Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo III (de 3)», sayfa 8
Tardé bastante tiempo en arrancar al enojado corregidor las noticias pedidas; al fin las obtuve. Resultaba que una caja de Testamentos enviada por mí a Navalcarnero fué embargada por las autoridades locales, y después de retenerla allí unos días la devolvieron a Madrid consignada al corregidor. Estando la caja en las mensajerías, entró allí Antonio para otro asunto; la reconoció, y en el acto la reclamó como de mi pertenencia, llevándosela a mi almacén después de pagar el porte. Tan poca importancia dió al suceso, que no me habló de él. Pero el pobre corregidor estaba convencido de que todo ello era una profunda maquinación para robarle y burlarnos de él. Dejábase llevar de una excitación casi frenética, y pateaba el suelo, exclamando:
–¡Qué picardía! ¡Qué infamia!
– Este es el antiguo sistema – pensé yo – de prejuzgar a las gentes y de imputarles motivos y acciones con los que nunca han soñado.
Díjele con franqueza que ignoraba en absoluto el hecho por que se sentía agraviado; pero que si practicadas las averiguaciones convenientes resultaba que, en efecto, mi criado se había llevado la caja del lugar adonde la habían expedido, yo haría que la devolvieran en el acto, aunque era mía propia.
– Tengo un gran repuesto de Testamentos – dije – y puedo dejar que se pierdan cincuenta o ciento. Soy hombre de paz y deseo no tener disputas con las autoridades por causa de un cajón viejo y de una partida de libros cuyo valor no llega por junto a cuarenta duros.
Me miró un instante como si dudase de mi sinceridad, y luego, tirándose otra vez de las patillas, me atacó en otro terreno:
– Pero ¡qué infamia, qué picardía! Venir a España a cambiar la religión del país. ¿Qué diría usted si los españoles fuesen a Inglaterra con propósito de quitar el luteranismo establecido allí?
– Serían muy bien recibidos – repliqué – , especialmente si intentaban hacerlo por la difusión de la Biblia, el libro de todos los cristianos, como los ingleses hacen en España. Pero vuecencia ignora quizás que el Papa tiene campo libre y libre acción en Inglaterra, y se le permite convertir todos los días a cuantos luteranos quieren volverse a él. No puede, sin embargo, alabarse de grandes triunfos; el pueblo ama demasiado la luz para abrazar las tinieblas, y se reiría de la idea de cambiar las gracias del Evangelio por las ceremonias y observancias supersticiosas de la Iglesia de Roma.
Al repetirle la promesa de devolver en seguida la caja y los libros, el corregidor se dió por satisfecho y repentinamente se mostró por demás condescendiente y amable: llegó hasta decirme que dejaba por completo a mi resolución lo de devolver los libros o no.
– Antes de que se vaya usted – continuó – deseo decirle que, en mi opinión particular, es sumamente recomendable en todos los países la tolerancia religiosa plena, y dejar que cada sistema religioso perezca o se sostenga según sus propios méritos.
Tales fueron las últimas palabras del corregidor de Madrid, que no sé si expresarían su opinión particular; pero que, ciertamente, se fundaban en el buen sentido y la razón. Le saludé respetuosamente y me fuí; cumplí mi promesa respecto de los libros, y el asunto quedó terminado.
Por aquel tiempo llegué casi a creer que se iniciaba una reforma religiosa en España; y, realmente, llegaron a mi noticia ciertos hechos, que, si me los hubieran pronosticado un año antes, con dificultad los hubiese creído.
El lector quedará sorprendido cuando sepa que en dos iglesias de Madrid los respectivos curas explicaban regularmente el Evangelio los domingos por la tarde a una veintena de chicos, provistos de sendos ejemplares de la edición hecha por la Sociedad Bíblica en Madrid en 1837. Las iglesias eran las de San Ginés y Santa Cruz. Creo modestamente que este solo hecho pagaba con creces todas las expensas causadas a la Sociedad por su empeño de introducir el Evangelio en España; pero, sea de ello lo que fuere, es lo cierto que a mí me recompensaba sobradamente todos los afanes y disgustos pasados. Sentí entonces que, en cualquier momento en que me viese obligado a abandonar mis trabajos en la Península, lo haría sin murmurar, lleno el corazón de gratitud hacia el Señor por haberme permitido a mí, vaso inútil, ver, cuando menos, germinar algo de la semilla que durante dos años había estado arrojando sobre el pedregoso suelo del interior de España.
