Kitabı oku: «Zahorí 1 El legado», sayfa 2

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“El viejo truco de la distracción”, pensó Marina. Si había alguien que sabía cómo desviar la atención hacia temas poco relevantes, esa era Matilde. Entonces, se dio cuenta de que, quizás, esa era su mejor opción para terminar el último trayecto del viaje. Asintió y Matilde se lanzó a hablar. Le contó que sus amigas de la universidad le habían organizado una despedida, así que habían ido a un bar para tomar mojitos y comer quesos. Los mojitos fueron dos, tres, y antes de tomar el cuarto, decidieron ir a bailar a la discoteque más cercana. Primero, bailó con sus amigas; después, bailó sola y, antes de irse, decidió bailar con un tipo que, según ella, la había mirado toda la noche.

—Tenía el pelo oscuro y los ojos negros, y cuando...

—Nadie tiene los ojos negros, Mati —intervino Marina.

—Él sí los tenía negros, totalmente negros y hermosos. De hecho, yo he visto varios hombres con los ojos negros y esos son los mejores.

—Probablemente eran café oscuro, pero bueno, sigue...

—Cuando le pedí que bailara conmigo, justo pusieron esa canción de The Cure que le gusta a la Manuela, In between days...

Hizo una pausa para ver cómo reaccionaba Manuela, pero ella se limitó a seguir con la vista fija en una de las alas del avión.

—¿Y? —preguntó Marina.

—Y la canción me sacó de onda, así que lo dejé botado en la mitad de la discoteque.

Las dos hermanas menores rieron. Manuela sacó su reproductor del bolsillo del asiento delantero, se puso los audífonos y cerró los ojos. Luego, Magdalena se dio vuelta, miró a Matilde y a Marina, y les dijo:

—Después no se quejen si la Manu las molesta.

—Ya, ella puede sacar de quicio a todo el mundo, yo digo una broma y me queman en el infierno. ¿Dónde quedó la igualdad entre hermanas, me pregunto yo? —contestó Matilde con una risita que le devolvió Marina.

—¿No puedes estar a la altura de las circunstancias, ni siquiera por esta vez?

Matilde no dijo nada. Marina tampoco respondió. Una vez más, su hermana mayor tenía razón. No era el momento para generar divisiones, sino para estar unidas. Magdalena también quedó muda y luego corrió hacia arriba la persiana de la ventana. La había tenido cerrada desde el inicio del viaje para que Marina no tuviera que mirar una de las alas del avión, pero ahora pensaba que estaban llegando y, creyendo que podría reconocer el lugar, la abrió para asegurarse de que fuera así. Curiosamente para un día de invierno en la Región de Los Lagos, el cielo estaba casi totalmente despejado; se podían distinguir un par de nubes, pero más abajo, el bosque se desplegaba a lo largo y ancho de las montañas. En algunos sectores, donde los árboles se alejaban unos de otros, Magdalena observó hilos de agua que se deslizaban entre los cerros y, a medida que el avión avanzaba, algunos de ellos se unían para desembocar finalmente en el mar. “Hemos llegado”, suspiró Magdalena para sus adentros, dándose cuenta de lo entusiasmada que estaba a pesar de todo. En seguida, repitió fuertemente para que sus hermanas pudieran escucharla:

—¡Llegamos!

—¿En serio? —dijo sorprendida Matilde, mientras se arrojaba sobre Manuela para mirar por su ventana—. Se me hizo muy corto el viaje.

—Eso fue porque dormiste todo el camino —comentó Manuela, ofuscada— ¿Puedes salir de encima, por favor?

—Maida, ¿cómo sabes que ya estamos en Puerto Frío? —preguntó Matilde, ignorando por completo el comentario de su hermana—. ¿No deberían avisar que llegamos?

—Te aseguro que lo harán en unos minutos, no me cabe duda de que estamos aquí: el bosque, los ríos, la forma en que van a dar al mar —le contestó Magdalena, sonriendo—. Me acuerdo como si fuera ayer.

