Kitabı oku: «El misterio del Atlas de Oliva», sayfa 2
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Un secreto inesperado
Habían trascurrido ya casi dos meses desde lo de la abuela Lucía, y el ambiente en casa seguía siendo algo triste. Estaba claro que no era fácil asimilar lo sucedido, especialmente en días como este, cuando llegaba el fin de semana, que era cuando solían verse con los abuelos para comer juntos o hacer cualquier plan con ellos. Una de las actividades favoritas de los abuelos era, sin duda, salir a andar por la sierra. Y, aunque últimamente ya no podían hacer grandes caminatas, el mero hecho de pasear entre sus bosques, junto a sus ríos, etc., constituía siempre un plan perfecto. Pero ahora, la cosa había cambiado. Mamá tenía que ir de vez en cuando con su padre para ayudarle en su día a día. Guille y ella no habían vuelto a la casa de los abuelos desde entonces, y eso era algo que quería retrasar todo lo posible, sabedora de que le resultaría muy difícil estar entre aquellas paredes sin la presencia de la abuela.
En estos pensamientos andaba Tania, cuando oyó la voz de su madre:
—Niños, me bajo un momento a comprar unas cosas que necesito. Os quedáis solos un rato. Portaos bien —dijo su madre sentenciando con el archiconocido golpe que daba la puerta de la calle al cerrarse.
El padre de Tania había salido temprano, así que, efectivamente, estaban solos en casa. Aquello despertó en ella ese instinto tan característico suyo de responsabilidad y protección hacia su hermano, lo que la empujó a salir de su habitación y husmear por la casa hasta localizar a Guille y comprobar lo que estaba haciendo. Lo encontró en su cuarto jugando, como de costumbre, con sus Lego.
—Qué raro… —murmuró para sí en tono irónico.
Al verse en casa sin sus padres y con su hermano ocupado, pensó en acercarse una vez más a la biblioteca de su padre. Y entonces, de golpe, se acordó.
—¡¡El Atlas de Oliva!!
Con todo lo ocurrido, no se había vuelto a acordar del desaguisado que había causado en aquel preciado libro. Así que, no sin cierto nerviosismo, se acercó hasta la estantería donde descansaba el códice. Tania posó su mano sobre el lomo y tiró con suavidad de aquel libro, como si creyera, de un modo un tanto pueril, que por tratarlo con mimo el problema habría de resultar menor. Sin embargo, al abrir su tapa, pudo comprobar que no era así. Sobre la guarda del libro se extendía una enorme mancha de color marrón que ocupaba casi media página. Al verlo, de forma instintiva, lo cerró con brusquedad. Enseguida notó cómo su corazón se aceleraba. Volvió a abrir el libro y comprobó con mayor certidumbre el alcance de los daños. Era incluso peor de lo que había imaginado. Aquello iba a suponer un gran disgusto para su padre, y no estaba el ambiente para más enfados. Entonces, se le ocurrió una idea. En algún sitio había oído que se podían limpiar las manchas de las páginas de los libros pasando suavemente un algodón mojado en alcohol por la zona afectada. No sabía si esto sería una buena o mala idea, pero algo había que intentar. Así que, sin pensárselo dos veces, se acercó con urgencia hasta el armarito donde se guardaban los medicamentos y, cogiendo un trozo de algodón, lo mojó levemente en alcohol. A continuación, abrió el libro y comenzó a deslizar el algodón con delicadeza sobre aquella ominosa mancha de colacao. Después de hacer un primer barrido, parecía que, afortunadamente, la intensidad de la mancha había disminuido. Aún se notaba demasiado, pero ya no era aquel manchurrón marrón que tanto la había asustado. Tania se acercó hasta la ventana buscando aquella agradecida luz matinal que entraba por el cristal inundando el salón, para ayudar a secar el alcohol, con la idea de intentar una segunda limpieza. Mientras soplaba sobre la página para acelerar el secado, percibió algo que llamó su atención. En toda la zona afectada por la mancha se podían entrever lo que parecían ser unas palabras escritas. Con enorme curiosidad y sorpresa, Tania inclinó un poco el libro intentando que la luz del sol incidiera sobre él del modo más adecuado posible. Efectivamente, parecía que, por debajo del papel, había algo escrito. El texto estaba incompleto, pues solo había aflorado la parte tratada con alcohol. Si quería verlo en su totalidad, tendría que impregnar toda la página. Tras armarse de valor y sentenciar con un «de perdidos al río», comenzó a frotar el algodón sobre toda la superficie. Como si de un juego de aquellos de rasque y gane se tratase, poco a poco fue apareciendo la totalidad del texto. Tania no salía de su asombro. No acertaba a entender si aquello era de verdad o si se trataba de una broma tonta de un libro que al final iba a resultar que no era tan antiguo. Se sentía absolutamente desconcertada. Intentó leer del tirón el texto completo, pero estaba escrito en una lengua que rápidamente identificó como latín.
