Kitabı oku: «Historia de la decadencia de España», sayfa 3
V
No puede tratarse de la primera obra histórica de Cánovas del Castillo, cuando tenía veintiséis años de edad, era estudiante de Derecho, esgrimía como periodista la pluma en La Patria, y entraba en las conjuraciones políticas que tenían por impulsores civiles á D. Joaquín Francisco Pacheco y militares al general don Leopoldo O Donnell, conde de Lucena, sin comparar su Historia de la decadencia de España con las obras que escribía, ó murió teniendo en proyecto, después de haber pasado largos años entre los libros de superior Minerva, en los Archivos, donde encontró las fuentes originales del desarrollo y verdad de los sucesos, y en su mayor parte, vírgenes de nuestra Historia, y en los altos puestos gubernativos del Estado, en la serena labor de las Academias, en las disputadas discusiones del Parlamento y, por último, en las supremas responsabilidades de la dirección y gobierno de la Monarquía. Todas las audacias del corazón y la mente virgen de la juventud, se templan con la batalla de los años, con las reflexiones del estudio, con la penetración profunda y práctica en los misterios de la alta política de gabinete y con el trato lleno de las exigencias de la moderación más insistente en las relaciones de la política exterior. En 1854, á pesar de todas sus disposiciones naturales, verdaderamente excepcionales, Cánovas del Castillo, abordando la Historia, no era más que un literato precoz y un brillante periodista: de historiador, no tenía sino una intuición suprema, la intuición del genio. Pero renuncie á escribir de Historia el que carezca de esta intuición lenta y segura del perfecto hombre de Estado. Cánovas, á pesar de la intuición suprema de su juventud y de su genio, no fué un historiador perfecto, con todas sus prendas personales y toda la vasta instrucción recibida, hasta que se hizo y fué ese hombre completo de Estado. Esta, sin excepciones, es una ley de la Naturaleza, tan inviolable como son todas las leyes naturales. Cuando la Historia estaba en su cuna, aun sin pretender convertir su observación en precepto, Polibio la consagró, siendo él mismo ejemplo de ella7. El había sido capitán y hombre de Estado de la liga aquea; él había viajado por Italia, por África, por España y por las Galias, y en Roma estuvo en íntima relación con los personajes más insignes de su tiempo. En estas expediciones para conocer mundo, estuvo en posición de poder confrontar las condiciones de muchos y diversos pueblos, penetrar el fondo de la política de cada uno y engalanarse con todo el esplendente ropaje de la cultura griega y romana. El se halló en medio de las ardientes luchas de los dos partidos políticos que se agitaban en Grecia, el democrático, que fomentado por Filipo y por Alejandro, y después por sus sucesores en Macedonia, alzóse con las masas populares, y el aristocrático que, después de la guerra de Pirro, imploraba socorros á Roma. Mas si en la Historia y su estudio fué en donde encontró las enseñanzas para poder cumplir los deberes de las posiciones que ocupó, hasta que en el manejo personal de los negocios de la política perfeccionó su genio, y osó tomar la pluma de historiador, con que ya le fué fácil adivinar que el porvenir inexorablemente era para Roma, donde en medio de las contiendas que destrozaban su patria, se desenvolvía poderosamente el concepto, el deseo y el poder para alcanzar aquel dominio universal, que al cabo logró absorber en el poder romano todos los poderes parciales que entre sí mismos se destruían. En la Historia de la decadencia, de Cánovas, no había más que crítica, porque no era más que una obra literaria, admirable como prodigio de precocidad; pero ninguna visión política. La visión política del porvenir, con el ejemplo y la enseñanza de la Historia pasada, comenzó á dibujarla en el Bosquejo histórico de la Casa de Austria; la amplió aún más en sus Estudios del reinado de Felipe IV, donde el hombre de Estado-historiador traspira por todas las líneas de la obra; asciende algunos grados más en el prólogo que, cuando murió, tenía preparado para la edición ya prevenida de las Memorias militares de D. Jaime Miguel de Guzmán Dávalos Spínola, marqués de la Mina, sobre las guerras de Cerdeña, Sicilia y Lombardía, durante los treinta y seis años primeros del siglo XVIII, y hubiera llegado á toda la intensidad de las Historias romanas del gran historiador y hombre de Estado Polibio Megalitano, si, como estaba en su pensamiento y como tenía dispuesto con acopio de material que en España ningún otro escritor anterior había logrado reunir tan vasto y tan ordenado, constituyendo su propia biblioteca, de no haberle sido interrumpida la existencia por el más abominable de los crímenes, se hubiese emancipado de la carga y el trabajo asiduo del Gobierno, descargándolo en el más instruído de sus discípulos, se hubiera aislado entre sus libros, sus documentos y la energía de su voluntad, y hubiera dado triunfal cima á aquélla Historia general del reinado de la Casa de Austria en España, desde los casamientos de los hijos augustos de los Reyes Católicos D. Fernando de Aragón y Doña Isabel de Castilla hasta la muerte de Carlos II, cuya empeñada labor él la veía como el término más puro de los triunfos y de la gloria de su vida. Para que su publicación fuese inmediata, ya bajo su dirección, había hecho fundar aquella empresa del Progreso Editorial, que en espléndidas monografías hábilmente distribuídas únicamente entre individuos de número de la Real Academia de la Historia, comenzó á dar á luz la Historia General de España, enteramente rectificada y nutrida de la ilustración de los documentos inéditos de nuestros Archivos nacionales, y en que tan brillante parte tomaron Menéndez y Pelayo, que se reservó describir las fuentes de la Historia y la introducción del cristianismo en España; Vilanova y Rada y Delgado, que estudiaban las revoluciones geológicas que han formado el suelo de la península ibérica; Coello, que emprendió su descripción geográfica; Fernández y González, que había de remontarse á la noción de los primeros pobladores históricos; Fernández Guerra é Hinojosa, á cuyo cargo quedó la Historia de España desde la invasión de los pueblos germánicos hasta la ruina de la monarquía visigótica; Codera, Riaño y Saavedra, que habían de abarcar toda la dominación árabe; Madrazo, que tomó para sí los principios de la reconquista; Colmeiro, que se limitó á los reinados de los Reyes de Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, desde el de Alfonso VI hasta Alfonso XI de Castilla; Fabié y Catalina García, que proseguían con los de D. Pedro I hasta el fin del siglo xv; Fita, que se encargó de la historia de los judíos; Oliver, de la de los Reyes Católicos D. Fernando y Doña Isabel; Pujol, que eligió la de Felipe V de Borbón; Danvila, la de Carlos III, y Gómez de Arteche, la de Carlos IV y Fernando VII. En este reparto fué en el que Cánovas guardó para sí la Historia de la Casa de Austria en España, que había de ser el resumen de todos los estudios de su vida, y lo que es más, el programa de la resurrección del porvenir, con la que su mente, nutrida de la fe de la patria, sin cesar soñaba.
VI
Este progreso en la conciencia histórica del autor de la Historia de la decadencia, es uno de los fenómenos más dignos de estudio en la vida literaria y política de Cánovas del Castillo. Para poder formar su contraste en la sana balanza de la buena crítica, parece que providencialmente confluye la división de la época respectiva en que escribió cada una de las tres más importantes obras históricas que nos ha dejado: La Historia de la decadencia, el Bosquejo histórico de la Casa de Austria y los Estudios del reinado de Felipe IV. La primera es de su precoz juventud, de 1854, cuando no tenía veintiséis años, no había acabado su carrera del Derecho y era periodista batallador en las columnas de La Patria. El segundo, se publicó en 1869: es decir, á los cuarenta y un años de su edad, cuando ya había desempeñado cargos diplomáticos en Roma y superiores administrativos en el Ministerio de la Gobernación, llevaba largo embate en las contiendas del Parlamento, había sido ministro de la Corona, ocupaba sitiales en las Reales Academias, y había practicado estudios históricos de personal investigación en los Archivos públicos, como el Asalto y saco de los españoles en Roma8, El barcho ó parque de Pavía; la Batalla de Rocroy9, Las relaciones de España y Roma en el siglo xvi10 en trabajos de Revistas, y en discursos académicos La dominación española en Italia11, la Invasión de los moros africanos en nuestra Península12 y otros semejantes. Por último, Los estudios del reinado de Felipe IV aparecieron en 1888, á los sesenta años de su edad, á los trece de haber hecho la restauración de la Monarquía y de la Dinastía en España, de ser el supremo director de la política española dentro y fuera de la nación, y de hallarse en el apogeo de su poder, de su saber y de su experiencia. En las tres obras históricas de 1854, de 1868 y de 1888, de necesidad se imponen, siendo unos mismos los grandes actores de los sucesos que relatan, la repetición del juicio, no sobre los hechos, sino sobre los personajes sobre quienes caía la responsabilidad del tiempo, del éxito y de la Historia. Nudo de toda la política de España durante el siglo de la decadencia, por toda la extensión del XVII mas que ningunos otros personajes, son evidentemente el rey Felipe IV y su gran ministro ó privado el Conde-Duque de Olivares, D. Gaspar de Guzmán. Ante estas dos figuras sólo desempeñan un papel secundario, las que las precedieron en el Trono ó en el Gobierno, Felipe III y el duque de Lerma, D. Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, y las que le siguieron en análoga posición, la Reina Doña Mariana de Austria con el P. Neïdthard y D. Fernando de Valenzuela, primer marqués de Villasierra; Carlos II y D. Juan José de Austria, y sobre el fárrago de sus ministros circunstanciales, sus dos mujeres, á quienes sobre él y su Gobierno se atribuye una influencia determinante: Doña María Luisa de Orleans y Doña María Ana de Neoburg. Pues bien: ni el Felipe IV de la Historia de la decadencia es el Felipe IV del Bosquejo histórico, ni el Felipe IV de ésta y aquella obra el Felipe IV de los Estudios históricos. Todavía esta diferencia de apreciación, de juicio y de concepto se nota más en estas tres obras, cuando se trata del Conde-Duque de Olivares. De haberse escrito para las monografías de la Historia general de España, la que el Sr. Cánovas del Castillo se reservó, hubiera aún pronunciado el juicio definitivo sobre aquel Rey y aquel ministro, tan injusta é innoblemente vilipendiado durante tres siglos, habiendo sido este con su monarca, los únicos espíritus verdaderamente españoles que trabajaron cuanto pudieron por devolver á España su esplendor empañado y por conservar su prestigio, su supremacía y su poder: juicio definitivo que está aún por pronunciar, y que, muerto Cánovas del Castillo, la vista angustiada no alcanza á ver el espíritu suficientemente independiente é ilustrado que lo pueda consagrar.
Como Cánovas del Castillo fué siempre, desde su primera juventud, un hombre de buena fe, ni en esto, ni en otros extremos que más adelante él mismo condenó en sí mismo, siendo obra suya, no puede culpársele más que de haber extremado en la Historia de la decadencia, tal vez la nota adversa bajo la presión que en su espíritu juvenil ejercían las ideas con que se aprontaba á colaborar ciegamente en una próxima revolución. Pero considerando atentamente los medios de que disponía para formar y escribir en su Historia los juicios que emitió, no puede menos de tenerse en cuenta, lo que antes se dijo, cuál era en general, el estado de los estudios históricos en España, cuando él la escribió. Las investigaciones reivindicatorias de los Archivos empezaban á practicarse. Y todos los libros de que podíamos disponer, ó constituían el inmenso bagaje con que la literatura francesa, hostil á la Casa de Austria, había sustituído hacía dos siglos nuestra literatura histórica, ó eran libros españoles solamente en el nombre, porque, ó estaban servilmente traducidos del francés ó en libros franceses habían tomado su inspiración, su espíritu y sus doctrinas, ó eran libros totalmente extranjeros. No había otras fuentes á que acudir, y aunque Cánovas se propuso hacer un libro español y para España, este deseo no podía realizarse más que en las nobles ambiciones de una aspiración, entonces sin realizar.
La exploración avanzaba siempre, y cuando los Archivos italianos nos dieron á conocer las riquezas atesoradas en los de la Cancillería véneta, con las informaciones de los embajadores de la República durante los siglos XVI y XVII, á su explotación acudieron instantáneamente todos los hombres estudiosos de Europa, creyendo haber encontrado el más opulento filón de noticias y de verdad. Cánovas fué uno de los más ansiosos de fomentar el prestigio de estas novedades, y las figuras de los reinados de Felipe III y de Felipe IV, que retrató en su Bosquejo histórico de 1868, fueron tomadas con su característico calor de entendimiento, de las Relaciones de los Valaressos, de los Gritti, de los Corder, de los Justiniani, etc., que aunque servían en España, eran como los gobiernos todos de la Señoría, más amigos de Francia que de nuestra Nación. También más tarde hubo que rectificar esto; y así, en los Estudios históricos, las figuras mencionadas ya son las que se acercan más á su realidad. Es verdad, que ya Cánovas no se inspiraba, como en 1854, en los libros traducidos del francés, ni como en 1868, en las Relaciones interesadas de los embajadores vénetos. Su biblioteca se había nutrido de una documentación sacada de los originales, principalmente en Simancas, de la que los 15 volúmenes que tengo ante los ojos, son un tesoro de revelaciones inéditas, con las cuales hay bastante para escribir una Historia nueva de lo que hasta aquí las literaturas extranjeras, y, principalmente la francesa, nos han dado tan adulterado. Su biblioteca se había nutrido también de toda ó de la mayor parte de la bibliografía polemística del tiempo mismo en que se efectuaron los sucesos políticos y militares de aquellos reinados, que entran en el círculo de la decadencia, y el conocimiento profundo de estas controversias en sus fondos originales, eran para él un nuevo manantial de revelaciones que, hasta ahora nos habían sido completamente desconocidas. Esta es la única literatura extranjera que el historiador español, vindicador del honor de su patria, debe consultar, y consultándola Cánovas en sus últimos trabajos que dejó, pudo rectificarse noblemente á sí mismo, porque con estas rectificaciones, no sólo hacía honor á la verdad, sino á la gloria de su patria y á la justificación de los ilustres caracteres que más la sirvieron y con más buena fe en aquel tiempo. Ya en 1883, al escribir otro de sus más hermosos libros, El Solitario y su tiempo, con toda franqueza decía: «Triste, pero honrado papel – permítaseme decirlo – , me ha tocado á mí en lo referente á la Historia de España, que durante algunos años he cultivado con cierto empeño. Nací, y he vivido entre españoles, justamente soberbios de su grandeza antigua, pero poco curiosos por inquirir y analizar los motivos que la originaron y las causas por qué decayó tan brevemente; convencidos de que tal decaimiento es excepción y natural estado de su grandeza, sin sospechar siquiera que á esta tierra, ó á sus habitantes en general, se debe la inferioridad en que nos hallamos ahora respecto á los demás pueblos numerosos y de límites extensos; seguros, por último, de que ciertos Reyes y ciertos ministros, algunas instituciones y algunas leyes, eclesiásticas y profanas, son las causas únicas del doloroso cambio de fortuna que experimenta España. Del poco tiempo que mi agitada vida me ha consentido dedicar á los libros, he consagrado ya bastante á desvanecer tales errores, y no sin éxito, pues las más de aquellas ideas mías, que un día se tuvieron por paradojas, comienzan á hacerse vulgares, siendo patrimonio común de todos, ó la mayor parte de mis puntos de vista sobre la Historia de la Nación, que como tal no existe, sino desde que en Carlos V se unieron con Castilla Aragón y Navarra.» – «Confiésolo sin rebozo y hasta por deber riguroso de conciencia: el motivo que me ha impulsado á hacer de los estudios sobre la Casa de Austria en España, la mayor ocupación literaria de mi vida posterior, consiste en el remordimiento que quedó en mí de haber copiado con ligereza, y creído sin bastante examen, muchas de las calumnias históricas que pesan sobre los gobernantes españoles de la época, juzgándome más obligado que otros á inquirir y buscar la verdad, con el fin DE DESMENTIRME siempre que lo mereciera, cual he desmentido ya frecuentemente y pienso también desmentir cada día más á mis poco escrupulosos antecesores»13.
En contraposición con lo que la Historia de la decadencia y de 1854 y aun el Bosquejo histórico de 1868 bajo la fe de los embajadores vénetos, dijeron sobre el Conde-Duque de Olivares, véase como Cánovas del Castillo le dibuja, en su monografía de su Separación de Portugal inclusa en los Estudios históricos de 1888. – «Era, dice, el Conde-Duque de Olivares hombre de sanas intenciones, desinteresado, sagaz, atento á los negocios, con corazón bastante grande para vencer las dificultades ó afrontar sin miedo los mayores peligros.» Del Rey Felipe IV veamos, á seguida, estos otros juicios: «La antigua leyenda que le supone exclusivamente entregado á toros y cañas, comedias y galanteos, tiene que recibir un golpe final y decisivo. Fué, en realidad, Felipe IV muy aficionado á divertirse en la primera mitad de su reinado, cuando todo le sonreía á primera vista y no había sonado la hora suprema de los infortunios aún; pero nunca pensó en eso tan solo, como la falsa historia ha contado. Á los vencedores de Nordlingen y aun en Fuenterrabía, érales, después de todo, lícito sentir alegrías y frecuentar todavía diversiones. Por lo demás, preciso será que los más incrédulos se convenzan también, si no quieren negar el testimonio patente de documentos innumerables, ya en Simancas existentes, ya detentados en París, de que ningún Monarca moderno, ni casi ningún Ministro parlamentario, ha intervenido tanto de su puño en los expedientes, consultas y negociaciones como el calumniado Felipe IV. No fué, no, por andar en comedias, toros y cañas exclusivamente por lo que se separó Portugal de España: esto resulta ya evidente. Muchos, muchísimos otros motivos, y más graves, hubo para aquella nacional desgracia y las demás que la acompañaron.»
Si la publicación de la Historia de la decadencia, con todos sus defectos, tuvo el alto mérito de abrir horizonte nuevo de investigaciones y de ideas nacionales á la generación contemporánea de su autor que se consagró á los estudios históricos, las últimas obras de Cánovas y sus últimos conceptos vertidos en ella, pronto lograron fructuosos proselitismos. ¡Cuánto se ha disparatado sobre las causas de nuestra decadencia en el siglo xvii! Pero el magisterio histórico de Cánovas ha hecho á los nuevos críticos dirigir la mirada hacia otras causas más fundamentales que las interiores en que la influencia de fuera ha hecho por más de dos siglos envenenar nuestro espíritu naturalmente pesimista y envidioso cuando tratamos de nosotros mismos. No existía ya Cánovas del Castillo, cuando el más correcto pensador de sus discípulos, D. Francisco Silvela, fué recibido el día 1.º de Diciembre de 1901 como individuo de número de la Real Academia de la Historia. Su discurso de recepción tenía por tema los Matrimonios de España y Francia en 1615. Este discurso fué toda una reacción, la reacción á que Cánovas tendía con su larga y concienzuda labor. La rivalidad de Francia contra España, su penetración cautelosa en nuestra nación por medio de sus matrimonios políticos y su característica desenvoltura en las intrigas de gabinete y en las alianzas con que siempre ha obtenido todas las ventajas que ha querido conseguir, forman el nudo íntimo de toda la política de nuestra decadencia. Silvela lo decía: «su propósito mediante los matrimonios reales de 1615, fué minar el poder de España para despojarle de él é investirse ella de todo lo que hiciera perder á nuestra Nación, y fué el trabajo tenaz de todo el siglo xvii, hasta que al comenzar el xviii se apoderó del Trono, nos trajo su sangre á él, nos convirtió en casi una provincia francesa y nos obligó á firmar aquel Pacto de familia que extremó para siempre nuestro ruina».