Sadece Litres'te okuyun

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «Historia de la decadencia de España», sayfa 19

Yazı tipi:

Y en tal pobreza se labraba á mucha costa un teatro en el Buen Retiro, donde se representasen comedias con más lujo que antes en los salones, obra grande, según un autor contemporáneo. Allí, entre comediantes y farsas y bailes, los reyes acabaron de perder su decoro y su virtud los vasallos. Mostraba gusto la Reina de ver silbar las comedias, y por agradarla el público vil de cortesanos, dió en silbarlas todas, malas y buenas, con igual diligencia. Asímismo para que viese la Reina todo lo que pasaba en las cazuelas de los corrales ó teatros, se representaron bien al vivo en el Buen Retiro, trayendo mujeres que se mesasen y arañasen unas, que se diesen vayas ó insultos otras, y mosqueteros ó truhanes que de propósito las enojasen. También se solían echar entre ellas reptiles que las asustasen, y «ayudado esto, exclama un contemporáneo, con libertad singular del son de silbatos, chiflos y castradores, se hacía espectáculo más de gusto que de decadencia». En esto había venido á parar la admirada gravedad de los Reyes de España. Felipe, tan ceremonioso, tan absoluto, que se juzgaba un Dios levantado sobre sus vasallos, tan avaro de sus respetos y autoridad que por conservarlos había ya hecho derramar mucha sangre y debía hacerla derramar á torrentes todavía, toleraba tales ruindades en presencia suya y de su esposa é hijos, dando tales alas á los representantes que uno de ellos, por nombre Juan Rana, que hacía de gracioso, osó mofar públicamente por los afeites que usaban en el aliño del rostro, durante una de las representaciones del Buen Retiro, á dos damas de las principales de la Corte que allí asistían.

Tales liviandades, comunicándose á la nación, habían ya corrompido por aquel tiempo las venerables costumbres de los antepasados. No había, especialmente en Madrid, ni decoro, ni moralidad alguna; quedaba la soberbia, quedaba el valor, quedaban los rasgos distintivos del antiguo carácter español, es cierto, pero no las virtudes. Pintó D. Francisco de Quevedo con exactitud los vicios de aquella época nefanda; no hay ficción, no hay encarecimiento en sus descripciones. Tal franqueza no podía pasar entonces sin castigo, y así los tuvo el gran poeta con pretextos varios, entre los cuales hubo uno infame, que fué correr la voz de que mantenía inteligencias con los franceses. La verdad era que halló medio de poner ante los ojos del Rey un memorial en verso donde apuntaba las desdichas de la república, señalando como principal causa de ellas al Conde-Duque. Siguióle el aborrecimiento de éste hasta el último día de su privanza; y así estuvo Quevedo en San Marcos de León durante cerca de cuatro años, los dos de ellos metido en un subterráneo cargado de cadenas y sin comunicación alguna. Aun fué merced que no le degollasen, como al principio se creyó en Madrid, porque todo lo podía y de todo era capaz el orgulloso privado. Pero mientras aquel temible censor pagaba sus justas libertades, la Corte, los magistrados y los funcionarios de todo género acrecentaban sus desórdenes, y al compás de ellos hervía España, y principalmente Madrid, en riñas, robos y asesinatos. Pagábanse aquí muertes y ejercitábase notoriamente el oficio de matador; violábanse los conventos, saqueábanse iglesias, galanteábanse en público monjas ni más ni menos que mujeres particulares; eran diarios los desafíos, y las riñas, y asesinatos, y venganzas.

