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SECCIÓN 1 Representación visual de la escuela

Capítulo 1
La inocua belleza. Tensiones entre museo, escuela y nación
Mario Rufer

Desconfiemos, por lo tanto, de las palabras

que acompañan la exposición de nuestros pueblos.

Georges Didi-Huberman (2014: 19)

Introducción

Este texto se desprende de un proyecto más amplio sobre museos comunitarios y sus relaciones con la cultura nacional del cual soy responsable.1 Desde hace algunos años analizo varias poéticas y políticas de construcción de comunidad a través de un dispositivo particular: los museos comunitarios de México.

El Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah) de México creó en 1993 el Programa Nacional de Museos Comunitarios (PNMC) como un acto peculiar (véase Rufer, 2014). Por un lado, era un esfuerzo político del Estado agonístico copado aún por el Partido Revolucionario Institucional, de “relevar” iniciativas particulares de “comportamiento local”, que a través del foco cultural entró en las dinámicas políticas particulares de cada región. Quiero decir: no era casual el gesto de apropiarse de un repertorio discursivo que pertenecía a las disidencias (las “memorias comunitarias” como aquello que en algún presunto locus originario se contrapone a la fagocitación de la cultura nacional) y transformarlo en un discurso patrimonial del Estado sin demasiada problematización.2

A partir de la invitación de las coordinadoras de este libro me propuse pensar en cuáles eran las relaciones entre museo comunitario y escuela pública, entre el uso de imágenes, figuraciones, recursos visuales y estereotipos. Primero pensé que sería un ejercicio difícil, quizás porque no había reparado hasta ahora en cómo la escuela pública es un lugar crucial para la celebración de la “comunidad” y hasta qué punto la mancuerna entre museo comunitario e institución educativa básica ha sido pilar del cumplimiento de los objetivos arriba mencionados para el PNMC. Sin embargo, no lo fue. De hecho, es pertinente recordar que el historiador Tony Bennett acuñó en 1988 el concepto de “complejo exhibitorio” (Bennet, 1988) para estudiar la importancia que las grandes exhibiciones y los museos adquirieron en la escena europea internacional desde el siglo XIX, con una clara estrategia pedagógica que iba de la mano con la visión de la escuela moderna. De algún modo lo que Bennet intentaba exponer es que las nociones científicas de orden, jerarquía, clasificación y pertenencia se volvieron un “problema de cultura”: esto es, se tornaron parte de una estrategia pedagógico-formativa fundamental de las nuevas esferas públicas y la construcción de civilidad (incluso para las clases trabajadoras). Una tecnología visual con procedimientos específicos se volvió parte de una rutina para crear ciudadanía que debía apoyarse en el “relato” escolar. 3

Lo cierto es que esa fe en la potencia cívica —y en el relato historicista, tan diferente del de los museos ambulantes o los gabinetes de curiosidades de los siglos xvii y sobre todo XVIII— parece haberse, también, agotado. O al menos desplazado. Se acusó al museo tradicional de colonial, unilateral y poco preocupado por la “lectura” y la significación (Castilla, 2010; García-Huidobro Budge, 2010); y desde los años setenta del siglo pasado, el énfasis de lo que se llamó “la nueva museología” puso en entredicho la función pedagógica y la constatación soberana e inalterable del enunciado museal. Es en esta configuración que podemos comprender la fuerza que tuvieron los museos comunitarios, ecomuseos y museos participativos.

Los interrogantes

Si nos apegamos a la primera declaración de museos comunitarios latinoamericanos, producida en Chile en 1992, la misma prevé “la difusión de formas comunitarias de memoria que hagan conocer diversas maneras de concebir y transmitir el pasado común no registradas en las historias tradicionales” (Balesdrian, 1994: 43). Si bien, por supuesto, el PNMC adoptó los discursos previsibles sobre el respeto de la diversidad, el impulso de modalidades autogestivas y la promoción de una nueva museología que disponga una política de exhibición “de y para” la comunidad, lo que no se problematiza en ningún caso es la doble tensión que, después de trabajar con algunos museos, encuentro entre las acepciones sobre lo local, lo nacional, lo comunitario y lo estatal.

