Kitabı oku: «Drácula», sayfa 2

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Cuando escucharon el primer aullido los caballos comenzaron a resoplar y a jalonearse, pero recobraron la calma cuando el cochero les habló en un tono tranquilizador. No obstante, temblaban y sudaban como si huyeran asustados. Entonces, muy a lo lejos, desde las montañas que nos rodeaban, se escucharon unos aullidos más fuertes y agudos, proferidos por los lobos, que nos afectaron, tanto a los caballos como a mí, de la misma manera, pues estuve a punto de saltar de la calesa y echarme a correr, mientras que ellos retrocedían de nuevo jaloneándose enérgicamente, a tal grado que el cochero tuvo que emplear toda su gran fuerza para impedir que se desbocaran. Sin embargo, al cabo de unos cuantos minutos, mis oídos se habían acostumbrado a aquel sonido, y los caballos se tranquilizaron a tal punto, que el cochero pudo bajar de la calesa y pararse frente a ellos.

Los acarició mientras los tranquilizaba, susurrándoles algo en sus orejas, de la misma manera en que he oído decir que hacen los domadores de caballos. Los resultados fueron extraordinarios, porque con sus caricias recuperaron su docilidad, aunque seguían temblando. El cochero se sentó de nuevo y agitando las riendas arrancó a gran velocidad. Esta vez, después de llegar al extremo más lejano del Desfiladero, dio una vuelta repentina por una carretera estrecha que corría bruscamente por la derecha.

Pronto nos encontramos cubiertos de árboles, que en algunos sitios se arqueaban sobre el camino formando una especie de túnel a través del cual avanzábamos. Y una vez más, nos amenazaban gigantescos y temibles peñascos a cada lado del camino. Aunque estábamos protegidos, podíamos escuchar el viento que se levantaba, gimiendo y silbando a través de las rocas, y las ramas de los árboles quebrándose a medida que avanzábamos. El frío aumentaba cada vez más, y empezó a caer una nieve fina, que casi parecía polvo, por lo que rápidamente todo quedó cubierto por un manto blanco. El agudo viento seguía transportando los aullidos de los perros, aunque el sonido se iba debilitando a medida que nos alejábamos. Sin embargo, los aullidos de los lobos se escuchaban más y más cerca, como si nos estuvieran cercando por todos los flancos. Yo me sentía sumamente asustado, y los caballos compartían mi temor. No obstante, el cochero parecía no mostrar la menor señal de preocupación, y volteaba continuamente hacia ambos lados, aunque yo no podía ver nada a través de la oscuridad.

Repentinamente vislumbré a lo lejos, a nuestra izquierda, una débil y parpadeante llama azul. El cochero la vio al mismo tiempo que yo, pues detuvo inmediatamente a los caballos y, apeándose de un brinco, desapareció en la oscuridad. Yo no sabía qué hacer, y menos cuando los aullidos de los lobos parecían acercarse cada vez más. Pero mientras me lo preguntaba, el cochero apareció súbitamente y, sin decir una sola palabra, ocupó su asiento y reanudamos nuestro viaje. Creo que me quedé dormido y soñé varias veces con aquel incidente, pues pareció repetirse interminablemente en mis sueños. Y ahora, al recordarlo, me parece que fue una especie de pesadilla horrible. Cuando la llama apareció tan cerca del camino, que incluso en la oscuridad que nos rodeaba pude distinguir los movimientos del cochero, éste se dirigió rápidamente al lugar de donde provenía. La llama era tan débil que no parecía iluminar a su alrededor, y tomando algunas piedras, el cochero las colocó de una manera específica.

En ese instante me pareció ver un extraño efecto óptico, pues al pararse el cochero entre la llama y yo, no la obstruyó, sino que yo podía seguir observando su fantasmal resplandor. Esto me sorprendió, pero como el efecto solo duró unos segundos, di por un hecho que mis ojos me habían engañado debido al esfuerzo realizado para ver en la oscuridad. Durante un largo rato no volvimos a ver las llamas azules, y continuamos avanzando velozmente a través de las tinieblas, con los aullidos de los lobos a nuestro alrededor, como si nos estuvieran siguiendo en círculo.