Léense en los libros de la época continuas y horrendas tragedias, que muestran no mucho más respeto á las cosas de Dios que á las cosas de los hombres. Tal caballero rezando á la puerta de una iglesia, era acometido de asesinos, robado y muerto; tal otro llevaba á confesar á su mujer para quitarle al día siguiente la vida y que no se perdiese el alma, ya que el cuerpo pensaba traerlo á tal extremo; éste, acometido de facinerosos en la calle, se acogía debajo del palio del Santísimo, y allí mismo era muerto; el otro se despertaba de noche al sentir puñaladas en su almohada, y era que su propio ayo le erraba golpes mortales, disparados por leve represión ú ofensa. Una compañía de naturales de Antequera y los soldados del tercio de Madrid, estuvieron batallando todo un día en Madrid por pequeña ocasión, y se dieron hasta doce ó más acometidas en las calles, á pesar de haber sacado de una iglesia el Santísimo Sacramento para aplacarlos. En Málaga, cierto corregidor prendió por leve disgusto á un hombre principal, y sin forma de proceso le hizo decapitar de noche, sin confesión y por un esclavo. En quince días hubo, en Madrid solo, ciento diez muertos de hombres y mujeres, muchas en personas principales. Hechos todos no de maravillar, ciertamente, en otros países y épocas, donde se han visto iguales si no mayores, pero increíbles en España, que tan severas costumbres había heredado de Felipe II y Felipe III, trascurridos tan pocos años desde la muerte del último Monarca, y estando al parecer más vivos que nunca la fe, el culto católico y el influjo del clero.

Atribuíanse, por lo común, los crímenes á los soldados de los tercios que se formaban para acudir al refuerzo de los ejércitos; y bien podía ser, porque extenuadas y despobladas las provincias de la continua guerra, agotados casi los hombres valerosos y de espíritu verdaderamente guerrero, apenas acudía á ponerse debajo de las banderas sino gente mezquina. Muchos venían á servir por engaño ó por fuerza, y por lo mismo no tardaban en desertarse, y con temor del castigo echábanse luego á vivir por malos modos. Otros viciosos y malvados se enganchaban en los tercios mientras se formaban, y recibido el precio del enganche y las pagas, desertábanse al salir á campaña, y se quedaban en la corte sin otro ejercicio que el robo y los crímenes, hasta que de nuevo tornaban á engancharse para volver otra vez á la deserción y mala vida que solían. Á veces también formaban cuadrillas de malhechores en despoblado que cometían inauditos desmanes. Mas no eran solo los soldados; tanto ó más que ellos cometían los naturales de diversas provincias, y especialmente los de Cataluña.

Allí corrían en cuadrillas, ó por quejosos de la autoridad ó facinerosos, muchos hombres de valor y conocimiento en el terreno, burlando las iras de las autoridades y justicias; llamaban á tal vida andar en trabajo, y había entre ellos sus caudillos y capitanes. Tales ó semejantes cuadrillas de forajidos se vieron en las llanuras de la desierta Mancha. Y en tanto los Tribunales del reino tal vez ahorcaban por precipitación á personas inocentes; y contra los grandes criminales, ó bien sobornados, ó bien temerosos, mostrábanse muy tibios. La Corte parecía menos firme todavía en castigar los delitos. Perdonábanse los mayores, ó por la calidad de la persona, ó por la utilidad solo que de ellos resultaba ó á precio de dinero y servicios, ó por mero capricho del Príncipe y privados. Así se vió á D. Pedro de Santa Cilia entrar con alto puesto á servir en los ejércitos y armadas de España después de haber dado muerte por sus manos á su industria á trescientos veinticinco personas. Era el D. Pedro, mallorquín, y siguiendo los impulsos vengativos que asemejaban entonces sus paisanos á los naturales de Córcega, determinó vengar la muerte de un hermano suyo lanzándose á cometer tantas y tan crueles, en personas inocentes casi siempre y á manera de bandido. Á dicha se hallaba en Madrid, cuando sacaron de palacio un caballo que nadie osaba montar por su braveza; ofrecióse hacerlo Santa Cilia, y lo ejecutó con tanta habilidad que todos los presentes quedaron maravillados. Viólo también el Rey; mandóle subir y que le contase su historia, y por último le perdonó y le admitió á su servicio en gracia de su atrevimiento. Portóse luego Santa Cilia como soldado y capitán de valor, señalándose en Nordlinghen y en otras ocasiones; pero el número increíble de sus crímenes pedía á la verdad otra enmienda y ejemplo de parte de los guardadores de la justicia.