Cuando pienso en las dificultades que obstruían nuestro camino, me cuesta a veces trabajo creer todo lo que el Omnipotente nos permitió llevar a cabo durante el año que acababa de pasar. Una edición copiosa del Nuevo Testamento se había casi agotado en el centro mismo de España, a despecho de la oposición y del clamor furibundo de un clero bárbaro y de las órdenes de un Gobierno falaz; y germinaba el espíritu de examen en materia religiosa, que tarde o temprano llevaría, así lo esperaba yo fervientemente, abundantísimos frutos de bendición. Hasta allí, el nombre más aborrecido y temido en aquellas partes de España era el de Martín Lutero, a quien en general se le consideraba como un demonio, primo hermano de Belial y Beelzebub, que, bajo la apariencia de hombre, había escrito y predicado blasfemias contra el Altísimo; pero ahora, cosa singular, se hablaba de ese personaje, execrado en otro tiempo, con no pequeñas señales de respeto. No pocas veces me visitaban, Biblia en mano, personas que con tantas veras como simplicidad me preguntaban por los escritos del gran doctor Martín, a quien, por cierto, algunos le creían aún vivo.
No estará de más hacer notar aquí que de todos los nombres relacionados con la Reforma, el único conocido en España es el de Lutero; permítaseme añadir que a ningún escrito de controversia, con excepción de los suyos, se le concedería probablemente la menor fuerza ni autoridad, por grande que fuese su mérito intrínseco. El género de opúsculos que comúnmente se escriben para declarar los errores del papismo no producirá, por tanto, mucho beneficio en España, al paso que podría conseguirse bastante provecho con traducciones bien hechas de las obras de Lutero, seleccionadas con tino.
CAPÍTULO XLVIII
Proyecto de viaje. – Una escena sangrienta. – El fraile. – Sevilla. – Bellezas de Sevilla. – Naranjos y flores. – Murillo. – El Angel de la guarda. – Dionysius. – Mis coadyuvantes. – Demanda de Biblias.
A mediados de abril llevaba ya vendidos tantos Testamentos como, a mi parecer, podían colocarse en Madrid; retiré, pues, mi gente, porque temía saturar el mercado, y desacreditar el libro haciéndolo demasiado común. Me quedaba sólo un millar de ejemplares de la edición que saqué dos años antes; en cuanto a la Biblia, todos los ejemplares se habían vendido; la demanda era mucha todavía, pero no me fué posible atenderla.
Resolví marcharme a Sevilla y llevar los ejemplares del Testamento que me quedaban, porque allí se había hecho muy poca propaganda. Pronto estuvieron terminados mis preparativos. Los caminos estaban entonces peligrosísimos, razón por la que pensé incorporarme a un convoy próximo a partir para Andalucía. Pero dos días antes de ponerse en camino, comprendí que el número de personas dispuestas como yo a utilizar el convoy sería probablemente muy grande; pensé en la lentitud de ese modo de viajar, y recordando además los insultos que los paisanos tenían que soportar con frecuencia de los soldados y subalternos, resolví aventurarme a hacer el viaje en el coche correo. Llevé a cabo mi determinación. Antonio, a quien conservé a mi servicio, y los dos caballos, se fueron con el convoy, y yo salí pocos días después con el correo. Hicimos todo el viaje sin el menor accidente: una vez más me acompañó mi prodigiosa buena suerte. Con razón la llamo prodigiosa, pues iba recorriendo la madriguera de un león; toda la Mancha, con excepción de unos pocos lugares fortificados, estaba una vez más en manos de Palillos y de sus forajidos, quienes, cuando lo tenían a bien, detenían el correo, quemaban el coche y las cartas, asesinaban a la mezquina escolta, y si por casualidad iba algún viajero, se lo llevaban al monte, poniéndole luego en la alternativa de rescatarse por un precio enorme o de pegarle cuatro tiros en la cabeza, como dicen los españoles.