Finalmente, hubo un momento en que el conductor se alejó más de lo que lo había hecho hasta entonces. Durante su ausencia, los caballos empezaron a temblar peor que nunca, y a resoplar y relinchar atemorizados. No entendía por qué se comportaban así, pues los aullidos de los lobos se habían detenido completamente. Pero justo en ese momento, navegando a través de las negras nubes, la luna apareció detrás de la dentada cresta de una roca prominente llena de pinos, y bajo su luz distinguí alrededor de nosotros un círculo de lobos, con sus colmillos blancos y sus colgantes lenguas rojas, exhibiendo sus extremidades largas y sinuosas cubiertas por un pelo enmarañado. Eran mil veces más terribles en medio de aquel siniestro silencio que cuando estaban aullando. En ese momento mi cuerpo quedó como paralizado por el miedo. Solo es posible comprender el verdadero significado de tales horrores cuando nos enfrentamos a ellos cara a cara.

De pronto, todos los lobos comenzaron a aullar al unísono, como si la luna ejerciera algún efecto peculiar sobre ellos. Los caballos brincaban y retrocedían, y miraban desesperadamente a su alrededor con ojos desorbitados, en un espectáculo digno de compasión. Pero el espantoso cerco viviente los rodeaba por todas partes, y no tuvieron más alternativa que quedarse dentro de él. Llamé al cochero para que regresara, pues me pareció que nuestra única salida era tratar de abrirnos paso a través del cerco formado por los lobos. Para ayudarlo a acercarse, comencé a gritar y a golpear un lado de la calesa, esperando que el ruido asustara a los lobos que se encontraban allí, permitiendo así al cochero subir de nuevo. No sé cómo llegó, pero de pronto lo escuché gritar en un tono de mando imperioso, y al dirigir la mirada hacia el lugar de donde provenía el sonido, lo vi parado en medio del camino, extendiendo sus largos brazos como si intentara apartar algún obstáculo invisible. Los lobos retrocedieron poco a poco. Justo en ese momento, una densa nube ocultó la luna, por lo que nuevamente nos sumergimos en la oscuridad.

Cuando pude ver otra vez, el cochero estaba subiéndose a la calesa y los lobos habían desaparecido. Todo esto parecía tan extraño y misterioso que un miedo espantoso se apoderó de mí, y el temor me impedía hablar o moverme. Las horas parecían interminables mientras continuábamos nuestro camino en medio de una oscuridad casi completa, pues las densas nubes tapaban la luna.

Seguimos ascendiendo, con períodos ocasionales de rápido descenso, pero la mayor parte del tiempo el camino era cuesta arriba. De pronto, me di cuenta de que el cochero estaba deteniendo a los caballos en el patio de un gigantesco castillo en ruinas, con largas y negras ventanas de las que no provenía el menor rayo de luz, y cuyas almenas rotas mostraban sus dentadas siluetas contra el cielo.

Capítulo 2

Continuación del diario de Jonathan Harker.

5 de mayo.

Debo haberme quedado dormido, pues si hubiera estado plenamente despierto, definitivamente habría notado que nos acercábamos a este lugar tan extraordinario. En medio de aquella oscuridad, el patio parecía bastante grande, y como de él procedían varios corredores oscuros, cubiertos por grandes arcos, tal vez parecía más grande de lo que realmente era. Todavía no he podido verlo a la luz del día.

Cuando la calesa se detuvo, el cochero se bajó de un brinco y me ofreció su mano para ayudarme a bajar. Nuevamente me percaté de su fuerza prodigiosa. Su mano parecía realmente una prensa de acero que hubiera podido triturar la mía de haberlo querido. Luego descargó mis pertenencias y las colocó a mi lado sobre el suelo, cerca de una enorme y antigua puerta, tachonada con grandes clavos de acero, metida en un portal de piedra maciza. Aun en medio de aquella oscuridad, pude ver que la piedra estaba enteramente esculpida, aunque las esculturas habían sido desgastadas por las inclemencias del tiempo y el paso de los años. Mientras yo seguía de pie junto a la puerta, el cochero subió nuevamente a la calesa y agitó las riendas; los caballos empezaron a avanzar y todos desaparecieron debajo de una de esas aberturas oscuras.

