Kitabı oku: «Drácula y otros relatos de terror»
© Plutón Ediciones X, s. l., 2020
Traducción: Alessia Lazcano
Diseño de cubierta:Alejandro Díaz
Maquetación: Saul Rojas
Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,
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I.S.B.N: 978-84-18211-39-3
Estudio Preliminar
La más popular, famosa y genial novela sobre el tema vampírico fue escrita por el irlandés Bram Stoker (1847-1912), titulada Drácula (Dracul = Demonio, Drácula=hijo del Demonio en rumano) inspirada probablemente en la persona de Vlad Tepes, reyezuelo de Transilvania (en la actual Rumania) que en el siglo XV mantuvo a raya a los turcos con métodos expeditivos como el de empalar a sus enemigos (de aquí su apodo de El empalador). Drácula sería una acepción peyorativa puesto que originariamente se refería a Dragón, a la Orden del Dragón, orden de la nobleza rumana medieval a la que pertenecería Vlad Tepes, tenido más que por un vampiro, como una especie de Carlomagno o Arturo, dispuesto a volver de entre los muertos, si su patria se hallaba amenazada. Drácula de Bram Stoker salió a la luz el 26 de mayo de 1897 en Nueva York, porque en el Reino Unido los editores no aceptaron el manuscrito. Stoker era un escritor muy poco conocido, funcionario público, mago, aficionado al ocultismo y asiduo partidario a las prácticas espiritistas (se le atribuye la pertenencia como miembro de la sociedad secreta Golden Dawn). La lectura de Drácula, evidencia que se inspiró en gente como Lord Byron, Mary Shelley, Polidori, Sheridan Le Fanu, Oscar Wilde... lo que le permitió no solo escribir esta novela, sino alguna que otra más como La guarida del gusano blanco, también de argumento vampírico. Drácula, tuvo un éxito extraordinario en los Estado Unidos, mucho antes de que lo alcanzara en Europa y se convirtiera en arquetipo de los vampiros. La novela fue la cristalización de todo cuanto había vivido su autor y de las personas que había conocido. Su vida gris al servicio del brillante Henry Irving fue un detonante que hizo explotar toda las fobias y represiones de una época llena de tabúes e hipocresía. No olvidemos que Stoker es producto de la época Victoriana. El autor no se olvidó del incipiente movimiento feminista, de los avances técnicos: la cámara fotográfica, la máquina de escribir, el fonógrafo, el telégrafo... Uno de los grandes aciertos fue que en más de trescientas páginas, el conde Drácula no aparece en todas. Pero su presencia se palpa en todas ellas. Es probable que a lo largo de la narración Stoker dirimiera su propia batalla interior y aunque otorgará la victoria a los buenos, estos aparecen retratados con menos interés, con una cierta desgana que hace todavía más relevante la fuerte personalidad del Conde, protagonista indiscutible, al que el autor prepara un final acorde con la moral vigente y muy a pesar suyo.
Simbolismo
Pocos mitos existen tan universales e inquietantes como el vampiro. En todas las culturas, la sangre es considerada como una forma de energía vital y hasta incluso la propia Iglesia Católica posee como dogma la Transubstanciación del pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo: Quien la coma y beba, vivirá eternamente, es decir, adquirirá sus propiedades, la Gracia Santificante, una especie de canibalismo ritual, según la escuela Psicoanalítica de Freud. El vampiro es un paradójico muerto vivo que reposa en su ataúd y por no haber logrado el descanso eterno es un símbolo demoníaco, un alma en pena que por ser espíritu no se refleja en los espejos y por estar maldito retrocede ante la visión del crucifijo, de la hostia consagrada y curiosamente de la ristra de ajos. Esta alma diabólica, condenada eternamente sin reposo, vive protegida por las tinieblas de la noche, dueñas y señoras del espacio infernal, pero no puede hacer nada ante la luz solar, símbolo de Dios, cuestión que no deja de ser sino la lucha eterna entre el bien y el mal. En el personaje de Drácula queda simbolizada toda la antigua nobleza feudal que explotaba y chupaba la sangre de los campesinos y el nuevo mundo urbano de la modernidad y la ciencia, terminará derrotándolo. Es un sujeto elegante, ataviado con traje de etiqueta, lo cual no es óbice para mostrar su nauseabundo entorno, que obra con nocturnidad, en el espacio propio del amor erótico. Drácula es el seductor en su dimensión más elevada. Seduce y espera que sean sus víctimas las que deseen ser poseídas. Así lo sexual se sublimará con su máxima entrega: la del Yo.