—¿Tantas veces lo viste desde arriba?

—No, no muchas, pero nunca se me olvidó. No podría olvidarlo. Hay algo en este lugar...

—Sí, el frío mortal y el olor a pasto mojado durante todo el año.

—¡Manuela! —le gritaron las tres al unísono.

En ese momento se escuchó el anuncio de la azafata señalando que estaban próximos a aterrizar en Puerto Frío.

—¡Tenías razón! —exclamó Marina, aliviada—. Al fin llegamos.

—Sí. Y todo va a estar bien.

“Sí”, pensó Marina, “todo estará bien”. A pesar de que llegaba a un lugar que no visitaba desde hacía más de diez años; a pesar de que toda su vida anterior se había desvanecido frente a sus ojos sin poder hacer nada. Incluso a pesar de la muerte de sus padres.

Puerto Frío

Luego de la muerte de sus padres, Manuela había acrecentado su actitud hostil. Por más que Magdalena intentaba hablar con ella, poco y nada conseguía. Todas querían entenderla, pero si desde niñas les había sido difícil hacerlo, ahora era peor. Su gran y único confidente dentro de la familia siempre había sido su padre, ambos tenían una relación muy cercana: si Lucas estaba triste, Manuela era la primera en percibirlo y viceversa. Parecía que solo con él Manuela era capaz de ser ella, de contarle sus problemas e inquietudes. Y así, podían pasar tardes completas tomando café, conversando. Lucas en el sitial del comedor, Manuela en la banqueta escuchando sus historias; Lucas viendo el partido de la Selección Chilena, Manuela gritando a su lado, y los dos comiendo papas fritas. Las hermanas bañándose en el mar con Milena; Lucas y Manuela acostados sobre la toalla leyendo un libro. A veces, incluso, Marina había llegado a pensar que Manuela era más hija de Lucas que todas las demás juntas. Y ahora que Lucas no estaba, Manuela parecía más sola que nunca.

Una vez que bajaron del avión, las cuatro hermanas se sorprendieron ante la vista. Estaban acostumbradas al esmog de Santiago, a los edificios de espejos y a la cordillera lejana y perdida entre las casas del barrio alto y la contaminación. Estaban acostumbradas al cemento devorador, a los árboles escasos, la mayoría devastados por centros comerciales o autopistas. Aquí, sin embargo, el panorama era radicalmente diferente. La vegetación era frondosa y exuberante. Cerros verdosos decoraban el paisaje, el mismo que Magdalena había visto como un juguete desde el aire y que ahora parecía que se les venía encima. La cordillera, a lo lejos, les recordaba su verdadera naturaleza.

—Este lugar es impresionante —comentó Marina. La verdad era que, si bien se acordaba de la casona de su abuela, había olvidado por completo el entorno—.Es como si estuviese detenido en el tiempo. ¿El pueblo es igual?

—No sé cómo estará ahora —contestó Magdalena, recorriendo con la vista los alrededores—. Por lo menos la última vez que vinimos era igual a esto: mucha naturaleza y poca gente.

—Miren —Matilde apuntó a Manuela, quien estaba a unos metros de distancia haciéndoles señas con las manos—. Vamos a ver qué quiere, antes de que empiece a gritar como una loca.