Permanecí inmóvil y en silencio, porque no sabía qué hacer. No había ningún indicio de una campana o aldaba, y era altamente improbable que mi voz pudiera penetrar a través de aquellas amenazadoras paredes y oscuros ventanales. Mientras esperaba, el tiempo parecía interminable, y empecé a sentir que el miedo y las dudas se apoderaban de mí. ¿Qué clase de lugar era este, y entre qué clase de gente me encontraba? ¿En qué sombría aventura me había embarcado? ¿Era este un incidente normal en la vida de un auxiliar de abogado que había sido enviado a explicarle a un extranjero cómo comprar una propiedad en Londres? ¡Auxiliar de abogado! A Mina no le gustaría ese término. Más bien tendría que decir simplemente abogado, pues justo antes de salir de Londres recibí la noticia de que había aprobado mi examen. ¡Esto significa que ahora soy un abogado en todo el sentido de la palabra! Comencé a tallarme los ojos y a pellizcarme para cerciorarme de que estaba despierto. Todo me parecía ser una horrible pesadilla, y esperaba despertar de pronto de vuelta en casa, con la aurora asomándose por las ventanas, como me había sucedido tantas veces por la mañana luego de un día de trabajo excesivo. Pero mi carne sintió el dolor del pellizco, y lo que mis ojos veían no era una ilusión. Definitivamente estaba despierto y en medio de los Montes Cárpatos. Lo único que podía hacer en ese momento era ser paciente y esperar a que amaneciera.

Justo cuando acababa de llegar a esta conclusión, escuché el ruido de unos pesados pasos aproximándose del otro lado de la enorme puerta, y pude ver a través de las grietas el brillo de una luz que se acercaba. Inmediatamente distinguí el ruido de cadenas y el chirrido de pesados cerrojos al ser abiertos. Una llave giró emitiendo el peculiar rechinido producido por un prolongado período de desuso, y entonces la enorme puerta se abrió.

Del otro lado apareció un anciano alto, perfectamente afeitado, excepto por un tupido bigote blanco, y vestido de negro de la cabeza a los pies, sin un solo rastro de color en su persona. En su mano sostenía una antigua lámpara de plata, en la que una llama ardía sin cristal o ningún otro tipo de protección, proyectando largas y temblorosas sombras mientras parpadeaba por la corriente de aire que penetraba a través de la puerta abierta. El anciano me invitó a pasar haciendo un gentil ademán con su mano derecha, diciendo en un inglés perfecto, pero con una entonación extraña:

—¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre con libertad y por su propia voluntad!

No hizo ningún movimiento para salir a recibirme, sino que se quedó inmóvil cual estatua, como si su ademán de bienvenida lo hubiera convertido en piedra. Sin embargo, en el instante en que crucé el umbral, dio un paso impulsivamente hacia adelante y, extendiendo su mano, sujetó la mía con tanta fuerza que me hizo estremecer. Esta sensación se intensificó por el hecho de que su mano estaba tan fría como el hielo, al grado que parecía más bien la mano de un muerto. Me dijo otra vez:

—¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente, permanezca sin temor, y deje algo de la alegría que trae consigo!

La fuerza del apretón de manos era muy parecida a la del cochero, cuyo rostro no había podido ver y, por un instante, dudé si no sería la misma persona con quien estaba hablando. Para asegurarme, le pregunté:

—¿Es usted el Conde Drácula?

Se inclinó cortésmente, y me respondió:

—Yo soy Drácula, y le doy la bienvenida a mi casa, Sr. Harker. Entre, pues el aire de la noche está muy frío, y seguramente necesita comer y descansar.

Mientras hablaba, colocó la lámpara sobre un soporte en la pared, y tomó mi equipaje. Antes de poder detenerlo ya lo había cargado, y aunque protesté, él insistió:

—Nada de eso, señor, usted es mi invitado. Es tarde ya, y la servidumbre no se encuentra disponible. Deje que yo mismo me haga cargo de usted.

Insistió en cargar mis maletas a lo largo del corredor, y luego a través de una impresionante escalera de caracol, seguida de otro largo pasillo, en cuyo piso de piedra nuestras pisadas resonaban fuertemente. Al final del pasillo, abrió de par en par una pesada puerta, y me alegré al ver un cuarto bien iluminado, con una mesa servida para la cena y una espléndida chimenea donde ardía y centelleaba un magnífico fuego de leños recién puestos.