Por eso, tanto el vampiro, como la vampiresa han calado hondo entre el público porque las masas ven en su comportamiento, lo que desearían hacer y la sociedad se lo prohíbe. Stoker, que jamás había estado en Transilvania, había oído hablar sobre el extraño personaje que fue Vlad el Empalador, por lo que decidió inspirarse en él para escribir su más famosa novela recurriendo a la técnica narrativa de los diarios íntimos y a la epistolar. Para ello se documentó en la Biblioteca del Museo Británico, conoció algo acerca de las leyendas sobre chupa sangres y supo que para acabar con un cuerpo no muerto era necesario clavarle una estaca en el corazón para que definitivamente dejara de vagar eternamente, atormentando la vida pacífica de las gentes. Su éxito lo hizo saltar al teatro con numerosas adaptaciones al cine y más contemporáneamente, a la pequeña pantalla. Es curioso que la novela de Stoker, jamás ha sido acusada de blasfema a pesar de su significado y de utilizar elementos de la Iglesia Católica. Aunque en ella lo atractivo es el mensaje morboso, repugnante, tras lo superficial, subyace algo más profundo que se remonta al origen mismo de la naturaleza humana.
Otros relatos de Terror
Los relatos de terror que complementan esta edición son una continuación temática del lado más oscuro de Bram Stoker. Exploran diversas tragedias y escenarios escalofriantes producto de su fascinación con el ocultismo, lo gótico y lo grotesco, alentado a su vez por la modesta fama adquirida luego de la publicación de su obra más importante, Drácula. La mayoría de estos relatos fueron publicados por primera vez con el título El Huésped de Drácula y otras historias extrañas, en 1914, dos años después de la muerte del autor.
Todos exploran los más oscuros rincones del horror desde puntos de vista diferentes, cada cuento utilizando un estilo propio, diversas formas de narrar, enfoques novedosos en los personajes, escenarios inéditos para el autor y sin perder nunca de vista la búsqueda de obtener una respuesta emocional del lector, y qué mejor manera de lograrlo que con el refinado terror que lo caracterizaba.
Los cuentos incluidos en este volumen son: El huésped de Drácula, En el valle de la sombra, El entierro de las ratas, La Squaw, La casa del Juez, El sueño de las manos rojas, El regreso de Abel Behenna, La profecía gitana y Los Dualistas.
Drácula:
Capítulo I
Diario de Jonathan Harker
(Texto taquigrafiado)
Bistritz, 3 de mayo.— Eran las 8,35 de la tarde del día uno de mayo cuando partía de Múnich, y llegaba a Viena a primera hora de la siguiente mañana. La llegada estaba prevista para las 6,45; pero el tren llevaba una hora de retraso. Budapest era precioso, al menos por lo que pude ver a través de los cristales del convoy y después, al pasear por sus calles. No podía alejarme de la estación, pues habíamos llegado tarde y marcharíamos enseguida. El más occidental de los espléndidos puentes que cruzan el Danubio, de gran anchura y profundidad, se adentraba en una región, para mí desconocida, que recordaba mucho la antigua época de dominación turca. Tuve la impresión de salir del mundo occidental para entrar en el oriental.
