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Kitabı oku: «Juvenilla; Prosa ligera»

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PRÓLOGO

I

Nos separan algunos lustros de la época en que Miguel Cané actuaba; poco tiempo, sin duda, en la evolución moral de un país, aunque el nuestro, por causas complejas, realiza la propia a saltos. En fantástica carrera los hechos se suceden, cambiando nuestra fisonomía colectiva a cada instante. Aquel lapso de tiempo equivale en la vida europea al correr de muchos años, quizá varias décadas. Entre nosotros la duración de una existencia humana representa una época. Así, al hablar de Cané, casi tenemos que referirnos a un momento completamente diverso del actual.

Ocurrió su nacimiento en 1851, en vísperas de la organización nacional. Contemporáneo de Sarmiento, Vicente F. López y Alberdi, perteneció a la generación de Pellegrini, Lucio V. López, del Valle y Avellaneda. Todos se han ido y con ellos sus modalidades, sus virtudes, sus vicios y sus costumbres. Hubo entonces más personalidades descollantes, ya porque el término medio fuera más bajo o porque existe actualmente un nivel superior de cultura general efectuado a expensas de la individualidad sobresaliente. De todas maneras, pudo en aquel tiempo existir, y existió, una élite en cierto modo reducida, directora absoluta en todos los órdenes de la actividad: política, artística y social, inconcebible en estos tiempos de actividades antagónicas y en que la mayor población, o mejor, la necesidad de dividir el trabajo social, ha originado esferas de acción diversas, sin más punto de contacto que el del choque.

Aquel grupo director, a que perteneció Cané por méritos propios, constituyó en política el gobierno y la oposición simultáneamente, por no decir que fué siempre y únicamente lo primero, no existiendo la segunda; pues si bien actuó en estos dos aspectos de la vida pública, lo hizo sin que existieran más divergencias entre sus componentes que las nacidas de la simpatía personal o de los rumbos circunstanciales tomados por cualquiera de ellos. Chocaron hombres, no ideas. Los negocios públicos se manejaron así, en acuerdo íntimo, aunque en el detalle, o en la forma, se pudiera diferir. De tal modo, más que una causa de discordia, la política fué para ellos un nuevo lazo de unión, que hizo más fuerte y eficaz su influencia, hasta por el hecho mismo de dar la cómoda apariencia de un rodaje político completo, sin sus notorios inconvenientes. En arte fué el grupo avanzado que gustaba de la música, del teatro y de las letras modernas, mientras la generalidad se emocionaba todavía con la lírica ingenua y las trovas románticas; y llegado el caso, en noble complot, provocaba por medio de vigorosos artículos o en propagandas de club y casas de familia, una corriente simpática para salvar del desamparo a Rossi, el estupendo intérprete de Shakespeare, que se debatía en el Politeama entre la olímpica frialdad de las butacas vacías.

En el aspecto social de la vida, tuvieron el doble prestigio de su nacimiento y de su talento. La estrecha comunidad de afectos y de ideales, favoreciendo la tertulia amable de la fiesta de familia y del club, ocasión para el trato continuo y obligadamente chispeante, hizo de ellos esos "causeurs" inimitables, persuasivos sin aparentarlo y entretenidos hasta sin quererlo; supieron usar de ese don con eficacia, y de ellos salió el conjunto de oradores que ha tenido la República.

Esa fué la influencia de la "élite" en los tres órdenes de la actividad de ese tiempo. En retribución, el medio los hizo así: Hombres de mundo, decidores, caballerescos y delicados hasta en el insulto al adversario; escritores de afición, entretenidos y sueltos, casi ninguno dedicado totalmente a la literatura, como a nada; políticos de alma – cargando el prejuicio de que sólo el puesto público exalta la personalidad y aleja la perspectiva del fracaso – francos, cariñosos y nobles; conjunto de cualidades y defectos que puede resumirse en una sola palabra: el porteño, prototipo de nuestra psicología social. A su acervo habría que agregar, redondeando el retrato, ese convencimiento íntimo, tan suyo, de superioridad respecto del provinciano, cuya silueta, de contornos inesperados por la traición alevosa del sastre del terruño, en impensada conjura con una capilosidad que tenía reminiscencias de bosque, – al que no le faltaban ni los trinos zorzaleños, – ocultaba todo ese caudal de voluntad, honda instrucción y solidez de pensamiento, – intransparentable por la reserva de su temperamento, – para ofrecerse sin defensa exterior de ninguna clase al comentario risueño e incisivo. Me viene el recuerdo de una de sus páginas tan felices de Juvenilia, en la que su autor nos refiere uno de los muchos incidentes a que daba lugar este antagonismo de los dos caracteres:

"Habíamos pillado un trozo de diálogo entre dos de ellos (dos provincianos) – cuenta Cané – uno que decía, con una palangana en la mano: ¡Agora no más la vo a derramar! y el otro que contestaba en voz de tiple: ¡No la derramís! Lo convertimos en estribillo que les ponía fuera de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea de Don Quijote". La viveza y el indiscutible brillo del porteño, hízole aprovechar de esa ventaja de su temperamento – que era la única – y le asignó injustamente un valor que no tenía…

Si se quisiera una muestra de lo que decíamos al comenzar, ninguna sería mejor, posiblemente, que ésta: los pocos años transcurridos han bastado para borrar aquellas creencias, aunque una falsa exterioridad pretenda ocultarlo, en algunos casos.

El porteño tenía el complemento de su personalidad en la calle Florida. Los coches en interminable hilera desfilaban, a la caída de la tarde, de regreso de Palermo, con todo lo elegante que en nuestra sociedad contaba, entre la doble fila de muchachos. El saludo amplio y largo, en el que el sombrero parecía añorar el penacho caballeresco, señalaba el encuentro de la gente conocida, que era toda.

Luego los famosos bailes del Club del Progreso…

¿No parece que estuviéramos hablando de otro país? Tan diferente fué esa época de la actual, que de ella sólo queda el recuerdo, formado, para nosotros, de las conversaciones de aquellos que fueron actores, cuando en días de invierno propicios al calor del fuego, o en noches de serenidad estival, bajo el amplio techo de estrellas y de una melancolía que era un repique lejano, gustaban relatar a media voz sus tiempos de juventud, con esa elocuencia tan evocadora, aun para los que nada habíamos visto y que sólo hemos sentido en ellos…

Miguel Cané fué todo eso. Tuvo, asimismo, otras condiciones de que carecieran la mayoría de sus contemporáneos, o que en ellos estuvieron mitigadas por sus temperamentos.

Señaló en el diapasón general una tendencia que resulta grata para las almas afines: el afán de la cultura intelectual superior, artística. La fundación de la Facultad de Filosofía y Letras fué una de sus aspiraciones, y fué creada, en mucha parte, por los trabajos que él hiciera en su favor. Aunque ella, más que una solución, – la Facultad de Derecho o de Medicina, pueden haber abogados y médicos; la de Filosofía y Letras no hace un filósofo ni un literato, – es índice que señala un derrotero, y a Cané debemos nuestro agradecimiento por eso. Hay otro hecho que lo señala también a una consideración especial en este mismo sentido. En un momento de la vida intelectual argentina, en que su prestigio de hombre de letras le permitió ejercer un cierto tutelaje paternal sobre los nuevos, supo ser un protector decidido e inteligente. Y saber alentar es como ser bueno: no se aprende, se nace.

II

De toda su generación y aun de las anteriores, Cané ha sido, como escritor, el tipo representativo, como lo fuera Echeverría bajo otro concepto, y lo es Lugones de nuestro momento actual.

Su tipo representativo, desde este punto de vista: de lo que pudieron dar la mayoría de nuestros hombres con vocación literaria. De lo que dieron es Echeverría, posiblemente el más talentoso de todos, imitador, en poesía y cuyas ideas, sino mal asimiladas, representaban con algún atraso el movimiento ideológico del mundo. Este ejemplo expresa claramente el juicio que nos merece la obra intelectual argentina pre-actual.

En otro tiempo, cuando el entusiasmo ciego y a priori por nuestros escritores nos hizo leerlos con asiduidad y cariño, nos aburrimos. Sucedió tal cosa, sin embargo, porque un falso criterio presidió nuestra lectura.