En este sentido, todo el esfuerzo del PNMC tuvo que ver con dos elementos: primero, lanzar una convocatoria nacional para que “las comunidades” que quisieran organizarse en torno a una propuesta de museo sobre su historia y patrimonio lo hicieran bajo el paraguas conceptual de este programa y con un apoyo económico inicial. Segundo, no sólo se intentaba patrocinar el nacimiento de estos espacios de “discusión” sobre memoria, comunidad y patrimonio, sino también salvaguardar el patrimonio arqueológico y evitar la privatización de zonas y objetos que el INAH no podía controlar por entero (Camarena y Morales, 2006).

Sin embargo, en el actual panorama de los pluriversos neoliberales el Estado se retira de cierto desempeño regulador en aspectos macro mientras, por otro, dirige sus acciones a sostener la extensión de soberanía en campos como el cultural. En este punto, el impulso a las voces menores y a su “gestión” justamente bajo el lenguaje paradigmático del museo en tanto sistema de representación que exige una poética y una gramática precisas, merece plantear algunos interrogantes. El esfuerzo de construir museos comunitarios a lo largo de todo México, que de algún modo “reconozcan” y exhiban aquello que el Estado “falló en dar voz” en sus discursos hegemónicos, origina mis preguntas para este texto: ¿quién habla, por cuáles comunidades y para qué? ¿Qué imágenes —en el sentido amplio de amalgama visual con sentido— de pueblo, tradición, cultura y comunidad aparecen ligadas a museo y escuela y qué nociones de historia, memoria y patrimonio se ponen en tensión en ellas?

Son preguntas amplias; sin embargo, aquí quisiera plantearlas a través de un prisma particular como unidad de estudio: el XVIII y XIX encuentros nacionales de museos comunitarios que hubo en noviembre de 2012 y 2013. El primero en la comunidad de Jamapa, Veracruz;4 el segundo en Atzayanca, Tlaxcala; ambos bajo el auspicio del INAH, con el lema “Comunidades narrando su propia memoria”. Quiero trabajar con el material recogido y registrado de estos encuentros, no porque tengan alguna “representatividad” sobre un conjunto mayor; me interesan fundamentalmente porque, en ambos casos, la escuela pública, la educación y el rol específico de “los niños” como agentes de historia, son elementos centrales en la consolidación representacional de la función del museo: el museo funciona como una extensión del rol escolar, como veremos.

La primera aporía que podemos plantear es la siguiente: las formas de operación de los museos comunitarios para que promuevan públicamente formas de hacer memoria colectiva “no tradicionales”, donde “lo comunitario” sea una memoria propia expresada por formas locales de “rescatar patrimonio”, están amparadas en encuentros nacionales cada año, a los que acuden distintas delegaciones (a veces más de cincuenta) de diferentes partes del país. Esos encuentros nacionales tienen tres características básicas: primera, un alto carácter ritual (en términos de acciones convencionales, repetitivas y performáticas); segunda, la presencia y custodia de las autoridades del INAH; tercera, y tal vez la más importante aquí, la presencia participativa y expectante de la escuela pública y de los niños del lugar. Participativa porque los encuentros se abren siempre con un desfile organizado, protagonizado y custodiado por los niños de la escuela pública de la comunidad anfitriona; y expectante porque, una vez terminado el desfile, los niños quedan al margen formando un arco que “contiene” al resto del evento.

Quiero decir: la formación discursiva comunitaria como las formas de “lo propio”, “lo local” y lo “no hegemónico” está amparada bajo la tutela de lo aparentemente ajeno (el Estado), lo regional (el territorio soberano del Estado-nación), lo hegemónico (la historia nacional) y lo promisorio (los niños).

Abordaré esas paradojas trabajando específicamente con el formato del ritual del encuentro y con la palabra específica de algunos actores comunitarios allí presentes.