El tren reanudó su marcha con bastante puntualidad, y llegamos a Klausenberg hacia el ocaso. Me hospedé en el hotel Royal; solo para pasar la noche. Para cenar me trajeron un pollo sazonado con pimienta roja, preparado al estilo tradicional del lugar. Era muy suculento pero me dio muchísima sed. (Nota: Receta para Mina.). Le pregunté al camarero el nombre del plato. Me contestó que se llamaba «paprika hendl» y era muy típico en toda la región de los Cárpatos, pues se trataba de un plato nacional. Estas fueron mis primeras experiencias para comprobar la poca utilidad de mi chapurreo del alemán; aunque, no sé qué habría hecho sin él.
Aprovechando cierto descanso, en una de mis visitas a Londres, me acerqué a la Biblioteca del Museo Británico para así poder estudiar algunos libros y mapas de Transilvania. Si aceptaba la invitación de un noble de aquel país, debía conocer aquel territorio al dedillo. Pude, al fin, localizar el distrito que él me había mencionado, en el extremo más oriental del país. Limitaba con tres provincias: Transilvania, Moldavia y Bucovina, en medio de los Cárpatos, en una de las regiones más salvajes y menos conocidas de la vieja Europa. Sin embargo no hallé ningún mapa donde apareciera el lugar exacto del castillo de Drácula, pero pude comprobar que Bistritz, de la que tanto me habló, era una ciudad conocida. Si mis apuntes tienen equivocaciones, Transilvania cuenta con cuatro nacionalidades diferentes: los sajones, en el sur, mezclados con los válacos; los magiares en el oeste, y los szekler en el este y norte del país. Con estos últimos tendré que relacionarme durante mi estancia allí. Dicen ser descendientes de Atila y los hunos. En esta región uno puede encontrar gran cantidad de supersticiones, además muy curiosas. (Nota: Pedir al conde que me cuente algunas de ellas.)
He pasado una noche bastante desagradable, a pesar de que la cama era muy confortable y cómoda; pero he tenido unos sueños muy estrafalarios. A lo largo de la noche un perro no paró de ladrar bajo mi ventana. Podría ser lo que me provocó esas espantosas pesadillas; o quizá la causa fue el «paprika», que hizo que me bebiera una botella de agua entera, que como gentileza, alguien había puesto junto a la cabecera de mi cama. Un acompasado golpeteo en la puerta me despertó. Después de largas horas en vela, al fin había conciliado un sueño ligero. Para desayunar, más paprika y una especie de puré de harina de maíz, llamada mamaliga, y berenjenas rellenas de carne, un plato suculento al que llaman impletata. (Nota: Solicitar también esta receta.). Acabé de desayunar con prisas, pues mi tren partía antes de las ocho. Después, me di cuenta de lo inútiles que habían sido mis nervios, pues llegué a la estación a las 7,30 y hasta que el tren no se puso en marcha, estuve aguardando, sentado en el compartimento, más de una hora.
Durante el viaje disfruté de paisajes de una belleza insólita: pueblos con castillos, que parecían estar colgados de cumbres de agrestes cimas, como si de una postal antigua se tratara; otras veces el tren pasaba junto a ríos y manantiales que, desde los anchos cauces de piedra, daban la impresión de haber sido alguna vez culpables de alguna que otra catastrófica inundación. Encontrábamos grupos de gente en cada estación; a veces se trataba de grupos vestidos con muy variados y vistosos atuendos. En algo me recuerdan a nuestros campesinos y también a los que pude ver al pasar por Francia y Alemania; pero estos eran aún más pintorescos. En cuanto a las mujeres del lugar, si uno las contemplaba en la distancia desde el tren, parecían atractivas; sin embargo, cuando te acercabas se veían torpes y exageradamente anchas de cintura. Cubrían sus cuerpos con ampollas y blancas mangas de muy diversas formas; solían llevar la gran mayoría cinturones enormes, con algo que colgaba, cosa que hacía pensar en los tutús de las bailarinas. Los eslovacos, me parecieron, con diferencia, los personajes más curiosos, los más bárbaros, con sucios sombreros de vaquero, anchos pantalones, camisas de lino blanco y cinturones de cuero con clavos de latón incrustados. Calzaban botas altísimas por encima de sus pantalones, y se dejaban crecer el pelo y mostraban bigotes inmensos. A simple vista podrían parecer una cuadrilla de bandidos orientales; tópico falso, pues después me enteré de que son inofensivos e incluso de carácter nada pendenciero.
