Kitabı oku: «La mujer que se reencarnó en una aceitunera»

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ISBN: 978-84-1386-617-8

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LOLA.

Para que algún día Bruno y los/las que vengan, conozcan lo extraordinaria que fue su bisabuela.

1.

Miércoles, 25 de diciembre

Mis primeros recuerdos

¿Cuál es vuestro primer recuerdo? Es decir, ¿qué es lo primero que os viene a la cabeza cuando intentáis echar la vista atrás hasta llegar a la primera chispa de luz con la que empezó todo? Quizá no se trate de algo representado con una imagen que podáis reproducir en vuestra mente. Quizá vuestro primer recuerdo es un aroma a café, es el olor a jazmín, el sabor a un plato cocinado al ajillo o el tacto de unas manos siempre arregladas. El problema al intentar recordar es que, cuanto más lo hacemos, más existe el riesgo a que entre en juego la imaginación, que se encarga de rellenar nuestras lagunas, con elementos que no son del todo ciertos o que únicamente han ocurrido en nuestra cabeza. Ya sea porque es así como nos hubiera gustado que sucedieran, o porque con el paso de los años, nuestra mente ha creído que, en realidad, pasaron de esa manera; pero no por eso son menos reales, simplemente solo forman parte de nuestro particular estilo de ver las cosas.

Si pienso en el mío, me viene a la cabeza una moqueta color crema de pelo corto y rizado, no demasiado tupida y tampoco demasiado agradable, más bien de esas ásperas que provocan quemaduras si te caes sobre ellas. Parecida a las que encontramos en algunas partes del interior de los metros o autobuses públicos, porque están ahí precisamente para resistir el paso de la gente y de los años. No es para nada una moqueta bonita, aunque la recuerdo en el interior de alguna casa, porque está estrechamente ligada a la presencia de mucha claridad, como la que solo se encuentra en las casas soleadas y con vistas despejadas. Si me concentro mucho, incluso creo que esa moqueta no está en el suelo, sino que moldea alguna estructura que podría servir, por ejemplo, como una especie de tarima, quizá para sentarse. Por lo que es lógico pensar que si en ella alguien se podía sentar, también podría haber cerca o encima unos cojines color verde oliva, porque ese es otro recuerdo que me viene asociado directamente cuando pienso en la moqueta y en la claridad que la envuelve. Si fuera así, entonces sí tendría sentido una moqueta con esas propiedades dentro de un entorno doméstico, porque sería sobre los cojines donde estaríamos sentados y no directamente sobre ella. El problema es el de siempre en estos casos, que solo yo tengo ese recuerdo tan concreto, y no existe nadie que avale y comparta esta primera experiencia mía. Aunque si seguimos un orden lógico, en el primer piso donde vivimos, en la calle Mallorca de Barcelona, sí que había una moqueta, aunque no tenía esas características.

El siguiente recuerdo que me viene a la cabeza no es muy agradable y quedó grabado en mi memoria porque causó un gran impacto negativo. Es de cuando vivíamos en Cerdanyola, en el piso que había en la calle Santa Teresa, adonde fuimos a vivir después de pasar mis primeros dos años en Barcelona. Ese día estaba corriendo por el comedor, y no recuerdo qué fue lo que provocó que tropezara, quizá todo se resuma en la simple torpeza a la que se ve expuesto un niño de poco más de dos años. La cuestión es que fui a parar contra el marco de una de las puertas que conducía al pasillo de entrada, con tan mala suerte, que mordí el interior de uno de los laterales de la boca, y a consecuencia de este acto tan macabro contra mi persona, comenzó a emanar sangre sin que, en apariencia, tuviera que haber un fin. Me imagino que mis padres asustados (me lo puedo imaginar ahora que soy padre y me ha tocado pasar por algún episodio casi idéntico, pero no en ese instante, que no hacía otra cosa más que llorar) no sabían en ese momento de dónde venía la sangre (más tarde, en el hospital, sí lo supieron). Lo que resulta curioso de ese día es que mi recuerdo no se basa tanto en la caída, sino en estar sentado en las faldas de alguien, a quien no consigo poner cara, en la parte trasera de un taxi, con una toalla o paño de cocina en la boca. Pero en este primer recuerdo negativo vuelvo a tener una discordancia en cuanto a la veracidad de los hechos porque, cuando le pregunto a mi madre sobre aquel episodio, me contesta que no fue así, que no fuimos en taxi, sino que me llevaron ellos en el Peugeot 205 de color gris que por entonces teníamos en casa, y que en las faldas de quien iba era mi madre y que quien conducía era mi padre, pero bueno, mi madre también puede estar equivocada. Ella en ese momento ya había tenido muchos recuerdos y puede que los confunda, en cambio yo apenas había tenido tiempo de acumular algún registro, por lo que seguro no estaba contaminado por otras vivencias y mucho menos de esa intensidad.