El desfile y la mímesis

Mire, pintamos todo. Que se vea bonito. Imagínese, gente de toda la República. Ya somos casi amigos, pero igual. Y luego los del INAH… no pues claro que debe estar bonito. Después dicen que en los pueblos falta orden. Los chamacos están ensayando el baile desde hace mucho y las chicas, las jarochas, se preparan para el desfile en la escuela. Y hemos pulido todas las piezas del museo. Los niños participaban haciendo las cedulitas y también escogiendo de los libros qué imágenes se pintarían en las paredes… Ahí en el escenario donde vamos a inaugurar y cantar el himno, ¿ya vio? Los chamacos de las escuelas trabajaron para pintar la pirámide esa y la bandera mexicana. Ya sabe, la pirámide para nosotros es la gran montaña, el centro del universo, el origen de lo que somos. La bandera como forma de unión de todas las comunidades que vienen…5

Estas palabras de Ramón fueron el disparador central para este texto. Varias lexías6 atraviesan este discurso: la noción de limpieza y pureza, la intervención de la escuela, la presencia de los símbolos patrios (el himno y la bandera) y de la pirámide arqueológica (no importa de qué cultura) narrada exactamente como la proponen tanto la historiografía nacionalista hegemónica (Gorbach, 2012) como la historia pública nacional a través de una de las herramientas más poderosas de divulgación: la revista Arqueología mexicana.7

La escuela tiene que ser parte del museo comunitario. Quiero decir, si el director del museo es un maestro, es porque el museo es un puente, una conexión con nuestros niños, que aprenden del orgullo de nuestra comunidad en el seno de la nación (Ramón).

Al otro día, la delegación de las comunidades se congregó alrededor de la plaza central de Jamapa. Trajes típicos, regalos, estudiantinas, instrumentos musicales y cierto aire de familiaridad se promovía alrededor del escenario. En él, los integrantes del Ayuntamiento de Jamapa, el director del museo comunitario y algunos miembros del INAH se acomodaban en el estrado. Espacios encantados (por la tradición) y lugares modernos (en la presencia del Estado) (Dube, 2004).

La primera llamada a participar se centró en el llamado “desfile de comunidades”. Desde un costado de la plaza central, al frente de la Escuela Nacional Josefa Ortiz de Domínguez, saldrían las distintas delegaciones de los museos comunitarios y desfilarían por la calle principal, la carretera cortada a tal efecto y las calles colindantes del pueblo, hasta retornar a la plaza central para comenzar con el acto protocolario. Encabezaban el desfile las jarochas, jóvenes mujeres vestidas con el típico traje de Veracruz, estado anfitrión. Las jarochas eran las niñas de la escuela. Se apostan poco a poco, a un costado de la acera, los niños de la escuelas primarias públicas del pueblo, uniformados, a modo de espectadores. Se percibe el comienzo de un acto extraordinario en Jamapa. En los patios anteriores y en las aceras, se acomodan las familias, las mujeres y los niños de la cuadra. Se sientan. Pienso en las palabras de George Yúdice cuando analiza el vínculo entre espectáculo y pobreza, suturado por formas de estatalidad: una de las funciones contemporáneas de la cultura como recurso, es la de “mantener la autoestima de los pobres” (Yúdice, 2008: 27).

Las maestras exhortan a los niños-espectadores uniformados. Se ordenó el desfile: la delegación jarocha, anfitriona, lo encabeza con un estandarte que dice “Veracruz”. Una maestra se pone frente a la primera jarocha y le explica: “Debes ponerte aquí, dando a la puerta. Exactamente en el centro entre la Corregidora y Miguel Hidalgo”, cuyos rostros estaban pintados en el muro exterior de la escuela. Detrás de la delegación se disponen en orden alfabético cada uno de los estados de la república (sin identificación de la comunidad específica), incluido el Distrito Federal (más atrás Hidalgo, Guanajuato, Morelos, Oaxaca, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Tabasco, Yucatán).

Quisiera detenerme en este episodio protagonizado, custodiado y armado por la escuela en sus imágenes. Sabemos que el desfile es un dispositivo de Estado, una apropiación de la procesión religiosa que “mostraba” al santo a modo de celebración y comunión. El desfile colonial funcionó en los territorios latinoamericanos como una acción ritual altamente dramatizada que, a la sombra de una imagen religiosa como condensación simbólica, sostenía la soberanía territorial y espiritual de la Iglesia y remarcaba la familiaridad del paisaje, una forma de volverlo a fundar. A partir del siglo xix, el Estado-nación hizo uso indiscriminado de esa acción ritual despojando de carácter sagrado la procesión religiosa pero adjudicándoselo al carácter sacro-mágico de las “fuerzas” que “vigilan y aseguran” el territorio (Viñas, 1982: 123 y ss.). De alguna manera, el desfile pasó a ser monopolizado por el Estado; no dejaron de existir las procesiones religiosas, pero el Estado concentró el carácter performático del desfile como ritual pedagógico de afirmación de jurisdicción (Blazquez, 2012).