Llegamos a Bistritz. Me pareció un lugar añejo e interesante. Con anterioridad ya había recibido indicaciones del conde Drácula de dirigirme al hotel Corona de Oro. Al comprobar que se trataba de un lugar típico me puse alegre, pues ya desde el principio anhelaba encontrarme en el corazón de lo más tradicional y folclórico del país. Todo aquello me estaba esperando. Una anciana de rostro alegre me franqueó la puerta. Parecía una campesina por la manera como iba vestida. Cuando me acerqué a ella me dijo, mientras me hacía una reverencia:
—¿Es usted el Herr inglés?
—Sí —contesté—. Harker, Jonathan Harker.
La anciana sonrió y entregó un mensaje a un hombre entrado en años que estaba allí sentado en mangas de camisa. Este se incorporó y regresó con una carta en la mano:
Amigo mío:
Bienvenido a los Cárpatos. Estoy impaciente por verle. Deseo que esta sea una buena noche para usted. Tiene reservado un pasaje en la diligencia que parte mañana a las tres, con dirección a Bucovina. Mi carruaje le estará esperando en el Paso de Borgo. Espero que haya tenido un feliz viaje desde Londres y que disfrute durante su estancia en mi hermoso país.
Un amigo,
Drácula
4 de mayo.— Supe que mi hotelero había recibido una carta del conde, en la que le encargaba comprar el mejor asiento de la diligencia. Se mostró terco, haciendo ver que no me entendía cuando le pregunté algunos detalles más. Él y su esposa, la anciana de la puerta, se miraron con temor. El hombre dijo que había dinero en el sobre, y que nada más sabía de aquel asunto. Le pregunté acerca del conde y de su castillo, y entonces, para mi sorpresa, los dos viejos se santiguaron, luego a duras penas abrieron la boca para decir que no tenían ni idea de todo aquello. Se negaron en redondo a hablar más del tema. Quedaba poco para mi partida y no pregunté más. Tenía el presentimiento de estar sumergiéndome en un mundo misterioso y algo peligroso.
La anciana, unas horas antes de mi marcha, subió a mi alcoba y me dijo de forma bastante histérica:
—¿Es necesario que vaya? ¿Tiene que ir allí?
La mujer padecía un ataque de ansiedad. Sin darse cuenta, mezclaba el alemán con otro idioma que yo desconocía por completo. Al responderle que mi partida era inminente, ya que se trataba de un negocio de suma importancia, volvió a preguntarme:
—¿Sabe usted a qué día estamos?
—A 4 de mayo.
Ella movió la cabeza y volvió a indicarme:
—¡Oh, sí claro! Pero ¿qué noche es hoy?
—¿Qué quiere usted decirme?
—Hoy es la víspera de San Jorge. ¿No sabe usted que esta noche, cuando las campanas tocan las doce, todos los malos espíritus de este mundo aparecen y alcanzan su máximo dominio? ¿Sabe usted bien dónde va y qué va a hacer allí?