La Inquisición misma, aunque tan severa, y tan entrometida siempre en las cosas del Gobierno y justicia civil, pasaba por alto tales desafueros, aun los que más cerca la tocaban, y no ponía atención ni cuidado sino en los casos de herejía, y en los delitos cometidos contra el culto ó contra los privados del Rey. Aun sorprende el ánimo la facilidad con que corrían entonces libros llenos de ideas y palabras obscenas que no se tolerarían en los tiempos modernos, siendo así que tan rigurosa censura se ejercitaba contra los autores en todo lo tocante á pensamientos religiosos y políticos. La desigualdad de los castigos llegó á un punto, que repugna al sentido común, cuanto más al derecho. Viéronse en los autos de fe, ó quemadas ó duramente castigadas muchas personas por delitos como la bigamia, mientras corrían impunemente los más atroces atentados. Cualquier palabra de doble sentido ó sospechosa en materia de fe ó de culto, era castigada con más crueldad que el robo de una monja ó la violación de unos votos; bien que esto último llegó casi á tolerarse como cosa común. Era tan general la obcecación, que el cronista D. José Pellicer y Tobar, en sus Avisos, después de narrar los grandes peligros é infelicidades de aquel tiempo, exclama: «De verdad una de las desdichas que se deben reparar con más atención y lástima, es ver á España tan llena por todos lados de judíos enemigos de nuestra santa fe católica.» ¡Singular advertencia cuando las fronteras, la Hacienda, la Corte y las provincias se miraban de tal modo perdidas! Así todo parecía ya degenerado; no había en España ni opinión verdadera, ni juicios exactos, ni vínculo social que se mantuviese en la antigua firmeza. Tan extraña confusión en las costumbres habían introducido las liviandades de Felipe IV y de su privado.

Hacia los años de 1640 era Madrid, en suma, como un tiempo Roma, cabeza extraviada y corazón corrompido de un cuerpo colosal, que por milagro se mantenía en pie todavía; heredera de glorias y maestra de iniquidades y torpezas; hija de héroes y madre de viles.

LIBRO QUINTO

SUMARIO

1640. – Propósitos del Conde-Duque: motivos de la rebelión de Cataluña: sus principios: el conde de Santa Coloma y el marqués de los Balbases: alojamientos: reclamaciones del Principado: choques entre soldados y paisanos: rompe el pueblo de Barcelona las puertas de las cárceles: sedición del día del Corpus: matanza de castellanos y muerte del Virrey: el Vía fora. – Fiestas que entre tanto celebran en Madrid: amonestación de un labrador al Rey. – Virreinato del duque de Cardona: sucesos de Perpiñán: Virreinato de D. García Gil Manrique. – Prevenciones de guerra. – Sucesos del Rosellón. – Jura el Virreinato el marqués de los Vélez: primeras operaciones: disposiciones del Conde-Duque sobre Portugal: Suárez y Vasconcellos: el duque de Braganza: principios de la conjuración: Pinto de Ribeiro: torpezas del Conde-Duque: burla el de Braganza sus ardides: sublevación de Lisboa: hecho generoso del capitán Garcés: muerte de Vasconcellos: arresto de la Virreina: pérdida de la ciudadela y del castillo de San Juan. – Espanto en nuestra Corte: cómo dió Olivares al Rey aquella mala nueva: disensiones: conjuraciones del duque de Medinasidonia y del arzobispo de Braga: frústranse ambas: suplicios: muerte del aleve marqués de Ayamonte: se salva Medinasidonia: su reto al de Braganza. – Liga de la paz: batalla de Sidam. – Prevenciones de guerra: corrupción y torpezas.