Desde el siglo pasado, todo ojo observador y trazado a paso igualado por los caminos, quedaba en manos de las fuerzas seculares y en particular del orden militar. Sin embargo, además de las “fuerzas del orden”, hay otras dos posibilidades para que el desfile-procesión que utiliza el espacio público, corta calles y remapea el trasiego diario, “aparezca” como escena contemporánea ritualizada: una es el desfile escolar de los niños en cada fiesta patria o en cada fin de año lectivo. La otra es el desfile conmemorativo-celebratorio que organiza a la comunidad imaginada: los desfiles patrios o ahora los desfiles del Bicentenario que se dieron en casi todos los países latinoamericanos.8 En ambos (el desfile escolar y el celebratorio de la comunidad imaginada) se cumplen dos características básicas: están amparados bajo un principio ordenador del Estado (en la pedagogía, en la historia o en la política de identidad) y hacen uso de la facultad mimética: los niños “son” los héroes patrios, “son” los defensores del futuro; las niñas son las jarochas como tipo ideal de una identidad precisa. Me parece importante recalcar este punto: en muchos de los museos comunitarios (sobre todo mestizos; en los museos indígenas la realidad es otra) sucede que la vinculación con la escuela es directa; y los niños en algún momento forman parte de las “piezas” de museo, en esa facultad mimética que desde Benjamin aprendimos que utiliza el Estado con los niños: son los únicos que pueden “encarnar” al héroe, a los padres de la patria, y refundar la religio histórica.

Mi hija va a ser la Corregidora en el desfile. ¿Se nota? Dígame usted que es de fuera, ¿se nota? Luego han de decir que la disfracé de quién sabe qué cosa. Ya ve cómo son aquí. Y el maestro [se refiere al director del museo] es muy estricto. Porque luego quiere poner las fotos en el museo. O sea, como una comparación. Así lo que pasó en la historia, y cómo lo recreamos aquí.9

Esa mañana en el desfile de Jamapa la comunidad imaginada era escenificada en el trazado mínimo del pueblo. Los espectadores eran asegurados: los niños iban haciendo postas en las filas de la acera, algo seguramente ensayado, para que a cada paso el desfile no quedara sin observadores que aplaudían y coreaban vivas. A mi pregunta a la madre de una de las jarochas por qué se había elegido ese traje y esa forma, me respondió:

¿Por qué? Pues nuestra comunidad se ve ahí, ¿no? Cuando nos vestimos así, sobre todo las mujeres. Ahí está la comunidad. Los trajes son los del… 15 de septiembre. Los de la escuela, o sea los que usamos en los actos de la escuela. Se podría decir que es el mismo desfile pero ahora para todo el pueblo y los que vienen a vernos. Yo siempre les digo que se pongan el traje y lo luzcan ante los demás con orgullo; cuando ensayamos sin traje siempre es un relajo, hay pleito, ya sabe, como que no nos hallamos. Pero nos ponemos el traje y ahí sí, somos todos como uno solo (Madre).

Cuando insistí si sabía de dónde salía ese traje, fue lacónica: “Pues de la escuela”. Más allá de la respuesta acerca de que el traje es un recurso y que tiene poco que ver con la cotidianidad (algo obvio), lo importante aquí es la precisión con la que un símbolo es revestido con una capacidad aglutinante, como en cualquier ritual de afirmación. No interesa el hecho de advertir que se trata de una exotización seriada, de una política estereotipada de la identidad, sino que lo asumido como una adquisición escolar y una reubicación del acto patrio es también el momento en el que la comunidad “sucede” en la performance (Turner, 1967: 37 y ss.; Turner, 1982). El acontecer tiene la propia característica del rito: es un hecho que excede la cotidianidad y está marcado por los referentes calendáricos y comunes del complejo pedagógico y performativo del Estado-nación.q