Me dio tanta pena que intenté animarla; cosa que empeoró la situación: se arrodilló ante mí y empezó a suplicarme que me quedara; o por lo menos, que atrasara mi marcha unos cuantos días. Aunque las reacciones de la mujer me parecían absurdas y exageradas, consiguió que me sintiera algo intranquilo. Intenté ponerla en pie, diciéndole que le estaba muy agradecido pero que era mi deber y debía partir sin más tardanza. La anciana se levantó secando las lágrimas de sus mejillas. Se quitó un colgante que llevaba en forma de crucifijo y me lo ofreció. Estaba confuso. Soy miembro de la Iglesia anglicana; y siempre me han enseñado que estas cosas son idolatrías. Sin embargo habría sido una falta de tacto grave el rehusar tal presente. La anciana me lo ofrecía con su mejor intención. Me colocó el rosario alrededor de mi cuello, presintiendo las dudas que me surgían.
—¡Acéptelo por el amor de su madre! —exclamó.
A continuación salió de mi habitación.
Estoy comprobando que el estado de mis nervios no es el normal; mientras espero la diligencia, que como de costumbre llega con retraso, conservo en mi cuello el amuleto de la anciana, quizá se deba a sus temores o a las muchas leyendas fantasmagóricas que pesan sobre este país. Si este diario llegara a manos de Mina antes de verla yo en persona, que al menos mis palabras le lleven un adiós. ¡Ahí llega la diligencia!
5 de mayo. El castillo.— El gris de la mañana se ha disipado y el sol parece mellado a causa de los árboles o las colinas que impiden su salida por el horizonte. Estoy desvelado. Aprovecho la calma nocturna y mi estado de ánimo para escribir unas líneas. Tengo muchas cosas que me bailan por la cabeza y quiero consignar. Para que esto no se parezca al diario de alguien que comió demasiado antes de salir de Bistritz, detallaré el menú de mi cena allí: unos cuantos trozos de tocino, alguna cebolla y buey, todo sazonado con pimienta y asado ensartado en varillas, como la carne de caballo que venden en las calles de Londres. El vino era un «Medias dorado», que producía una extraña sensación de picor en la lengua, pero que no era desagradable. Solo tomé un par de vasos, no más.
Me subí a la diligencia. El cochero no había ocupado aún el pescante, pues estaba charlando con la dueña del hostal. Pronto vi que estaban hablando de mí, pues de vez en cuando se volvían para mirarme. Poco después se acercaron unos aldeanos que, se mostraron extraordinariamente interesados y se añadieron a la conversación. Todos me observaban con lástima. Yo conseguí escuchar algo, que repetían bastante a menudo. Palabras raras y de distintas nacionalidades. Haciendo ver que todo aquello no me afectaba, saqué mi diccionario políglota de la cartera y las busqué. Confieso que ninguna era demasiado animosa. Encontré ordog (Satanás), pokol (infierno), stregoica (brujo), vrolok y vlkoslak (una eslovaca y la otra serbia, ambas con el mismo significado: una especie de hombre-lobo o un vampiro.) (Nota: Debo preguntarle al conde sobre estas creencias.)
Entre todos habían construido un grupo considerable. Todos se santiguaron en dirección hacia mí. La diligencia por fin arrancó. Conseguí, después de mucho trabajo que un compañero de viaje me explicase el significado de ese gesto. Al principio se negaba a contármelo, pero cuando supo que yo era inglés me dijo que era una protección contra el mal de ojo. Aquello no me gustó debido a mi situación: iba hacia un lugar apartado al encuentro de un desconocido. Pero todas esas gentes me parecían tan bondadosas, y angustiadas, que me emocioné. Conservaré siempre esa imagen del hostal, con toda esa multitud de personajes pintorescos santiguándose bajo el paso abovedado sobre un fondo de naranjos y adelfas plantados en verdes barricas agrupadas en el centro del patio. Entonces el cochero, cuyos hiperbólicos calzones de lino cubrían todo el pescante, golpeó a los cuatro caballos con su látigo y estos, captando perfectamente la orden, emprendieron la marcha.
Perdí de vista el hotel y enseguida todos esos pensamientos fantasmagóricos desaparecieron. Aquella belleza tan agreste del paisaje me distrajo por completo. Aunque estoy casi convencido que de conocer el idioma de mis compañeros de viaje me habría costado bastante más olvidar.
