entender lo que significaba morirse, pero ahora se daba cuenta de que no era así. Nunca imaginó el vacío tan enorme que queda tras una noticia de ese tipo. Jamás habría adivinado la enorme sensación de extrañeza que resulta al saber que ya no volverás a hablar, a mirar, a escuchar a aquella persona a la que tanto quisiste. Era la primera vez que experimentaba este sentimiento. Sus abuelos paternos habían fallecido siendo ella muy pequeña, de modo que para Tania no eran sino un recuerdo postizo, adoptado por empatía hacia su padre. Pero esto, esto era distinto. Además, la abuela Lucía era una persona muy especial, con la que siempre había tenido una enorme complicidad. Y ahora, aquella complicidad se había esfumado, sin que nadie le hubiese pedido permiso. ¡¡No era justo!!

Fue entonces cuando se acordó de su abuelo. Había estado tan inmersa en su dolor, que apenas había tenido tiempo de pensar en cómo se encontraría su abuelo Ramón. Ni siquiera había preguntado por él.

Por ello, se acercó a su madre y, con la voz un poco tomada aún, le preguntó:

—Mamá, ¿cómo está el abuelo? ¿Dónde está?

Su madre, intentando reprimir las lágrimas, le contestó que se hallaba en el tanatorio.

—Yo me voy ahora para allá. Papá se quedará de momento con vosotros hasta que venga la tía Rosa.

—¿No puedo ir contigo? —preguntó Tania.

—No me parece muy buena idea, hija. Lo de los tanatorios es un trago difícil. Creo que sería mejor que te quedases aquí. Además, seguro que tu hermano agradecerá tenerte cerca en estas circunstancias.

—Vale, pero dale un beso muy grande al abuelo de mi parte.

—Se lo daré. Sé que le encantará —contestó su madre sin poder contener, ahora sí, un par de lágrimas silenciosas que circundaron su rostro.

La jornada había sido demasiado intensa, y, ahora que estaban en la cama ella y su hermano Guille, Tania se sentía agotada, pero sin poder conciliar el sueño. Sus padres aún seguían en el tanatorio, mientras ellos permanecían en casa con la tía Rosa, la cual se había esforzado por tenerlos distraídos. Pero, a pesar de sus generosos intentos, ninguno de los dos había conseguido quitarse de la cabeza lo sucedido. Tania estuvo un buen rato dando vueltas en la cama de un lado para otro, incómoda, intranquila. Con sigilo, se levantó y se asomó al cuarto de su hermano. Al verlo, sintió cierta envidia sana, pues, por la quietud del bulto que se perfilaba entre sus sábanas, imaginaba que este ya había conseguido conciliar el sueño. Sin embargo, un tenue sollozo entrecortado le hizo darse cuenta de su equivocación.

—Guille, ¿estás bien? —murmuró Tania.

—Yo creo que no —contestó Guille con una ingenua sinceridad que conmovió a Tania.

—¿Quieres que me acueste contigo? —preguntó esta.

—Vale.

Tania se acurrucó junto a su hermano, que seguía sollozando de un modo casi mudo.

—No llores más, Guille.

—Es que no puedo dejar de pensar en lo que me gustaría que la abuelita Lucía me diese un abrazo. Y eso ya no va a pasar nunca más.

A Tania se le saltaron las lágrimas al escucharlo. Lo agarró fuertemente, juntando sus cabezas como solían hacer cuando compartían alguna preocupación, y así permanecieron un tiempo indefinido, hasta que el cansancio hizo sucumbir a su hermano en un sueño abotonado por pequeños y entrecortados resoplidos. Y, extrañamente, en la quietud de la incipiente noche, por primera vez desde que había conocido la noticia de la muerte de su abuela, Tania sintió un poco de paz. Entonces susurró.

—Abuela, TE QUIERO.

Y, cerrando los ojos, dejó que el recuerdo de su abuela Lucía la meciera hasta dormirse.