¿Sabes cuál es el siguiente recuerdo que me viene a la cabeza, el tercero en la lista? Cuando estiré de la planta colgante que había en tu comedor y me cayó en la cabeza, ¿te acuerdas, Lola? Lo cierto es que tú no estabas presente en el momento en que pasó todo, te lo encontraste cuando apareciste corriendo desde la cocina, pero no tengo el recuerdo de llorar ni de tener dolor, por lo que interpreto que la maceta no me cayó en la cabeza. Al contrario, me viene a la memoria como una escena graciosa, de verme cubierto de arriba abajo de tierra negra y todos los elementos del crimen de la planta a mi alrededor, delatándome sin escapatoria posible, porque el escenario era evidente, yo era el único culpable. Yo debía de estar asustado, pero tú, tú seguro que por dentro estabas riendo, o al menos lo hiciste una vez acabaste de recoger los restos de la difunta planta y toda la tierra que había quedado desparramada por el comedor, como si la planta, en vez de caer, hubiera implosionado con violencia antes de tocar el suelo. Además, me acuerdo de que me dijiste algo así como que no me moviera, y no recuerdo muy bien si acabé sacudiéndome, a base de saltos, en la bañera o en la terraza, pero todo el conjunto, después de treinta años, me parece de lo más cómico. ¿No te lo parece a ti? Lo que peor me sabe es por esa planta y por el resto que nunca más volví a ver. Me imagino que todas fueron desapareciendo de forma progresiva, por precaución, y acabaron recluidas en la terraza, a salvo de su principal y hasta ese momento único enemigo, yo, tu nieto.

Acabo de mirar la planta por internet. Era de estilo Potus, con hojas en forma de corazón alargado y de un verde intenso, que se iban moteando con manchas blancas o amarillas según crecía la planta. Aquellas manchas me recuerdan a las vetas de grasa del jamón ibérico o a una combinación de diferentes chocolates, quizá al blanco con pistacho. Esas hojas siempre me han resultado muy atractivas, tanto a la vista como al tacto, incluso para comer, como si fuera un aperitivo y no tanto como un plato principal. ¿Sabes en qué estoy cayendo en la cuenta, Lola? Que si ese es el tercer recuerdo dentro de la lista de recuerdos, entonces tú eres la primera persona a la que identifico, porque en los otros dos no aparece ninguna figura reconocible.

El sonido de una puerta abriéndose a mis espaldas me hizo avanzar en el tiempo tres décadas, hasta llegar al momento actual, el presente, diciembre de 2019. Las visitas en aquella habitación se anunciaban segundos antes de entrar en escena. La 901 del Hospital Taulí de Sabadell era una habitación doble pero que, en ese momento, solo ocupábamos nosotros, después de que nos hubieran trasladado a ella, tras una corta pero intensa estancia en la 921. La petición fue expresa de mi madre, una vez descubrimos que la acompañante de la mujer que ocupaba la cama al lado de la Lola, se había declarado fan incondicional del Gran Hermano VIP y no dejara de dar gritos y voces por las noches, como si Jorge Javier Vázquez o alguno de sus colaboradores fueran a escucharla desde plató. Así que, a partir de ese momento, la 901 se convertía en nuestra nueva segunda residencia.