Mientras caminaban en dirección a ella, Marina pensó que, a pesar de las diferencias que tenían y lo particular que eran sus personalidades, para un extraño sería evidente que eran hermanas. El parecido físico las unía, pero también las separaba. El tono pálido de piel, la contextura delgada y los ojos claros era algo que las distinguía de los demás, pero a la vez, cada una tenía atributos diferentes que, para Marina, congeniaban casi mágicamente con sus temperamentos: Magdalena tenía una melena rubia a la altura de los hombros, la cual calzaba de forma perfecta con sus ojos pequeños y celestes, casi blancos. Marina siempre había pensado que su hermana mayor tenía más de ángel que de humano, al igual que su padre. A Manuela, por otro lado, el pelo oscuro le caía liso hasta la cintura como si toda la fuerza de gravedad se acumulara en él, haciendo contraste con sus ojos verdes, pequeños e intensos. Cientos de rizos castaños caracterizaban a Matilde desde niña y le daban una energía única que la hacía parecer más radiante que sus otras hermanas. No obstante, tenía una mirada misteriosa que la mayoría tendía a rehuir. Marina, por último, era sin lugar a dudas la más delgada y frágil de las cuatro. Su cabello era largo con ondas de color ceniza y los ojos azules hacían contraste con el mismo flequillo que le caía sobre la frente desde que era pequeña. Quizás eso le otorgaba una mirada dulce y sumamente transparente. Tal vez por eso a Magdalena siempre le había sido fácil mirar a través de su hermana menor.

—¿Qué te pasa, Manuela? —le preguntó Matilde cuando llegaron al lugar donde estaba su hermana.

—¿Qué me pasa? Me pasa que Mercedes...

—La abuela —corrigió Magdalena.

—Mercedes dijo que vendría a buscarnos y ya debería estar acá. Lo curioso, sin embargo, es que no la veo por ningún lado. El avión ya se fue y nos quedamos solas en medio de la nada. Eso me pasa.

—Estamos en un aeropuerto. Explícame cómo eso puede significar estar “solas en medio de la nada” —agregó Matilde.

—No discutan ahora —intervino Magdalena bruscamente—. La abuela debe estar por llegar.

—No entiendo por qué tanto énfasis en esa palabra... A esta señora no la vemos hace más de diez años; rara vez hablaba con los papás y nunca nos llamó, ni siquiera para un cumpleaños. Es un familiar totalmente ausente al que no le debemos ni cariño ni respeto. El título de abuela no se otorga tan fácilmente.

—Y estoy seguro de que doña Meche hará todo lo posible por ganárselo.

Un hombre ancho y de unos cincuenta años apareció detrás de Manuela. Llevaba una manta de lana café, unos pantalones azul marino y zapatos cargados de tierra. Tenía tez morena y los surcos en su cara eran acompañados por el pelo oscuro que ya mostraba las primeras canas. Al ver las miradas sorprendidas de las hermanas, se limpió rápidamente su mano derecha en el poncho y la estiró hacia Magdalena.

—Mucho gusto, señorita. Mi nombre es Pedro Salas. Soy el capataz de doña Meche, perdón, de doña Mercedes Plass. Ustedes son sus nietas, ¿cierto?

—Sí —respondió Magdalena estrechando su mano—. Mucho gusto. Usted... pensé que ella vendría a buscarnos...

—Ah, no, no... la doña me pidió que viniera yo porque ella no maneja y además no le gusta dejar la casa sola.

—Pero ella me dijo que vendría. Me lo aseguró ayer por teléfono —le dijo Magdalena dejando entrever un asomo de desconfianza.

—Sí, lo que pasa es que creímos que mi hijo se iba a poder quedar en la casa, pero tuvo que ir a hacer un trabajo a Osorno y no vuelve hasta pasadito unos días. Yo traje mi camioneta, ahí caben todas a gusto —contestó mientras señalaba una antigua Chevrolet LUV blanca bañada en barro.

Las tres hermanas miraron a Magdalena como preguntándole si podían confiar en aquel señor que jamás habían visto u oído nombrar.

—Bien —resolvió finalmente la mayor de las Azancot—. ¿Nos vamos entonces?

Manuela dirigió una sonrisa forzada al hombre y tomó a Magdalena del brazo, apartándola unos metros del lugar donde estaban los demás.

—¿Es broma, cierto? —le dijo con palabras ahogadas—. ¡No tenemos idea quién es ese viejo huaso! ¡¿Cómo se te ocurre decirle que nos vamos con él?! Yo no iré a ninguna parte, Magdalena. ¿Me escuchaste? ¡Ni muerta me suben a esa camioneta ordinaria!