La parte alta de Andalucía caía rápidamente en tan mala situación como la Mancha. La última vez que había pasado el correo, seis ladrones a caballo le atacaron en el desfiladero del Rumblar; la escolta se componía de otros tantos soldados; pero los ladrones se lanzaron de súbito al galope desde detrás de una venta solitaria, los cogieron de sorpresa, porque los cascos de los caballos no hacían ruido en el suelo arenoso, y los arrojaron al suelo. Los soldados, menos dos que se escaparon por entre las peñas, fueron desarmados en el acto y atados a los olivos. Allí los escarnecieron y atormentaron los ladrones, o más bien asesinos, porque a la media hora los fusilaron; al cabo le volaron la cabeza de un trabucazo. Entonces los ladrones quemaron el coche, pegando fuego a las cartas con la mecha de encender los cigarros. Al correo le salvó la vida uno de la cuadrilla, que había sido en otro tiempo postillón suyo; pero le robaron, dejándole desnudo. El infeliz, al pasar de nuevo por el lugar de la carnicería, lloraba, y, aunque español, maldecía a España y a los españoles, diciendo que pensaba irse muy pronto a Morería, confesar a Mahoma y seguir la ley de los moros, porque cualesquiera país y religión eran mejores que los suyos. Nos indicó el árbol donde había muerto el cabo; a pesar de lo mucho que había llovido, el suelo estaba todo alrededor saturado de sangre; un perro roía un pedazo del cráneo de aquel desventurado. Hizo con nosotros todo el viaje desde Madrid a Sevilla un fraile misionero que iba a las islas Filipinas, para conquistar, tales eran sus palabras, supongo que quería decir para predicar a los indios. Durante el viaje entero dió muestras de un miedo abyecto; tan impresionado iba, que se puso a la muerte y tuvimos que detenernos dos veces en el camino y tenderlo entre los verdes trigos. Decía que si los facciosos le echaban mano, era clérigo muerto, pues tras de hacerle decir una misa, le volarían con pólvora. Había sido, según me dijo, profesor de Filosofía en un convento de Madrid, me parece que el de Santo Tomás, antes de que los suprimieran; pero estaba en la mayor ignorancia respecto de las Escrituras, confundiéndolas con las obras de Virgilio.
Paramos en Manzanares, como de costumbre; era la mañana de un domingo, y la plaza estaba llena de gente. Me reconocieron al momento, y veinte pares de piernas salieron corriendo en el acto en busca de la profetisa, que no tardó en presentarse en la casa donde habíamos entrado a almorzar. Nos saludamos con gran efusión, y luego, en su latín, fué dándome cuenta de todo lo sucedido en el pueblo desde mi última visita, y oí las atrocidades cometidas por los facciosos en las cercanías. La convidé a almorzar y la presenté al fraile, a quien se dirigió en estos términos: Anne Domine Reverendissime facis adhuc sacrificium? El fraile no la entendió, y, encendido en cólera, la anatematizó por bruja y la mandó marcharse. La ciega no se desconcertó, y se puso a cantar en versos castellanos improvisados las alabanzas de los frailes y de los conventos. Al marcharnos le di una peseta, con lo que rompió en llanto y me suplicó que no dejase de escribir si llegaba en salvo a Sevilla.
Llegamos a Sevilla sin novedad, y me despedí del fraile, diciéndole que esperaba encontrarle de nuevo en Filipinas. Como pensaba quedarme en Sevilla unos meses, decidí alquilar una casa, para vivir con más independencia y economía que en la posada. No tardé en encontrar una que por todos conceptos me convenía. Estaba en la plazuela de la Pila Seca, barrio apartado, en las inmediaciones de la catedral, y a corta distancia de la Puerta de Jerez. Pocos días después llegó Antonio con los caballos y me instalé en mi casa.
Una vez más me encontraba en la hermosa Sevilla, con tiempo y comodidad bastantes para gozar de sus encantos y de sus deliciosos alrededores. Por desgracia, al tiempo que llegué y durante la quincena siguiente el cielo de Andalucía, tan radiante de ordinario, se cubrió de negras nubes que descargaron chaparrones tremendos, tales como muy pocos sevillanos recordaban haberlos visto nunca.