Como iba diciendo, las visitas se podían intuir segundos antes de que aparecieran en escena. La habitación tenía una doble puerta que servía para separar el cuarto de baño del dormitorio. En ese himpas entre puertas había un pequeño lavamanos con un dispensador de papel y otra puerta que daba a un baño completo, con su inodoro, su lavabo, la ducha a ras de suelo y agarraderos por todas partes, para que los convalecientes de cualquier índole, pudieran valerse por sí mismos, en la medida de sus posibilidades y sin ayuda de un tercero. En mitad del baño, colgaba un cordel rojo desde el techo hasta el suelo, que me imagino servía para llamar al personal sanitario en caso de alguna emergencia. Curiosamente era ahí, donde estaba la única papelera que había en toda la estancia y que no descubrí hasta pasado varios días de estar llevándome a casa restos de mandarina, papeles o cucharas de plástico. Una vez cruzabas ese rellano, ya estabas en la habitación, que era como cualquier habitación de cualquier hospital en el que hayáis podido estar. Si habéis tenido la suerte de no haber pisado nunca uno, el tema se resumía rápido: mesita de noche, cama, butaca para los acompañantes, un separador entre camas y a continuación, una réplica idéntica, reservada para el o la paciente que ocupara la 902, sin dueño en ese momento. En frente de las camas, dos grandes armarios, con los números asignados a cada paciente. Los televisores eran de pago, pero nosotros nunca los encendimos, así que no sé exactamente cómo funcionaban. Aquella habitación ofrecía un oasis de calma entre tanta desorientación y lucha caótica por aferrarse a la vida que se respiraba en aquella planta. La 901 se levantaba sobre toda la ciudad y, a través de su ventana, ofrecía unas vistas que recomponían el alma y aliviaban las penas durante un corto periodo de tiempo, pero que, en lo que duró nuestra estancia allí, resultaron vitales en muchas ocasiones, para nuestra salud mental y también para la de la Lola. Por eso, apurábamos hasta el último segundo y manteníamos todo lo que podíamos las cortinas subidas, hasta que los rayos de sol habían calentado tanto la habitación, que las capas sobrantes de ropa se hacían incomodas de llevar, pero donde todos sabíamos que aquel baño de luz dorada, a la Lola, le daba la vida y hacían aquel lugar más apacible. Por la noche, en cambio, el silencio, la ausencia de los rayos del sol y una luz blanca mortecina como única compañía convertían todo aquello en una simple habitación de hospital.

El ruido de fondo de la primera puerta abriéndose, marcaba el preludio de que alguien estaba a punto de hacer entrada en la habitación. Generalmente era un momento de cierta vulnerabilidad, en la que la Lola y quien estuviera con ella en ese instante, quedaban expuestos a miradas curiosas de personas que pudieran estar transitando por el pasillo en ese momento. En cambio, era diferente cuando se trataba de alguien de nosotros, en cuyo caso, la primera puerta se abría y se cerraba siempre antes de cruzar la segunda. Todo eso no pasaba cuando la visita vestía de blanco.

—Hola, vengo a traer la medicación de Lola.

—Hola, Rosa, gracias.

—¿Qué tal ha pasado la tarde?, está tranquila, ¿verdad?

Sí, los dos estamos bien, repasando batallitas.

Ya veo. Tiene buena respiración, es rítmica, le ajustaré el oxígeno para que no le moleste tanto el ruido.

Ah… Bueno… Le pedimos al doctor que el oxígeno se lo mantuviera. Verás, la Lola siempre ha padecido de temas respiratorios, nada grave, pero sí molestias permanentes con los bronquios. Si le preguntas a ella, te contará la anécdota de que una vez tenía un médico, que después de auscultarla, dejó anotado que se trataba de una paciente que fumaba dos paquetes de tabaco al día, cuando mi abuela no ha fumado en su vida. Para que te hagas una idea de la calidad de pulmones que tiene la Lola…

Aquello provocó una risa en la enfermera que, por un momento, pareció disuadirla de lo que estaba a punto de hacer.

—Por eso es tan importante que ella se sienta cómoda con el oxígeno, porque ha sido un tema muy presente durante toda su vida. Ella está dormida, seguro que no le molesta el ruido.

No pensé en decirle que, además, la Lola sufría de una tos crónica que parecía tener un origen desconocido, o al menos así era en el pasado, porque es cierto que hacía tiempo que a la Lola no le daba un ataque de tos como los que le solían dar habitualmente. Uno de esos fuertes de tos seca, que en ocasiones la dejaba enganchada, dando un último tosido en el que apenas le sobraba el aire y que para remediarlos solía: apagar el aire, beber un poco de agua y pedirte que abrieras la puerta del balcón para aligerar el ambiente. Pero de aquello me pareció que había pasado una eternidad desde el último que había presenciado. Quizá si le hubiera explicado eso a la enfermera le habría hecho reconsiderar acerca de sus intenciones que acabarían resultando determinantes, días después, para la Lola.