—Perfecto —le respondió su hermana mayor luego de observarla unos segundos—, te puedes quedar sola acá, esperando a la abuela.

Manuela se quedó estancada en el mismo lugar mientras sus hermanas se subían a la camioneta. Cuando vio que todas estaban arriba, comenzó a correr, gritándoles para que la esperaran.

***

El viaje desde el aeropuerto al pueblo duró alrededor de una hora y media, pero ninguna de las cuatro hermanas tuvo la oportunidad de aburrirse: el paisaje era hermoso. La naturaleza parecía desbordar la carretera como si quisiera comérsela. Pinos, alerces y robles se elevaban por ambos lados, mientras los pocos terrenos que se libraban de ellos estaban poblados por arbustos y helechos. A pesar del ruido que emitía el motor de la vieja camioneta, se podía escuchar el romper de las olas a lo lejos. Montes pequeños los rodeaban constantemente y, detrás de ellos, la cordillera de los Andes bañada en nieve se erigía imponente.

Cuando llegaron a Puerto Frío, ya había oscurecido y las tres hermanas mayores dormitaban. Solo cuando uno entraba al pueblo las calles estaban pavimentadas. Se notaba que el cemento era reciente, al igual que la costanera. Las casas eran coloridas como si intentaran llamar la atención y a Marina no le extrañó ese hecho: Magdalena le había contado que, en sus inicios, el pueblo había sido un puerto importante para el país, pero que con la construcción de otros como Talcahuano o Valparaíso, Puerto Frío había pasado casi al olvido. A partir de esos momentos, el pueblo pedía a gritos algo de turismo para abastecer la zona. Sin embargo, Puerto Frío se mantenía aislado como reservándose para unos pocos. Marina mantenía sus ojos abiertos para ver si recordaba algo del lugar que conoció cuando tenía cinco años, pero ninguna imagen llegaba a ella, solo sensaciones. Había algo en el mar, en la tierra e incluso en la gente que se encontraba dando vueltas por las calles que hacía de Puerto Frío un lugar especial. Algo que le dio a Marina un extraño sentido de pertenencia, único e indescriptible.

—Qué lástima que ya esté oscuro —comentó desde el asiento trasero de la vieja camioneta—. Quería conocer el pueblo.

—No se preocupe, señorita Marina, la doña me pidió que mañana las trajera por acá para que vieran todo y se ordenaran antes de empezar con sus tareas.

—¿Tareas?

—Por lo que sé, usted aún no termina la escuela.

—Ah, sí —dijo Marina con desánimo y cambió el tema de inmediato—. ¿La casona de la abuela está cerca de acá?

—Como a cuarenta minutos para el interior, en el sector de los ríos, como le llamamos.

—Siempre pensé que solo la Maida le decía así.

—No, no, se llama así. El Sector de Los Ríos es bien bonito, oiga, le va a gustar. Ahí es donde llegaron primero las familias fundadoras del puerto.

—¿Y siguen allí?

Pedro guardó silencio unos segundos y Marina sintió como si este le hubiese dicho algo que no debía.

—Hace tiempo ya que las familias fundadoras se fueron del pueblo. Ahora solo queda una persona en representación de todas ellas, pues: su abuela.

—¿Y por qué se fueron? —Marina sabía que estaba incomodando al ayudante de Mercedes, pero la curiosidad la invadía y le era imposible dejar de hacer preguntas.

—Simplemente se fueron... hace muchos años atrás.

—¿A dónde?

—¡Usted sí que salió buena para la pregunta, oiga! —le contestó Pedro con una sonrisa forzada—. Son cosas antiguas, historias de viejos... la doña de seguro querrá contárselas. Mejor espérese a llegar, no más.

Marina comprendió que el mayordomo no quería seguir hablando y decidió, entonces, que era mejor callar.