Un terreno lleno de verdor se abría ante nuestras miradas. Era un campo en pendiente y cubierto de vegetación y bosques, salpicado de frondosas colinas, coronadas por grupos de árboles o granjas, con sus blanquecinos aleros mirando hacia la carretera. Brotaba por doquier exuberantes frutales en flor: manzanos, ciruelos, perales, cerezos… Se podía oler la fresca hierba bajo los árboles, completamente inundada de pétalos caídos. No se percibía el final de la carretera, perdiéndose entre impresionantes pinares, que de vez en cuando descendía por las laderas como si de una gran lengua de fuego se tratase. A pesar de que el camino era pedregoso y arduo, lo atravesábamos con una prisa febril. Yo no sabía el porqué de tanta velocidad. Estaba claro que nuestro cochero deseaba llegar a Borgo Prund lo antes posible. Me enteré después de que aquella carretera, que entonces nos zarandeaba sin piedad, era excelente en verano, lo que sucedía era que no había sido reparada aún después del deshielo; de hecho era casi una costumbre, pues antaño tenían mucho cuidado de no repararlas por miedo a que los turcos no creyesen que estaban preparando alguna estrategia militar.
Después de pasar las colinas, se elevaban frente a nosotros, grandes cuestas de bosques, que llegaban hasta las más altas cimas de los Cárpatos. La diligencia se hallaba rodeada por ese paisaje bañado por el sol vespertino que lo transformaba en un hermoso manto de increíbles colores: las sombras de los pinos eran azules y púrpuras, y donde se mezclaban la piedra y la hierba de tonalidades verdes y pardas. En los Cárpatos se creaba una impresionante visión: rocas como colmillos y peñascos como dagas afiladas. Se podía observar despeñaderos que provocaban grandes fracturas en las montañas de verde manchadas. Durante el ocaso pudimos contemplar el hermoso espectáculo del agua brillante cayendo en forma de cascada.
Al doblar la falda de una colina, uno de los que viajaba conmigo me tocó el brazo, para que observara atentamente el elevado pico nevado de una montaña que parecía estar a un metro de nosotros.
—¡Mire! ¡El trono de Dios! —gritó.
Seguidamente se santiguó con gran fervor.
El sol caía cada vez más deprisa a nuestras espaldas, a medida que avanzábamos por el camino zigzagueante. Casi sin atardecer nos vimos envueltos por las sombras nocturnas; gracias a lo cual la cumbre nevada tomó un bellísimo tono rosado.
Pude observar asombrado que la carretera se hallaba limitada a ambos lados por infinidad de cruces, delante de las cuales mis compañeros de viaje se santiguaban. Alguna que otra vez también vimos a algún campesino arrodillado frente a una capilla; para los cuales no existía el mundo exterior, pues ni siquiera volvían la cabeza cuando alguien se les acercaba. También nos cruzamos con algunas típicas carretas de campesinos, que regresaban de trabajar todo el día en el campo.
El anochecer se anunció con un intenso frío. Todo el paisaje se vio sumergido en una oscura nebulosidad; los árboles se apagaron, tan solo los sombríos abetos contrastaban su color con el fondo claro de las últimas nevadas. A la velocidad que iba la diligencia parecía que aquellas masas de follaje gris que salpicaban los árboles se nos fuesen a echar encima; las ramas producían un efecto particularmente lúgubre y solemne que animaba los pensamientos, y oscuras fantasías que aparecían con el anochecer, en el momento en que la puesta del sol vestía a las nubes con formas fantasmales, que parecen serpentear siempre por entre los valles de los Cárpatos. La carretera subía a veces por colinas tan empinadas que a pesar de la desesperación del cochero por llegar a su destino, los caballos no podían más que ir al paso. Mi intención era bajar de la diligencia para ir a pie, cosa que al cochero le pareció una locura.