La labor constructiva del país encomendada a aquellos hombres, obligólos a una acción múltiple, que tuvo la eficacia del conjunto, pero que llevaba forzosamente implícita una ineficiencia cierta en cada una de las actividades parciales. Cané afirmaba que el mal de nuestra estructura era la vaguedad del ideal. Más preciso hubiera sido decir: la pluralidad de ideales. "En el principio era la Acción". Acción resultó para ellos la literatura, el arte, como la política y la guerra. Como tal debemos considerar todos los frutos de su pensamiento. Tener otro criterio para juzgarlos, sería equivocar la verdadera intención – subconsciente – que animó a nuestros hombres. No contradice todo esto lo que dijéramos al principio, de que Cané fué el tipo representativo de su generación y de las anteriores, en el sentido de que señaló una pauta respecto a lo que pudieron dar los que, como él, tuvieron vocación por las letras. Con un criterio que no es el caso de analizar minuciosamente, en bien o en mal, la mayoría de nuestros escritores pre-actuales, buscaron hacer "obras definitivas". Las circunstancias que hemos indicado hicieron que ellas resultasen trasuntos de teorías y pensamientos ajenos, no siempre bien asimilados y concretados en un amontonamiento de páginas ilegibles y tremendamente aburridas.

Los libros de Cané, en cambio, – salvo Juvenilia, que es un recuerdo, – están formados casi en su totalidad de artículos sueltos, que aparecieran en diarios y revistas sin ningún plan de compilación ulterior. Verdaderamente amenas, superficiales, escritas con fluidez y señalando siempre una tendencia superior de cultura y un ideal de arte, ellas son como el espejo normal donde se refleja lo que hubieran podido ser aquéllas, a haber tenido sus plumas, como la de Cané, la célebre divisa de las espadas florentinas: "Non ti fidar di me, se il cor ti manca".

Hemos dudado mucho antes de fijar la creencia de que Cané no hubiera podido ser más de lo que fué: un amateur de talento y gusto refinado. ¡Quién sabe si en su primera juventud no hubo pasta para un gran escritor! Hicimos esta observación después de leer un artículo de "Ensayos", su primer libro, que no conocíamos, a pesar de haber gustado ya algunos de los posteriores: En viaje, Juvenilia, Prosa Ligera, de los cuales había nacido aquel concepto.

¡Quién sabe! Se siente en ese artículo, en ese cuento, como que su mano, transmutada en garra, se aleja de esa superficie de las cosas que él tanto amara, e hiciera valer también con su prosa leve y fluida – para cuya calificación exacta tendríamos que valernos de la expresión con que Sainte Beuve define el estilo de Madame de Sevigné: "deja trotar su pluma con la brida al cuello" – para penetrar en lo hondo y sacudir con vibración de clarinada las fibras de la esperanza, de la angustia y del dolor, como las tristes cañas, habladoras y gemebundas, cuando por entre ellas sopla el huracán. Hay una sugerencia muy grande en "El Canto de la Sirena". Surge de él un espíritu que no es el que luego fuera habitual en Cané.

Pero, ¿no fué más hombre después? ¿No debió sufrir más? Y el dolor es la sombra y la fuente del genio… ¿Fracasado? Alguna vez hemos pensado, si no seremos todos, una vez entrados en la madurez, una esperanza más o menos frustrada de la juventud.

¿Cuántas veces ha hablado, después, Cané, de esos mismos sentimientos? Muchas veces y ninguna.

Entre esos renunciamientos continuos que dice Renan constituyen la vida, quizá exista ese, inconsciente, que tomaría la forma de una desgastación imperceptible de nuestra alma.

Y lo terrible es que es muy leve, con levedad que aleja la desconfianza y con ella la defensa de sí misma1. Entonces he comprendido aquel párrafo de la carta de Beethoven a Bettina Brentano: "Los artistas son de fuego, ellos no lloran". No deben llorar ni vivir la vida de los otros… Defenderse, defenderse siempre y de todo…

La obra literaria de Miguel Cané comprende siete volúmenes: "Ensayos", "En viaje", "Charlas literarias", "Juvenilia", la hermosísima traducción del "Enrique IV" de Shakespeare, "Notas e Impresiones" y por último "Prosa Ligera"2.