Pretendo discutir con cierta propensión contemporánea a contraponer Estado y comunidad como una especie de mecánica relación centrífuga. Como si existieran ciertos reductos “intocados” por las dinámicas de estatalidad a los cuales podemos retornar (la figura épica del retorno me parece crucial y perniciosa aquí). El riesgo más obvio de esta escisión es volver a poner, vía el camino de la crítica al Estado moderno y con las mejores intenciones, a la noción de comunidad en algo que estaría “más allá” de las dinámicas históricas (con lo cual la figura historicista de que la única célula política capaz de “producir historia” es el Estado queda intacta). Así, no hay comunidad per se, pero tampoco es cierto que no exista. Existe más bien como “conducta restaurada” (Schechner, 2011), como un acto repetido que formula la existencia en el propio espacio donde se actúa lo común.w Varias jóvenes agregaron al comentario de esta madre anécdotas sobre los “pleitos” cuando no llevaban el traje en los desfiles y la alegría por tenerlo que portar en los actos de la escuela.

Una vez finalizado el desfile en el mismo punto donde empezó, se congregaron todas las delegaciones de las comunidades en la plaza central, donde se efectuaría el acto protocolario. Con el estrado del escenario en altos, ocupado por funcionarios del Ayuntamiento y del INAH, el acto comenzó como cualquier otro acto de carácter oficial: con el izado del “lábaro patrio” y la entonación del Himno Nacional Mexicano, se cantaron las diez estrofas enteras, como nunca me había tocado presenciar. Alberto, maestro de escuela y uno de los encargados del museo comunitario, replicó:

Sobre todo es para los niños, están viendo los danzantes, las comunidades, que vean también la fortaleza del país aquí, en su propia comunidad […]. El museo y la escuela tienen que poder decirnos esto. Rescatar la diversidad de México en la unión de todo lo bonito que tenemos.

La beldad y la historia

Esta particular importancia otorgada a “lo bonito” expresada de esa manera, se repite en otras ocasiones donde “museo” y “escuela” se reúnen. En el xviii Encuentro Nacional de Museos Comunitarios en Altzayanca, Tlaxcala, en octubre de 2013, la escuela pública del poblado también fue el escenario central de las discusiones, y el museo se encuentra justo enfrente de esta.

José de Jesús Paredes, el presidente municipal de Atzayanca en ese entonces, dirigió un discurso especial a los niños presentes y uniformados, y a las diferentes comunidades de México, cuyos representantes portaban sus estandartes (muy similar al encuentro de Jamapa un año antes).

Tlaxcala cuida a sus guardianes del futuro, a sus niños, en esta unión del museo, la escuela y la educación. Tlaxcala pudo conocer más de sus raíces prehispánicas, su tradición. El compromiso que adquirió hace tres años en el rescate de tradiciones ha dado frutos: nuestro carnaval ha dado frutos, nuestra feria del maguey con el pulque… los recibimos hoy con los brazos abiertos, para que los niños sigan el ejemplo. Aquí están los dibujos, las fotos… escuchen las voces de México —recién hubo un saludo en el hermoso mixe de Oaxaca—, su costado bonito, su don de gentes… También miremos a los campesinos… ellos nos han donado sus piezas, nutren el museo, son la forma viva de nuestros antepasados…e

Aquí hay algo importante. Ese mismo año 2013, uno de los encargados del museo comunitario de Atzayanca, Omar, refería en una entrevista algunos puntos que me parecen cruciales sobre la relación entre Estado-nación, comunidad, etnia y “patrimonio”:

Trabajamos mucho con campesinos, ya lo dijo el presidente…. ellos tienen el control de los terrenos. Ellos son casi directamente nuestro pasado. Tratamos de hacer conciencia y ayudar a proteger. Con la escuela, con los maestros trabajamos porque los niños tienen que dejar de ser campesinos para ser mexicanos… Mostramos una y otra vez las imágenes de las piezas a los niños. No importa que no sepan de qué periodo, de dónde. Lo importante es que reconozcan y respeten. Mire, sucede que los campesinos, si trabajaban la tierra y se topaban con una vasija pensaban que habían encontrado un tesoro monetario. Rompían la vasija y entonces veían que sólo tenía huesitos o ceniza. Se preguntaban: ¿en qué se convirtió el dinero, en ceniza? Nosotros tuvimos que explicarles: miren, no van a encontrar monedas. En la época prehispánica no había dinero… así ellos fueron entendiendo y donaron el material. Después se convencieron de que este era el mejor lugar para tenerlo. No guardado, sino exhibido [énfasis mío]. Desde 1993 el museo fue recuperando lo nuestro… Pero es un trabajo conjunto, por eso hacemos el desfile con los niños, las imágenes, todo eso.r

A partir de estos fragmentos quisiera responder parcialmente las preguntas que formulé páginas atrás. El argumento central de este texto es el siguiente:

en comunidades mestizas que se consideran herederas de una presencia

indígena soterrada (y además alentada a autorrepresentarse así), el papel de la escuela en conjunción con el museo comunitario es crucial para reforzar dos premisas implícitas:

1 Lo que Michel de Certeau llamó “la belleza de lo muerto” (De Certeau, 2009).t Para producir la “belleza del muerto” fue clave no sólo inaugurar el régimen preciosista de lo mexicano en el referente prehispánico despojado de todo conato de violencia, sino fundamentalmente cambiar el régimen de la mirada: si lo que había sido desincorporado en la Colonia regresa a la escena, la vieja nación afectada por ese borramiento (la nación india, originaria), lejos de ser reivindicada, es desbancada para siempre como sujeto de producción y de memoria. El argumento de De Certeau es claro: para “concebir” a la cultura popular hubo primero que ponerla en una vitrina, ordenarla, catalogarla, fijarla y, por ende, matarla. Sólo lo muerto, lo que no puede mutar en lo incierto, en lo disruptivo, es candidato a la belleza. La belleza de lo popular encarna algo muy diferente de la belleza “culta”. Esta está amparada en una noción eurocéntrica que usurpó el significante universal de “la” cultura pero que, además, imprimió en los países del sur una característica clave: la cultura sin adjetivos, sin necesidad de aclarar si es popular o masiva o selecta, “la” cultura tiene el rasgo inescindible de la blancura. El gesto de lo que Bolívar Echeverría llamó “la blanquitud” es fundamental para comprender la modernidad (Echeverría, 2010: 57-70). Es cierto, en México se reincorporarán los restos prehispánicos, ahora como ruinas. Pero estos pertenecen a la nación moderna, a México. Es México quien las mira y venera, quien la resguarda y conserva. Las ruinas son inmemoriales, pertenecen a la herencia atávica que borra temporalidades, sujetos precisos y violencias. Los niños miran, aprenden. México muestra su don de gentes, su costado bonito, su lengua como estampa (nadie dijo, por ejemplo, que nunca se entendió el saludo ni por qué). Los campesinos (no se los mencionó como indígenas, “donan” piezas —pero no su conocimiento sobre ellas—. Son el museo y la escuela los que hablarán de ello. Volveré sobre esto.

2 Se insiste también en que la escuela refuerce, a partir del museo, la noción de cultura como reliquia. En el sentido más literal y cristiano del término: lo que en tanto resto de un pasado magnificente, es digno de veneración. También como lo fragmentario que “queda de un cuerpo” pasado, pero en definitiva “es” presencia de ese cuerpo en el presente.y Si pensamos en México, la exhibición que el Estado-nación procura de “el” huichol, “el” mixteco, etc. (en fiestas conmemorativas, en las estrategias de promoción turística, en la mayoría de las exhibiciones museográficas) es en efecto una mostración de que aún existen en esa metonimia que expresa un carácter exhibido (un cacharro, un traje, una pieza de artesanía). Ahí están. Incluso cuando los actores sociales hacen una labor de apropiación de esa exhibición con estrategias locales, particulares y con aditamentos de la memoria local, los agentes de estatalidad (promotores locales, agencias delegacionales, ayuntamientos) intentan que eso sea vehiculizado como la grandeza de una parte del todo mayor: la nación mexicana.