—No, no —repitió—. Aquí no puede bajar. Este bosque está lleno de sabuesos salvajes —a continuación dijo unas palabras que seguramente formaban parte de una broma de mal gusto, a juzgar por la sonrisa que dirigió al resto de pasajeros—. Ya verá usted bastante antes de irse a dormir.
Tan solo realizó una parada para encender los faroles.
Entrada ya la noche, los nervios parecían dominar a los pasajeros, que empezaron a atosigar al cochero para que corriera más deprisa. Entonces este azotó sin compasión a los pobres caballos con su látigo, y con histéricos gritos de aliento les obligaba a hacer un esfuerzo impresionante. El nerviosismo de los pasajeros aumentó. La diligencia se balanceaba sobre sus grandes muelles de cuero como un barco en medio de un mar embravecido. Tuve que sujetarme para no caer. El camino se hizo más llano y por un momento me dio la impresión de que estábamos volando. A continuación, las montañas que teníamos a nuestro alcance parecían abalanzarse sobre la diligencia. Estábamos entrando en el Paso de Borgo. La mayoría de mis compañeros de viaje me ofrecieron regalos de todo tipo y bastante singulares, por cierto. No quise rechazarlos debido a la insistencia que pusieron, pues lo hicieron con toda su buena voluntad, con palabras amables, bendiciones y ese extraño gesto de temor que ya había visto antes en el rostro de la anciana de la puerta del hotel de Bistritz: ese signo de la cruz que protegía del mal de ojo. Luego, el cochero se inclinó hacia adelante, mientras la diligencia iba a toda velocidad y los pasajeros, impacientes, se asomaron por las ventanillas de ambos lados para escudriñar la oscuridad, esperando que ocurriera algo muy excitante. A pesar de mis continuas preguntas nadie quiso contarme nada de aquella conducta suya tan extraña para mí. Ese estado de nerviosismo generalizado duró algún tiempo hasta que al fin divisamos la parte más al este del Paso. Oscuras y amenazantes nubes se ceñían sobre nuestras cabezas, y en el aire se podía respirar una angustiosa tempestad justo en la dirección en la que íbamos nosotros; la atmósfera del camino que dejábamos atrás era totalmente distinta, estaba en calma. Miré al exterior, para intentar ver el vehículo anunciado por el conde. De un momento a otro, esperaba ver el brillo de unos faros rasgando las negruras; pero todo seguía igual. La única luz que se distinguía era la de nuestra diligencia, sobre los faroles de la cual se condensaba el vaho de nuestros fatigados caballos. Ahora podíamos ver la carretera arenosa extendiéndose ante nosotros, mas en esta no se divisaba ninguna muestra del paso de algún otro vehículo. Los pasajeros se relajaron de nuevo en sus asientos con un suspiro de alivio, cosa que pareció una cruel burla dedicada a mi decepción. No sabía ya qué pensar ante lo que estaba aconteciendo, entonces el cochero consultó el reloj y dijo a los demás algo en voz baja que apenas pude oír. Creo que dijo: «Hemos llegado una hora antes de lo previsto». Seguidamente, se volvió hacia mí, y dijo en un alemán aún peor que el mío:
—Aquí no hay ningún carruaje. Parece ser que no le espera nadie. Ahora tendrá que ir hasta Bucovina y vuelva aquí mañana o pasado; cuanto más tarde lo haga, mejor para usted.
De repente, mientras el cochero hablaba, los caballos comenzaron a relinchar y a resoplar, lanzándose a la carrera bruscamente, por lo que el cochero tuvo que hacer un gran esfuerzo para sosegarlos. Al cabo de un momento, mientras el resto de los pasajeros se santiguaban, una calesa tirada por cuatro caballos apareció a nuestras espaldas, parándose junto a nuestra diligencia mientras los campesinos que me acompañaban se santiguaban y lanzaban gritos al unísono. Debido al resplandor de nuestros faroles pude ver que aquel carruaje era tirado por unos caballos espléndidos y negros como el carbón, los cuales eran conducidos por un hombre alto, con espesa, larga y oscura barba y un gran sombrero también de color negro, que le ocultaba gran parte del rostro. Al volverse hacia nosotros pude distinguir un par de ojos muy brillantes que a la luz del farol parecían enrojecidos. Entonces le dijo al cochero de nuestra diligencia:
—Pasas muy temprano esta noche, amigo.