El silencio reinaba dentro de la camioneta. Todas dormían a excepción de Marina, quien se daba vueltas en preguntas sin respuesta. ¿Por qué sus padres, la noche anterior a su muerte, parecían haberse despedido de todas sus hijas? ¿Por qué habían estipulado que se fueran a vivir a la casa de un familiar al que no veían hace más de diez años? Marina se sentía en la mitad de la nada, a oscuras y con niebla, sin la capacidad de ver más allá de su propia nariz. Sabía que algo se ocultaba detrás de la serie de eventos ocurridos en los últimos días y pensó que quizás había pistas dejadas mucho tiempo atrás.

La oscuridad ya inundaba Puerto Frío cuando dejaron atrás el pueblo. A lo lejos, Marina pudo observar múltiples luces pequeñas y difuminadas que bordeaban la costa. A medida que avanzaban, la vegetación se hacía cada vez más espesa. Al cabo de unos minutos, la camioneta se internó en un empinado camino de ripio, marcado por curvas estrechas y la naturaleza que no daba tregua. Marina no podía ver más allá de las luces del automóvil y a las polillas que chocaban contra el vidrio delantero, aunque, de todas formas, pudo advertir que el sonido del mar se había acallado para dar paso al correr de los ríos.

—¿Cómo puedes manejar con esta oscuridad, Pedro? —comentó Marina rompiendo el silencio.

—Pareciera que hace siglos hago el mismo recorrido, mija.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando con mi abuela?

—Veinte años, más o menos...

—Qué raro, no me acuerdo de ti. La última vez que vine, no estabas.

—Es que hubo un tiempo en que dejé de trabajar en la casona —reconoció Pedro con el semblante vacío—. Mi cabro estaba recién nacido y decidí dejar de trabajar para su abuela y así criarlo mejor. Mantener esa casona es duro y no hay nadie más que ayude. Pero bueno, usted sabe: quien se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen.

—¿Y la mamá de tu hijo?

—A cada santo le llega su día, señorita Marina.

Se produjo un silencio largo y Marina notó que, nuevamente, sus preguntas habían incomodado a Pedro. No tuvo tiempo de pedir disculpas o continuar la conversación: el capataz disminuyó la velocidad para cruzar un puente pequeño y angosto, iluminado principalmente por la luna. Luego, se adentró en un camino estrecho rodeado por helechos que colindaba con un portón de hierro forjado, sostenido por dos pilares de ladrillos. Pedro detuvo la camioneta, bajó y abrió una de las puertas de hierro primero; en seguida, la otra y volvió a subir. Pasó la Chevrolet por el umbral y repitió la misma acción, esta vez para cerrar el portón. Una vez más, entró al auto para continuar el camino. Poco a poco, las luces delanteras dejaron entrever la silueta de una gran casona inserta en medio del bosque. Entonces, Marina pegó un codazo a cada lado para despertar a Matilde y a Manuela.

—Llegamos. Maida, despierta.

Pedro detuvo la camioneta frente a la entrada de la casona. Justo en ese momento, las hermanas vieron que una de las puertas principales se abría. Del interior salió corriendo una mujer de pelo blanco con los brazos abiertos.

—¡Bienvenidas a Puerto Frío, queridas! —les gritó.

Acertijos

Magdalena bajó y cerró la puerta de la camioneta tras de sí. En seguida, sus tres hermanas hicieron lo mismo y se pusieron en fila, una al lado de la otra. La oscuridad de la noche, un poco atenuada gracias a las luces que se propagaban desde el interior de la casona, delineaba la silueta de Mercedes: a pesar de la edad, aún conservaba el porte; “ni atisbo de joroba”, pensó Marina. Su abuela parecía igual de alta como cuando ella era niña y debía mirarla hacia arriba, era como si el tiempo no hubiera pasado por ella: los mismos colores en su ropa, el mismo caminar erguido y elegante. Quizás lo único distinto eran sus ojos rodeados de surcos marcados y firmes. Y aun con todas esas arrugas, Marina pudo distinguir a su madre en aquella mirada: la perspicacia, la valentía. Las palabras que no se dicen. Los secretos. Fue su abuela quien se atrevió a romper el silencio:

—Espero que hayan tenido un buen viaje. ¿Qué les parece si entramos? Les tengo una rica leche con miel para que puedan descansar.