El Conde se detuvo, colocó mis maletas en el suelo y cerró la puerta. Entonces, atravesando el cuarto, abrió otra puerta que conducía a un pequeño cuarto de forma octagonal alumbrado por una sola lámpara, y en el que no parecía haber ninguna ventana. Cruzó también este cuarto y abrió otra puerta, invitándome a pasar con un ademán. Lo que vi adentro era muy agradable, pues se trataba de un enorme dormitorio bien iluminado y calentado por otra chimenea que seguramente también acababa de ser encendida, pues los troncos superiores todavía estaban frescos y emitían un estruendo hueco alrededor. El Conde dejó mi equipaje dentro de la habitación y se retiró, diciendo antes de cerrar la puerta:

—Seguramente necesitará refrescarse un poco, después de un largo viaje. Espero que encuentre todo lo que necesite. Cuando esté listo, pase al otro cuarto, ahí encontrará su cena servida.

La luz y la calidez de la amable bienvenida del Conde parecieron disipar todas mis dudas y temores. Una vez que recuperé mi estado de ánimo normal, me percaté de que estaba medio muerto de hambre. Así que, después de asearme rápidamente, me dirigí al otro cuarto.

Encontré la cena ya servida. Mi anfitrión, que estaba de pie a un lado de la enorme chimenea, reclinado sobre la piedra, hizo un gracioso ademán con la mano, señalando hacia la mesa, y dijo:

—Le ruego se siente y cené todo lo que quiera. Espero que me disculpe por no acompañarlo, pero yo tomé algo más temprano, y normalmente no suelo cenar.

Le entregué la carta sellada que el Sr. Hawkins me había dado. La abrió y la leyó seriamente. Luego, sonriendo encantadoramente, me la dio para que yo también la leyera. Una parte de ella, al menos, me llenó de gran satisfacción.

“Lamento mucho que un ataque de gota, enfermedad que padezco constantemente, me impida absolutamente realizar cualquier viaje durante algún tiempo. Pero me alegra decirle que le estoy enviando un sustituto adecuado, en quien confío plenamente. Es un hombre joven, lleno de energía y talento en su propio estilo, y de gran disposición. Es discreto y reservado, y ha crecido bajo mi guía. Estará preparado para atenderlo cuando usted así lo desee durante su estancia en el castillo, y seguirá sus instrucciones en todos los asuntos”.

El Conde se acercó y levantó la tapa de uno de los platos, e inmediatamente empecé a devorar un exquisito pollo asado. Esa fue mi cena, además de un poco de queso, ensalada y una botella de Tokay añejo, del que bebí dos copas. Mientras comía, el Conde me hizo muchas preguntas sobre mi viaje y, poco a poco, le conté todas mis experiencias.

Para entonces ya había terminado mi cena y, obedeciendo el deseo de mi anfitrión, acerqué una silla al fuego y empecé a fumar un cigarro que me ofreció, mientras él se disculpaba por no fumar también. En ese momento tuve la oportunidad de observarlo detenidamente, y descubrí que tenía una fisonomía muy marcada.

Su rostro era fuertemente aguileño, con un puente muy alto sobre la fina nariz y las fosas nasales peculiarmente arqueadas; su frente era alta y abombada, y el cabello le crecía escasamente alrededor de las sienes, pero abundantemente en el resto de la cabeza. Sus cejas eran sumamente pobladas, casi se tocaban en el entrecejo y tan tupidas que parecían encresparse por esta misma razón. La boca, o lo poco que pude ver de ella debajo de su enorme bigote, era firme y de apariencia más bien cruel, con dientes blancos particularmente afilados, los cuales sobresalían sobre sus labios, cuya extraordinaria rubicundez mostraba una vitalidad sorprendente para un hombre de su edad. En cuanto al resto, sus orejas eran de un tono pálido y extremadamente puntiagudas en la parte superior. La barbilla era ancha y fuerte, y las mejillas firmes pero hundidas. La impresión general era de una palidez extraordinaria.

Había observado de reojo el dorso de sus manos mientras descansaban sobre sus rodillas a la luz del fuego, y me pareció que eran muy blancas y finas. Pero al verlas más de cerca, me percaté de que eran bastante toscas, anchas y con dedos rechonchos. Una cosa que me pareció muy curiosa, es que tenía pelos en el centro de las palmas. Las uñas eran largas y finas, y recortadas en puntas afiladas. Cuando el Conde se inclinó sobre mí y sus manos me tocaron, no pude reprimir un escalofrío. Tal vez fue por su fétido aliento, pero lo cierto es que me sobrevino una horrible sensación de náusea que se apoderó de mí, y que no pude ocultar por más que lo intenté.