—Va a estar más tranquila, de verdad. Tan solo le voy a bajar dos litros de oxígeno, ya verás lo que disminuye el ruido con esa pequeña reducción. No obstante, si vieras que su respiración variara y se volviera arrítmica, pulsa el botón rojo, que vendría enseguida.

—¿Pero ella estará bien? No queremos que tenga sensación de que le falte el aire.

—Ella no lo notará y podrá descansar mejor. Si ves alguna alteración en su respiración me avisas, que se la volveremos a dejar como estaba.

—Pero ¿y cómo sabré que hay una alteración?

—No te preocupes, que si eso pasa, lo notarás.

—De acuerdo, gracias. Buenas noches, Rosa.

Tardé en dar por buena aquella maniobra y, por un momento, dudé en si volver a dejar el oxígeno como estaba, pero supuse que todo eso estaría muy controlado por el personal del hospital y quise evitar cualquier tipo de conflicto con ellos.

—Lola, ha venido la enfermera. Ha dicho que te reducía el oxígeno para que el ruido no te moleste tanto, pero no te preocupes que ya le he explicado todo tu historial respiratorio. La enfermera me ha prometido que estarás bien y que, si vemos cualquier molestia o alteración, la avisemos de inmediato. Hombre, la verdad es que se nota mucho la diferencia. Antes, abrías la primera puerta de la habitación y ya sabíamos si ese día llevabas la máscara de oxígeno o no. No te había querido decir nada antes al respecto porque pensaba que estando dormida a ti no te iba a molestar, pero el primer día que lo escuché, ¿sabes a qué me recordó? A cuando vas a hinchar las ruedas del coche. Que no sé si lo has hecho alguna vez, pero es todo un proceso. Enganchas la manguera, que por cierto, nunca lo consigues hacer a la primera, y cuando la tienes conectada y empiezas a aumentar la presión, que esa es otra, no lo puedes hacer del tirón, lo tienes que ir haciendo a intervalos cortos, descubres que llevas un rato, escuchando un ruido de fuga y es entonces cuando te das cuenta de que la manguera se ha soltado y tienes que empezar de nuevo. Pues algo parecido a eso es lo que se escucha cuando entras en la habitación los días que llevas el oxígeno puesto, así que, si es cierto lo que ha dicho la enfermera, y a ti no te afectan esos dos litros menos, entonces creo que estaremos mejor, porque además tenía la sensación de que con ese ruido tan cerca de la cara no podías oírme del todo bien. ¡Ay, Lola!, aquí el tiempo pasa o muy deprisa o muy despacio, y a mí se me está pasando volando. Llegamos aquí el día diez, y ya han pasado quince días de eso, y apenas he podido procesar todo lo que nos han ido diciendo los médicos. Que si ahora operamos, que ahora no, que el cirujano dice que sí pero el doctor dice que no, que si ponemos oxígeno y ahora lo retiramos, que si hay aviso de bajarte a la UCI y después parece que abortan misión… En fin. Lola, que menudas Navidades nos estamos pegando.

De nuevo el sonido de la primera puerta abriéndose, pero esta vez quedaba cerrada antes de abrirse la segunda.

—Hola, Julián. No te esperaba tan pronto.

Mi abuelo cruzó el umbral de la puerta, luciendo su gorra de vestir y aquella especie de bolso cruzado donde acostumbraba a guardar de todo. Había insistido en pasar la noche acompañando a la Lola, a pesar de que lo habíamos intentado convencer de lo contrario. Me reconfortó mucho que me hiciera compañía antes de irme.

—Sí, ya no había nada más que hacer en casa, me he pasado toda la tarde limpiando y poniendo orden. Siempre hay cosillas que hacer, ¿sabes? Bueno, ¿qué tal? ¿Cómo ha pasado la tarde?

—Pues tranquila. La enfermera ha pasado hace un rato y le ha bajado un poco el oxígeno para que así pueda descansar mejor. ¿Y tú, cómo estás, has podido dormir?

—Sí, he ido haciendo siestas a ratos, lo suficiente para aguantar toda la noche.

—¿Y cenar? ¿Has cenado?

—Un bocadillo en el chino que hay aquí delante. No vale nada, pero es barato y te lo hacen al instante y mira, para llenar el estómago, pues ya está bien.

Pasamos un buen rato juntos. Me estuvo preguntando por mí y por los míos y yo quise saber cómo se las apañaban en casa ahora que la Lola no estaba.