"Ensayos" es la obra de la juventud. Fué publicada en 1877, cuando su autor tenía 26 años. Hay artículos, sin embargo, que llevan la fecha de 1872. Nada mejor que el prólogo para dar una idea del contenido del volumen: "Decía al principio que no me hacía ilusiones sobre el mérito de estos ligeros trabajos, destinados casi todos a la vida efímera de un diario. Desde luego, no hay plan ninguno, ni ilación entre ellos. Una lectura, una impresión, un recuerdo o una esperanza, he ahí de dónde han salido, incompletos, desaliñados, sin soñar jamás el honor de ser encuadernados". Tiene el interés, sin embargo, de mostrar a Cané en el comienzo de su vida literaria. Estos primeros libros de los hombres de letras tienen un sabor especial para el que quiere conocer sus almas. Está allí más abierta que en ninguna parte; tienen siempre la ingenuidad juvenil de cuando se cree en todo y la vida es verdaderamente "un arduo deseo". El primer libro es quizá la única ocasión de conocer de cerca y en lo posible un alma y un corazón. Ya hemos hablado de un artículo: "El Canto de la Sirena". No hay para qué volver sobre él.

"En Viaje" es el relato de su visita a Colombia y Venezuela, con ocasión de su investidura diplomática. Observador perspicaz y amable, no es extraño que este libro sea una de sus mejores producciones. Tuvo, al tiempo de su aparición, el mérito de hacer conocer países totalmente ignorados por nuestros hombres.

"Charlas Literarias" es una colección de artículos de crítica sobre autores argentinos y extranjeros, donde se destacan sus dos predilecciones literarias: Shakespeare y Dickens. Aparece también allí un estudio sobre Falstaff, que puede considerarse como la base del que más tarde hiciera, precediendo su traducción del "Enrique IV". Tanto el uno como el otro son de los más bellos y acertados que escribiera Cané.

"Notas e Impresiones" y "Prosa Ligera", su última publicación, pertenecen a la misma categoría de "Charlas Literarias", aunque con una tendencia argentinista más acentuada. A "Notas e Impresiones" lo componen correspondencias que Cané envió desde París al diario "La Prensa" y que fueron firmadas con el seudónimo de Travel. En "Prosa Ligera" aparecen dos o tres estudios que tuvieron en un principio aspiraciones a obras orgánicas. Tal los titulados: "El arte español", base de un libro sobre Velázquez, y "En el fondo del río", "De cepa criolla" y "A las cuchillas", trío destinado a formar parte de "un estudio de nuestra sociabilidad en aquel momento" y que comenzó a escribir en 1884.

Por último "Juvenilia", su más grande acierto.

Forman el pequeño libro sus recuerdos de estudiante, época feliz que, de todo el caudal acumulado de ciencia, de arte y de experiencia que la vida da para aplacar sus asperezas, constituye lo único suave y consolador, como mano de madre sobre una frente agitada.

¿Eran diferentes a nosotros los contemporáneos de Cané? Quizá no, con la salvedad de que eran más muchachos. No recuerdo haber robado nunca unos melones a ningún vasco. Y lo siento, sinceramente.

Cané calificó a esas páginas como de las más felices que había escrito, y tampoco se equivocó esta vez.

Hay hombres que tienen un subjetivismo especial, precursor de una cierta inmortalidad, que aumenta lógicamente en proporción a su talento. De esos temperamentos han salido las confesiones o memorias íntimas, que siempre han sido interesantes y que han asegurado la fama de su autor, porque la vida del hombre, en esa parte que escapa a los demás porque es un monólogo, según Amiel, tiene la atracción de lo desconocido, al mismo tiempo que de lo inmutable, a través de los tiempos.

"Juvenilia" posee algo de esas cualidades. Sin ser una memoria ni una confesión, – es un recuerdo, como dijimos, – tiene algo de ambas cosas.