Dejamos notado ya en otros lugares que los Monarcas y Ministros infelices de estos tiempos que vamos narrando, hacían acaso más daño á la Monarquía con sus buenos que con sus malos intentos. Y es que en las cosas políticas no hay mayor yerro que trocar las ocasiones, y querer, porque sólo un día fueron posibles, llevarlas cualquier otro á cabo forzosamente. Harto se probó esta verdad en la expedición que envió Felipe III contra Inglaterra y en sus proyectos contra Francia; más todavía hubo de recibir más grande y triste prueba. Nada tan útil como la unidad nacional y el pensamiento de reunir todas las fuerzas de la Monarquía en un solo punto. Pero esto no era posible llevarlo á cabo de pronto entre los azares y ocupaciones de las guerras extranjeras, estando tan flaca como estaba á la sazón la cabeza de la Monarquía. Sin embargo, tal era el Conde-Duque, que cabalmente eligió aquella ocasión para traer á ejecución su propósito. Buena enseñanza del modo con que tales cosas se ejecutan acababa de ofrecer en Francia Richelieu. Mantuvo al principio la paz todo lo que pudo, aun sacrificando en ella el orgullo francés; hizo alianzas extranjeras y organizó ejércitos y reunió tesoros, y cuando tuvo á punto las cosas, comenzó á descargar golpes certeros contra los protestantes, los grandes señores y las ciudades indóciles y rebeldes. Así logró á todos rendirlos y reducirlos á la obediencia del Monarca, en cuyo nombre gobernaba; y el astro de Francia, después de algunos años de eclipse, apareció más brillante que nunca á los ojos del mundo. No aprovechó la lección Olivares, que más que estudiar en las obras de otro, pensaba poner las suyas de ejemplo á todos: tal era su vanidad.

Á muy poco de encargarse del gobierno dirigió al Rey un papel sobre ello; porque todas las cosas que él quería que le alabasen las ponía por escrito. Apuntaba allí á más de las razones claras y obvias, que persuadían la conveniencia de dar unidad á la nación, ciertos sofismas como aquel de que, «si eran poderosos seis Príncipes moderados, pero bien unidos, se considerase cuánto más lo podían ser, si se uniesen, los muchos reinos de España, tanto mayores que los opuestos y tanto más fáciles de ajustar, estando debajo de una obediencia que esos otros de diversos dueños.» De tal manera equiparaba el favorito la alianza de nuestras provincias entre sí con la de Francia, Suecia, Saboya, Holanda y las demás naciones contra nosotros á la sazón conjuradas. Fué muy alabado el papel de todas suertes, y se enviaron aquí y allá comisionados que tratasen de ello: á Flandes fué el marqués de Leganés, y á Portugal el de Castel-Rodrigo. Llamáronse también á la Corte prelados y personas principales de diversas partes para discutir la unión pretendida. Pero no se logró, porque no se podía lograr tan fácilmente efecto alguno; y duraron los tratos hasta que comenzaron las violencias á hacer sus veces, y saltaron de eso las consecuencias que lloraron todos. Este paso de las negociaciones á las violencias tuvo por causa en mucha parte los apuros del Erario y las necesidades de la guerra. Pero es imposible olvidar que otras causas menos disculpables influyeron también y no poco en su empleo. En esto como en todo la Monarquía tuvo que llorar con la incapacidad política del Rey, la vanidad funesta y la imprudencia del favorito y sus ministros.