—Pues mira, como podemos. La Lola los últimos días paraba poco por la cocina, así que ella me iba diciendo cómo tenía que hacer las cosas y yo la hacía caso. Pero a mí la cocina me cuesta, ¿sabes? Tengo poca paciencia, aunque oye, las lentejas ya me salen como a ella.

Mi abuelo tenía la capacidad de recurrir a una gran variedad de temas de conversación con tal de mantener vivo el diálogo, producto de años al volante de un taxi, que le había servido para nutrir su conocimiento sobre la vida.

—Bueno, Julián, te voy a dejar, que en casa me esperan. ¿Seguro que no quieres que te vaya a buscar algo por si te entra hambre por la noche?

—No, qué va. Ahí en el bolso llevo una pera. ¿Qué te piensas tú? Voy preparado para la vida moderna.

—Lo sé, y ya me he dado cuenta de que esa gorra que llevas es nueva. Bueno, Julián, os dejo a los dos. Que paséis buena noche.

Mi abuelo puso la cara para que le diera dos besos, que resultó ser más un choque de mejillas que otra cosa, pero eso era lo máximo que podías sacar de él si lo que pretendías era que te respondiera con algo más que no fuera un simple «venga, adiós». Ese era un rasgo de él, que siempre me había causado mucha gracia. Por teléfono era incluso más desprendido a la hora de despedirse. «Dos besos, Julián». «Venga, vale, vale, adiós». No conseguías nunca que te respondiera con otro beso.

—Lola, está aquí Julián. Yo me voy, ¿vale? Te dejo con él. Buenas noches. Un beso. Nos vemos mañana.

Desde que habíamos ingresado aquí, sus réplicas habían ido disminuyendo según pasaban los días, como si cada día fuera un día menos, como si otro pétalo de jazmín se hubiera perdido para siempre. Ese beso iba cargado de dobles intenciones. No solo me despedía de ella y le transmitía mi afecto, sino que aprovechaba ese momento para inspirar con cierto disimulo, sin que nadie lo notara y llevarme conmigo, una parte del aroma de mi abuela. Siempre que me despedía de la Lola, acostumbraba a hacerlo una segunda vez, porque una sola me parecía poco. Esta segunda ocasión, acostumbraba a ser más corta y sencilla y quizá se quedaba en un simple «adiós Lola» y acto seguido le daba de nuevo un beso, esta vez en la mano y no en la frente, que era donde, normalmente, le había estado dando el primer beso desde que entramos aquí. Todo ello era parte de un ritual que traspasaba las paredes de este hospital y formaba parte de una manera que la Lola y yo teníamos siempre de despedirnos y que poníamos en práctica, de forma regular, porque me imagino que, aunque sin haberlo hablado nunca con anterioridad y sin que hubiera normas escritas, despedirse una segunda vez era un acto reservado solo a las personas que se quieren con locura. La máxima expresión de este acto de enajenación se daba después de concluir las visitas a su casa. Después de habernos despedido y mientras yo bajaba corriendo los siete pisos del edificio, más el entresuelo, generalmente por las escaleras, ella aprovechaba para dirigirse al balcón a esperar a que saliera de la portería y era entonces, mientras cruzaba la plaza, cuando surgía aquella magia. Ella, desde lo alto de aquel edificio y yo mientras recorría el trayecto hasta casa de mis padres o hasta el coche, nos íbamos diciendo adiós a cada cinco metros que yo andaba, donde me giraba, alzaba la mano y miraba en sentido al último balcón de aquel edificio rojizo y ahí estaba la Lola, devolviéndome el saludo. Este ritual se prolongaba hasta que visualmente ya no nos veíamos, bien porque después de andar un centenar de metros, otro edificio se había interpuesto en la trayectoria o bien porque los plataneros, que habían repartidos a lo largo de la periferia de la plaza que había delante de su casa, redujeran al máximo nuestro campo de visión, pero aun así, si el viento soplaba en ese momento, lo suficiente como para agitar las hojas, ahí que aprovechábamos nosotros para despedirnos una última vez. En cuanto superábamos esa barrera arbolada nos quedaba por delante un tramo en el que el campo de visión era limpio de nuevo y volvíamos a agitar nuestras manos alzadas, apurando hasta el momento en que nos dejábamos de ver. En ocasiones, la figura de mi abuelo Julián acompañaba a la de mi abuela, y menos frecuente, pero que recuerdo con mucho afecto, era ver a mi tío junto a ellos dos. Incluso si daba la casualidad que mi tía de Londres estaba esos días por aquí, había llegado a ver a los cuatro sacando medio cuerpo por aquel florido balcón, blandiendo la mano despidiéndose de mí, como si fueran flores umbeliformes de geranio agitadas por un temporal. Aquello era algo mágico, irrepetible y ha quedado grabado para siempre en mi registro.