Es contraproducente hablar de los recuerdos. Ellos, como el cariño, como el amor, no se analizan, sino que se sienten. El que esto escribe, ha gustado con delicia las páginas suavemente melancólicas de "Juvenilia", escritas en una sencillez de estilo que no es una de sus menores cualidades. Muchos debemos a ese alto espíritu una hora íntima, proporcionada por ese libro delicioso. De pocos escritores, y más si ellos son argentinos, podríase decir tal cosa. Y este es el mejor elogio a su vida y a su obra. A "Juvenilia" estará siempre unido el nombre de Cané, como el perfume de una flor evoca la imagen de la planta, que por darle vida es estimada.

Horacio Ramos Mejía.
1916.

JUVENILIA

Si modificara una sola línea de estas páginas, las más afortunadas de las que he escrito, creería destruir el encanto que envuelve el mejor momento de la existencia, introduciendo, en la armonía de sus acordes juveniles, la nota grave de las impresiones que acompañan el descenso de la colina.

Las reproduzco hoy, porque no se encuentran ya y muchos de los que entraban a la vida cuando se publicaron, desean conocerlas.

De nuevo, pues, abren sus alas esos recuerdos infantiles; que vuelen hoy en atmósfera tan simpática y afectuosa como aquella que cruzaron por primera vez, evocando a su paso imágenes sonrientes y serenas, son los votos de quien los escribió con placer y acaba de releerlos con cierta suave tristeza.

M. C.
Enero 1901.

"Toutes ces premières impressions… ne peuvent nous toucher que médiocrement; il y a du vrai, de la sincerité; mais ces peintures de l'enfance, recommencées sans cesse, n'ont de prix que lorsqu'elles ouvrent la vie d'un auteur original, d'un poète célèbre."

SAINTE-BEUVE.

Tal era el epígrafe que había puesto en la primera hoja del cuaderno en que escribí las páginas que forman este pequeño volumen. Quería tener presente el consejo del maestro del buen gusto, releerlo sin cesar, para no ceder a esa tentación ignorada de los que no manejan una pluma y que impulsa a la publicidad, como la savia de la tierra pugna por subir a las alturas para que la vivifique el sol. Lo confieso y lo afirmo con verdad; nunca pensé al trazar esos recuerdos de la vida de colegio, en otra cosa que en matar largas horas de tristeza y soledad, de las muchas que he pasado en el alejamiento de la patria, que es hoy la condición normal de mi existencia. Horas melancólicas, sujetas a la presión ingrata de la nostalgia, pero que se iluminaban con la luz interior del recuerdo, a medida que evocaba la memoria de mi infancia y que los cuadros serenos y sonrientes del pasado iban apareciendo bajo mi pluma, haciendo huir las sombras como huyen las aves de las ruinas al venir la luz de la mañana. Creo que me falta una fuerza esencial en el arte literario, la impersonalidad, en tendiendo por ella la facultad de dominar las simpatías íntimas y afrontar la pintura de la vida con el escalpelo en la mano que no hace vacilar el rápido latir del corazón. Cuantas veces be intentado apartarme de mi inclinación, escribir, en una palabra, sobre asuntos que no amo, no he conseguido quedar satisfecho. Cada uno debe seguir la vía que su índole le impone, porque es la única en que puede desenvolver la fuerza relativa de su espíritu. La perseverancia, el arte y el trabajo pueden hacer un versificador elegante y fluido; pero cada estrofa no será un pedazo de alma de poeta, y el que así horada el ritmo rebelde para engastar una idea, tendrá que descender de las alturas para elegir su símbolo, dejando al pelícano cernirse en el espacio o desgarrarse las entrañas en el pico de una roca. Entre una herida que chorrea sangre y una jaqueca, hay la distancia… de Byron a Tennyson.

Nada he escrito con mayor placer que estos recuerdos. Mientras procuraba alcanzar el estilo que me había propuesto, sonreía a veces al chocar con las enormes dificultades que se presentan al que quiere escribir con sencillez. Es que la sencillez es la vida y la verdad y nada hay más difícil que penetrar en ese santuario. La palabra es rebelde, la frase pierde la serenidad de su marcha y todos los recursos de nuestro idioma admirable suelen quedar inertes para aquel que no sabe comunicarles la acción.

No he conseguido por cierto ni aun acercarme a mi ideal, pero estoy contento de mi esfuerzo, porque si no lo he encontrado, por lo menos he buscado el buen camino.