Evidentemente el Conde lo notó, y retrocedió. Y con una especie de sonrisa lúgubre, que me permitió ver con más detalle sus protuberantes dientes, volvió a tomar asiento a un lado de la chimenea. Nos quedamos en silencio por un momento, y cuando miré hacia la ventana pude observar los primeros tenues rayos de luz de la inminente aurora. Parecía que todo estaba cubierto por una extraña quietud, pero, al escuchar con más atención, pude escuchar los aullidos de un gran número de lobos como si provinieran de la zona inferior del valle. Los ojos del Conde brillaron al decirme:

—Escúchelos. Son los hijos de la noche. ¡Qué hermosa música crean!

Supongo que debió haber visto alguna expresión de extrañeza en mi rostro, pues añadió:

—¡Ah, señor, ustedes los habitantes de la ciudad no pueden comprender los sentimientos de un cazador!

Luego se incorporó, y dijo:

—Seguramente debe estar exhausto. Su cuarto está listo, y mañana puede levantarse tan tarde como desee. Debo salir, y no estaré disponible hasta el atardecer, ¡así que descanse y tenga felices sueños!

Haciendo una cortés reverencia, él mismo me abrió la puerta de la habitación octagonal, y entré en mi dormitorio.

Me siento sumergido en un mar de dudas, preguntas y temores. Se me vienen a la mente cosas tan extrañas que no me atrevo a confesar ni a mi propia alma. ¡Que Dios me proteja, aunque sea únicamente por el bien de mis seres queridos!

7 de mayo.

Otra vez es de mañana, pero durante las últimas veinticuatro horas he podido descansar y relajarme. Dormí hasta muy tarde, y me levanté cuando yo quise. Una vez que terminé de vestirme, me dirigí a la habitación donde habíamos cenado la noche anterior, y vi la mesa servida con un desayuno ya frío, acompañado de café que se conservaba caliente gracias a que la olla había sido colocada cerca de la chimenea. Había una tarjeta sobre la mesa que decía:

“Tengo que ausentarme por un tiempo. No me espere. D”.

Así que me senté y disfruté de una comida sustanciosa. Cuando terminé de desayunar, busqué una campana para avisar a la servidumbre que ya había terminado, pero no encontré ninguna. Ciertamente hay varias deficiencias extrañas en la casa, tomando en cuenta los extraordinarios indicios de riqueza que hay por todas partes. El servicio de la mesa es de oro, y con grabados tan bellos que debe valer una fortuna. Las cortinas y tapicería de las sillas, los sillones y los cobertores de mi cama están hechos de las telas más costosas y hermosas, y deben haber costado mucho dinero cuando fueron confeccionados, porque a pesar de que parecen tener varios cientos de años, se conservan en excelente estado. En Hampton Court había algo parecido, pero aquellas estaban muy desgastadas, deshilachadas y roídas por las polillas. Sin embargo, no he visto ni un solo espejo en ninguno de los cuartos. Ni siquiera hay uno en mi tocador, por lo que he tenido que sacar de mi maleta mi pequeño espejo de mano para poder peinarme o afeitarme. Tampoco he visto a la servidumbre por ningún lado, ni he escuchado el menor ruido cerca del castillo, de no ser por el aullido de los lobos. Una vez que terminé de comer, aunque no sé si llamarlo desayuno o comida, pues eran entre las cinco y seis cuando me senté a la mesa, busqué algo para leer, pues no me sentía a gusto recorriendo el castillo sin tener antes la autorización del Conde. No había absolutamente ningún material de lectura en la habitación: ni libros, ni periódicos, ni siquiera utensilios para escribir. Así que abrí otra de las puertas y descubrí una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta que estaba del otro lado, pero la encontré cerrada con llave.

Para mi mayor alegría, en la biblioteca encontré varios libros ingleses, repisas enteras llenas de ellos, y volúmenes encuadernados de revistas y periódicos. Sobre una mesa en el centro de la habitación había varias pilas de estos, aunque ninguno era de fechas recientes. Había libros de todo tipo de temas: historia, geografía, política, economía política, botánica, geología y leyes. Todos estaban relacionados con Inglaterra y su estilo de vida, costumbres y modales. Había incluso libros de consulta, como el Directorio de Londres, los libros Rojo y Azul, el Almanaque de Whitaker, las Listas del Ejército y de la Marina y, por alguna razón, me alegré mucho cuando vi el Directorio Legal.