Lo importante es poder analizar cómo los niños se convierten en espectadores de esa imagen que es, en realidad, una exposición, en el sentido que Didi-Huberman le da en su trabajo Pueblos expuestos, pueblos figurantes (Didi-Huberman, 2014). Didi-Huberman plantea que justamente como los pueblos están expuestos a la desaparición, son forzados a aparecer en una imagen unívoca, sin montaje, sin posibilidad dialéctica, definida por el estereotipo y observada por una pedagogía de la vigilancia: medios de comunicación, museo, escuela.

Lo que me llama la atención aquí en estas celebraciones comunitarias es la fuerza que adquiere una forma de operar con la imagen del pueblo, su belleza, para con los niños: la cultura, el campesino, así parcializados, el/la, no son “representación” ni “símbolo” del pasado (en tanto mímesis de segunda naturaleza); son fragmentos-testigos, restos de ello mismo. Muestra viva, como sinécdoque de un pasado magnífico que es digno de veneración. Y bien sabemos que la veneración, como cualquier acto de contemplación que emana del dogma, bloquea el argumento e impide la profanación. A su vez, si es concebido como resto directo, manifestación objetiva del pasado, la temporalidad se anula sobre el fondo de un no-tiempo. En síntesis, la reliquia bloquea la posibilidad de pensar históricamente.

Convengamos que la reliquia sólo existe cuando hay un vínculo mayor que la sostiene, que la legitima. En este caso, ciertas formas de estatalidad. De algún modo, considero que el esfuerzo por nuclear una producción “enlatada” de alteridades (Segato, 2007), una formación particular de “otredades”, abreva en estas características con el uso de lo que Hall llamaría la “imagen atávica” del Otro (Hall, 2010), que sirve no solamente para producir la noción de tradición, sino también para crear una ilusión de tiempo particular. Esa forma de pasado arcaico encuentra en el niño y en la performance escolar, una promesa de futuro. Tal vez es una hipótesis demasiado aventurada, pero creo que ese acto mimético es la forma más eficaz de las imágenes de los derrotados, de los que están siempre a punto de desaparecer, al decir de Didi-Huberman, y es sobreexpuesta piadosamente en la educación pública para borrar cualquier conato de violencia, del proceso histórico que esa imagen connota.

El epígrafe de este trabajo corresponde a esa sensibilidad de Didi-Huberman que plantea, siguiendo a Benjamin, que es necesario desconfiar de las palabras y de las imágenes en las que los pueblos han sido mostrados, exhibidos, y sobre todo fijados por las instancias de poder, justamente porque esas imágenes atentan contra la propia noción histórico-política que los hace ser: “los pueblos expuestos a la reiteración estereotipada de las imágenes son también pueblos expuestos a desaparecer” (Didi-Huberman, 2014: 14).

Lo que desde una perspectiva etnográfica podríamos agregar al análisis de Didi-Huberman —y que aparece abigarrado aquí— es que las acciones de estatalidad emprendidas por agentes específicos han logrado “ser”, bajo ciertas condiciones, la forma de autopercepción de las comunidades que, en efecto, quieren tener derecho a encarnar las imágenes, los símbolos y los atributos de la nación. El Estado funciona en el marco de una condición histórica aporética: en el afán de gestionar imprime su firma (Das, 2004); una escritura que siempre es catacrésica: esto es, que puede ser excedida, vuelta inestable, a partir de su propio significante.u Es en esa ambivalencia que implica la firma del Estado (entre pertenencia y desafiliación) donde habría que prestar mayor atención al uso restaurado del universo simbólico nacional.

En Jamapa, en medio de las celebraciones, doña Herminia me comentaba algo que, considero, sintetiza lo que estoy argumentando:

…qué bonita se ve la bandera en los niños; y las jarochas al costado. Lástima que en un tiempo se arruinan. Como el país, ¿no cree? El problema es que aquí falta de todo. Por eso es bueno mostrarles a los niños, que vean, que sientan, que defiendan que esto también es México. Si allá se olvidan, que ellos no lo permitan. Y para eso hay que saber, ir al museo, ver la bandera, defenderla pero desde acá, y eso sí: ¡tener algo para decir! [El énfasis es mío.]