Matilde le pegó un codazo disimulado a su hermana menor.

—Y no te preocupes, Marina —continuó Mercedes, guiñando un ojo—. Para ti hay té con miel.

La abuela se dirigió hacia donde estaba ubicado el capataz. Marina aprovechó ese momento para mirar extrañada a Magdalena, quien subió sus hombros dándole a entender que tampoco sabía cómo Mercedes se había enterado de que no le gustaba la leche.

Pedro se retiró y Mercedes caminó en dirección a la casona que estaba frente a ellas. Las cuatro hermanas la siguieron expectantes.

Antes de llegar a la puerta principal había un par de escalones que daban a una larga galería de madera, decorada con una mesa y sillas de mimbre a un costado y, al otro, un par de maceteros con peperomias y orquídeas. Unas cuantas polillas de considerable tamaño revoloteaban alrededor de los faroles de muro y una mezcla de sonidos envolvía el ambiente: los pasos de las cinco mujeres, el aleteo de los insectos, los ríos a la distancia y el viento que mecía las hojas de los árboles suavemente.

Mercedes giró las antiguas manillas de vidrio y las puertas dobles de la entrada se abrieron. Fueron recibidas por un vestíbulo amplio y austero que tenía una escalera a cada lado. La decoración era simple: un perchero, un arrimo de madera y un antiguo teléfono negro. Una lámpara pequeña lograba iluminar la corrida de ventanales, divididos por parteluces, que unían dos pasillos desplegados a ambos lados. Hacía mucho tiempo que Mercedes había decidido no taparlos para así permitir que se viera el patio interior que unía las dos alas de la casa. Marina se acercó a un vidrio y puso sus manos alrededor de los ojos para mirar hacia fuera, pero la oscuridad era tal que no pudo ver nada.

—Mañana podrán recorrer la casa, el jardín y sus alrededores —dijo Mercedes al percatarse de la curiosidad de su nieta—. Ahora es mejor que descansen.

—¿Dónde están nuestras piezas? —quiso saber Marina antes de que continuaran avanzando.

—En el ala derecha del segundo piso —contestó su abuela.

—¿Y la tuya dónde está?

—Marina, no seas desubicada —intervino Magdalena nerviosa.

—No lo es —repuso Mercedes—. Antes de responderte, Marina, me gustaría pedirles a todas que, por favor, no tengan miedo de preguntar lo que quieran. Yo estoy aquí para apoyarlas y darles todo el cariño que necesiten. Además, tengan presente que esta casa es tan mía como de ustedes.

—¿Cómo es eso? —volvió a preguntar Marina.

—Bueno, la historia de esta casa es muy antigua. Vamos a necesitar varias noches para contársela, para explicarles por qué les pertenece.

—Es obvio: por herencia —intervino Manuela con desdén—. Somos la única familia que te queda.

—Con el tiempo, lograrán entender que esto es más que una simple herencia familiar —contestó Mercedes.

Su abuela hizo un silencio corto para volver a hablar luego de unos segundos.

—Y en respuesta a tu pregunta anterior, Marina, mi pieza queda al lado opuesto, en el ala izquierda de la casa. Ahora, las guiaré a las suyas para que puedan dormir.

—¿Abuela? —intervino de pronto Matilde.

—Por favor, llámenme Meche.

—Meche, la verdad es que yo no estoy cansada. Me gustaría conversar un rato antes de ir a dormir. Si tú quieres, claro.

—Por supuesto, querida. Como les conté, tengo una rica leche con miel, ideal para matar el frío y conciliar el sueño.

—A diferencia de ustedes —replicó Manuela seriamente—, yo sí estoy cansada, así que si me disculpas... abuela... pero no tengo intención de quedarme a conversar.

—Como prefieras. Te llevaré a tu pieza.

—No te preocupes, solo dime dónde está y sabré llegar.

—Manuela, haz un esfuerzo y acompáñanos, ¿ya? Luego te vas a dormir —dijo Magdalena con la mezcla perfecta de mandato y petición.

Su hermana accedió desganada y Mercedes las guió por el pasillo derecho del primer piso. La luz era tenue y no se veía qué había en el fondo, aunque Marina creía recordar que la cocina y las piezas de servicio se encontraban cerca de ahí. Frente al pórtico de entrada estaba el living, alumbrado por el fuego que ardía en la chimenea bajo una repisa de piedras. Un sillón Matta de felpa café ocupaba casi la mitad de una muralla y, al frente, dos sitiales de cuero oscuro con patas torneadas lo miraban a la cara. Entre ellos había una mesa de pino Oregón que combinaba con la banqueta dispuesta frente a la mesa de centro, la cual tenía unos pocos adornos de plata sobre ella. Uno en especial llamó la atención de las hermanas. Se trataba de un plato delgado que tenía labrado un símbolo extraño. Manuela, que era la más letrada de las cuatro, supo en seguida que se trataba de la Rueda del Ser, aunque la falta de confianza le impidió preguntar qué relación tenía con la anciana.

—Por favor, espérenme aquí —declaró su abuela—, iré a buscar sus leches y el té de Marina.

Mercedes abrió otra puerta y apenas Marina vio que desaparecía tras ella, les dijo a sus hermanas:

—¿Alguien me puede explicar cómo sabe que no me gusta la leche?

—No sé —respondió Magdalena igual de confundida—. Se suponía que solo nosotras lo sabíamos.

—El papá le debe haber contado —dijo Manuela.

—Te equivocas —interrumpió Matilde—. Si había alguien que sabía guardar secretos, ese era nuestro papá.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Marina.

—El hecho de que estemos aquí puede que se deba a un secreto, ¿o no? De lo contrario, ¿por qué ese testamento?

Mercedes interrumpió la conversación, entrando a la sala con una bandeja en sus manos. Marina fue hacia ella para ayudarle, pero su abuela le pidió a todas que se sentaran. Las cuatro hermanas obedecieron mientras ella dejaba la bandeja al centro de la mesa rodeada por sillones.

—Meche —dijo Matilde—, me gustaría saber por qué no supimos de ti durante tanto tiempo.

—Estamos recién llegando —declaró Magdalena—, no creo que ahora sea el momento.

—Sí, lo es —afirmó su abuela—. Estamos aquí para aclarar algunas dudas, ¿verdad?

Marina se emocionó ante las palabras de su abuela. Al fin alguien le explicaría qué estaba sucediendo.

—Dejamos de vernos por algunas diferencias —Mercedes observó el rostro de las cuatro hermanas y entendió que no estaba esclareciendo dudas, sino aumentándolas—. Verán, sus padres, en especial su mamá, quería oportunidades para ustedes que ella jamás tuvo. La ciudad les daba a ustedes esa posibilidad. Yo, por mi parte, quería verlas crecer donde debían hacerlo...

—¿Debían? —interrumpió Matilde.

—Esta casa y esta tierra les pertenecen, las mantienen conectadas con sus antepasados, con tradiciones muy importantes que solo se viven acá. Su madre rompió con todo eso; le dio la espalda a lo que era, a lo que siempre hemos sido y, de paso, las privó a ustedes de ese vínculo.

—Es bien romántica tu mirada, abuela —dijo Manuela de manera irónica, al sentir que sus padres estaban siendo atacados y que no tenían cómo defenderse—, pero no creo que sea algo malo darles a tus hijas una mejor oportunidad en la ciudad.

Por primera vez en mucho tiempo, ninguna de las hermanas confrontó a Manuela. Al contrario, todas miraron a Mercedes esperando una respuesta. Hundida en el sillón, bebió un poco de leche con miel y miró el fuego de la chimenea antes de hablar nuevamente.

—Puerto Frío es mucho más que robles, vacas y ríos, Manuela. Espero que lo lleguen a entender con el paso del tiempo.

—Nosotras queremos respuestas, Meche —insistió Matilde—. Necesitamos respuestas.

—Deben ser pacientes....

—¿Pacientes? —intervino Manuela—. Hace unas semanas los papás fueron asesinados a sangre fría. Después, recibimos un testamento aun más raro que su muerte en el cual se nos pedía que viniéramos a vivir a este pueblo olvidado, aunque fuese por un año. Llegamos en búsqueda de respuestas, porque créeme que si estoy acá es solo por eso. ¿Y qué se te ocurre hacer? ¡Criticar las decisiones de nuestros padres, aumentar el número de preguntas y no decir nada relevante!

Manuela se levantó del sillón y quedó de espaldas a sus hermanas con la mirada fija en el fuego de la chimenea. Se sentía compenetrada con él. Todas sabían que finalmente Manuela había explotado, pero ninguna se atrevió a consolarla. Nunca le había gustado que la vieran llorar. La verdad era que sus hermanas pensaban lo mismo que ella.

—Lamento mucho lo que pasó, niñas —dijo Mercedes con profunda tristeza—. No olviden que Milena era mi única hija.

—Una hija con la que no tuviste contacto durante diez años—replicó Manuela, aún dándoles la espalda.

—Las cosas no son como aparentan.

—Explícanos cómo son, Meche —pidió de pronto Marina—. Explícanos qué está pasando...

—Podrías empezar respondiendo esto —dijo Manuela con los ojos llorosos—: si nuestra mamá, tu hija, fue capaz de no hablarte durante años, ¿por qué dejó estipulado que debíamos venir para acá y no quedarnos en la ciudad donde siempre quiso que viviéramos?

—Te equivocas. El deseo de Milena era que estuvieran aquí, pero solo bajo circunstancias especiales. Esta es su tierra, Manuela. Siempre lo ha sido. Fue de sus antepasados, ahora es de ustedes y más tarde será de sus descendientes.

—Estupideces.

—Sé que todo esto es muy difícil, pero les aseguro que acá encontrarán las respuestas que están buscando. Verán que cuando llegue el momento, todo se aclarará.

—¿Es decir que hay cosas que sabes y que nos estás ocultando, Mercedes? Dinos qué hacemos acá, sin acertijos.

Su abuela bebió el último trago de leche con miel e hizo una pausa antes de volver a hablar:

—Con el tiempo ustedes sabrán responder esa pregunta. Yo no las obligué a venir, tampoco lo hicieron sus papás. Según sé, la única menor de edad aquí es Marina, lo cual significa que el resto decidió venir por voluntad propia.

—Para buscar respuestas —masculló Manuela.

—Así es. Qué curioso que pretendan encontrarlas en esta tierra llena de vacas. ¿Verdad?

Las cuatro hermanas quedaron mudas y la habitación se sumergió en silencio.

—Bueno, creo que ya es suficiente por hoy —declaró Mercedes—. Las guiaré a sus respectivas piezas. Antes, eso sí, me gustaría decirles los horarios: el desayuno se sirve a las siete y media en el comedor, pero asumo que deben estar agotadas así que mañana será a las diez. Luego, me encantaría llevarlas a recorrer el Sector de Los Ríos. El almuerzo está listo todos los días a la una. En la tarde, Pedro puede llevarlas a conocer el pueblo. Sería bueno que fueran para que no estén tan perdidas.

—Nos estamos acostumbrando a la sensación —interrumpió Manuela, pero Mercedes no se inmutó.

—Y por último, la comida se sirve a las ocho. Puede que sea muy temprano para ustedes, pero como habrán visto, Pedro es el único que me ayuda y es mucho trabajo para una sola persona.

—Creí que Pedro tenía un hijo —comentó Matilde.

—Sí, pero él se hace cargo del terreno y Pedro de la casa.

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