—El Herr inglés tenía prisa —respondió nuestro cochero tartamudeando.
A lo que el cochero recién llegado replicó:
—Ya, espero que por eso querías que el inglés llegara hasta Bucovina. No puedes engañarme, amigo; sé demasiado y recuerda que tengo caballos muy rápidos.
Hablaba con una leve sonrisa en sus labios y a la luz del farol su boca era de aspecto duro, con labios muy rojos y dientes afilados, tan blancos como el marfil. Uno de mis compañeros de viaje susurró a otro el verso de la Leonora, de Bürger:
Denn die Todten reiten schnell
(Porque los muertos viajan deprisa).
Aquel extraño conductor le había oído, pues levantó la cabeza revelando una irónica sonrisa. El pasajero se giró de espaldas al mismo tiempo que se santiguaba.
—Deme el equipaje del Herr —dijo el conductor de la calesa.
Con grandísima rapidez le dieron mis maletas y estas inmediatamente fueron colocadas en el otro carruaje.
A continuación bajé de la diligencia y el extravagante personaje me ayudó a subir en su vehículo, cogiendo con su mano mi brazo; sus dedos me parecieron presas de acero. Aquel hombretón debía tener una fuerza fuera de lo común. Sin decir ni una palabra, sacudió con las riendas a los caballos, que dieron media vuelta y nos adentramos en la oscuridad del Paso. Al mirar hacia atrás, vi por última vez, a través del vaho de los caballos iluminado por las luces de los faroles cómo los campesinos se santiguaban en la distancia. Luego, el cochero hizo restallar el látigo y gritó a los caballos para seguir camino a Bucovina.
De inmediato se confundieron en la oscuridad, y entonces, una rarísima sensación de escalofrío y soledad se apoderó de mí. Pero el cochero me tendió una capa sobre los hombros y me dio una manta para que me cubriera las rodillas, mientras me decía en un excelente alemán:
—Hace una noche fría, mein Herr. Mi amo el conde me encargó que cuidase de usted. Hay un frasco de slivovitz (aguardiente de ciruelas del país) bajo el asiento por si lo necesita. Usted mismo.
No lo llegué a probar, sin embargo era un consuelo pensar que estaba cerca de mí ese licor. Me sentía extraño y tenía un poco de miedo. Creo que de haber tenido otra alternativa la habría aceptado rápidamente en lugar de seguir este camino, rumbo a lo desconocido. El carruaje continuó en línea recta y a marcha rápida, de forma repentina giró bruscamente y seguidamente tomó un camino recto como el anterior. Tenía la impresión de estar pasando una y otra vez por el mismo lugar; así que tomé como referencia un saliente, y no me gustó comprobar que así era. Sentí el deseo de preguntarle al cochero qué pasaba, pero en realidad me dio miedo hacer tal cosa. Pensé que ninguna protesta habría hecho efecto, si él tenía la orden de demorar la llegada al castillo. Más tarde, sin embargo, tuve la curiosidad por saber cuánto tiempo había pasado; así que encendí una cerilla para poder consultar mi reloj. Faltaban pocos minutos para la medianoche. Debo reconocer que me sentí perturbado, supongo que alguna cosa tenían que ver todas aquellas supersticiones de la gente del lugar acerca del suceso misterioso que tenía lugar a las doce de la noche, y a la vez, aumentadas estas por mis recientes experiencias. Fui durante unos momentos juguete del miedo y de la incertidumbre.