Nació poderoso el deseo de humillar con la fuerza á los catalanes en las Cortes celebradas en Barcelona en 1626. Ya en las de 1623 había quedado disgustado el Rey por la poquedad de los subsidios y resistencia á manifestar los libros y réditos; pero en estas de 1626, Felipe, al dejar repentinamente á Barcelona, traía sin duda en su ánimo el propósito de castigarles. Volvió, sin embargo, benévolamente en 1632 para dejar en su lugar al infante D. Fernando; y quiso la desdicha que la antigua herida de su agravio se la resucitase y exasperase con uno suyo el Conde-Duque. Porque habiendo tenido cierto disgusto sobre el modo de tratar á los catalanes con el noble Almirante de Castilla, que desde 1623 venía proponiendo moderación en ello, la nobleza y pueblo de Barcelona, ó sabedora del motivo, ó inclinándose más á éste, naturalmente, por ser de la casa de Cabrera, tan respetada en el Principado, mostráronse ostensiblemente en su favor y en contra del favorito. No era hombre Olivares que perdonase las ofensas hechas á su vanidad; aumentó en sus consejos el desabrimiento en el Rey, y con sus amenazas y palabras de cólera dió lugar á que los ministros serviles que le servían comenzaran á tratar con despego en las cosas á Cataluña. Principalmente el protonotario de la corona de Aragón, D. Jerónimo de Villanueva, muy favorecido de Olivares, puso á título de lisonja en completo olvido todas las reclamaciones y negocios que de allí venían, tratando con tanta dureza á los interesados, que llegaron á aborrecerle los catalanes tanto ó más que al Conde-Duque, y fué acaso el mayor causante de los excesos que cometieron. No estaban ellos á la verdad muy gustosos tampoco desde las Cortes de 1623 y 1632. Inspiróle á aquel pueblo varonil y laborioso desprecio y cólera la licenciosa Corte de Castilla; ofendióle sobre manera la vanidad del Conde-Duque, su lujo y porte; y luego no le agravió poco el que el infante D. Fernando, con notable firmeza, pero acaso fuera de tiempo, negase el honor á sus conselleres de que se cubriesen delante de él, según el antiguo usaje. Y notando al propio tiempo la lentitud con que se despachaban sus negocios, y el despego con que eran tratados en la Corte de Castilla, ellos, que nunca habían mirado con buenos ojos su dependencia de otra provincia, que se inclinaban poco en carácter, ideas y costumbres á los castellanos, y negaban siempre á éstos otro nombre que el de extranjeros, comenzaron á hacer acopio de ira y á espiar ocasiones de venganza. Siendo Virrey el gran duque de Feria hubo una gran riña entre la armada de España anclada en el puerto y los habitantes, donde llegaron éstos al extremo de disparar contra las galeras la artillería de los muros, y cuando el virrey Cardona quiso registrar por fuerza los archivos de la ciudad, y los conselleres se fortificaron dentro de su palacio, negándose á permitirlo, el pueblo se puso en armas, y fué ventura que no inundasen ya en sangre las calles de la ciudad condal catalanes y castellanos. El Rey, airado ya de todo punto, mandó que la Audiencia se trasladase á Gerona; y los conselleres y Diputación, como si previesen el próximo rompimiento, no cesaron desde entonces en reparar los muros, labrar algunos más reparos y disponer como al descuido en la paz las cosas de la guerra.

En tal punto las cosas, suscitóse la guerra del Rosellón; y la Corte expidió dos edictos, imponiendo por el uno á Cataluña cierta contribución no votada en Cortes, y por el otro expulsando á todos los franceses del territorio; uno y otro contra los fueros de la provincia. Recelosos los catalanes al ver aquellos principios, hicieron al punto en Madrid reclamaciones, mas no fueron atendidas de modo alguno. Lo que el Conde-Duque había ordenado sin obstáculo en otras provincias, quiso que fuese también en Cataluña, porque como tenía en su pensamiento la unidad, figurábase que no le faltaba otra cosa que demostrarla en las obras; y las nuevas reclamaciones, sin obligarle á cambiar el fondo de su propósito, le impulsaron á hacer más duras las formas, recordando siempre su queja. Con todo, el patriotismo pudo tanto en los catalanes, que cerrados los ojos á todo agravio, acudieron á la empresa de Leucata y más á la recuperación de Salsas, donde se vió venir á toda su nobleza con muchos soldados y caudales. Separado el duque de Cardona después de aquella derrota de Leucata, vino á sucederle por virrey D. Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, querido del pueblo y la Corte. Hubo el raro acierto de igualarle en mando durante el cerco de Salsas con el Capitán general del ejército, que era el marqués de los Balbases; y aunque este mando era más honorífico que otra cosa, obligó más á los catalanes á servir con muy buena voluntad en la empresa.