Se quedó un buen rato inmóvil, sin saber cómo reaccionar, hasta que el tintineo de unas llaves la sacó de su ensimismamiento. Su madre volvía de la calle, lo cual le hizo dar un respingo, cerrar bruscamente el libro y volver a colocarlo precipitadamente en la librería, como si nada hubiera ocurrido.
—Tania, ayúdame con las bolsas, por favor —le pidió esta.
—Ummh… sí… claro —contestó Tania.
—¿Te pasa algo hija? Te noto rara —preguntó su madre.
—¿Eh? No, nada, estaba pensando en mis cosas.
—¡Ay!, qué felices sois los jóvenes que podéis ocupar vuestra mente en cosas intrascendentes.
En otras circunstancias, Tania le habría rebatido ese argumento a su madre, defendiendo la trascendencia de los asuntos de una niña de su edad. Sin embargo, seguía demasiado aturdida por el hallazgo realizado en el atlas. Cuando por fin consiguió reaccionar, se acercó a su madre y le preguntó:
—Mamá, ¿puedo usar un rato el ordenador para un trabajo que tengo que preparar para el lunes?
—Sí puedes, pero cuidado dónde te metes en internet, ¿de acuerdo?
—Sí, mamá, ya lo sé —contestó ella.
Tania comenzó a buscar rápidamente traductores de latín. Pensaba, como piensan la mayoría de las personas de su generación, que obtener la traducción iba a ser algo inmediato. Pero rápidamente se topó con una realidad bien distinta. Tras introducir en el ordenador el texto en cuestión, se dio cuenta de que, según el traductor que eligiese, obtenía resultados muy dispares. Tania recordó entonces haber oído alguna vez a sus padres hablar precisamente del latín, pues estos eran lo suficientemente mayores como para haberlo estudiado en el instituto, y de algo que ellos llamaban «inclinaciones» o «declinaciones». No sabía muy bien de qué se trataba, pero sí recordaba haberles oído decir que con el latín no bastaba con conocer el significado de las palabras para entender una frase. Había que conocer las terminaciones de las palabras o algo así. Aquello se le había quedado grabado en la memoria, pues le pareció una característica sumamente compleja para una lengua. Y ahora, mira tú por donde, se topaba con esa dificultad. Recopilando las diferentes traducciones obtenidas, comprobó que el mensaje tenía que ver con el reflejo de una cruz en un cuadro y que eso escondía un secreto de una orden. Aquello, decididamente, no tenía ningún sentido. Por más que intentaba desentrañar aquel enigmático texto, no conseguía hilvanar una frase inteligible. Había buceado por todos los traductores de latín de la red, bueno, por todos los gratuitos, claro, y no terminaba de aclarar el misterio.
«No sé si estoy haciendo el idiota», pensó en un momento dado, pues no tenía muy claro si lo que había encontrado era algo importante, algún tipo de clave relacionada, como parecía indicar el propio texto, con un secreto tan antiguo como el libro, o si se trataba simplemente de una tomadura de pelo y, finalmente, aquel Atlas de Oliva que tanto apreciaba su padre, no había de resultar el libro valioso que siempre pensó.
Sin embargo, la curiosidad de una niña de su edad, y más en el caso de Tania, era muy superior al desaliento que cabría deducir de forma racional ante una situación como aquella.
—¿Qué tal va ese trabajo, hija? —preguntó su madre que asomaba inesperadamente la cabeza tras el marco de la puerta.
Tania dio un bote sobre la silla e, instintivamente, comenzó a minimizar las pantallas de los diferentes traductores en los que había probado suerte.
—Bien, mamá, pero déjame tranquila que me desconcentras —respondió ella sin tan siquiera levantar la mirada de la pantalla del ordenador.
—Bueno, bueno, perdone su eminencia —respondió su madre en un tono claramente irónico.
Tania siguió trabajando en aquella frase durante gran parte de la mañana, hasta que llegó su padre. Rápidamente, guardó en un archivo todo lo que había conseguido, que no era mucho, y apagó el ordenador. Por un lado, se moría de ganas de contarle a sus padres lo que había encontrado y de pedirles ayuda para descifrar aquel enigma. Sin embargo, si descubrían el estropicio causado en el libro, tenía la seguridad de que las cosas se iban a poner muy tensas. Y bien sabía que no estaba el «horno para bollos». Además, el supuesto enigma hallado en el atlas, seguramente no fuera tal misterio, sino algún tipo de broma absurda, lo que no aportaría nada bueno a aquella situación. Más bien al contrario, posiblemente fuese la prueba de que aquel libro no tenía el valor que su padre siempre le había conferido. Estaba claro, pues, que lo mejor era, de momento, mantenerlo todo en secreto.
4
Agosto de 1501
Rodrigo se encaramó en lo alto de la cofa del barco, donde acostumbraba a pasar largas horas escudriñando el horizonte. Le gustaba enormemente la sensación del aire contorneando su rostro mientras miraba desde arriba el ir y venir del resto de marineros sobre la cubierta. Pensaba que aquella era la sensación más parecida a volar que un ser humano pudiera experimentar. Rodrigo estaba convencido de que algún día el hombre inventaría un artilugio que le permitiera surcar los cielos. Pero, mientras tanto, él era el único aeronauta.
Sin embargo, últimamente no disfrutaba tanto de sus estancias en las alturas, pues sabía que las cosas no andaban muy bien por el Mare Nostrum, motivo por el cual debía permanecer alerta. Las incursiones de los otomanos en la parte occidental de su querido mar habían puesto en pie de guerra a las principales potencias marítimas. Y la decisión adoptada por los reyes Isabel y Fernando de expulsar a moros y judíos de la recién reconquistada península, no había hecho sino agravar esta situación. Aquello había servido de detonante para que el sultán otomano Bayecid II tomara la decisión de enviar naves al oeste del Mare Nostrum en su auxilio.
Apenas hacía dos veranos de la batalla de Zonchio. Y lo que es peor, tan solo unos meses desde el asedio de Cefalonia, en el cual, él sí había participado. Había sido una campaña larga y sumamente dura. Una campaña de las que dejan una huella indeleble en todos sus participantes. Acomodado sobre el soler de cofa, Rodrigo comenzó a rememorar aquellos intensos meses. Desde el mismo momento en que la flota a las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba atracara en el puerto de Cefalonia para unirse a los venecianos que allí aguardaban, tuvo un mal presentimiento. Y no solo por lo inexpugnable que se mostraba la fortaleza de San Jorge, tomada por los turcos unos cuantos años antes, sino porque esta estaba defendida por los temidos jenízaros. Apenas eran unos pocos centenares de ellos, muy inferiores en número a las tropas hispano-venecianas. Pero unos centenares dispuestos a defender aquel sitio hasta la muerte si fuera necesario, pues, no en vano, su fama de feroces guerreros los precedía.
Ya durante la larga y convulsa travesía que los había llevado desde Málaga hasta Sicilia, camino de Cefalonia, había oído hablar mucho de los jenízaros. Durante dicha travesía, había tomado por costumbre trajinar junto a un viejo marinero curtido en múltiples batallas, mientras saboreaba las historias que este relataba acerca de estos guerreros turcos. Según le había oído contar, los jenízaros eran niños robados y adiestrados desde su infancia en las artes de la guerra y en el manejo de todo tipo de armas. Eran prácticamente esclavos, pues sus vidas pertenecían en todo al sultán. Vivían con costumbres monásticas, y recibían una impecable educación en arte, literatura, idiomas, etc., por lo que, a pesar de ser soldados, eran sumamente cultos.
Casi sin pretenderlo, el sencillo hecho de escuchar la profunda voz labrada por el salitre marino de su veterano compañero, acompasado por el crujido del mar al ser rasgado por la proa de la embarcación, se había convertido para él en una necesidad.
Mas todo cambió una brumosa mañana cuando, como de costumbre, subió a la cubierta para limpiar el salitre adherido a la madera. Miró en derredor, en busca de su habitual compañía sin poder hallarla. Anduvo largo tiempo preguntando a los demás compañeros por el viejo marinero, sin recibir más respuesta que gestos de ignorancia, hasta dar con el galeno, quien le confirmó que el viejo había muerto la noche anterior. Al parecer llevaba varios días enfermo. El racionamiento de comida y agua al que se veían sometidos desde hacía algunas semanas como consecuencia de la escasez de víveres, ya que la ausencia de viento estaba alargando en exceso la navegación, habían agravado la enfermedad hasta su fatal desenlace. Rodrigo se sintió completamente abatido. No solo por la pérdida en sí, que para él sería insustituible, sino por el hecho de ser consciente, casi como si de un bofetón se tratara, de que, tras tanto tiempo a su lado, no se había percatado de que estaba enfermo. Y lo que casi le dolía más es que ni tan siquiera le había llegado a preguntar nunca su nombre. En medio de tanta desolación, fue extrañamente consciente de que, en algún lugar sumido en el silencio de aquellas profundas aguas, descansaría para siempre aquel viejo y anónimo contador de historias.
Tras el necesario aprovisionamiento en Sicilia, la flota hispana continuó su navegación hacia Cefalonia. Allí, junto con tropas venecianas, prepararon el asedio a la fortaleza de San Jorge, donde se atrincheraba el regimiento turco. El terreno era muy escarpado y pedregoso, de modo que les resultaba muy difícil montar toda la artillería y maquinaria de batalla. Rodrigo recordaba el desánimo que compartían la mayoría de los soldados al observar aquel inexpugnable enclave situado en lo alto de la montaña. Y para colmo, las historias que circulaban entre la soldadesca acerca de aquellos feroces guerreros, en nada contribuían al optimismo general. Más bien, parecía que iba a resultar, y así fue, una campaña extenuante. Sin darse cuenta, Rodrigo se convirtió en uno de los asiduos contadores de historias a la luz de las hogueras que encendían los soldados en el campamento para combatir el frío nocturno con el que el invierno se dejaba entrever. En realidad, no hacía sino reproducir lo que el viejo marinero le había contado en el barco. Y ello le hacía sentir un cierto protagonismo al que no estaba habituado, pero al que no le resultaba complicado acostumbrarse. Y, además, rememorando aquellos relatos, sentía rendir un cierto homenaje a su anónimo y ya desaparecido compañero de travesía.
Las jornadas de asedio fueron transcurriendo entre escaramuzas infructuosas y largos periodos de tensa inactividad, mientras el invierno arreciaba y los víveres comenzaban a escasear. La situación empezó a ser crítica en las primeras semanas de diciembre. Todo ello llevó a su capitán a tomar la decisión de emprender un ataque final a gran escala. Y, con tal fin, prepararon todo para que, el día 24, como preludio de la Nochebuena, tuviera lugar dicho ataque. La noche anterior la pasaron entera disparando la artillería contra los muros de la fortaleza. Aunque no causaron grandes destrozos, sin duda, los jenízaros debieron pasar una noche infernal. A decir verdad, ellos también pasaron una noche terrible, pues, si ya era difícil dormir al arrullo de los morteros, la tensión que precedía a cualquier enfrentamiento hacía que conciliar el sueño resultara del todo imposible. Saber que te hallas ante el que podría ser tu último día en este mundo, es un amargo trago del que ni los más avezados y veteranos soldados se libran.
Con las primeras luces de la mañana, comenzó el que, para bien o para mal, había de ser el asalto definitivo. Las tropas hispano-venecianas atacaron la fortaleza por dos frentes, para así dividir a las fuerzas jenízaras. La lucha era encarnizada. Desde la lejanía, Rodrigo podía observar cómo caían flechas y piedras sobre sus compañeros provocando innumerables bajas. Él formaba parte de un batallón que aguardaba la orden para abrir un tercer frente. Y, por fin, la orden llegó. Como la mayoría de ellos, Rodrigo se santiguó casi más por superstición que por fe, tragó saliva y se lanzó a la carrera junto con sus compañeros, como formando parte de un único organismo en el que cada uno de sus pequeños miembros ya no pensaba por sí mismo, sino que se dejaban empujar por una especie de realidad superior. Lograron abrir una brecha en la muralla y, con la ayuda de un pequeño puente que habían construido los días previos, pudieron acceder al adarve de la fortaleza. Por suerte para ellos, encontraron poca resistencia en su avance, ya que la mayoría de los efectivos turcos se encontraba librando batalla en los otros dos puntos de confrontación. Esto les proporcionó una posición de ventaja tal, que permitió cambiar el rumbo de la contienda. Sin embargo, la ferocidad de aquellos jenízaros, dignos de tantas historias oídas y contadas, los llevó a luchar encarnizadamente hasta la muerte, pues en ningún momento contemplaron la rendición.
Cuando todo terminó, Rodrigo, quien aun sin creérselo del todo seguía vivo, se sentó sobre los restos de la muralla tratando de desacelerar su corazón. Tras unos largos minutos, alzó la vista y miró a su alrededor. Habían vencido. La fortaleza era suya. Pero el coste humano había sido terrible. La mayoría de los soldados que las noches anteriores habían estado sentados a su alrededor escuchando historias, yacían ahora muertos por doquier, dibujando una espantosa imagen, de esas que nunca llegan a desaparecer del recuerdo. Y entre las filas turcas había sido aún peor. No quedaba ni un solo jenízaro con vida. No alcanzaba a comprender qué lleva a un ser humano a renunciar a la rendición cuando la lucha está perdida, a costa de la propia vida. No cabía duda de que aquellos jenízaros eran unos guerreros muy especiales.
Un extraño halo en el horizonte rescató a Rodrigo de la abstracción de aquellos amargos y, por desgracia, imborrables recuerdos, devolviéndolo súbitamente a la cofa del barco. Se estiró y entornó los ojos para poder escudriñar de un modo más incisivo el horizonte. A pesar de la bruma matutina que barnizaba toda la lontananza, enseguida reconoció las siluetas que, difuminadamente, se dibujaban en la lejanía.
—¡¡Barcos!! —gritó con todas sus fuerzas.
De repente, todo el devenir de los marineros se detuvo bruscamente, como si un viento gélido hubiera congelado a la tripulación.
Tras unos segundos de reacción, se oyó la voz del contramaestre.
—Triana, ¿por dónde?
Triana era el apelativo con el que todo el mundo lo conocía. De hecho, muy pocos sabían su verdadero nombre. Pero eso a él no le importaba. Más bien al contrario, le gustaba que lo llamaran así, pues aquello le servía para tener siempre presente su querida tierra natal. Aquella tierra de la que llevaba separado tanto tiempo y a la que tanto añoraba. Aquella tierra a la que no sabía si algún día volvería.
—Sobre la amura de estribor —contestó.
Como si de una coreografía se tratara, la tripulación al completo, capitán incluido, giró bruscamente la cabeza en la dirección indicada. La mayor parte de ellos hubieron de acercarse hasta la borda para lograr atisbar la presencia de un conjunto de navíos.
—¿Se distingue pabellón, mi capitán? —preguntó con voz preocupada el contramaestre.
Trascurrieron unos minutos interminables hasta que, por fin, la voz del capitán confirmó aquello que todos más temían.
—¡Kemal Reis!
El sencillo pero contundente nombre de aquel almirante turco cayó como un jarro de agua fría sobre la tripulación.
Al poco tiempo, ya se podían distinguir los característicos perfiles de los dromones bizantinos recortados contra el horizonte. Y, para mayor inquietud, a nadie se le escapaba que estos navegaban a favor del viento, mientras ellos lo hacían en ceñida por amura de estribor.
—¡Preparados para virar! —espetó el capitán al contramaestre, el cual comenzó a dar las órdenes pertinentes.
—¡Arriad la cangreja! ¡Verga mayor en cruz y timón a babor! ¡Rápido, panda de ineptos! ¡¡Quiero este barco virando ya!!
La urgencia del contramaestre acentuaba la preocupación que todos sentían ante la situación que se presentaba. Sin velas en popa, la embarcación cayó rápidamente a sotavento. No obstante, había que contener la maniobra para evitar orzar en exceso, lo que podría llevarlos a virar en redondo. Una vez situados con el viento por la aleta de estribor para aprovechar mejor el velamen del barco, se oyó la voz contundente del contramaestre:
—¡A toda vela!
Al poco de aquella orden, comenzaron a ganar velocidad. Era un auténtico espectáculo ver la proa de aquel navío rasgando las aguas que salpicaban por encima de la regala de las amuras, mostrando así todo su poderío. Las jarcias se tensaban al tiempo que la arboladura comenzaba a crujir, como si el propio barco resoplara por el esfuerzo que estaba realizando. Sin embargo, se trataba de una embarcación demasiado grande y cargada como para poder escapar de los ágiles dromones turcos, especialmente teniendo en cuenta la distancia a la que aún se hallaban de la costa valenciana.
En apenas media hora, ya resultaba fácil distinguir las velas latinas de la flota otomana que se les venía encima de un modo inexorable, empujada, no solo por la fuerza del viento, sino también por la de sus innumerables remeros. Y un solo barco nada podía hacer frente a aquel contingente sino rendirse.
Cuando ya era evidente el hecho de que iban a ser prisioneros de Kemal Reis, pues presentar batalla sería un suicidio, el capitán mandó inutilizar los cañones y tirar por la borda algunas de las más codiciadas posesiones que transportaban. Con ello pretendía que aquella captura le resultara lo menos beneficiosa posible al almirante turco.
En medio de la confusión, Rodrigo bajó sigilosamente a los compartimentos bajo cubierta, y se puso a hurgar nervioso entre unos viejos pergaminos que mantenía allí escondidos. Cuando por fin encontró los que buscaba, hizo un pequeño rollo con ellos y se los escondió bajo sus ropas. Se disponía a subir de nuevo a la cubierta cuando, unos golpes secos sobre el costado de babor, terminaron de confirmar lo inevitable. Al salir de nuevo, vio cómo innumerables garfios enclavados sobre la borda del barco servían ahora de ayuda a los otomanos para abarloar el buque, preparando así el abordaje. En cuestión de segundos, la cubierta se infestó de piratas turcos blandiendo sus yataganes de un modo casi aterrador. El capitán rindió el barco sin presentar batalla para evitar muertes innecesarias. Los otomanos arriaron velas y cambiaron el pabellón.
Ahora eran prisioneros de Kemal Reis.
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