El temporal causó no pocos daños en la campiña, y el Guadalquivir, que durante la estación lluviosa es un río muy rápido e impetuoso, se salió de madre y amenazó con una inundación. Es verdad que a ratos escampaba, y el sol, manifestándose en su tabernáculo de nubes, animaba todas las cosas con sus rayos de oro e incitaba a la mariposa a salir de su madeja, y al lagarto, de la cavidad del árbol; yo me aprovechaba sin falta de esas claras para dar un rápido paseo.
¡Oh, cuán placentero es, sobre todo al venir la primavera, vagar por las márgenes del Guadalquivir! No lejos de la ciudad, río abajo, hay un parque llamado Las Delicias. Fórmanlo árboles de varias especies, pero los álamos y olivos predominan. Largos senderos umbríos lo atraviesan. Ese parque es el paseo favorito de los sevillanos; en él se congrega en ocasiones cuanta belleza y bizarría encierra la ciudad. Allí las ojinegras damas andaluzas se pasean con el gracioso prendido de las mantillas de encaje; allí los jinetes andaluces galopan en sus corceles de sangre mora, de luenga cola y espesa crin. Cuando el sol se pone, el panorama que ofrece la ciudad, mirada desde ese sitio, es de inefable hermosura. A lo lejos se yergue la corpulenta Torre del Oro, empleada ahora como aduana, principal defensa de la ciudad en tiempo de los moros. Se alza al borde del río, como gigante centinela, y es el primer edificio que atrae la mirada del viajero cuando remonta el río hacia Sevilla. En la otra margen, frente a la Torre, se halla el hermoso convento de agustinos, gala del barrio de Triana, y entre ambos edificios fluye el Guadalquivir, en cuyas ondas se mecen las naves de Cataluña y Valencia. Más lejos se ve el puente de barcas que atraviesa el cauce. El principal objeto del panorama es, con todo, la Torre del Oro, donde los rayos del sol poniente parecen concentrarse como en un foco, de modo que semeja fabricada de oro puro, y es probable que a tal circunstancia deba su nombre. Yerto, yerto debe de estar el corazón que permanezca insensible ante ese paisaje mágico, al que apenas podría hacer justicia el pincel de Claudio mismo. ¡Cuántas veces he vertido lágrimas de arrobamiento al contemplarlo, y escuchado a los mirlos y ruiseñores modular en la arboleda sus cantos melodiosos, y respirado las brisas cargadas con el aroma de los naranjales de Sevilla!
«Kennst du das Land wo die Citronen blühen?»
El interior de Sevilla no corresponde en casi nada al exterior. Las calles son angostas, mal pavimentadas, llenas de suciedad y mendigos. Las casas, construídas casi todas conforme el patrón moro, tienen en el centro un patio cuadrangular, donde una fuente de mármol surte de continuo agua cristalina. En la estación del calor, los patios se cubren con un toldo, bajo el cual pasa la familia la mayor parte del día.
Muchas casas, y sobre todo las de los ricos, tienen en el patio arbustos, naranjos, toda clase de flores, y a veces una pajarera pequeña, de suerte que no es concebible mayor delicia que la de tenderse allí a la sombra, oyendo el canto de los pájaros y el rumor de la fuente.
Nada tan interesante para el viajero que vaga por Sevilla como atisbar los patios desde la calle, a través de las verjas. Muchas veces me paraba a contemplarlos, y otras tantas lamentaba que mi destino no me permitiera vivir en tal edén el resto de mis días. Ya he hablado en otra ocasión de la catedral de Sevilla; pero con brevedad y a la ligera. Es quizás la catedral más suntuosa de España, y aunque de estructura no tan regular como las de Toledo y Burgos, es mucho más digna de admiración considerada en conjunto. No es posible recorrer sus largas naves y alzar la vista a la techumbre, sostenida por columnas colosales y decorada con suntuosidad, sin sentirse sobrecogido de sagrado pavor y de profundo asombro. Cierto que el interior, como el de la generalidad de las catedrales españolas, es un poco obscuro y triste; pero nada pierde con eso; al contrario, aumenta la grandiosidad del efecto. Nuestra Señora de París es un edificio hermoso; pero a quien ha visto las catedrales españolas, y en particular la de Sevilla, se le antoja casi mezquino y sin importancia, y más parecido a una casa consistorial que a un templo del Eterno. La catedral de París está desprovista en absoluto de la solemne obscuridad y sombría pompa, tan intensas en la de Sevilla, con lo que le falta el requisito más importante de una catedral.
Los cuadros que adornan la mayoría de las capillas son de los mejores de la escuela española; entre ellos destacan muchas de las obras maestras de Murillo, hijo de Sevilla. De todos los cuadros de este hombre extraordinario, el que más impresión me ha hecho siempre es uno de los menos famosos. Aludo al Angel de la Guarda, cuadrito colocado al fondo de la iglesia, mirando a la nave principal. El ángel, empuñando con la diestra una espada flamígera, guía al niño, que es, a juicio mío, la creación más prodigiosa de Murillo. La figura es como de un niño de cinco años, y la expresión del rostro, completamente infantil; pero su andar es el de un conquistador, el de un Dios, el del Creador del Universo, y el globo terrenal parece temblar bajo tanta majestad.
Al culto de la catedral asisten muchos fieles, en especial cuando hay sermón. Los sermones son improvisados; hay algunos muy edificantes, fieles a las Escrituras. He oído muchos con gusto, aunque me sorprendía bastante observar que cuando los predicadores citaban la Biblia, tomaban las citas, casi invariablemente, de los libros apócrifos. Ante los principales altares no faltan, por lo general, fieles, en su mayoría mujeres, animados muchos de ellos de ardentísima devoción.
Antes de salir de Madrid me había forjado la ilusión de encontrar pocas dificultades para la difusión del Evangelio en Andalucía, al menos por cierto tiempo, ya que el campo de operaciones era nuevo, y mi persona y mis propósitos, menos conocidos y temidos que en Castilla la Nueva. Pero resultó que el Gobierno de Madrid había cumplido su amenaza y enviado por toda España la orden de secuestrar los libros dondequiera que se hallasen. Los Testamentos llegados de Madrid embargáronlos en la aduana, adonde se llevan todas las mercancías, aunque procedan del interior, para la exacción de un impuesto. Gracias a los manejos de Antonio recuperé una de las cajas, mientras la otra fué enviada a Sanlúcar, para expedirla fuera del reino tan pronto como se me presentara oportunidad de hacerlo.
No me dejé desanimar por este ligero contretemps, aunque sentí de corazón la pérdida de los libros embargados, pues ya no podría repartirlos por aquella región, donde hacían tanta falta; pero me consolé pensando que aún me quedaban unos cientos de ejemplares, cuya distribución podía dar, placiendo a Dios, muy santos frutos.
Tardé algún tiempo en empezar los trabajos, porque me hallaba en terreno desconocido y no sabía qué camino tomar. No contaba con más ayuda que la del pobre Antonio, tan ignorante del lugar como yo. La Providencia, empero, no tardó en enviarme un colaborador, en forma bastante singular. Estaba yo en el patio de la Posada de la Reina, adonde solía ir a comer algunas veces, cuando entró un hombre de talla gigantesca, vestido de un modo extraño. Excitada mi curiosidad, pregunté al posadero quién era el desconocido. Díjome que un extranjero, griego a su parecer, que había vivido mucho tiempo en Sevilla. Oído esto, me fuí a él y le abordé en griego, pues aunque lo hablo muy mal, puedo darme a entender en ese idioma. Me contestó en la misma lengua, y halagado por el interés que un extranjero como yo demostraba por su nación, no tardó en contarme su propia historia. Llamábase, según me dijo, Dionysius, natural de Cefalonia; educado para hacerse de iglesia, abandonó esa carrera, mal avenida con su temperamento, para seguir la profesión de navegante, por la que había sentido temprana inclinación. Tras muchas aventuras y alternativas de la fortuna, naufragó en las costas de España, y avergonzándose de volver pobre a su país, se quedó en la Península, y residió principalmente en Sevilla, donde ahora sostenía un modesto comercio de libros. Era de la religión griega, y muy apegado a ella; y en descubriendo luego que yo era protestante, manifestó su aborrecimiento sin límites por el sistema papista, y aun por sus secuaces en general, a quienes llamaba latinos, achacándoles la ruina de Grecia, vendida por ellos al Turco.
En el acto se me ocurrió que aquel individuo podía prestarme excelente ayuda en la obra que me había llevado a Sevilla, o sea la propagación del Evangelio eterno; por tanto, tras algo más de conversación, en la que mostró una instrucción muy sólida, me franqueé con él. Adoptó mis planes con mucho calor, y en adelante no tuve motivo para lamentar mi confianza, pues el griego repartió gran copia de Nuevos Testamentos, y aún acertó a enviar cierto número de ejemplares a dos ciudades pequeñas a alguna distancia de Sevilla.
También me ayudó en la propagación del Evangelio un profesor de música, ya viejo, muy etiquetero y estirado, pero con excelentes cualidades. Este venerable individuo me trajo, no más que a los tres días de conocernos, el precio de seis Testamentos y de un Evangelio en gitano, vendidos por él soportando el candente sol andaluz. ¿Qué motivo le impulsaba? Uno muy cristiano. Decía que sus infortunados compatriotas, entregados a la sazón a la matanza y al saqueo recíprocos, se corregirían probablemente leyendo el Evangelio, sin que en ningún caso pudiera seguírseles de su lectura daño alguno. Añadía que si muchos hombres han reformado su vida merced a las Escrituras, nadie se ha vuelto todavía ladrón o asesino por leerlas.
Pero mi agente más extraordinario fué uno que en ocasiones empleé para repartir el Evangelio entre las clases bajas. Si llego a tener mayor cantidad de libros a mi disposición, hubiera podido sacar gran partido de los servicios de aquel individuo; pero como el repuesto disminuía con rapidez y no tenía esperanzas de renovarlo, me mostraba casi avaro de los pocos libros que me quedaban. El agente era un albañil griego, llamado Juan Crisóstomo, que me presentó Dionisio. Nacido en Morea, llevaba más de veinticinco años en España, de suerte que había casi olvidado su lengua natal. Con todo, tenía tal apego a su patria, que cuanto no fuese griego le parecía malo y en extremo bárbaro. Carecía de toda instrucción; pero su fuerza de carácter y cierta ruda elocuencia que poseía le granjearon tan gran ascendiente en el ánimo de las clases trabajadoras de Sevilla, que aceptaban casi todo lo que les decía, no obstante chocar a cada paso con sus prejuicios. De tal modo, que, a pesar de su condición de extranjero, hubiera podido ser en cualquier momento el Masaniello de Sevilla. No he conocido criatura más honrada, y pronto comprendí que, empleándolo a mi servicio, no obstante sus rarezas, podía tener plena seguridad de que sus actos no desdecirían del libro que vendía.
Continuamente estaban pidiéndome Biblias, que no podíamos servir. Los Testamentos gozaban, en comparación, de poca estima. Por este tiempo descubrí un hecho que me hubiera sido muy útil conocer tres años antes; pero viviendo se aprende. Me refiero a la inconveniencia de imprimir Testamentos, y sólo Testamentos, para los países católicos. La razón es clara: el católico, sin hábito de leer la Escritura, encuentra mil cosas ininteligibles en el Nuevo Testamento, cuyo fundamento es el Antiguo. «La Escritura da testimonio de mí», podría decirse con razón en este punto. Se me dirá que en Inglaterra hay gran demanda de Nuevos Testamentos, impresos por separado, y prestan infinita utilidad; pero Inglaterra, gracias sean dadas al Señor, no es un país papista; y de que un labrador inglés pueda leer el Testamento con buen fruto no se sigue que los campesinos españoles e italianos gocen de igual ventaja, porque encontrarán muchas cosas obscuras, que no lo son para aquél, versado en la historia bíblica desde la niñez. Confieso, no obstante, que en mi campaña del verano anterior no hubiera podido hacer con la Biblia lo que la Providencia me permitió realizar con los Testamentos, porque la primera es demasiado voluminosa para andar con ella por el campo.