No faltaron, sin embargo, disgustos ocasionados por la contrariedad de caracteres entre los catalanes y el resto del ejército; durante la campaña cerca de Colliure hubo un choque sangriento, y debajo de los muros de Perpiñán se trabó una verdadera batalla, que duró seis horas, con gran mortandad de ambas partes, siendo maravilloso que acertaran á suspenderla los capitanes. Pero ello es que fueron inmensos los servicios y sacrificios del Principado, tanto en hombres como en dineros y que en Madrid no se mostró por eso el menor agradecimiento. Mirando el Conde-Duque cuán poco habían insistido en la primera violación de sus fueros y cuán de veras servían en aquella ocasión los catalanes, tomóles por humildes, y dió por cierto que podría traerlos por fuerza á su propósito, satisfaciendo al par sus mezquinas venganzas. Así, lejos de enviar recompensas, envió amenazas y nuevos agravios. Durante el sitio de Salsas, cuando más méritos estaban haciendo los catalanes, le escribió al virrey Santa Coloma, sin motivo ni provocación alguna, que si los privilegios del país podían avenirse con sus órdenes, los respetase; pero que en el caso de que le empesciesen ó dilatasen el éxito de las cosas, considerase al que los alegara como á enemigo de Dios y del Rey, de su sangre y de la patria; añadiéndole que enviase á todos los hombres capaces de trabajar ó de llevar armas al ejército, que hasta á las mujeres empleara en el servicio, y que echase si era preciso á los habitantes de sus hogares, para que los ocupasen los soldados. Y no contento con esto, inclinó al Rey á que escribiese al propio Santa Coloma, mandándole que domeñase con el rigor las libertades de los funcionarios y pueblos de la provincia. Provocaciones y rigores casi inconcebibles, cuando voluntariamente hacía tanto Cataluña, que era imposible pedirla más, impropios además para empleados con españoles, y más por hombres que tan flojamente se las habían con los extranjeros.

Era el Virrey catalán al cabo, y no podía prescindir de respetar por costumbre los privilegios de sus paisanos. Dilatóse por su causa, antes que por no ser necesario, el gran rigor que aconsejaba la Corte; pero cuando llegó el trance de acuartelarse el ejército en Cataluña, terminada la campaña, ya no pudo evitar los daños. Faltaron las pagas, como acontecía de ordinario, á los soldados; y éstos, en mucha parte extranjeros y acostumbrados á tomar por fuerza cuanto querían en Italia y Flandes, donde por lo común habían servido, comenzaron á ejecutar igual desorden en Cataluña. No acudió á reprimirlo como debiera el marqués de los Balbases, Capitán general del ejército, porque como extranjero, no tenía compasión á los naturales ni estaba acostumbrado á hallar resistencias en el paisanaje de otras partes, equivocando él, como los soldados y la propia Corte, al valeroso pueblo catalán con otros viles que había conquistado. Cabalmente aquel paisanaje había asistido en Leucata y Salsas y despreciaba á los soldados, teniéndose por más valeroso que ellos, y habiéndolo mostrado, verdaderamente, en muchas ocasiones, siendo ésta una de las causas de aborrecimiento y menosprecio que por entonces traían conmovidos los ánimos. Combatíanle en tanto al de Santa Coloma, de una parte el celo del servicio de su Rey, y de otra la compasión de los naturales; dudaba y revolvía en su mente diversos conceptos, pero no determinaba cosa alguna; y los soldados, fortalecidos en su licencia por la permisión ó tolerancia que traslucían, no había insultos que no hallasen lícitos, disculpándolos todos con el hambre. Mas los catalanes, viendo que no se les hacía justicia, vengativos y duros por naturaleza, y despreciando más que temiendo á la soldadesca, no tardaron en comenzar á tomarla por sus manos.