J'aurai du moins l'honneur de l'avoir entrepris

Ahora, ¿por qué publico estos recuerdos, destinados a pasar sólo bajo los ojos de mis amigos? En primer lugar, porque aquellos que los han leído me han impulsado a hacerlo, a llamarlos a la vida después de dos años de sueño… Pero, con lealtad, en el fondo hay esta razón suprema que los hombres de letras comprenderán: los publico porque los he escrito.

Mucho he suprimido, poco he agregado. Ciertas páginas íntimas han desaparecido porque, para ser comprendidas, era necesaria la luz intensa del cariño que da cuerpo y vida a la forma vaga del recuerdo. Pero mientras corregía, pensaba en todos mis compañeros de infancia, separados al dejar los claustros, a quienes no he vuelto a ver y cuyos nombres se han borrado de mi memoria. A veces me complazco en hacer biografías de fantasía para algunos de mis condiscípulos, fundándome en las probabilidades del carácter y sin saber si aun existen. ¡Cuántos desaparecidos! ¡Cuánta matemática, cuánta química y filosofía inútil! No hace mucho tiempo, al entrar en una oficina secundaria de la administración nacional, ví a un humilde escribiente cuyo cabello empezaba a encanecer, gravemente ocupado en trazar rayas equidistantes en un pliego de papel. Como tuve que esperar, pude observarle. Cada vez que concluía una línea, dejaba la regla a un lado, sujetándola para que no rodara, con un pan de goma; levantaba la pluma e inclinando la cabeza como el pintor que después de un golpe de pincel se aleja para ver el efecto, sonreía con satisfacción. Luego, como fascinado por el paralelismo de sus rayas, tomaba de nuevo la regla, la pasaba por la manga de una levita raída, cuyo tejido osteológico recibía con agrado ese apunte de negrura, la colocaba sobre el papel y con una presión de mano, serena e igual, trazaba una nueva paralela con idéntico éxito. – Ese hombre, allá en los años de colegio, me había un día asombrado por la precisión y claridad con que expuso, tiza en mano, el binomio de Newton. Había repetido tantas veces su explicación a los compañeros más débiles en matemáticas, que al fin perdió su nombre para no responder sino al apodo de "Binomio". Le contemplé un momento, hasta que levantando a su vez la cabeza, naturalmente después de una paralela réussie, me reconoció. Se puso de pie, en una actitud indecisa; no sabía la acogida que recibiría de mi parte. ¡Yo había sido nombrado ministro! no sé dónde, ¡y él!.. Me enterneció y lancé un: ¡Binomio!! abriendo los brazos, que habría contentado a Orestes en labios de Pílades. Me abrazó de buena gana y nos pusimos a charlar.

– ¿Y qué tal, Binomio, cómo va la vida?

– Bien; estuve cinco años empleado en la aduana del Rosario, tres en la policía, y como mi suegro, con quien vivo, se vino a Buenos Aires, busqué aquí un empleo y en él me encuentro desde que llegamos.

– ¿Y las matemáticas? ¿Cómo no te hiciste ingeniero o algo así? Tú tenías disposiciones…

– Sí, pero no sabía historia.

– Pero no veo, Binomio, la necesidad de saber si Carlos X de Francia era o no hijo de Carlos IX para hacer un plano.

– Desengáñate, el que no sabe historia no hace camino. Tú eras también bastante fuerte en matemáticas; dime, ¿cuántas veces, desde que saliste del colegio, has resuelto una ecuación o has pronunciado solamente la palabra coseno?

– Creo que muy pocas, Binomio.

– Y en cambio (¡oh! ¡yo te he seguido!) en artículos de diario, en discursos, en polémicas, en libros, creo, has hecho flamear la historia. Si hasta una cátedra has tenido con sueldo, ¿no es así?

– Sí, Binomio.

– ¡Con qué placer te oigo! ¡Ya nadie me dice Binomio! Y ¿sabes quién tuvo la culpa de que yo no supiera historia? Cosson, tu amigo Cosson, que tenía la ocurrencia de enseñarnos la historia en francés.

– No seas injusto, Binomio; era para hacernos practicar.

– Convenido, pero no practica sino el que algo sabe, y yo no sabía una palabra de francés. Así, la primera vez que me preguntó en clase, se trataba de un rey cuyo nombre sirvió más tarde de apodo a un correntino que para decirlo estiraba los labios una vara. Era muy difícil.

– Ya me acuerdo: Tulius Hostilius.

– Eso es: quise pronunciarlo, la clase se rió, creo que con razón, porque, a pesar de habértelo oído, no me atrevería a repetirlo; yo me enojé, no contesté nunca y por consiguiente no estudié historia. ¡Animal! Así, mi hijo, que tiene seis años, empieza a deletrear un Duruy. No hay como la historia, y sino mira a todos los compañeros que han hecho carrera.

– Y ¿qué puedo hacer por tí, Binomio?

Se puso colorado y al fin de mil circunloquios me pidió que tratara de hacer pasar en la Cámara un aumento que iba propuesto; ganaba cuarenta y tres pesos y aspiraba a cincuenta3. ¡Pobre Binomio!

¡Cuántos como él, perdidos en el vasto espacio de nuestro país!

Una tarde había ido a comer a un cuartel donde estaba alojado un batallón cuyo jefe era mi amigo. A los postres me habló de un curioso recluta que la ola de la vida había arrojado, como un resto de naufragio, a las filas de su cuerpo. Pasaba el tiempo leyendo y el comandante tuvo más de una vez la idea de utilizarle en la mayoría; pero ¡era tan vicioso! En ese momento pasaba por el patio y el jefe le hizo llamar; al entrar, su marcha era insegura. Había bebido. Apenas la luz dió en su rostro, sentí mi sangre afluir al corazón y oculté la cara para evitarle la vergüenza de reconocerme. Era uno de mis condiscípulos más queridos, con el que me había ligado en el colegio. Una inteligencia clara y rápida, una facilidad de palabra que nos asombraba, un nombre glorioso en nuestra historia, buena figura, todo lo tenía para haber surgido en el mundo. Había salido del colegio antes de terminar el curso y durante diez años no supe nada de él. – ¡Cómo habría sido de áspera y sacudida esa existencia, para haber caído tan bajo a los treinta años! Poco después dejó de ser soldado. Le encontré, traté de levantarle, le conseguí un puesto cualquiera que pronto abandonó para perderse de nuevo en la sombra; todo era inútil: el vicio había llegado a la médula.

¿Recordaré otra inteligencia brillante, apta para la percepción de todas las delicadezas del arte, fina como el espíritu de un griego, auxiliada por una palabra de indecible encanto y un estilo elegante y armonioso? ¿Recordaré ese hombre que sólo encontró flores en los primeros pasos de su vida, que marchaba en el sueño estrellado del poeta, al amparo de una reputación indestructible ya? Era bueno y era leal; amaba la armonía en todo y la mujer pura le atraía como un ideal; pero la delicadeza de su alma exquisita se irritaba hasta la blasfemia, porque la naturaleza le había negado la forma, el cuerpo, el vaso cincelado que debió contener el precioso licor que chispeaba en sus venas. De ahí las primeras amarguras, la melancolía precursora del escepticismo. Sin ambiciones violen tas que hubieran sepultado en el fondo de su ser los instintos artísticos, refugiado en ellos sin reserva, pronto cayó en el abandono más absoluto. De tiempo en tiempo hacía un esfuerzo para ingresar de nuevo en la vida normal y unirse a nuestra marcha ascendente, desenvolverse a nuestro lado. ¡Con qué júbilo le recibíamos! Era el hijo pródigo cuyo regreso ponía en conmoción todo el hogar. Aquel cráneo debía tener resortes de acero, porque su inteligencia, en sus rápidas reapariciones después de largos meses de atrofia, resplandecía con igual brillo. ¿De atrofia he dicho? No, y esa fué su pérdida.

La bohemia le absorbió, le hizo suyo, le penetró hasta el corazón. Pasaba sus noches, como el "hijo del siglo", entre la densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que las fuentes puras le habían negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un grupo simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros, de su espíritu y se embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora, el aliento revolucionario, que es la válvula intelectual de todos los que han perdido el paso en las sendas normales de la tierra. El bohemio de Murger, con más delicadeza, con más altura moral. – El pelo largo y descuidado, el traje raído, mal calzado, la cara fatigada por el perpetuo insomnio, los ojos con una desesperación infinita en el fondo de la pupila, tal le ví por última vez y tal quedó grabado en mi memoria. ¿Vive aún? ¿Caerán estas líneas bajo su mirada? No lo sé; en todo caso, la entidad moral pasó, si la forma persiste. ¡Nunca se impone a mi espíritu con más violencia el problema de la vida que cuando pienso en ese hombre!..4.

Hará doce o catorce años publiqué un cuento que últimamente releí con placer, haciendo oídos sordos a las imperfecciones de estilo con que está escrito. El principal personaje del "Canto de la Sirena" es una simple reminiscencia de colegio; me sirvió de tipo para trazar la figura de Broth, un condiscípulo que sólo pasó un año en los claustros, extraordinariamente raro y al que no he vuelto a ver ni oído nombrar jamás. De una imaginación dislocada, por decir así, nerviosa, estremeciéndose en una gestación incesante de sueños y utopías, vivía lejos de nuestro mundo normal, fácil, claro, infantil. En vez de ser un portento de ciencia, como pinto a Broth, estudiaba poco los textos y, por lo tanto, sabía poco. La experiencia me ha hecho poner en cuarentena esos prodigios que jamás abren un libro y dejan atontados a los circunstantes en el examen.

Hay dentro de los muros del colegio, como en la penumbra del boudoir, coqueterías intelectuales exquisitas, jóvenes que se ocultan para estudiar, que durante las horas de instrucción colectiva leen asiduamente una novela, pero que se levantan al alba y trabajan con furor en la soledad. Cuando Horacio Vernet recibía numerosos visitantes en su taller, cogía febrilmente los pinceles, en una hora remataba una tela, la firmaba y pasaba a otra cosa. Alguien ha dicho, refiriéndose a esa coquetería del pintor, que escribía las cartas en la soledad y les ponía el sobrescrito en público. Algo así pasa con los prodigios escolares. Lo que distinguía a Broth, es decir, al condiscípulo que me dió la idea primera del soñador, era su manera curiosísima de ver las cosas más triviales. Fantaseaba como un maniático inventor combina. Hablaba con facilidad, pero él mismo reconocía que cuanto escribía era, no solamente incorrecto, como todos nuestros ensayos, sino incoloro. Me sostenía que yo estaba destinado a tener estilo y me lo decía con un aire tan complacido y solemne como si me augurara la fortuna o una corona, a la manera de los cuentos árabes. Para entonces me proponía una colaboración; él me daría el esqueleto y yo le pondría la carne. Pues bien, cuando recuerdo, vagamente y sin detalles, su confusa concepción de la vida de un médico en plena edad media, creyente en la magia de todos los colores, asistente asiduo y convencido al sabbat, inventor de un palo de escoba más ligero para llegar primero, fabricante de homúnculus (no había por cierto leído a Goethe aún) discípulo de Alberto el Grande; cuando recuerdo esas creaciones enfermizas de su imaginación, me persuado que había nacido para seguir con brillo la tradición de Hoffmann o Poé. Más de una vez he procurado rehacer en mi memoria los cuentos estrambóticos que me hacía; me queda algo confuso, y si no he ensayado escribirlos, es en la seguridad de que les daría mi nota personal, lo que no era mi objeto.

1.Es por eso que siento un horror piadoso por los chicos precoces a quienes tengo simpatía o cariño. Se me figura – y aquí hago mío un pensamiento de José María Ramos Mejía – que los retardados poseen como una capa preservadora que mantiene en una especie de fanal, sus almas delicadas.
2.A esto hay que agregar algunos artículos sueltos aparecidos en diversas revistas. Véase "La Biblioteca" y la "Revista de Buenos Aires", entre otras. "A la distancia", que algunos diccionarios y publicaciones consideran como otro volumen, es un folleto en el que se han reunido dos artículos que se encuentran en "Charlas literarias": Carlos Encina – recuerdos íntimos – y "Tedium Vitae".
3.Estas líneas fueron escritas en 1882: se trata pues, de pesos fuertes.
4.Poco tiempo después de escritas estas líneas, Matías Behety encontró el reposo eterno.