Casa de la Lola, era el nombre al que nos referíamos los más cercanos al núcleo formado por mi abuela Lola, mi abuelo Julián y mi tío David, que vivía con ellos y siempre que hacíamos referencia a esa casa, lo hacíamos de esa manera. Nada tenía que ver que las escrituras de aquel inmueble estuvieran solo a nombre de mi abuela, desconozco si era ese el caso, pero en mi familia, la mujer siempre tuvo el peso que la sociedad machista le había negado. Con mis otros abuelos pasaba exactamente lo mismo. Mis visitas se hacían en casa de la Gloria, a pesar de que en ella también estaba mi abuelo Eugenio y a pesar de que las escrituras, muy probablemente, estuvieran a nombre de los dos.

Las visitas a casa de la Lola eran periódicas y acostumbraban a ser los miércoles, normalmente a partir de las cinco de la tarde. La elección del día de la semana para ir a ver a mis abuelos no era arbitraria. Cuando trabajaba mi abuelo en el taxi, era el día que libraba, por lo que ese se convertía en el día en que los tenía a todos en casa. Aunque había temporadas que mis visitas se podían espaciar o acortar en el tiempo, siempre dependiendo de dónde viviera o qué hiciera yo en ese momento. Ir a ver a mis abuelos era una rutina tan marcada como podía ser lavarse los dientes, poner una lavadora o comer el postre al final de la comida. Lo tenía tan integrado que formaba parte de mi manera de ser.

Pero en esos días grises, agitados por la enfermedad de la Lola, según cruzaba la doble puerta de la 901 la magia desaparecía al instante, porque sabía que al bajar los nueve pisos y mirar hacia arriba, como acostumbraba a hacer cuando mi abuela estaba en casa, ahí no habría nadie para devolverme el saludo.