De pequeños principios fueron así formándose poco á poco grandes tumultos. Quemaron los soldados del tercio napolitano de D. Leonardo de Moles á Riu de Arenas, y Santa Coloma de Farnés tuvo luego igual suerte en castigo de haber allí muerto algunos alojados. Al saberse estas violencias, no ya el pueblo, sino la nobleza y el clero levantaron al cielo sus quejas. Sólo el alojar el ejército en Cataluña era ya manifiesta infracción de sus fueros; y habiendo enviado á Madrid doce embajadores que reclamasen contra ella, no se les permitió entrar siquiera, mandándoles que se detuviesen en Alcalá, donde estuvieron muchos días. Entonces enviaron á dos frailes capuchinos para que solicitasen que se oyese á los embajadores. Debieron aquéllos á sus hábitos el llegar á la presencia del Rey, sin que pudiera estorbarlo el favorito, y tanto dijeron, que lograron su propósito. Vinieron los embajadores á la Corte y pusieron en manos del Rey un memorial, que por lo descarado acabó de irritar los ánimos de la Corte, y por gran sufrimiento no logró respuesta alguna. Y á la par Santa Coloma prohibió en Barcelona que ningún abogado pudiese asistir á las causas ordinarias que suscitaban los paisanos contra soldados, pensando sin duda refrenar con esto la audacia del vulgo; lo que se logró fué que, hallando cerrado los agraviados catalanes el camino de la justicia, acabáranse de inclinar al propósito de defenderse brazo á brazo. Fueron como heraldos y mensajeros de tal propósito á verse con el Virrey el diputado militar Francisco de Tamarit, voz de la nobleza catalana, y poco después una embajada de la ciudad de Barcelona. Representaron ofensas, pidieron reparaciones y dejaron entrever amenazas. Mas era el conde de Santa Coloma hombre aunque bien intencionado, un poco violento, como lo mostró en las Cortes de 1626, donde puso mano á la espada contra el duque de Cardona, y luego en el sitio de Salsas, donde por pequeña ocasión apaleó á un tiempo al Maestre de campo Torrecuso y á su hijo el duque de San Jorge, tan valerosos ambos; y ahora irritado con la libertad de los catalanes, sin tener más en cuenta que era de ellos, ni reparar ya en los privilegios de la provincia, redujo á prisión al diputado Tamarit y á dos de los magistrados. Con esto parecieron muertas por un instante las libertades y la resistencia de Cataluña. Juzgóse en Madrid que lo estaban para siempre, y aplaudióse la determinación como esforzada, sin ver el peligro que ofrecía los que podían remediarlo.

La última embajada había puesto en el Conde-Duque y en sus favorecidos tanta ira, que se tenían por dichosos con imaginar tan inmediato castigo. No faltaba, sin embargo, quien temiese de aquellos sucesos, y alguno por cierto de quien menos pudiera esperarse. Tal era el marqués de los Balbases, D. Felipe de Spínola, hombre ilustre solo por el apellido de su padre, y cuya muerte aceleró, como se dijo, con la mala defensa y fuga del puente de Cariñan. Había sido D. Felipe con su tolerancia á sus soldados y con su desprecio á los catalanes, uno de los mayores causantes de aquellas inquietudes, y después no había cesado de aconsejar á la Corte que mantuviese sus disposiciones en Cataluña, alimentando y albergando la gente de guerra á costa y cargo de los naturales. No obstante, ahora, habiéndolo querido enviar allá para comenzar la nueva campaña contra los franceses, no quiso hacerlo, diciéndose públicamente que era porque temía el humor de los catalanes. Vergonzosa conducta la del Marqués, que daba á los demás lecciones de fiereza, cuando él no osaba mostrarla por su persona donde convenía, y ejemplo elocuente á los príncipes que se fían de fieros y balandronadas de cortesanos para ser agresivos é injustos. Los acontecimientos mostraron muy pronto que si era vergonzoso el reparo del Marqués, señalaba en él, sin embargo, más previsión que en los demás, pues irritados al último punto los catalanes, acrecentando las injurias su natural dureza y su antipatía á los castellanos, reunidos en un solo pensamiento, como suele acontecer en ellos, no tardaron en declararse en abierta rebeldía.

Rompió el vulgo de Barcelona tumultuosamente las cárceles, sacando de ellas á Tamarit y los otros magistrados presos, teniendo que acogerse el virrey Santa Coloma al amparo de las Atarazanas; y aunque se aplacó aquel tumulto por mediación del mismo Tamarit y los magistrados, alentáronse con la impunidad los descontentos, y creció su osadía con el ensayo de la poca resistencia, á punto de inclinarlos á mayores extremos. No se concibe cómo así la Corte, como el virrey Santa Coloma, descuidaron meter en Barcelona, para su seguridad, una parte del ejército que tan numeroso andaba en otros lugares; pero la Corte estaba ciega en su imprevisión, y el Virrey, ó no pudo lograr el refuerzo, ó se negó imprudentemente á pedirle, porque no pareciese flaqueza de su persona. Grandísimo error en la autoridad que había tenido ya una vez que desamparar su puesto, huyendo del vulgo amotinado, y que debía la paz entonces á la influencia de los mismos á quienes él tenía en prisiones. El hecho fué que los barceloneses, después del primer grito que dieron de rebelión rompiendo las cárceles, la llevaron á funesto término el día del Corpus del año 1640, sin que se hallase en la ciudad, como sin duda pudiera hallarse, bastante gente del Rey para contenerla.