Mientras inspeccionaba los libros, la puerta se abrió y entró el Conde. Me saludó calurosamente y me preguntó si había pasado una buena noche. Luego prosiguió:

—Me alegro de que haya encontrado este cuarto, pues estoy seguro que hay muchas cosas aquí que le interesarán. Estos compañeros —dijo, poniendo su mano sobre algunos de los libros —han sido muy buenos amigos míos, y desde hace varios años, desde que tuve la idea de viajar a Londres, me han brindado incontables horas de placer. Gracias a ellos he podido conocer su maravillosa Inglaterra, y conocerla es amarla. Me gustaría tanto poder caminar por las atestadas calles de su imponente Londres, estar en medio del torbellino y la prisa de sus habitantes, compartir sus vidas, sus cambios, sus muertes, y todo aquello que la hace ser lo que es. Pero, desgraciadamente, hasta ahora sólo conozco su idioma a través de los libros. Amigo mío, confío en que usted me ayudará a practicarlo.

—Pero, Conde —le dije—, ¡usted conoce y habla perfectamente el inglés!

El Conde hizo una reverencia con mucha solemnidad.

—Le agradezco, amigo mío, su estimación tan halagadora. Sin embargo, temo que me falta mucho camino por recorrer para llegar a mi destino. Si bien es cierto que conozco la gramática y las palabras, todavía no sé utilizarlas correctamente.

—Desde luego que sí —le dije—, lo habla de forma excelente.

—No tanto —respondió él—. Lo que quiero decir es que si yo fuera a Londres y hablara su idioma, estoy seguro de que todos sabrían que soy extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble; soy un boyardo. La gente común me conoce, y soy su señor. Pero un extranjero en una tierra extraña no es nadie. Los hombres no lo conocen; y no conocer algo es no interesarse en ello. Me sentiría satisfecho si pudiera ser como el resto, de modo que nadie detuviera su paso al verme, ni interrumpiera sus palabras al escucharme hablar para decir: “¡Ja, ja, es solo un extranjero! He sido señor por tanto tiempo que quiero seguir siéndolo, o por lo menos que nadie esté encima de mí. Usted ha venido hasta aquí no sólo como el agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exeter, para explicarme todo lo necesario sobre mi nueva propiedad en Londres. Espero que se quede conmigo algún tiempo, para que a través de nuestras conversaciones pueda aprender el acento inglés. Y me gustaría que me indicara los errores que cometo al hablar, por más mínimos que sean. Siento mucho haberme ausentado hoy durante tanto tiempo, pero estoy seguro que usted sabrá perdonar a alguien que tiene tantos asuntos importantes que resolver.

Naturalmente le dije al Conde que podía disponer de mí como mejor le pareciera, y le pregunté si podía entrar en aquel cuarto cuando yo quisiera, a lo que me respondió:

—Sí, por supuesto —y agregó—, puede ir a cualquier parte del castillo, excepto a las habitaciones cerradas con llave, a las cuales, desde luego, usted no querrá entrar. Hay una razón para que todas las cosas sean como son, y si usted pudiera ver con mis ojos y supiera lo que yo sé, seguramente entendería mejor las cosas.

Le respondí que tenía razón, y él continuó:

—Estamos en Transilvania, y Transilvania no es Inglaterra. Nuestras costumbres no son como las suyas, y seguramente habrá muchas cosas que le parecerán extrañas. Es más, por lo que usted me ha contado sobre las experiencias de su viaje, ya puede imaginarse un poco lo extrañas que pueden ser algunas cosas.

Hablamos un largo rato sobre este tema. Era evidente que el Conde quería hablar, aunque sólo fuera por el simple placer de hacerlo. Así que le hice muchas preguntas sobre algunas de las cosas que ya me habían sucedido o que había observado. Algunas veces evitaba el tema o cambiaba el giro de la conversación fingiendo no entenderme, pero fuera de eso respondió francamente a todas mis preguntas. A medida que pasaba el tiempo, y mi audacia aumentaba, le pregunté acerca de las cosas extrañas que habían sucedido la noche anterior, por ejemplo, por qué el cochero había ido a todos los lugares donde veía las llamas azules. El Conde me explicó que, según una creencia popular, en una determinada noche del año —la noche anterior, de hecho, cuando supuestamente todos los espíritus malignos tienen poderes ilimitados— puede verse una llama azul en todos los lugares donde hay escondido algún tesoro.

—Seguramente hay tesoros escondidos en la región por donde viajaron anoche—prosiguió—, pues es la tierra que ha sido disputada durante siglos por los valacos, los sajones y los turcos. De hecho, sería difícil encontrar un solo metro de tierra en toda esta región que no haya sido enriquecido con la sangre de los hombres, patriotas o invasores. En la antigüedad hubo épocas muy turbulentas, cuando los austriacos y los húngaros llegaban en hordas, y los patriotas salían a su encuentro: hombres y mujeres, ancianos y niños, esperaban su llegada en las rocas de los desfiladeros, para destruirlos con sus avalanchas artificiales. Cuando los invasores salían victoriosos encontraban muy pocas cosas, pues todas las pertenencias ya habían sido enterradas bajo tierra.

—Pero, ¿cómo puede ser —pregunté— que continúen enterradas sin haber sido aún descubiertas, cuando existe una señal tan clara para encontrarlas, si los hombres se tomarán la molestia de seguirla?

El Conde sonrió, y cuando sus labios dejaron al descubierto sus encías, aparecieron unos caninos largos y afilados.

—¡Porque los campesinos son en esencia cobardes y tontos! —respondió el Conde—. Esas llamas sólo aparecen una noche al año. Y en esa noche, ningún hombre de este país, si puede evitarlo, tiene la osadía siquiera de asomar la nariz por la puerta. Y aunque lo hicieran, mi querido señor, no sabrían qué hacer. Es más, ni siquiera el campesino del que usted me contó que había marcado el lugar de las llamas, sabría dónde buscar durante el día, aun cuando él mismo hubiera hecho el trabajo. Y me atrevería a jurar que usted tampoco podría encontrar esos lugares nuevamente.

—En eso le concedo la razón —dije—. Creo que hasta un muerto podría encontrarlos antes que yo.

Terminado este tema, pasamos a otras cuestiones.

—Venga —dijo finalmente—, hábleme sobre Londres y la casa que ha comprado para mí.

Disculpándome por mi negligencia, fui a mi habitación a sacar los documentos de mi maleta. Mientras los colocaba en orden, escuché el tintineo de la vajilla y la cubertería en el cuarto contiguo, y cuando regresé vi que la mesa ya había sido recogida y la lámpara estaba encendida, pues para ese entones ya estaba completamente oscuro. Las lámparas también estaban encendidas en el despacho o biblioteca, y encontré al Conde sentado en el sofá, leyendo nada más y nada menos que una Guía Bradshaw inglesa. Cuando entré, el Conde quitó los libros y papeles de la mesa, y nos embarcamos en una conversación sobre planos, escrituras y cuentas de todo tipo. Estaba interesando hasta en los más mínimos detalles, y me hizo un sinfín de preguntas sobre el lugar en que estaba ubicada la casa y sus alrededores. A todas luces el Conde había estudiado con anticipación todo lo relacionado sobre la región, pues al final fue evidente que él sabía mucho más que yo del tema. Cuando le señalé este hecho, me respondió:

—Bueno, amigo mío, ¿no era necesario que estuviera bien informado? Cuando llegue allá estaré completamente solo, y mi amigo Harker Jonathan… No, discúlpeme, siempre sigo la costumbre de mi país de anteponer su nombre patronímico; mi amigo Jonathan Harker no estará a mi lado para corregirme y ayudarme. Estará en Exeter, a miles de kilómetros, tal vez trabajando en algún documento legal con mi otro amigo, Peter Hawkins. ¡Así que, ahí tiene!

Repasamos minuciosamente el tema de la compra de la propiedad en Purfleet. Después de haberle explicado los hechos, pedirle que firmara los documentos necesarios, y redactara una carta informando al Sr. Hawkins, el Conde me preguntó cómo había encontrado un lugar tan adecuado. Entonces le leí las notas que había tomado, y que adjunto a continuación:

“En Purfleet, a un lado de la carretera, he encontrado un lugar que parece adecuarse exactamente a lo solicitado. Un anuncio destartalado indica que la propiedad está en venta. Está cercado por un muro alto, de estructura antigua, construido con grandes piedras, y que parece no haber sido reparado durante muchos años. Las puertas, que estaban cerradas y completamente carcomidas por la herrumbre, están hechas con antigua y pesada madera de roble y hierro.

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