Desde la planta donde estábamos existían dos formas de llegar al parking, donde cada día dejaba el coche. Ninguna de ellas era de forma directa. Aparentemente, la más rápida y cómoda de bajar los nueve pisos parecía siempre el ascensor. La otra opción que quedaba era la escalera, pero de los dos ascensores que había, uno viejo y otro nuevo, el viejo casi siempre estaba estropeado, lo estuvo tres o cuatro veces mientras la Lola permaneció allí. Por lo que, un único ascensor, para un hospital de nueve plantas, por muchas personas que cupieran en él, convertía las esperas delante de aquellas puertas de aluminio en interminables y las energías en ese hospital se agotaban a una velocidad inusualmente rápida, en comparación con el exterior, por lo que no quedaba otra alternativa que optimizarlas al máximo y delante de aquella disyuntiva, elegía por defecto, tanto para subir como para bajar, las escaleras. Esta opción no solo era, supuestamente, un espacio libre de humos, a merced del rastro de colillas que iba encontrando en cada rellano, sino que también resultaban más discretas y un momento íntimo en el que reflexionar, meditar, llorar y hacerse fuerte para lo que pudiera venir. Una peculiaridad de ese hospital, y desconozco si también lo encontraría en otros, era la malla de seguridad colocada en el hueco de aquella escalera, que encontraba a cada dos o tres pisos y que imagino estaba ahí puesta para evitar que alguien se quisiera marchar de este mundo sin pagar antes la cuenta. En contadas ocasiones, por ellas me cruzaba con alguien y generalmente si lo hacía, era al bajar y poco frecuente al subir, y si me encontraba con alguien, nunca era al inicio, sino que se trataba de alguien que transitaba entre plantas. De noche las escaleras se convertían en un confesionario perfecto de luces de fluorescentes y cuenta atrás de pisos. A veces frenaba mi paso, porque tenía la sensación de que en aquel espacio, el tiempo no corría y si no corría, significaba que la Lola estaba viva y lo seguiría estando, como mínimo, el tiempo que yo tardara en bajar las nueve plantas, hasta salir por el vestíbulo del hospital. Así era siempre mi tránsito entre aquellos pisos. Ascensos rápidos, casi a sprint, llenos de vitalidad por ver a la Lola, aunque al llegar a la habitación me sobraran las ganas de pedirle prestada su máscara de oxígeno para recuperarme del esfuerzo, combinados con descensos lentos y calculados, con el propósito de que se hicieran eternos, por ese miedo que me perseguía a que terminara el día y no hubiera nunca más un hasta mañana. Aquellas escaleras conducían a una sección secundaria apartada del vestíbulo principal del edificio y como debía ser una zona poco transitada, servía de aparcamiento improvisado para camas y camillas hospitalarias que en ese momento molestaban en algún otro sitio. Una vez salías al exterior, la explanada del hospital tan solo estaba iluminada, de noche, por las luces que se proyectaban de la fachada. El recorrido hasta el parking era breve. La entrada que solía frecuentar quedaba justo delante de Urgencias, donde habíamos venido por primera vez en ambulancia con la Lola, el día 10 de diciembre, después de convencerla de que las opciones de seguir adelante en esta vida se estaban esfumando si no hacíamos algo. 10 de diciembre, parecía mentira, habían pasado quince días. Quince días de completo desconcierto, en el que sentía que alguien se había adueñado de mis emociones, las había convertido en bolas de acero y ahora eran las protagonistas de una partida alocada y descontrolada de pinball, en la que, por mucho que las golpees, las hagas rebotar y las expongas a una racha aparentemente interminable de buena suerte, donde parece que no vas a parar de sumar puntos, eres consciente de que en un momento de relajación o despiste, todas se acabarán perdiendo, en un último intento desesperado por mantenerlas en el tablero y ya nunca más volverás a tener una bola extra, porque la partida habrá terminado. Game Over. Así habían sido esas dos semanas. Incapaz de recordar detalles, incapaz de recordar cómo había sido el día de ayer, luchando por no aceptar que corría el rumor de que la Lola estaba hoy peor que el día anterior, porque resulta que un médico había venido a reafirmarse en que estaba todo programado para la operación del día 3 de enero, y si estaba todo programado, quería decir entonces que la Lola estaba en condiciones y que existía una posibilidad. Y eso contradecía lo que horas antes otro médico había dicho sobre su estado de salud, afirmando que esta mujer no estaba para operar, pero nada impedía aferrarme a la única posibilidad que existía de que todo saliera bien, porque así te lo habían hecho saber uno de los primeros días. A pesar de que, cada vez que se acercaban las enfermeras a mirarla, podías observar en su lenguaje corporal que algo no iba bien, que no había buenas noticias y, además, veías cómo entre ellas se decían con la mirada que no iba a ser posible. Pero tú seguías creyendo que sí, porque eras el único que creía en los milagros, desde el momento que un médico dijo que a esta mujer se la operaba el día 3 de enero, el día de su cumpleaños, un día que parecía no haber sido elegido al azar. Y ya, una vez en el parking, entre que cada día aparcas en un lugar diferente y que en lo último que piensas en ese momento es dónde has aparcado ese día el coche, le sigues dando vueltas al conflicto que llevas dentro, intentando rascar argumentos positivos de conversaciones cruzadas y tratando de hacer dobles lecturas, mientras en ese momento descubres que donde crees que habías dejado el coche ese día, ahí no está. De repente, recuerdas que ahí lo habías aparcado el día anterior, o quizá fue el anterior, y finalmente acabas recordando dónde lo habías aparcado en realidad, y cuando consigues dar con él, y ya estás listo para regresar a casa, un brote de rabia y desesperación se derrama en tu interior porque has olvidado validar el tique. Y finalmente acabas por rendirte y reconocer que todo ese aturdimiento se debe al estrés acumulado de todos estos días. Más tarde, de camino a casa, es cuando te das cuenta de que la cabeza sigue trabajando y, a diferencia de lo que te pide tu cuerpo, ella no descansa y le sigue dando vueltas de nuevo a todo, y se empeña en seguir procesando de nuevo todo lo que has vivido. Mientras que, cuanto más te alejas con el coche, más crece en ti la sensación de que estás abandonando a su suerte a tu ser querido, de que tú te vas y regresas a tu vida, con los tuyos, donde te sientes cómodo, pero no es el caso de ella. A ella se lo tienes prohibido, a ella la dejas ahí, con lo mínimo, en un lugar que no conoce, como si encima la estuvieras castigando.

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210 s. 1 illüstrasyon
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9788413866178
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