No se había tomado otra precaución que armar algunas compañías de milicia del país, que en lugar de vencer el riesgo en la ocasión, lo aumentaron, haciendo causa común con los rebeldes: nueva torpeza y mayor, si cabe, que las otras. Comenzaron la sedición los segadores y habitantes del llano de Barcelona, recogidos en la ciudad con el pretexto de la fiesta; gente que, no teniendo nada que perder en ellas, se ha hallado siempre mucho más temible en tales casos que los moradores. La guardia del palacio del Virrey, viendo los primeros grupos y oyendo las voces sediciosas, hizo fuego, que fué dar más ocasión que remedio en el punto que estaban las cosas; cayó muerto un segador, recogieron el cadáver sus compañeros, y lo pasearon por plazas y calles, apellidando venganza. Desatado entonces el vulgo, empezó la matanza de castellanos y naturales de otras provincias, y particularmente de los que se empleaban en algún servicio del Rey, primero por las calles y plazas, luego asaltando las casas y entrando en los aposentos á fuego y sangre. Todo Barcelona ardió en un momento en confusión y estrago, y los rebeldes, no hallando resistencia en ninguna parte, y más envalentonados y más sedientos de sangre que nunca, llegaron á las puertas del palacio del Virrey cargados de haces de leña para quemarle. Este, sin otro amparo ya que su dignidad escarnecida, sin otra defensa que la razón que juzgaba tener de su parte, sintió decaer su corazón y ocupar el miedo lentamente el sitio donde se albergó hasta entonces la ira. Rodeábanle los conselleres y magistrados de Barcelona, tan amigos de la sedición como los que estaban ejerciéndolas en armas, aparentando por decoro de sus cargos que la aborrecían, y proponiendo consejos y arbitrios que bien pudieran tomarse por maliciosos estorbos y trazas de evitar cualquiera ejecución acertada. Díjose que ellos jamás llegaron á temer tanto del vulgo, habiendo mirado apaciblemente sus primeras demostraciones; pero éste, una vez lanzado, rara vez para en lo justo. Entraron las turbas en casa del Virrey, pidiendo á gritos su muerte; salváronse como pudieron algunos de los oficiales reales, y los conselleres y magistrados de la ciudad adularon á los delincuentes, regocijándose ya con la victoria. Y en tanto Santa Coloma, encadenado por su honra, retardó la fuga, hasta que vió sobre sí á los asesinos. Salió entonces del palacio sin ser visto, y se metió en las Atarazanas; luego, dejando aquel asilo con su hijo y algunos oficiales, acudió á embarcarse en una galera genovesa que había en el puerto; pero no pudo lograr sino salvar á su hijo, que le seguía, anteponiendo la vida de éste á la suya propia, porque el esquife que le aguardaba, cañoneado desde la ciudad por los rebeldes, advertidos ya del caso, no osó más esperarle. Así la fortuna, ensañándose en aquel hombre más torpe que criminal, le permitió salvar á su hijo y á los más de sus oficiales, algunos despedidos por él antes, otros embarcados ahora, y no quiso concederle á él la vida, y tuvieron tiempo y valor los del esquife para salvarlos á todos menos al que más obligados estaban. Solo ya en la playa y cierto en su perdición, echó á andar don Dalmau sin saber dónde iba por las orillas del mar á las peñas de San Beltrán, camino de Montjuich, donde rendido al miedo y la fatiga, cayó desmayado; y llegando algunos de los muchos que le buscaban, fué muerto de cinco heridas.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
01 ağustos 2017
Hacim:
850 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain